lunes, 27 de junio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 42

 —No, definitivamente no.


Paula estaba recorriendo con Pedro los coloridos puestos de un concurrido mercadillo en el que se vendían aceites, productos ecológicos, bisutería y toda clase de artesanías. Allí se podía encontrar cualquier regalo imaginable. Pero Sam seguía sin encontrar el suyo.


—¿Y este candelabro? —dijo él mostrándole un objeto retorcido—. Es original.


—No, Pedro —contestó sonriendo ante su expresión.


—Pero a mí me gusta.


—Entonces, cómpratelo para tí. Pero no permitiré que le compres a tu esposa un candelabro por su cumpleaños.


Había decidido referirse a Micaela como «Tu esposa» como mecanismo de defensa. No solo le servía para recordarse que no debía tener nada con Pedro, sino también para no personalizar a Micaela. Mientras no tuviera nombre, Paula se sentía menos culpable. Una mujer de pelo morado pasó junto a ellos tirando de una cabra que llevaba atada de una cuerda. Pedro la protegió rodeándola con su brazo y atrayéndola hacia él. Paula sintió su calor y percibió el olor de algo divino bajo la lana de su chaqueta. Cerró los ojos.


—De acuerdo —dijo devolviendo el candelabro a su autor con una sonrisa forzada.


Siguieron avanzando entre la gente.


—En serio, Pedro, no vamos a llegar muy lejos si compras cada cosa que te llama la atención.


Pedro caminaba a su lado, protegiéndola con su cuerpo del resto de la gente e inclinando la cabeza para escucharla.


—Podría funcionar. Si no le gusta un regalo, siempre tendré el siguiente.


—Claro —dijo ella riendo—. Y no se dará cuenta.


—Entonces, ¿Qué es lo que te gusta? 


—Cumple treinta años. Lo que le gustará será algo bonito y único. Algo que le demuestre que la conoces.


—La conozco, pero sigo perdido.


—No te preocupes —dijo tomándolo del brazo—. Nos quedan dos horas más. Encontraremos algo.


—No debería necesitar ayuda para comprarle un regalo a mi mujer.


—Bueno, puedes hacer algo al respecto o seguir lamentándote. Me has sacado de la cama en nuestra única mañana libre, así que, si vas a seguir lamentándote, será mejor que me vaya —dijo Paula poniendo los brazos en jarras.


Pedro se detuvo y la miró fijamente.


—Me recuerdas a mi madre. A ella tampoco le gustan las lamentaciones. No estoy acostumbrado a eso fuera de mi familia.


Paula sonrió mientras volvían a ponerse en marcha.


—Entonces, seguramente nos llevaríamos bien.


—Estoy convencido de que así sería.


Paula se detuvo ante un puesto de pañuelos de seda.


—¿Qué te parece uno de estos? Son muy bonitos.


—¿Qué haría con un pañuelo? —preguntó Pedro frunciendo el ceño.


—Ponérselo.


—¿En la cabeza? ¿No es un poco de abuela?


Paula soltó uno de los pañuelos y se lo anudó al cuello.


—Puede llevarlo así, o también así —dijo mostrándole diferentes maneras de ponérselo sin que resultara anticuado—. Y, si es atrevida, puede ponérselo en el pelo, a modo de banda —añadió e inclinando la cabeza, se lo puso. 

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