miércoles, 29 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 50

–¿El qué?

Era difícil de explicar. Lo miró y vió que él la miraba con picardía y ternura. Estaba embarazada de ese hombre atractivo y sexy que tenía delante. Y le seguía pareciendo tan irresistible como siempre. ¿O sería que ella era una depravada?

–Nada, todo, no sé –dijo ella, confusa.

Pedro, satisfecho con su respuesta, preguntó entonces:

–¿Por qué no vamos arriba? Me parece que estarás mejor en posición horizontal.

–No quiero que me hagas el amor.

–No he venido aquí por sexo, Paula. Es bastante más complicado que eso.

–¿Sabes qué? Mi problema contigo es que tengo que aprender a decir «no», y no «sí», como tú dices –se quejó Paula, mientras subía las escaleras.

–Puedes practicar con otros hombres con los que te encuentres –dijo Pedro.

Le levantó el caftán que tenía puesto y le alisó la espalda con la palma de la mano, aumentando la presión cada vez más, hasta notar que los músculos de Paula se aflojaban. En diez minutos, se quedó dormida. Él se quitó toda la ropa, excepto los calzoncillos, y se acostó a su lado, y luego echó la colcha por encima. Le puso una mano en la barriga. Y entonces supo que lucharía con todas sus fuerzas por la vida, por su vida, por esa mujer y ese niño que no había nacido aún.

Paula se despertó una hora más tarde aproximadamente. Se sentía feliz y relajada. Le llevó unos segundos darse cuenta de por qué se sentía así. La razón la tenía abrazada a su espalda, contra su cuello. No se sentía ni asustada ni sola. También tenía mucha hambre.

–Pedro. No he comido desde la una, o desde las once de la mañana. Y necesito algo más sustancioso que leche descremada –le sonrió.

Él la miró sonriendo, y le diço un beso dulce e intenso. Paula lo besó también. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y le acarició los hombros y el pecho. Hacía mucho tiempo... Él le soltó el pelo, y la volvió a besar. Sabía lo que quería decirle. Quería decirle «te amo». Era una verdad tan simple como compleja, y se moría por compartirla con ella. «Todavía no. Es demasiado pronto», se dijo.

–¿Quieres que pida comida china?

–Suena muy bien.

Comieron y Pedro se marchó temprano a casa. Al día siguiente arregló el grifo, echó un ojo al televisor y lo llevó a arreglar, y preparó la cena él mismo: pollo a la hindú.

El sábado por la noche fueron a cenar a casa de Sofía y Rafael, y el domingo Pedro plantó los bulbos en el jardín de Paula.

–¡Es tarde para plantarlos! Pero Francisco ha estado tan ocupado que me daba apuro pedírselo...

–Salgamos a algún sitio esta noche. Ponte tus mejores ropas. Iremos a comer a ese restaurante nuevo especializado en mariscos del que hablan tan bien.

–Prefiero comer en casa, Pedro, si no te importa. Me siento como un barril con mis mejores ropas –dijo ella.

–Sí, me importa. ¡Venga, Pau! ¡No es que no quieras que te vean así! ¡Lo que no quieres es que te vean conmigo!

–Conozco a un montón de gente en esta ciudad. ¿Por qué no nos subimos al tejado de la casa y gritamos a los cuatro vientos que tú eres el padre de mi hijo?

–Buena pregunta, ¿Por qué no?

–Porque yo no quiero.

 –¡No pienso irme, Paula!

–Para mí, el trato todavía tiene validez –dijo ella.

 –Entonces estamos en un callejón sin salida –dijo suavemente Pedro.

Ella hizo un esfuerzo por ponerse de pie, y tiró sin querer unos bulbos.

–Es un callejón sin salida porque tú lo quieres. Cuando dos personas hacen un trato, deben romperlo los dos. ¡No sé cómo hacértelo entender!

–El trato –dijo perezosamente, pasándose los dedos por la frente–. Ahora me doy cuenta de por qué lo hice. Es tan obvio, y sin embargo no me dí cuenta hasta ahora. Elegí la vida, Pau, ¿No lo ves? He estado como un zombi durante dos años, medio muerto, y entonces llegaste tú con la loca idea y la acepté. Mi subconsciente sabía lo que ocurría aunque mi cerebro no. He querido el bebé desde el principio. Así fue.

Nada de lo que hubiera dicho él la hizo sentir mejor. Al contrario, sus palabras parecían ahogarla, quitarle la respiración.

Un Pacto: Capítulo 49

Francisco contestó generosamente:

–En reuniones, con el ayuntamiento. No creo que tarde. Y luego se va a casa. Un día entero de burócratas no es la idea que tiene Paula de pasárselo bien.

–Gracias, Francisco–hizo una pausa y dijo–: ¿Tienes idea de por qué tu jefa odia el matrimonio como si fuera un delito o algo así?

–No. La primera semana que trabajé aquí quise ligármela, pero me sacó corriendo. Somos compañeros. No hay nada de sexo, y somos buenos amigos.

Para Francisco sería una aberración eso de que no hubiera sexo. Pedro trató de no sonreírse.

–Intentaré localizarla en casa. Nos vemos, Francisco.

Compró flores en el camino. Las rosas que le había recomendado Matías le parecían muy poco originales, por lo que le compró unas azucenas. Al llegar, el coche de Paula estaba estacionado en el camino que llevaba a la casa. Al llamar a la puerta, ésta se abrió instantáneamente. Paula estaba de pie en el hall, con su maletín aún en la mano. Y no pareció sorprenderse de verlo.

–Acabo de llegar, y estoy cansada. ¿Qué quieres? –dijo, desganada.

–Quería darte esto –dijo Pedro con la mejor sonrisa, y le entregó las flores.

A Paula le gustaron, pareció. Pero enseguida cambió la expresión amable de la cara.

–Intentas sobornarme...

–¡No desprecies cada gesto que tengo contigo, Paula! Me recuerdan a tí las azucenas. Apasionadas y obstinadas.

–Se te dan bien las palabras.

–Hay una palabra que podrías agregar a tu vocabulario. «Sí».

–Sí, puedes irte ahora mismo –dijo ella con una sonrisa tensa.

Tenía ojeras, y se apoyaba en el quicio de la puerta.

–En el viaje en avión leí un libro acerca del embarazo. Pondré las flores en agua y te daré un masaje en la espalda, y luego hablaremos de lo que va a pasar.

La idea de un masaje en la espalda le parecía maravillosa. Estaba exhausta. Y si había podido soportar la reunión con el comité del ayuntamiento podría soportar cualquier cosa.

–Te traeré un vaso de leche descremada también.

–¿No me traes pepinillos, o tarta de chocolate?

–Las azucenas son comestibles, me han dicho –dijo él mirando las flores.

Paula, en medio de la confusión, se alegraba de verlo. Y dijo:

–Si quieres ir acercándote a la palabra «sí», me parece que debieras ofrecerme algo más que una ensalada de azucenas y leche descremada.

 Él se rió.

–Ve y ponte algo más cómodo. Avísame cuando estés lista –le quitó las flores y fue hacia la cocina.

Mientras estaba colocando las flores en el florero, vió que una de las puertas del armario estaba desencajada. Buscó y encontró un destornillador y cola para madera. Cuando volvió Paula estaba a punto de terminar el trabajo.

–Gracias. Uno de los grifos del cuarto de baño gotea, puedes arreglarlo también, si quieres. ¡Oh, y la televisión se ha estropeado! ¿Por qué no le echas un vistazo?

–Después del masaje en la espalda.

–¿Quieres hacerte indispensable, Pedro?

–Buena idea. Pareces una lila tú misma con esa ropa –le dijo él, al verla tan elegante con el caftán.

–He hecho un trabajo en la Avenida Young, y me he gastado toda mí comisión en ropa –dijo ella. La Avenida Young era una zona de comercios caros.

Pedro cortó una de las lilas, le bajó la cabeza, y se la puso entre el pelo. Al rozarle la mejilla, ella dijo:

–Siempre lo consigues.

Un Pacto: Capítulo 48

Pedro había llamado de antemano a su madre para ir a verla a la mañana siguiente. A pesar de ser un hombre resuelto y conocido por su eficiencia y decisión a la hora de los negocios, no sabía muy bien qué hacer. El jardín de su madre era armonioso y bello, incluso en noviembre. Había sido el trabajo de Paula, pensó, y llamó al timbre.

–¡Qué alegría verte! –Ana lo abrazó y lo hizo pasar–. Llegas con retraso, diría yo, para casarte con esa encantadora joven que diseñó mi jardín, la que está embarazada de mi nieto, ¿No es así? –y enseguida le sirvió una taza de café.

Pedro apoyó la taza sobre el plato con mano temblorosa.

 –¿Cómo...?

–Pepe, tengo más de setenta años, pero no soy tonta. Sospeché que pasaba algo el día de mi cumpleaños cuando se encontraron aquí. Y la noche del concierto lo confirmó. Y si te digo la verdad, no me pareció bien el modo en que te comportaste...

–A mí tampoco –e inclinándose hacia adelante empezó a contarle toda la historia del trato que habían hecho.

–Lo hice por Martina–terminó diciendo para justificarse–. Pero ya no quiero seguir con eso. Quiero casarme con ella, mamá.

Ana, que no solía llorar casi nunca, dijo con lágrimas en los ojos:

–¡Estaba tan preocupada por que tú te culpases por ese terrible accidente el resto de tu vida! ¡Me gustaría mucho tener a Paula por nuera!

–El bebé es un niño. Nacerá a finales de diciembre. Pero Paula no quiere casarse conmigo ni con nadie. Está divorciada y su primer marido la hizo aborrecer el matrimonio.

–Hmmm. Pero no parece indiferente a tí cada vez que los veo juntos. Sofía había dicho lo mismo.

–Lo opuesto a la indiferencia no es necesariamente amor.

–La mujer que arregló mi jardín no creo que tenga nada de mezquina. Estoy segura de que todo irá bien.

Pedro no estaba tan seguro. Pero después de estar en casa de su madre, fue a ver a Paula. No estaba. Fue a su oficina, y encontró a Francisco detrás del mostrador, lo que le hizo sonreír. Francisco  se puso de pie al verlo.

–¡Mira quién está aquí! ¡Paula no está, y no voy a decirte dónde está!

–Déjame decirte algo, Francisco. Estoy enamorado de Paula. Quiero casarme con ella. Sé que me ha llevado mucho tiempo darme cuenta de ello, pero ha sido así. Lamentablemente, ha rechazado casarse conmigo. Quiere tener ese hijo ella sola. Así que ponerme a mí como el villano de la película no es muy justo –desesperado agregó–: Ni siquiera quiere cenar conmigo, ¡Por Dios!

El puño de Francisco se relajó imperceptiblemente.

–¿Estás enamorado de ella? ¿No me engañas?

–¿Por qué no le preguntas por qué no se casa conmigo ni con cualquier otro? Y además pregúntale de quién ha sido la idea de quedar embarazada.

-Probablemente lo haga.

–¿Y ahora, vas a decirme dónde está?

Un Pacto: Capítulo 47

–Ven a cenar conmigo mañana, y te contaré lo que ha pasado en ese tiempo. Con todos los detalles importantes.

–Seguro... En veinticuatro horas habrás tenido tiempo para inventártelos.

Sofía  se rió de pronto.

–Parecen Rafa y yo en nuestros peores momentos.

–Dos contra uno, no es justo –dijo Paula.

–Son dos contra dos –bromeó Sofía.

–Yo estoy a favor de tí, no en tu contra –agregó Pedro.

–¡Oh! ¡Callense, ustedes dos! ¡Y dame un trocito de tarta, Sofi! ¡Lo primero que voy a hacer después de que nazca este niño es comerme una tarta entera de chocolate! –protestó Paula.

Sofía cambió de tema, y dió su opinión sobre la película, y terminaron el té. Entonces Paula se levantó y dijo:

 –Estoy segura de que no es una buena táctica dejarlos solos, pero tengo que ir al servicio. Uno de los tantos inconvenientes de estar embarazada.

Pedro la miró alejarse, con amor y compasión, al ver que había perdido su antigua gracia al andar.

–Estás enamorado de ella, ¿No? –le preguntó Sofía directamente.

–Si. Me ha llevado todo este tiempo darme cuenta. Quiero casarme con ella. Por eso estoy aquí.

–¡Estoy tan contenta! –le dijo sonriendo–. Yo se lo he dicho desde el principio, que es mucho más difícil criar a un hijo sola, siempre que los dos quieran hacerse cargo del niño... –el silencio de Sofía incluía una pregunta sobreentendida.

–Quiero casarme por ella. No tiene nada que ver con el bebé. Pero también quiero ser padre, parte de la familia.

–Sé que éste no parece el mejor momento, ella odia la idea del matrimonio... Pero me parece que no te vas a dar por vencido fácilmente.

–¿Cómo era Pablo, Sofía?

–No quiere hablar de él. Ni siquiera conmigo, y soy su mejor amiga.

–La primera vez que hice al amor con ella me dí cuenta de muchas cosas de él, y ninguna me pareció buena.

Espontáneamente Sofía extendió la mano y la puso sobre la de él:

 –Si hay algo que nosotros podamos hacer para ayudarte, dínoslo. Los invitaré a los dos a cenar el fin de semana, ¿Qué te parece?

–Quizás no vaya si sabe que voy yo.

–Entonces no se lo diré –dijo Sofía.

Cuando apareció Paula, Sofía retiró la mano, y pidió la cuenta.

 –Buena suerte, Pedro.

–Gracias –contestó él.  Y supo que había ganado una amiga y una aliada.

Y al ver que Paula los miraba con cara de sospechar algo, pensó que necesitaría todos los aliados del mundo. Sus fantasías chocaban con la realidad: Paula tenía el mismo interés en casarse que ocho meses atrás.

Un Pacto: Capítulo 46

Subió las escaleras entre Sofía y Pedro como si fuera un preso escoltado. El bar del cine estaba decorado exquisitamente y había una mesa libre para tres en un rincón. El bufet estaba lleno de tartas tentadoras, pero cuando fue el camarero Paula pidió:

–Un té de hierbas, por favor.

–¿No vas a tomar ninguna tarta?

–No puedo aumentar más de un kilo y medio más.

–Puedes comer un trocito de mi pastel, si quieres –dijo Sofía, y en cuanto pidió Pedro, se levantó.

–Voy al servicio. Enseguida vuelvo. No te comas toda mi tarta.

En cuanto Sofía se alejó, Pedro le dijo:

–Te llamé en cuanto llegué. ¿Quieres venir a cenar conmigo mañana por la noche?

Sin sonreír Paula le dijo:

 –Pareces distinto.

 –Me siento distinto. Paula, ¿Cómo estás, de verdad?

 –El trato era que tú vivieras en Toronto.

 –No puedo hacer eso ya –dijo él–. No sería capaz de mirarme al espejo sin avergonzarme, en ese caso.

–Entonces, ¿Qué estás haciendo aquí, Pedro?

–Te estoy invitando a cenar.

–¡No me refiero a eso!

–Paula, hace un momento te he preguntado cómo estabas.

–Cansada, saludable. Y no puedo pintarme las uñas de los pies ya, porque no llego.

Y luego se dijo también que se despertaba a las tres de la madrugada, que muchas veces se sentía atemorizada, y muy sola. «Pero no voy a contártelo, no señor», pensó.

–Te estás saliendo del trato.

–Sí. En lo que a mí respecta, terminó. No tiene sentido. Es inútil.

–La respuesta es no, no voy a cenar contigo mañana por la noche.

–¿Te asusta?

 –Cuido mis intereses.

La estrategia de Pedro no parecía funcionar.

–El bebé es un interés nuestro, tuyo y mío, y el camarero viene a traerte el té, te lo advierto por si quieres mandarme a paseo.

Paula se apretó las manos, como si estuviera a punto de estallar, y se quedó muda. Entonces apareció de nuevo Sofía, y miró la cara sonrojada de Paula.

–¿Has visto Rob Roy, Pedro?  ¿Te ha gustado? –preguntó Sofía.

–Sofía, déjame que te haga una pregunta, y luego hablaré de todas las películas que visto en los últimos ocho meses. ¿Sabes que yo soy el padre del hijo de Paula?

–Sí. Rafa me lo dijo en septiembre.


Entre dientes Paula preguntó:

–¿Vas a anunciar la paternidad de mi hijo a todos los ciudadanos de la ciudad?

–No, sólo a los que me interesan.

–¿A tu madre? –preguntó Paula con ganas de saltarle ala yugular.

–Todavía no lo he decidido.

 –Entonces, piénsatelo bien –contestó. Y luego dijo, jugando con el limón del té–. Aquí el tiempo ha estado cálido últimamente, ¿Cómo está el tiempo en Toronto?

–¡No he hecho semejante viaje para hablar del tiempo!

–Bueno, hoy he sabido una cosa, Pau, que no eres indiferente a Pedro–interfirió Soía–. Y no me extraña. Nunca has sido calculadora ni has tenido sangre fría.

–No, eso se lo dejo a él –dijo Paula.

–¡Maldita sea! –exclamó Pedro.

 –Vas a ver una película, me encuentras por casualidad, y entonces haces como si no hubiera pasado nada, y continúas con lo que estábamos la última vez, cuando te fuiste diciendo un adiós para siempre. Perdóname, si no me convences.

Visto de ese modo, no era muy convincente, pensó Pedro. ¡Pero cómo podía explicarle la escena de Abril con su osito de peluche, o la de la pareja en el meto de Toronto?

lunes, 27 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 45

Estaba el contestador. Y en su estrategia no estaba el avisarle de su llegada. Colgó. Miró el periódico y decidió meterse en un cine. Llamaría a Paula al día siguiente por la mañana. Tendría que llamar a su madre también.

Los árboles estaban sin hojas, y el aire era frío. Pedro se cerró la chaqueta de piel. Cory estaría en algún sitio de la ciudad. Y él finalmente había aclarado sus sentimientos. Al llegar al cine había cola. El aire estaba lleno de olor a palomitas de maíz. Las puertas del cine se abrieron. Mientras esperaba para comprar palomitas de maíz, Pedro se dedicó a mirar las caras de la gente que salía. Le gustaba ver en sus rostros cómo les había afectado la película. La gente fue desapareciendo, hasta quedar unos pocos. Entre ellos estaba Paula, con una mujer de pelo negro a su lado. Su corazón dió un respingo. La chica del puesto de palomitas le preguntó:

–¿Qué desea, señor? Perdone, ¿qué desea?

–Lo siento, he cambiado de idea –contestó él, y se quitó de la fila.

Paula no lo había visto. Slade fue detrás de la gente hasta acercarse a ella.

–¡Paula! –le gritó ansioso.

Paula apretó el brazo de Spfía. Conocía esa voz entre miles. Sintió pánico. Era Pedro. Como siempre, parecía más grande y más guapo, pensó ella.

–Hola, Pedro.

Pedro tenía el pelo despeinado, los ojos sonrientes. Y ahora le sonreía con toda la cara.

–¡Estás maravillosa! ¿Cómo te sientes? –Pedro puso las manos sobre sus hombros y le dió un beso en la boca.

Ella sintió la calidez de su mejilla, la seguridad de sus labios. Y luego se separó de ella. Ella hubiera deseado tirar de su chaqueta de piel y besarlo hasta hartarse.

–Esta es Sofía , mi mejor amiga.

Pedro le dió la mano.

–Soy Pedro Alfonso.

Los ojos de Sofía se agrandaron. Y Pedro pensó que seguramente Rafael le habría contado la historia.

–Me he mudado a Halifax por un tiempo. Me hospedo en el Bronston.

–¿Te has venido aquí por un tiempo?

–Sí, llegué esta mañana–y observó la cara de incredulidad de Paula–. Dejenme que las invite a un café –y les sonrió.

–¿Cuánto tiempo vas a estar en Halifax? –preguntó

–Hasta después de Año Nuevo, seguramente.

–Ya...

Es decir que estaría allí cuando naciera el niño, pensó Paula.

–¡Me muero por un té de hierbas! Rafael  está con los niños, así que no tengo prisa hoy. Podemos tomar algo. ¿Te parece bien, Pau?

No, no le parecía bien. Pedro tomó su silencio por consentimiento, y la tomó del codo. Ella estaba furiosa. Furiosa con él. Furiosa con su mejor amiga. ¿Qué se creía él? ¿Que podía aparecer por Halifax cuando le diera la gana y desaparecer como si tal cosa, como si no hubieran pasado dos meses? En cuanto pudiera le dejaría claras las cosas.

Un Pacto: Capítulo 44

Pedro se lo pasaba bien, llegó a la conclusión. Y además sentía como que era una especie de terapia para él. En cierto modo sentía a Martina más cerca así. Tal vez el principio de todo eso había sido la tarde en que le había dicho a Paula lo del accidente. Le había hecho bien. Pero de eso se daba cuenta ahora recién. Después de una única cita con una mujer, que resultó un fracaso, se dió cuenta de que no quería salir con nadie excepto con Paula.



Una mañana de noviembre fue a ver un terreno en metro, para no sufrir atascos. Al subir las escaleras vió de espaldas a una mujer joven. No era la primera vez que le ocurría, que su corazón daba un vuelco al acercarse a una embarazada. Se apoyaba en el brazo de un hombre joven de vaqueros. Tendría unos diecinueve años él, le pareció a Pedro. Se dieron un beso, y el hombre dijo:


–Me llamas, si pasa algo.



–Sí, Johnny. No te preocupes. Espero que el trabajo vaya bien.



La mujer dobló hacia la derecha y el hombre hacia la izquierda. Y pensó que ese muchacho estaba haciendo lo mejor que podía en su situación. Quién sabe qué trabajo de mala muerte tendría, y además era mucho más joven que él. Sin embargo hacía lo que tenía que hacer. Mucho más de lo que hacía él. Él en Toronto. Paula en Halifax. ¿Cómo iba a ayudarla de ese modo? De pronto un pensamiento se le hizo claro de golpe: «Quiero estar con ella porque la amo», se dijo. «Estoy enamorado de ella». «Esta vez estoy seguro de lo que digo», pensó. Y no tenía nada que ver con el bebé. «Es Paula a quien amo». «Es Paula a quien quiero». Y con la fuerza que da la claridad de mente se dijo que pelearía por lo que quería con toda su alma. «Tengo que decírselo ya mismo», pensó. Su primer impulso había sido volar ese mismo día a Halifax, pero finalmente tardó más de una semana en volar. A pesar de los consejos de Bruno, decidió pensar con detenimiento. La amaba, y quería casarse con ella, pero ella no quería casarse. Lo primero que haría sería trasladarse a la oficina de Halifax durante un tiempo. De ese modo podría seguir el consejo de Matías y cortejarla, con o sin rosas. Que ella se tomara su tiempo. No tenía que apurarla, sino hacer que ella se acostumbrara a la idea de que él la amaba. Le pidió a la señora Minglewood que le alquilase una suite en un edificio especial para ejecutivos que pasaban allí temporadas largas. Trabajó mucho antes de irse para dejar encaminados varios proyectos en los que estaba trabajando, y gracias a los avances de la ciencia, con su fax y sus ordenadores había logrado arreglar todo como para poder trabajar en Halifax. Soñaba con tener a Paula a su lado. Sabía que no caería en sus brazos el primer día, no era ingenuo, pero sabía que si seguía su estrategia terminaría cayendo. Llegó a Halifax al final de la mañana. En lo que deshizo las maletas y comió algo se le hizo la media tarde. Entonces tomó aliento, y decidió llamar a Paula.

Un Pacto: Capítulo 43

Sabrina, la esposa italiana de Matías, cuyo nombre no tenía relación alguna con su carácter, le caía muy bien a Pedro.

–Se llama Paula. Vive en Halifax, y está embarazada de seis meses.

–¿De tí? –Matías dejó caer la raqueta y abrió la boca.

 –Sí, de mí.

–Esa sí que es la vida... –dijo Matías.

–Quiere ser madre soltera. Es una mujer muy hermosa en todo sentido. Realmente me ha vuelto loco hasta que la semana pasada decidí cortar por lo sano.

–No puedes hacer eso. Es inmoral.

–No quiere casarse conmigo –exclamó irritado Pedro–. El acoso tampoco es moral.

–Tal vez no estaría mal que fuera a Halifax y tratara de hacerla entrar en razón –dijo Matías con brillo en los ojos–. ¿Mi mejor amigo no es lo suficientemente bueno para ella? ¡Uh!

–Si haces eso, no vuelvo a jugar al squash contigo –contestó Pedro.

–Entonces será mejor que vayas tú cuanto antes para hacerla cambiar de opinión. El tiempo pasa muy deprisa, y te quedan sólo tres meses para hacer cambiar de parecer a esa mujer liberal.

–¡No la llames así!

Matías se agachó a recoger la raqueta, y tiró la pelota con gracia. Pedro la alcanzó en dos pasos.

–Mi servicio –se rió con picardía Pedro.

–¿Niño o niña?

–Niño –y se dió cuenta de la emoción en su voz.

–¿Está enamorada de otro? ¿Te tiene manía?

–Está divorciada. No habla mucho de su marido, pero me imagino que si algún vez lo tuviera cerca, le daría un puñetazo, y luego le preguntaría unas cuantas cosas –no iba a contarle ni a Matías cómo había llorado Paula en sus brazos la primera vez que habían hecho el amor.

–Humm... ¿Quieres que tu hijo nazca ilegítimamente?

 –No particularmente. Pero hicimos un trato la primavera pasada.

 –Negócialo. Comprométete. Cortéjala con vino y rosas. Sedúcela en la cama. Pero no te alejes de ella simplemente. Te vas a arrepentir el resto de tu vida.

–Tengo que pensarlo, Mati.

–No, amigo mío, no lo pienses. Piensas mucho. Tienes que actuar – Matías giró la raqueta en el aire–. Tu servicio.

Matías ganó el juego con ventaja, y Pedro sabía que le había faltado concentración. Se duchó, y volvió al trabajo bajo el sol cálido de septiembre.

La vida siguió. Y Matías tenía razón. La vida con su trabajo y su rutina no era la verdadera vida. No podía discutir con nadie como con Paula , y tampoco nadie lo hacía reír como ella, ni nadie lo excitaba tanto. Nadie había tocado su corazón como ella, pensaba una noche del mes de octubre, al llegar a su piso vacío. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Lo echaría de menos? ¿O seguiría con su empresa tranquilamente sin acordarse de él? En la vida de Paula había espacio para su hijo, no para él. Podría haberla llamado, pero no lo hizo. En cambio comenzó a visitar a Matías y a Sabrina. A jugar con sus hijos los fines de semana, algo nuevo para él. Por momentos se le hacía doloroso, porque Abril acababa de cumplir tres años. Pero a medida que iba pasando el tiempo, se encontró buscando piezas para los juguetes de Nahuel, y comprando juguetes para los niños.

Un Pacto: Capítulo 42

Pedro volvió a Toronto con un sentimiento de paz que jamás había sentido desde que había conocido a Paula. Había tomado una decisión. A pesar de haberle pedido que se casara con él, no se casaría con ella. Y aún más, permanecería alejado  permanentemente. Voló a Montreal para ver uno de sus proyectos, y tuvo una reunión en Calgary que prometía nuevos contratos. Y se alegró de ir aclarando la confusión que le había traído el nombre de Paula Chaves. Una semana después de dejar Halifax, fue a jugar al squash con Matías, un compañero de juego habitual, que lo había ayudado mucho durante los meses siguientes al accidente.

–¡Eh! ¡Machote! ¡Tengo mucha energía que quemar hoy! –le dijo a Matías.

–Se te ve mucho mejor que hace meses. Déjame que adivine. Has conocido a una mujer... Ya era hora.

–Te equivocas. Acabo de romper la relación con una mujer.

–¿Qué ocurrió? –le preguntó Matías con la pelota en la mano.

–No estoy preparado para comprometerme, Mati.

–¿Y cuándo piensas estar preparado?

–¿Y cómo quieres que lo sepa? –le contestó irritado.

–Puedes pasarte el resto de tu vida corriendo alrededor de la pista, o pensar en una estrategia.

–He venido a jugar al squash, muchacho, no a escuchar una clase de vida social.

–No estoy hablando de tu vida social. Estoy hablando de tu vida. ¿Quieres acabar como José?

José era un solterón que organizaba torneos.

–¡Por el amor de Dios, Mati!

–No creo que José haya planeado que su vida terminase de ese modo, y ahora es demasiado viejo para cambiar... –Matías se rió con candidez, y agregó–: ¿Estás listo para perder?

Y en cinco minutos, Pedro estaba metido de lleno en el juego. Y parecía jugarse la vida en él. Matías jugaba agresivamente también.

–¿Cómo era la mujer? –le preguntó Matías , de pie, esperando el servicio.

–El pelo como el cobre, los ojos de terciopelo oscuro, y un cuerpo para morirse...

–No está todo perdido, entonces –Matías lanzó la pelota.

Pedro ganó el servicio. Y fue a la taquilla antes de empezar el otro. Matías entonces le preguntó:

–¿Era buena en la cama?

–Sí –dijo Pedro–. Déjalo ya, Mati.

 –Quería boda... ¿Fue ése el problema?

 –No, no quería –contestó Pedro enfáticamente.

–¿Bebía mucho? ¿Fumaba mucho? ¿Tenía mal humor por la mañana?

 –Nada de eso.

 –¿Entonces por qué han roto? Hermosa, independiente, buena en la cama, suena como el sueño de todo hombre...

A Pedro no le gustó oír hablar de Paula como de «buena en la cama».

–No es asunto tuyo –le contestó Pedro, de nuevo en la pista, y comenzando con un tiro hacia el pecho enorme de Matías.

–Mi turno ahora –dijo Matías–. ¿Cómo se llama, dónde vive? 

–¿No vas a dejarme en paz, eh?

 –No, Sabrina  y yo estamos muy preocupados por tí. Llevamos preocupados mucho tiempo.

Un Pacto: Capítulo 41

Con un sentimiento de temor y estremecimiento, él le dijo:

–Será mejor que nos vayamos, si no, no vas a poder trabajar esta noche.

Ella dió un golpe con el pie.

 –¡Al diablo los libros!

 –Paula–le dijo él, sabiendo cuál iba a ser su respuesta, ¿Quieres casarte conmigo?

Ella lo miró asustada y con angustia, y exclamó:

–¡No puedo! ¡No puedo, Pedro! Lo sabes bien...

 –Entonces no tiene sentido seguir esta discusión. Vayamos a cenar. Te contaré cada escena de los cientos de películas que he visto en los últimos meses. Pero no te hablaré de bebés ni de matrimonio.


Y así fue. A las ocho y media Pedro acompañó a Paula a la entrada de su casa.

–¿Quieres entrar? –le preguntó ella con frialdad, formalmente.

–No, gracias. Será mejor que te deje trabajar. Probablemente me vaya a Toronto mañana. Cuídate, ¿Lo harás, Pau?

–¡Oh! Sí. Tú también, cuídate –contestó ella con una sonrisa fresca.

–Adiós –le dijo él solemnemente, y se fue, sin hacer amago de besarla.

Durante la cena se había comportado también con frialdad, manteniendo cierta distancia. ¡Después de aquella escena de la tele él había estado tan retraído!  ¡Qué poco le había gustado a ella!

Paula se dió cuenta de que era muy contradictoria. Por un lado no quería que le hablase de la esposa y su hija, por otro le decía que no se podía casar con él. Eso sí, deseaba que hicieran el amor siempre que ella quisiera. Y decidía que iba a ser madre soltera, pero cuanto más estrecha era la relación con él, se sentía mejor. ¿Qué quería en realidad? Por un lado quería que se fuera a Toronto ya, y por otro que volviera inmediatamente a su lado.

–Vete a Toronto, Pedro Alfonso–dijo en voz alta en la habitación vacía.

Y después de esa reacción infantil hizo todo lo que pudo por concentrarse en su trabajo con los libros de cuentas. Hasta que no se fue a dormir, no se dió cuenta de algo: el tono que había empleado Pedro al decir «adiós», había sido el de un final. ¿Y si no lo volvía a ver?

viernes, 24 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 40

Se iría en el primer avión a Toronto. No cenaría con Paula. Se metió enel cuarto de baño, cerró la puerta y abrió la ducha caliente a tope. Luego se duchó con agua fría. Una vez que estuvo vestido fue abajo para ver si encontraba un peine. La televisión estaba encendida en el salón. Paula estaba apoyada en la puerta de la cocina secándose el pelo, y mirando las noticias de las seis. Su albornoz era del mismo color que su traje de baño, y su pelo era una nube brillante que rodeaba su cabeza.

–¿Puedes dejarme tu cepillo cuando termines? –le preguntó secamente.

–Sí, claro –contestó ella pestañeando–. Te secaré el pelo, si quieres.

¿Que se iba a tomar el primer avión a Toronto? ¿A quién quería engañar? De pronto ella hizo un gesto de disgusto mirando la pantalla, y él desvió la mirada hacia el televisor también. Había habido un accidente en la autopista de Trans-Canadá. Acababan de mostrar las imágenes de las ambulancias, el coche de policía... Pedro se puso pálido. Jesica había estado al volante de su nueva camioneta aquel fatídico día de febrero. Si no hubiera estado tan ocupado en el trabajo, habría conducido él. Tal vez él habría podido esquivar al camión cuando le fallaron los frenos en la colina. Él era mejor conductor que Jesica.

–Pedro, ¿Qué te ocurre? ¡No pongas esa cara!

Pedro hizo un esfuerzo por volver al presente, a la mujer afligida que se le colgaba del brazo. Era Paula, pensó. No Jesica. Jesica estaba muerta. Cuando él volvió en sí, Paula le dijo, aliviada:

 –¿Qué ocurrió? Por favor, tienes que contármelo.

Ella había apagado la televisión. Y entonces Pedro contestó rápidamente:

–Mi mujer y mi hija de tres años murieron en un accidente de coche. Hace dos años y medio. Le fallaron los frenos a un camión de transportes. Yo estaba en la oficina cuando ocurrió.

¿Qué más iba a decir? Y hubiera deseado esfumarse de esa habitación. Paula dijo insegura:

–¿Es... por eso por lo que no quieres casarte otra vez, no es así?

Cuando él asintió, ella agregó:

 –¿ Y es por eso por lo que aceptaste el embarazo, no?

–No ha sido muy brillante de mi parte –dijo él, quitándose la mano de ella de su brazo y yendo hacia la ventana–. Pensé que si tú llevabas un hijo mío en el vientre, sabría que había un niño mío en el mundo, a quien cuidarían bien, sin tener que implicarme –luego agregó con amargura–.Cuando se trata de cuestiones emocionales, me temo que soy como un niño de jardín de infancia, como podrás apreciar.

–Pedro–le dijo Paula con firmeza–, eres un ser humano. Como todos los demás. Lo debes aceptar.

–Sí, seguro.

Pedro tenía la cara en sombras porque estaba de espaldas a la luz. Ella entonces le dijo:

–Nadie que esté en el nivel de jardín de infancia podría haber hecho el amor conmigo del modo que lo has hecho. Cuando hicimos el amor, tú te preocupaste por mí, me hiciste sentir libre, me hiciste sentir yo misma. Has sido sensible y apasionado. Me has hecho reír. No me digas que eso no tiene que ver con la madurez emocional.

Pedro se metió las manos en los bolsillos. Jesica no había aceptado esos ofrecimientos de su cuerpo, y por ella, porque la amaba, él se había resignado. Paula era lo opuesto totalmente. Le hacía brotar una pasión que apenas conocía en sí mismo.

Un Pacto: Capítulo 39

No estaba decidido, sintió ella.

–No estás convencido tú tampoco.

 –Pero es una hipótesis.

 –No puedo. Me hirió mucho saber que Pablo me amaba por mi dinero y no por mí, y fue muy difícil quitármelo de encima.

Era la primera vez que hablaba del tema.

 –¿Te recuerdo a él?

–¿Acaso crees que estaría contigo si fuese así?

–He sido yo quien te ha hecho la pregunta.

–No, no me recuerdas a Pablo.

–Bueno, eso es algo –dijo Pedro afablemente, y abrió la botella de zumo.

Paula se sentía enfadada, y no sabía por qué. Tal vez porque sentía una curiosidad inmensa por saber por qué Pedro no le proponía casarse con ella en ese mismo momento. Y como no quería demostrar su curiosidad dijo:

–No debería comer patatas fritas... Voy a bañarme otra vez –y se puso de pie.

Pedro la observó adentrarse en el mar. «Un hijo», pensó. Y Paula era la madre de su hijo. « ¿La amo?», se preguntaba. «Y si es así, ¿Qué voy a hacer?».

–Iremos a cenar a Tancred. Tienen un patio para cenar al aire libre, y la mejor ensalada del lugar. Y hablaremos de cualquier cosa bajo el sol, excepto sobre matrimonio y embarazo. ¿Qué te parece?

El cuerpo de él brillaba al sol, y su sonrisa era irresistible.

–Una cena temprano. Tengo que volver a mis libros de contabilidad esta noche. Mi contable está que arde porque voy retrasada.

–Te llevaré a casa a las ocho y media.

 –Me parece genial.

Pedro se puso de pie con la toalla en la mano, y le dijo:

–Quédate quieta –y comenzó a secarle las gotas de agua salada sensualmente.

–Te diré una sola cosa, y luego, no volveré a hablar más del tema: el embarazo no adormece la libido –dijo ella.

Pedro se rió, y la miró con deseo:

–Siempre puedes decirle a tu contable que has tenido que acudir a una cita importante. En la cama.

–No tiene el más mínimo sentido del humor –y le acarició el pecho con la punta del dedo, hasta el ombligo.

–¡Para! No se puede hacer el amor en público. Es delito en Nueva Scotia.

–Los abogados tampoco tienen sentido del humor.

Volvieron a casa contentos. Paula se dió una ducha en el baño de abajo, y mandó a Pedro al de arriba. Cuando pasó por la habitación de ella, él se sonrió, porque sabía que terminarían allí, a pesar del contable. Entonces echó una ojeada a la habitación de enfrente. Se le borró la sonrisa. Paula la había acondicionado para el niño. Olía a recién pintado. Las paredes eran amarillo claro, y ella había agregado una cenefa con dibujos de Disney, y las cortinas a juego. La cuna era un modelo igual al de Martina, observó con el corazón encogido. En cuatro meses tendría un hijo. Ya no podía hacer nada para detener el proceso. Y entonces él volvería a ser vulnerable, vulnerable al dolor que su pequeña le había hecho sentir.

Un Pacto: Capítulo 38

Él la besó, sin saber de qué otro modo expresar lo que sentía. Y entonces ella extendió los brazos y le acarició el pelo y hundió sus dedos en él, y luego lo besó. Entonces desde lo más profundo de su ser a su mente acudieron las palabras: «Te amo, Paula, te amo». Sintió como si el mundo se le diera vuelta, y entonces la oyó decir:

–Pedro, ¿Qué ocurre?

No podía decírselo. Todavía no. Porque no sabía si tenía el coraje de que esas dos palabras cambiaran su vida por completo. O incluso si de verdad las sentía.

–Después de un beso tuyo, necesito un baño en el Atlántico.

Ella sonrió y dijo:

–Sé lo que se siente...

 Se adentraron en el mar, entre las olas. Paula se sentía viva en el mar.

–¡El último en zambullirse es un gallina! –exclamó ella.

Pedro la zambulló suavemente, y luego se metió él, nadando.

–Dime que ha sido una buena idea –dijo al salir.

–Te has ganado el primer premio –dijo ella.

Jugaron con las olas, buscaron caracolas, y rieron como niños en el recreo.

–Me siento tan bien –dijo Paula al salir, y se sentó en la toalla. Y buscó una bolsa de patatas fritas que llevaba en una cesta.

Pedro se sentó a su lado, con las piernas estiradas. Tenía una cicatriz en la rodilla.

–¿Qué te pasó ahí? –preguntó ella despreocupadamente, mientras abría la bolsa de patatas.

–Me caí de la bicicleta a los nueve años.

Él le puso la mano en el vientre. Le pareció que se movía algo.

–Cory...

Ella le tomó la otra mano, y la puso también sobre su vientre. Entonces le dijo:

–Es tu hijo, Pedro.

–¿Mi hijo? –murmuró él.

 –Me han hecho una ecografía hace dos semanas.

Él cerró los ojos, y sintió los movimientos suaves de su tripa, rompiéndole todas las defensas construidas a lo largo de esos dos años. Puso la cabeza sobre el pecho de ella. Sentía ganas de llorar de la emoción. Estaba envuelto en un tumulto de emociones, tan violentas y enérgicas como las olas. Ella le acarició la cabeza. Entonces ella pensó que no sólo el niño crecía. Siempre que estaban juntos pasaba algo entre ellos. «Y no puedo evitarlo», pensó. «No debí contarle lo de la última ecografía. No debí volver a verlo», siguió.

–¿Estás bien? –preguntó ella, jugando con sus rizos negros.

 –Gracias, Paula, por decírmelo.

–El doctor dice que estamos muy bien los dos, y que todo va bien.

 –¿Estás contenta de que sea un niño?

–Un niño saludable es todo lo que deseo. Pero supongo que, como madre soltera, con una hija sería más fácil.

Él se apartó y dijo:

–Francisco y Rafael  piensan que tú y yo deberíamos casamos.

–Estoy segura de que tu madre pensaría lo mismo.

 –Pero tú, no.

Ella se metió unas cuantas patatas fritas en la boca, las masticó y luego dijo:

–Me juré después de que se fuera Pablo, que jamás me casaría otra vez.

–Entonces para qué voy a molestarme en intentar hacerte cambiar de opinión...

Un Pacto: Capítulo 37

–¿Estás saliendo con alguien más?

 –Pedro, llevo una empresa cuyo trabajo se hace fundamentalmente en verano; tenemos una ola de calor insoportable, y estoy embarazada de cinco meses. Sé sensato.

–Yo tampoco salgo con nadie en Toronto. No tengo ganas. Pienso mucho en tí, Paula.

–Siento mucho la escena con Rafael –dijo ella, ruborizada y vehemente– Si hubiera sabido en el mes de marzo que esto se iba a transformar en algo tan complicado, no lo habría iniciado. ¿Pero qué otra cosa podría haber hecho delante de tu madre que no fuese echarle el muerto a Rafael y esperar que él fingiera también?

–Si lo echan alguna vez del trabajo, podría dedicarse a actor –dijo él cáusticamente.

–Por si te interesa, me echó una bronca después. Él piensa que los niños deben tener a los dos padres.

Ella estaba jugando con una hoja roja, rompiéndola. Se la veía cansada y triste. Pedro le dijo entonces:

–Cuando fui a la oficina a buscarte, Francisco dijo más o menos lo mismo, aunque en un tono un poco más subido...

–He hecho todo lo posible por mantenerlos a distancia.

–Paula, ¿Por qué no nos vamos a bañar a la playa? Ahora.

La cara de Paula se encendió.

–¿De verdad lo dices?

 –A lo mejor hasta te compro helado de cerezas.

–¿Te acuerdas de eso?

–Me acuerdo de todo lo que dijiste e hiciste...

Ella también se había acordado de él muy a su pesar

–Me encanta ir a la playa –dijo ella.

Pedro fue a casa de su madre a buscar su traje de baño y una toalla y luego fue a recoger a Paula. Entonces se dirigieron a las playas del sur, y pararon en una península de la Bahía de Santa Margarita, en un lugar apartado de la gente. Pusieron una toalla y él se desvistió.

 –¿Vamos a nadar?

Ella observó su cuerpo varonil, sin barriga, y dijo:

–Los bañadores para embarazadas son tan sexy como un... hipopótamo.

–¿Me estás diciendo que te sientes como un hipopótamo?

–Más o menos.

–Paula, tú me pareces muy hermosa.

–Pero estoy perdiendo mi figura...

–No tienes por qué estar siempre como una modelo de una revista. Tú eres tú, simplemente.

 Entonces ella siguió desabrochándose los botones del vestido. Su bañador era turquesa, púrpura y verde. Sus pechos estaban más grandes, igual que su vientre, lo que a Pedro le despertó una sensación de posesión inigualable.

Un Pacto: Capítulo 36

–Prefiero que sea aquí –contestó ella al fin.

 –Entonces, por lo menos que sea a la sombra.

Ella lo siguió hacia el manzano silvestre, que no sólo los protegería del sol sino que los resguardaría de la vista de los vecinos.

–Si el levantar peso no es bueno para mí, no creo que lo sea pelearme.

–Podrías haberlo pensado hace cinco meses. ¿Cuánto hace que conoces a Rafael?

–Cinco años.

–¿Por qué no le pediste a él que fuera el padre de tu hijo?

–No se me ocurrió –dijo Paula, con sinceridad–. ¿Por qué estás tan enfadado, Pedro?
–Tú llevas un hijo mío... No me parece que sea el momento oportuno para liarte con nadie.

Pero Pedro sabía que era sólo parte de la verdad. ¿Pero cómo iba a decirle que la idea de que otro hombre criase a su hijo cuando naciera lo hería tanto como la pérdida de Martina?

–¿Estás celoso? –preguntó ella con enfurecida calma.

–Sí, estoy celoso.

Si él era sincero con ella, ella también podía ser sincera con él:

–Me hubiera puesto furiosa encontrarte en el concierto con otra persona que no fuese tu madre...

–¿Sabes qué? ¡No soporto a las mujeres que andan jugando con los hombres! –y como no iba a tocarla, apretó una rama a la altura de la cabeza, y jugó con ella Violentamente

–¿Vas a casarte con él?

 –¡No! ¡En absoluto!

–¡Bien! ¡Me olvidaba de que tú no querías casarte! ¿Cuándo va a venir a vivir contigo?

–¡No va a vivir conmigo! Él...

–¿Te has acostado con él? –las uñas de Pedro se hundían en la corteza del tronco.

Paula respiró hondo, y dijo con rabia:

 –¡Me quieres oír! Está casado. Y...

 –¡Paula! Lo primero que me preguntaste cuando nos conocimos hace cinco meses era si yo estaba casado. ¿Por qué no te importa que esté casado él?

–¿Podrías dejar de interrumpirme? –dijo ella, tensa–. Rafael está casado con mi mejor amiga, Sofía, quien tenía un terrible dolor de cabeza anoche. Y ése es el motivo por el que fui al concierto con él.

Pedro se quedó perplejo.

–Sofía... la que tuvo el bebe...

 –Exactamente.

Paula se encontraba cómoda con Rafael  porque eran amigos, no porque fueran amantes, pensó Pedro.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 35

Pero echaba fuego por los ojos.

–¡No! –entonces respiró hondo, apretó los puños, y dijo: Yo no me manejo así.

–Ahora me acuerdo... Tú estabas en casa de la señora Martínez cuando fui a entregarle el presupuesto, me has engañado bien. De eso hace tres meses, y no te he visto salir corriendo a ayudar a Paula en todo este tiempo.

–¿Y no se te ha ocurrido pensar que Paula no ha querido que lo hiciera?

–No, realmente no. Desde que te ví esa primera vez la he visto llorar más de una vez, y ella es mi amiga, además de mi jefa. En mi pueblo, para los tipos como tú tenemos un nombre...

–Francisco–dijo Pedro tenso–. Si quieres que nos peleemos, lo haremos. Pero no creo que a Paula le guste la idea de que armemos una pelea en su oficina. Déjame que te diga algo: fue idea suya quedarse embarazada.

Francisco se rió despectivamente, y soltó una retahíla de insultos en los que incluía a la madre de Pedro. Entonces, éste, con un movimiento tan rápido que tomó a Francisco desprevenido lo alzó, y lo tiró contra el mostrador de la entrada, y le gritó:

–Tu jefa me está volviendo loco, y voy a tratar de que entre en razón. No deberías pararme, sino desearme suerte. Y hablo de suerte porque es la mujer más cabezota que he conocido en mí vida. ¡Y en cuanto a este famoso embarazo, ha sido idea suya! ¡Puedes creerme o no, que a mí me da igual!

Dejó a Francisco, y se fue antes de que el otro pudiera decir nada. La última imagen de Francisco fue la de un hombre poniéndose de pie, y mirando pensativo a Pedro. Irse a la cama con Paula Chaves era lo peor que podía haber hecho en toda su vida.



Pedro fue a la calle Dow lo más rápido que pudo, estacionó a una manzana de allí y caminó hasta el lugar. Aunque iba dispuesto a preguntar por Paula, y estaba de muy mal humor, al llegar allí comenzó a aminorar el paso, y una sonrisa irreprimible asomó a sus labios. En lugar de encontrarse con el solar abandonado que había visto en el mes de marzo, se encontró con un jardín formando un cuadro, y un cobertizo para las herramientas. Los girasoles y los tallos color púrpura se movían con el viento, y entre el verde de los canteros anidaban calabazas naranjas. Unos pocos trabajadores andaban por allí quitando las malezas y recogiendo frutos, al fondo, las voces de los niños subían y bajaban el volumen como el canto de los pájaros. Era una escena de quietud, y se sintió orgulloso de haber sido parte de ese proyecto. Pero el mérito era fundamentalmente de Paula. Había sido idea suya. No todas sus ideas eran locas, pensó. Y preguntó por ella a la primera persona que apareció, un hombre mayor. El hombre se apoyó en su pala y contestó:

–Dijo que se marchaba a casa. Hace demasiado calor para que esté aquí, me parece a mí.

Pedro pensó que más calor iba a pasar cuando se encontrase con él. Agradeció al hombre y fue directamente a casa de  Paula, donde encontró su coche estacionado a la puerta. Las persianas estaban bajadas en el salón, probablemente para que no entrara tanto calor. Pero no contestó nadie. Él se quedó dudando qué hacer. Se preguntaba si ella evitaba verlo a propósito. Pero de pronto oyó un ruido detrás de la casa. Se metió por el camino de piedra que llevaba al jardín del fondo. Paula estaba a punto de levantar una de las tres bolsas de tierra que estaban apiladas, y entonces dijo él:

–Yo lo haré. No tienes que levantar peso.

Ella se sobresaltó como si le hubieran disparado, y se dió la vuelta para mirarlo.

–¿Quién te ha invitado a mi casa?

–Soy mayor ya, he venido solo, sin que me inviten. ¿Tienes a Rafael escondido en la casa?

–¿Tienes acaso una orden de busca y captura? –respondió ella, y se inclinó hacia la bolsa de arriba.

–Paula, yo las levantaré –le repitió suavemente.

–No son pesadas, puedo sola.

Pero él la apartó y le dijo levantando la bolsa:

 –¿Dónde quieres que la ponga?

 –Donde el jardín de piedra. Voy a plantar más bulbos.

Ella lo observó mover las bolsas sin esfuerzo, como si no pesaran nada, siguiendo el movimiento de sus músculos. Cuando terminó dijo con antipatía:

–Gracias –luego hizo una pausa, para ver qué hacía él.

–¿Quieres que peleemos aquí o dentro? –dijo él amablemente.

Paula deseó estar vestida con algo más digno que unos pantalones cortos de premamá y una camiseta grande con el dibujo de Silvestre a punto de cazar a Piolín.

–Hace demasiado calor para pelear. Donde sea.

–Lamentablemente esto no puede esperar hasta la próxima helada – dijo Pedro, y la tomó del brazo.

Pedro se había levantado las gafas y las llevaba sobre la cabeza. En ellas se reflejaba el sol. Le parecía más grande de lo que lo recordaba. Y al tocarla se había dado cuenta de que no le importaría nada volver a hacer el amor con él. Nunca se había imaginado que el codo podría ser una zona erógena, pero parecía que con Slade siempre había algo por descubrir.


Un Pacto: Capítulo 34

–Mi apellido no es Brownlee. Es Blackson. Y nunca le he sido infiel a Sofía en toda mi vida, y menos con su mejor amiga. Ese tipo, el modo en que me miraba... ¿Es el padre, no?

–No se lo digas a nadie –dijo ella.

–Se lo diré a Sofi, porque le cuento todo. Y no me parece bien que le digas a ese tipo que nunca te pedí que te casaras conmigo. Estoy de acuerdo con Sofi, dejando al margen problemas como la violencia y los malos tratos, es mejor para los niños que sus padres estén casados. Creo que ese Pedro y tú deberían pensarlo bien.

Rafael, un hombre tranquilo y amable, estaba muy irritado por el hecho de que Paula lo hubiera hecho pasar por el padre de su hijo.

–¡No sabía qué hacer! ¡Su madre estaba allí delante! –dijo Paula– ¡Por Dios! ¿Qué le iba a decir? –Luego agregó: –No debí ir contigo. Pero no pensé que fuera a encontrarlo.

–No estás plantando petunias, Paula. Estamos hablando del futuro de un niño.

–Comprendo lo que me quieres decir –dijo Paula disgustada, y abrió el programa del concierto de Mendelsson.

¿Tendría razón Rafael? ¿Se estarían olvidando de algo tan importante para el bienestar de su hijo a quien amaba ya, con un amor incondicional? Pero era un asunto de retórica, porque Pedro no tenía intención de pedirle que se casara con él, se vistiera de blanco o de beige.

Pedro se pasó la siguiente mañana limpiando los desagües de la casa de su madre. El trabajo físico le vendría bien para no pensar, sobre todo después de haber visto a Paula con Rafael Brownlee. Estaba furioso con ella. ¿Cómo se atrevía a tener una relación con Rafael Brownlee cuando llevaba en su vientre un hijo suyo? ¿Cómo era capaz? Esa misma tarde iba tener que contestar a algunas preguntas, decidió.

A las dos fue a casa de Paula. No estaba su coche, pero golpeó varias veces hasta convencerse de que no había nadie. Entonces fue a su oficina. Hacía mucho calor. La empresa Jardines llames ocupaba un edificio modesto en una calle del norte, pero estaba recién pintado y el jardín del frente le daba un aire fresco y alegre. Había un camión con el logotipo de la compañía estacionado en la calle. «Está aquí», se dijo. Francisco salió y le dijo:

–¿Desea algo, señor?

–Estoy buscando a Paula–contestó Pedro cortante.

–No se encuentra aquí ahora mismo. ¿Puedo ayudarlo en algo?

–¿Dónde puedo encontrarla?

El tono de Pedro le hizo decir a Francisco:

 –Si se trata de alguna queja, yo puedo...

–No, gracias. Quiero hablar con ella. Sólo con ella.

 Los ojos de Francisco se achicaron y dijo:

–Debe estar trabajando aún en el proyecto le la calle Dow. Puedo darle la dirección... Pero

Pedro ya se había dado la vuelta, y agregó:

–Sé dónde es.

–¿Es usted Pedro Alfonso, por casualidad? –le preguntó Francisco con el mismo tono de antipatía que su interlocutor.

–Sí –contestó Pedro.

–Usted ha sido quien donó el sitio de la calle Dow y el solar de Corneil, ¿No?

–Exacto –contestó con impaciencia Pedro–. Perdone, pero quiero ver si encuentro a Paula antes de...

–¿Eres tú por casualidad el tío ése que la ha dejado embarazada?

Pedro pensó que el otro quería pelea. Si quería pelea, la tendría.

–Sí... aunque no es asunto tuyo, me parece...

–La dejaste embarazada y te volviste a Toronto. ¿Entraba en el contrato llevártela a la cama?  «Lo siento, Paula, pero no habrá solares si no tienes una aventura conmigo...», ¿Ha sido así?

Un Pacto: Capítulo 33

Paula se sobresaltó y miró alrededor. Entonces descubrió a Ana, y luego, de pie a su lado, a Pedro.

–No estoy casada –contestó ella.

Ana era muy moderna para esas cosas, y le dijo:

 –He tenido poco tacto, realmente, ¿No? Por cierto, ésta es Nancy Slaunwhite, una prima de mi marido, y ¿Te acuerdas de Pedro, verdad?

« ¡Oh, por supuesto que lo recuerdo!», le hubiera dicho. Pero los buenos modales no la dejaron patearlo con sus sandalias de tacón.

 –Este es Rafael Brownlee.

 –Enhorabuena, señor Brownlee. Paula, ¿Para cuándo esperas? – preguntó Ana.

–Para diciembre. ¿Está disfrutando del concierto?

¿Qué otra cosa podía decir en medio de semejante farsa? ¿Que Rafael era el marido de una amiga suya? ¿Que el padre de su hijo estaba al lado de la señora Martínez? Nancy Slaunwhite hizo un comentario sobre la música, que dió para conversar un rato, sobre todo intervino Rafael, que era un amante de la música sinfónica. Pedro estaba mudo. No hacía falta.

 –¿Te encuentras bien, Paula? –preguntó Ana.

 –Muy bien, gracias. Los primeros tres meses fueron malos, lo reconozco. Pero ahora estoy bien.

–Ahora comprendo por qué tu ayudante es el encargado de mi jardín. Lo está haciendo muy bien.

Paula le preguntó entonces por los árboles y las plantas de su jardín, pero se daba cuenta del peso del silencio de Pedro, y de la cercanía de su cuerpo. El corazón de Paula estaba agitado como el de un pájaro aterrorizado.

–¿Lo estamos aburriendo, señor Alfonso? –preguntó Paula.

De los ojos de Pedro parecieron salir chispas.

–No, no estoy aburrido, señorita Chaves. Dígame, ¿Piensa casarse con el padre de su hijo? ¿O está más allá de esas fastidiosas barreras morales?

La madre de Pedro bufó por lo bajo por la acritud de su hijo.

–Bueno, en realidad, él no me lo ha pedido. Me refiero a que me case con él.

–¡Qué mal de su parte! ¿Y aceptaría usted si él quisiera enmendar su error?

Ella no comprendía por qué le seguía esa estúpida conversación.

–¿Usted cree que debería hacerlo? –preguntó ella, mirando a Rafael, que no negaba el papel que le había asignado, pero estaba tenso.

–Se vuelve al vestido blanco; y parece que los valores de familia vuelven a estar de moda...

–Siempre me ha sentado bien el beige. Pero no creo que él me lo pida.

–La vida está llena de sorpresas –dijo Pedro.

Rafael  la tomó del codo y le dijo:

–Es mejor que volvamos a los asientos, bonita. Aquí hace más calor que adentro. Encantado de conocerlos...

–Que disfruten del resto del concierto –dijo Paula, sonriendo a la señora Martínez, y a Pedro–. Adiós.

Rafael la llevó a los asientos.

Un Pacto: Capítulo 32

Tres meses más tarde, en el mes de septiembre, Pedro voló a Halifax. Desde el avión vio la ciudad con su puerto, sus islas, sus dos puentes... Le dieron ganas de decirle al piloto que diera la vuelta y regresara a Toronto. Paula estaría en algún lugar allí, pensó él, ella y su bebé aún no nacido. No había sabido nada desde su última visita en junio. Y tampoco se había puesto en contacto. Se habían ajustado al trato completamente, pensó. A su madre le había dado mil excusas para no ir a ver su jardín, pero no podía seguir postergándolo, porque su madre se ofendería. Y en un par de días volvería a su casa. No pasaría cerca de la casa de Paula.

El avión aterrizó, y Pedro llegó a casa de su madre una hora después. Ana tenía entradas para un concierto de violín. Él se lamentó de que fuera posible encontrarse a Paula allí; era el tipo de espectáculo que seguramente no se perdería.

–¿No te importa, Pepe? Tal vez debería habértelo dicho, pero penséque podría ser una sorpresa agradable para tí.

Era una sorpresa, sí.

–Es estupendo. Me sorprende que hayan traído a alguien de ese calibre –dijo él haciendo un esfuerzo por disimular.

–La cena está lista. Ponte cómodo.


A las ocho menos cuarto, Pedro  estaba al lado de su madre en la sala de conciertos. La atmósfera que se respiraba era la de los grandes conciertos. El programa incluía el concierto de violín de Mendelsson, uno de sus favoritos. En el momento en que su madre se puso a hablar con la mujer de aliado, él aprovechó para mirar en todas direcciones, tratando de disimularlo, claro está, con los nervios tan desafinados como los instrumentos que se oían detrás del escenario. La gente seguía llegando. Pero no había nadie conocido, por suerte. Se relajó en el asiento. Pero de pronto, lejos en el pasillo central, la vió. Era Paula. Un hombre desconocido estaba a su lado. La llevaba del brazo y ella reía entusiasmada. Parecían estar cómodos el uno con el otro, como si no fuera una relación nueva. Había tenido tres meses para construirla. Y Paula tenía un inconfundible aspecto de embarazada. Dos personas al final de la fila se pusieron de pie y ella llegó a su asiento. Llevaba un vestido verde, suelto. El hombre le dió la chaqueta, y se sentaron.

–Pepe, ésta es Nancy Slaunwhite, una prima de Wendell... ¿Pepe? – tuvo que repetir su madre.

–Perdón –murmuró él.

Sin saber cómo, pudo conversar coherentemente con Ana y la otra mujer. Al menos no lo habían mirado extrañadas. Pero cuando la luz de la sala se fue apagando, suspiró aliviado. Mozart y Haydn lo entretuvieron hasta el intervalo. Él había decidido quedarse en la butaca, pero oyó que le decían:

–¿Nos traerías un refresco, Pepe? Hace mucho calor aquí, y el bar siempre está tan lleno de gente...

Atravesó el pasillo con la vista mirando hacia adelante, sin detenerla en nada ni en nadie. Dejó a su madre y a su prima política en el vestíbulo y fue a buscar las bebidas. Pero cuando volvió, para su horror vio que Paula y su acompañante se dirigían distraídamente hacia ellos. Ella no los había visto, porque estaba conversando animadamente con el hombre.

–¡Oh, Paula, no sabía que estabas casada...! –le dijo cordialmente Ana.

Un Pacto: Capítulo 31

–Por favor, ¿Podría darle a la señora Martínez estos planos del jardín? Se los envía Paula. Soy su ayudante.

A Pedro no le gustaba oír el nombre de Paula en labios de ese galán.

–Pensé que vendría ella misma a traerlos.

 –Suele trabajar en casa por las tardes. Si necesita algo puede llamarla a casa. Su número está en el presupuesto.

–Ya. Le daré esto a la señora Martínez, no se preocupe.

Francisco se alejó por el sendero con andares de cowboy. Pedro entró a la casa y decidió escribir una carta. Después de varias versiones arrojadas a la papelera, metió la última en un sobre blanco.  Antes de que se arrepintiera iría a casa de Paula. El coche estaba estacionado. Se sintió cobarde. « ¿Qué tipo de cobarde eres tú, Pedro?» Golpeó la puerta. No contestó nadie. Insistió, sin saber si se alegraba o no de que no estuviera. Finalmente la puerta se abrió. Paula  estaba pálida y ojerosa.

–¡Pedro! –exclamó, y se arrojó en sus brazos.

 Eso era lo que Sofía quería decir con «no estar sola». Él le parecía tan sólido como el árbol de su vecino. En sus brazos se sentía en el paraíso. Pedro se quedó sorprendido, luego la abrazó, con la carta aún en la mano izquierda.

–¿Tienes náuseas? –preguntó él.

 –Estoy fatal. Me alegro tanto de que estés aquí...

Y él también se alegraba. Y sentía tanta ternura hacia ella... Luego dijo secamente:

–He venido a hablar contigo.

Paula lo miró.

–Será mejor que entres –dijo ella soltándose de su abrazo. Una vez en el salón, ella esperó a que él hablase.

–Tenías razón, Paula, cuando decías que no deberíamos vemos. Y para ser sincero, no deberíamos volver a hacer el amor como ayer. Habíamos hecho un trato, y debemos ajustarnos a él. La próxima vez haré que mi madre vaya a visitarme a Toronto. Y cuando venga aquí, no me pondré en contacto contigo. Aunque sigo queriendo que me avises cuando nazca el niño.

Era lo que ella quería, que la dejaran sola. Entonces, ¿Por qué se sentía como si le hubieran dado un golpe?

–Tienes razón, por supuesto –dijo ella, poniéndose rígida.  Luego, vió la carta en su mano. Y dijo–: ¿Qué es eso?

–Te había escrito una nota por si no estabas aquí –le dijo. Porque, por nada del mundo le entregaría ahora esa carta–. No tengo más que decir, excepto que te cuides, Paula.

–Lo haré –contestó ella con una sonrisa vacía, y lo acompañó a la puerta.

Pedro salió y fue hacia el coche, sin mirar atrás.

Paula cerró la puerta, y se quedó apoyada en ella. Se sentía herida e infinitamente sola. De sus ojos brotaron unas lágrimas. Pedro la había dejado. Era mejor. Y tenía todo el derecho del mundo a hacerlo.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 30

Ana era tan orgullosa como reticente, y no volvería hablar del tema seguramente. Pero era una mujer que había tenido un primer matrimoniopoco feliz, y que había sufrido la pérdida de su segundo marido, a quien amaba, con dignidad y valentía. ¿Cómo iba a negarle algo tan elemental como un nieto? Y eso era exactamente lo que él estaba haciendo. Se fue a la cama temprano. ¿Qué estaría haciendo Paula en ese momento?


Jesica, aunque él se hubiera reprimido sus deseos sexuales para no apabullarla, siempre había actuado como si le tuviera miedo. O tal vez habría tenido miedo del sexo en sí mismo. En ocho años de matrimonio, nunca lo había abrazado, con el fervor de Paula, ni se había reído con la frescura de ella. De manera que con Jesica nunca se había sentido tan libre y relajado como con Paula. Debía haberle fallado a Jesica en algo básico, sin saberlo. Y ese sentimiento de frustración, era otro más agregado al sentimiento de culpa que sentía por la muerte de Jesica y Martina. Martina... su hija.


Se giró en la cama, apagó la luz, y sorprendentemente se quedó dormido inmediatamente. Pero se despertó a las dos de la madrugada, con su propio grito de terror en medio de una pesadilla. Había cometido el error de ver la camioneta después del accidente. Y en la pesadilla aparecía mezclada con la sangre que invadía todas las imágenes. Pero lo peor eran los gritos de dolor de Jesica y Martina, un quejido terrible que le destrozaba el corazón, y lo sumía en una agonía insoportable. Unas lágrimas asomaron a los ojos de Pedro.


Se sentó en la cama. Y se peinó con los dedos nerviosamente. Sabía, por experiencia, que era inútil intentar volverse a dormir. En su casa solía levantarse, ponerse a trabajar, o mirar televisión. Pero allí, en casa de su madre, no quería despertarla. De joven había sido un amante del riesgo. Le encantaba escalar montañas, las carreras de coches, e incluso había tenido una moto. También había practicado deportes como la caída libre, pero nada le había dado tanto miedo como aquel sueño.


El mensaje del sueño era claro. No estaba en condiciones de arriesgarse en una relación íntima, y menos en un matrimonio con un hijo. El perder a Martinalo había destrozado. Y con Paula había compartido algo muy íntimo... Sería mejor desaparecer antes de que fuera demasiado tarde, le decía una voz interior. Paula Chaves no era para él. Y nunca lo sería.


Pedro finalmente volvió a conciliar el sueño. Por la mañana su madre estaba muy contenta con todos los regalos que le había llevado. Al mediodía Ana se reunió con un grupo de amigas, y él comió con ellas; y por la tarde, mientras su madre dormía una siesta él intentó leer un rato. A las tres y media llamaron a la puerta. Debía ser Paula, con los planos. Pero al abrir se encontró con un hombre joven muy atractivo. Debía ser Francisco. Seguramente tendría montones de mujeres a sus pies.

Un Pacto: Capítulo 29

–Debe ser por llevar peso y jugar al squash. En teoría no es bueno para la lujuria.

-¿Quieres decir que no ha estado bien? –preguntó ella abriendo grandes los ojos.

–¿Y tú qué crees?

 Ella se ruborizó. Luego bostezó y dijo:

 –Otra cosa que me ocurre, es que me quedo dormida en cualquier sitio...

–Entonces, tal vez debiéramos meternos debajo de las mantas, en lugar de encima de ellas...

En pocos minutos, Paula se quedó dormida en sus brazos. La felicidad, decidió él, era tener la mano de ela sobre su pecho, la mejilla hundida en su hombro. Pedro se despertó una hora más tarde con el sonido del teléfono de la mesilla. Paula se sentó, se frotó los ojos, y descolgó.

–Hola. ¡Ah! Fran, ¿Qué pasa? ¿Que qué? Son unos idiotas. No tienen sentido común. De acuerdo. Estaré allí en quince minutos.

–Han dejado un pedido especial para Ontario toda la tarde bajo el sol. Voy a tener que ir a ayudar a Francisco... ¡Maldito sea! ¿Dónde está mi otro calcetín?

–Yo también puedo ayudar... –dijo él mirándola mientras ella se ponía los pantalones cortos.

Ella no quería que Francisco y Pedro estuvieran juntos. Francisco  pensaba que el padre de su hijo debía implicarse... Se puso la camisa, las zapatillas, y se levantó. Las sábanas estaban alrededor de las caderas de Slade. A ella le encantaba su cuerpo viril.


–¿Cómo es que tú y yo hemos acabado en la cama? –preguntó ella.

–Porque hemos querido.

–No debió ocurrir. No está en el plan.

 –Paula, si estás asustada o confundida o enfadada, dilo. Pero no digas eso de una experiencia que fue... –él buscaba las palabras.

Ella lo ayudó:

 –Elemental –dijo con la boca pequeña.

 Se miraron profundamente. Era evidente que Pedro estaba molesto por el comentario.

–Será mejor que vayas a atender tus negocios, o se te van a secar las plantas.

–Cuando me levanté esta mañana, no pensé que pudiera ocurrir algo así.

Y pensó que lo volvería a hacer, una y otra vez, para ser sincera consigo misma. Ella, que tanto había odiado acostarse con Pablo.

–Pedro, tengo que irme, ¿Puedes cerrar la puerta de un portazo, por favor?

–Claro. No te preocupes. Y cuídate.

Ninguno de los dos dijo nada sobre volverse a ver. Pero cuando Paulavolvió esa noche, encontró en la ventana una bolsa de papel marrón con un frasco de pepinillos dentro.

«Llevo al nieto de esa mujer», las palabras de Paula resonaban en la cabeza de Pedro, mientras cenaba y paseaba esa noche con su madre, a quien tanto quería. ¡El nieto que su madre tanto deseaba!

Un Pacto: Capítulo 28

–¡Vete! –gritó ella, y se inclinó nuevamente sobre el inodoro.

 Al inclinarse se le vió la nuca entre el pelo. Dudando, Pedro la tomó por los hombros. Parecía estar más delgada que hacía dos meses. Ella volvió a sentir náuseas. Y él trató de tranquilizarla. Luego, cuando ella por fin se hundió en sus brazos, extendió la mano hacia la toalla más cercana, la humedeció y se la pasó por la cara. Tenía lágrimas. Luego sonrió, cansina.

–No es muy agradable, ¿No? –dijo Pedro.

–Lo peor es que, además, tengo antojo de cosas que luego me sientan mal, como helado de cerezas y pepinillos en vinagre...

Él la abrazó, y le dijo:

 –Has adelgazado.

–Pero como todo lo que necesito comer, y bebo mucha leche.

–Paula, sé que harás todo lo que esté a tu alcance para que el bebé esté bien –le dijo él amablemente.

La expresión en la cara de Pedro, le despertaba una mezcla de pena y deseo.

–Tengo que lavarme los dientes –murmuró ella.

–No sabías que era mi madre, ¿No?

–No. Ya te lo he dicho. Y también te he dicho que prefiero decir la verdad.

Pedro recordó a Paula, pequeña, encerrada en el armario.

–Entonces te debo una disculpa, Paula. Lo siento. Y no pienso que tengas nada de avariciosa.

–Me hubiera gustado que me hubieras hablado de tu madre. No habría aceptado su encargo de haberlo sabido.

–Cuando se mudó a esa casa, me dijo que no pensaba molestarse en arreglar el jardín. Así que no se me ocurrió que podrías conocerla.

–¡Oh! A partir de ahora mandaré a Francisco en mi lugar.

Él miró involuntariamente su cintura, y dijo:

–Todavía te deseo. Eso no ha cambiado.

Y ella le hubiera contestado que también lo deseaba aún. Por un momento, pensó que lo había dicho en voz alta. Entonces, de pronto, él le tomó el rostro, y la besó profundamente. Ella se sintió como si fuera una gota de nieve derretida con el primer rayo de sol, como una flor sedienta de agua... Y lo abrazó y besó con ferocidad...

Pedro la alzó y la llevó por las escaleras. Mientras la llevaba en brazos, ella le desabotonó la camisa, y jugó con el vello de su pecho. A medio camino, él se detuvo para besarla nuevamente. Por un instante, él sintió que estaba llevando el mundo entero en sus manos, mujer e hijo, ambos suyos. Esa vez él ya conocía el camino a su habitación. La dejó en la cama y se puso encima de ella, y la besó como si no hubiera más días en su vida. Se quitaron la ropa en silencio. Los pechos de Paula estaban más grandes que antes, y su piel era traslúcida, algo que a él le hizo brotar un doble sentimiento: deseo y protección a la vez. Este último, algo nuevo.

–Me resultas tan familiar, Pedro. No me he olvidado de nada de lo que... ¡Oh! Sí, ahí, y ahí...

–No sabes lo que he añorado esto... –murmuró él–. Noche tras noche me he despertado deseándote –la subió encima de él.

Se deleitó en sus ojos, en sus labios hinchados de besos, en el movimiento inocente y seductor de su cuerpo. Cuando Pedro la penetró, ella estaba deseosa de recibirlo. El se adentró en ella más y más, observando la tormenta de placer que se formaba en sus ojos, y esperando el primer grito de satisfacción que le indicara que podía abandonarse a su propio placer. Luego la rodeó con sus brazos, y se quedó quieto. Ella le sonrió.

–Me siento estupendamente. Esto es mejor que el helado de cerezas.

–Y espero que mejor también que los pepinillos.

Ella le acarició el cuello.

–Pareces cansado. Y también has adelgazado.

Pero él no iba a decirle que desde que se había enterado de que estaba embarazada, habían vuelto a rondarlo las mismas pesadillas que le habían quitado el sueño después del accidente.

Un Pacto: Capítulo 27

Eso tampoco estaba en el trato al que habían llegado... ¿Por qué no se lo había advertido a su madre? Y más aún, ¿Por qué no le había dicho a ella que estaba en Halifax? Paula empezó a sentir rabia. Comió un sándwich, bebió un vaso de leche, y se puso a trabajar con el ordenador. Empezaría a trabajar con el proyecto del jardín de la señora Martínez, así lo terminaría cuanto antes, y se quitaría de la cabeza al trabajo, a la señora Martínez, y a su hijo. Cuando estaba imprimiendo los bocetos tridimensionales, alguien llamó al timbre insistentemente. Apagó la computadora y fue abrir, resignada a encontrarse con alguna escena inquietante. Tanto, que no se extrañó de encontrar a Pedro de pie, al otro lado de la puerta...

–Pasa –dijo fríamente. Me imaginé que podrías ser tú.

-¿Qué diablos haces intentando captar a mi madre como dienta? ¿Estás loca?

–¡No sabía que era tu madre!

–¡Venga ya! Si has averiguado tantas cosas de mí como me has dicho, seguramente sabrías su nombre. Mi padrastro era un conocido coleccionista de primeras ediciones canadienses. Lo suelen nombrar cuando escriben artículos sobre mí.

–¿Quieres decir que soy una mentirosa? –le dijo ella clavándole la mirada.

–No creo en las coincidencias.

 –Fue una coincidencia. Me llamó para su cumpleaños, y ése es elmotivo por el que tú también estás aquí, en Halifax. Además, ¿Para qué iba a querer relacionarme con tu madre?

–A pesar de que viva en esa casa pequeñas es una mujer bastante adinerada.

–¡Oh! ¡Es encantador de tu parte! ¡El padre de mi hijo piensa que soy avariciosa, mentirosa y retorcida! –lo interrumpió Paula furiosamente–. La señora Ana Martínez es una clienta que me llamó hace un par de días para pedirme un presupuesto. Y si se trata de echamos cosas en cara, ¿por qué no me dijiste que tu madre vivía en Halifax? Pedro , llevo un nieto suyo en mi vientre...  ¡Por el amor de Dios!

De pronto, como si sus propias palabras le hubieran evocado su estado, sintió mareos. Salió corriendo al aseo de la planta baja, y cerró la puerta.

Pedro se quedó solo, tratando de ordenar sus pensamientos, por primera vez desde que había llegado al jardín de su madre. La recordaba debajo del abedul, con su belleza de siempre... Lo único que se le ocurría de todo aquello era que Paula tenía que haber planeado todo eso. ¿Y ahora? ¿Dónde estaba? ¿Qué pasaba? Fue por el corredor llamándola.

–¿Estás bien, Paula?

–¡No! ¡Vete!

 –¿Qué ocurre?

 –Pedro, por favor, ¿Puedes irte?

Él abrió la puerta a propósito. Ella estaba agachada frente al retrete, con la cara pálida, los ojos ojerosos y una expresión de infinita pena.

–¿Qué ocurre? –repitió él.

–Son las náuseas matutinas, sólo que a mí me ocurren por la tarde, y a veces se prolongan durante parte de la noche. Realmente es horrible. En la próxima reencarnación, seré un hombre.

No sería así, si de él dependiera, pensó Pedro. Paula no parecía muy receptiva a sus palabras.  Jesica , su esposa, no le había dejado ver los inconvenientes de estar embarazada. Había sido enfermizamente reservada en lo que tenía que ver con su cuerpo. Se sintió descorazonado y preguntó con torpeza:

–¿Puedo ayudarte en algo?

Un Pacto: Capítulo 26

Paula se quedó inmóvil, debajo de las ramas de un abedul, con el corazón en un puño, y el rostro entre sombras. Llevaba una camisa de manga corta color beige y unos pantalones cortos verdes, una especie de uniforme de verano. En el momento en que la señora Martínez apareció nuevamente trató de recomponerse y poner un gesto de amabilidad y cortesía.

–Esta mañana justamente, he llamado a una persona para que me aconseje... Esta es Paula Chaves, Pepe. Es diseñadora de jardines. Paula, quiero presentarle a mi hijo, Pedro Alfonso.

Paulasintió que se hundía la tierra bajo sus pies.

–Encantada, señor Alfonso–dijo ella balbucéate.

Él estaba de pie detrás de su madre, con tal gesto de rabia, que Paula dió un paso atrás instintivamente.

–Es un placer... –dijo él, haciendo un esfuerzo sobrehumano por guardar la compostura.

–La próxima vez que vengas no vas a conocer el jardín, Pepe. ¡No te imaginas qué ideas tan buenas tiene Paula!

–¿De verdad? –dijo él irónicamente.

Su madre lo miró desconcertada, y luego dijo:

–¿Se conocen?

–¡No! –dijo Paula.

–¡Qué ocurrencia!

–Por un momento su hijo me recordó a alguien que conozco, alguien con quien tenía bastante relación –dijo Paula, acercándose a la verdad.

–¡Ah! –Dijo la señora Martínez–. Paula, ¿Por qué no le dice a Pedro cuáles son sus planes para el jardín? De paso me lo repite a mí.

Paula le explicó sus planes con todo detalle, haciendo un esfuerzo para que su voz no delatara el estremecimiento que sentía. Cuando terminó de describir los arbustos, plantas y flores que harían del jardín una delicia, dijo:

–Señora Martínez, lo que haré será dibujar un par de planos y le adjuntaré el presupuesto. Se los traeré mañana por la tarde.

–¡Estupendo! No se olvide de un banco a la sombra... Y quisiera una pequeña fuente para los pájaros.

–Algunas plantas y flores que pondremos serán especiales para atraer a los pájaros –dijo Paula–. Y por favor, llámeme si se le ocurre alguna idea o sugerencia, o para cualquier cosa que quiera preguntarme. Es más fácilhacer los cambios ahora que comenzamos, que más adelante.

–Muchísimas gracias –sonrió la señora Martínez.

Paula sonrió también, saludó a Pedro con un gesto con la cabeza, y se fue de prisa por el corredor de la casa hacia la calle. Tenía el coche estacionado cerca de allí. Corrió, cruzó la calle, y se metió en el coche desesperada por alejarse. En el camino de vuelta a la oficina pasó por un jardín en la zona sur, para ver cómo iba. Se alegró de que los estudiantes que había empleado para ocuparse de él trabajaran estupendamente. En la oficina la esperaban dos mensajes, a los que contestó eficientemente en cuanto llegó. Luego volvió a casa. Cerró la puerta como si de una fortaleza se tratase, y se sentó en la cocina. La madre de Pedro vivía en Halifax. Ella llevaba en su vientre al nieto de una clienta con la que había simpatizado inmediatamente y con la cual se avecinaba una relación comercial duradera...

viernes, 17 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 25

–¿Y eso es todo? –preguntó él con una suavidad que escondía algo violento detrás.

–Ese es el trato que hicimos.

–Da la sensación de que no tuvieras sentimientos.

–Pedro, no voy a discutir ni pelear contigo por teléfono. ¡Si no tienes nada más positivo que decir, será mejor que terminemos con esto!

 –¿Terminar con esto? Pero Paula, si acaba de empezar.

Entonces Paula escuchó que le colgaban, y dijo hablando sola en la habitación.

–¡Eres el hombre más arrogante que jamás he conocido y no me importa si no vuelvo a hablar contigo!

Fue a buscar la caja de pañuelos de papel, porque por segunda vez estaba llorando ese día, y se fue a la cama.

Al día siguiente le contó a Francisco que estaba embarazada. Al fin y al cabo era la persona con la que más hablaba.

–¿Hablas en serio? No sabía que tuvieras novio, Pau.

–No tengo novio. Voy a ser madre soltera. Te lo cuento porque no puedo levantar las bolsas de tierra más pesadas...

–Por supuesto –dijo Francisco mirándola como si fuera a dar a luz en cualquier momento–. Esa mañana se te veía fatal. ¿Es ése el muchacho?

Una de las virtudes de Francisco era su memoria para los detalles.

–No quiero que nadie sepa la identidad del padre.

–No tiene derecho a dejarte a tí con toda la carga.

 –Está bien así para mí, Fran.

–¿Tienes idea de seguir con la empresa?

–Por supuesto. El bebé nacerá en diciembre. Así que para la época de más trabajo, en primavera, estaré de vuelta.

–Bueno, tú sabrás –dijo Francisco dudoso–. Por cierto, los carpinteros van a la calle Dow esta tarde.

Eran los carpinteros a los que pagaba Pedro.

–Bien –y pensó que le gustaría que alguien se alegrase de su embarazo sinceramente, y sin perros.

Pasaron los meses, y llegó el principio del verano. Sofía y Rafael habían sido de gran apoyo y compañía para Paula. Y Francisco la cuidaba permanentemente en el trabajo. No había vuelto a ver a Pedro, a pesar de su comentario amenazador, pero soñaba muchas veces con él, y su cuerpo lo añoraba condesesperación. Ella había creído que el embarazo iba a apagar su deseo físico por él, pero se había equivocado. Otro inconveniente eran las náuseas matinales, que a ella solían darle por las tardes, por lo que había decidido trabajar en su casa con el ordenador por las tardes, y arreglar las citas con los clientes para las mañanas.

Una mañana a principios de junio Paula llegó a la casa de una tal señora Ana Martínez. Era un chalé pequeño pero acogedor, y el jardín un trozo de terreno sin gracia. La mujer que le abrió la puerta tenía los ojos grises una melena canosa, y una cara que dejaba adivinar un gran carácter. A Paula le gustó inmediatamente.

–¿Por qué no vamos al jardín directamente? –Dijo la señora Martínez–. Si es que se lo puede llamar así... Me recuerda a un cementerio a la espera de su primer cliente. Y como no tengo intención de morirme, he decido arreglarlo. Mí querido esposo Luis era un apasionado del jardín, y lo eché tanto de menos al venirme a vivir aquí, que no fui capaz de plantar ni un pensamiento. Pero pienso que a él le gustaría que yo tuviera un jardín. ¿Cuánto tiempo puede llevar el trabajo, querida?

–Puedo diseñar y plantar el jardín en pocos días, y por una cuota mensual se lo mantendremos también.

–¡Estupendo! Mañana es mi cumpleaños, así que es una buena oportunidad... ¡Qué mejor regalo puedo hacerme a mí misma!

–Suena bien –Sonrió Paula–. Cuénteme sobre su otro jardín.

Mientras la mujer hablaba, Paula se hacía una idea del matrimonio feliz que había tenido y de su jardín. Fue a buscar una soga anaranjada a coche, para dividir el jardín en zonas y hacerse a una idea. De pronto la señora Martñinez exclamó:

–Me parece que han tocado el timbre. Enseguida vuelvo. Debe ser el cartero. Espero un paquete de Toronto para mi cumpleaños.

Cory se quedó donde estaba. Luego siguió su trabajo, haciendo un esquema de los árboles que pondrían, y echando un vistazo a los árboles vecinos. Entonces escuchó voces que provenían de la puerta trasera. Era una voz de hombre que se entremezclaba con la de la señora Martínez.

–Me alegro de verte, cariño. Éste es un regalo que me haré. Arreglaré el jardín.

–¿Te has aburrido de la hierba, no? Me alegro de que así sea.

Paula conocía esa voz, y sintió pánico. Era la voz de Pedro. Pero no era posible. Pedro  estaba en Toronto. No podía estar en Halifax visitando a una cliente suya.


Aviso: a partir de hoy paso la nove desde @adappauliters, siganme ahi

Un Pacto: Capítulo 24

Cinco minutos más tarde, Paula estaba en la habitación de los niños, sosteniendo dos camisetitas diminutas y dos pijamas. De sus ojos se desprendieron lágrimas de emoción.

–Es una bobada llorar cuando soy tan feliz...

–Es cuestión de hormonas –dijo Sofía–. Yo me lo pasé así los tres primeros meses.

Sofía buscó libros sobre el embarazo hasta que Jason se despertó para comer. Después de atenderlo bebieron otra taza de té.

–Debo irme –dijo Paula finalmente–. Tienes que dormir. Gracias por todo.

–De nada. Y llámame cuando quieras.

Paula regresó a su casa en su coche. Dejó la ropa del bebé sobre la mesa de la cocina, y dió al botón del contestador. Escuchó entonces la voz de Pedro . Tuvo que aferrarse a la mesa sólida de madera para darse cuenta de que era realidad. Porque la mesa, la casa, la visita a Sofía era la realidad. Y no Pedro , ni el temblor de sus piernas, ni el deseo que de pronto se había apoderado de ella al oír su voz. No podía ser realidad. No era la primera vez que le pasaba en esas cuatro semanas. Sólo había pasado una noche en brazos de un hombre, pero eso había sido suficiente para devolver su cuerpo a la vida. Y lo cierto era que no podía imaginarse hacer el amor con nadie más que con él. Lo llamaría en ese mismo momento para decirle que estaba embarazada. Luego, hasta que naciera el niño, no iba a ponerse en contacto con él. Marcó su número. El teléfono sonó tres veces, entonces Pedro contestó.

 –Soy Paula. He recibido tu mensaje –tragó saliva. ç

Se hizo un silencio que apenas rompió la respiración agitada de Pedro. Entonces dijo él:

–Lo siento, estaba haciendo pesas. Por eso estoy así.

O sea que no tenía nada que ver con ella, pensó Paula, y luego preguntó amablemente.

–¿Cómo estás, Pedro? –Las últimas cuatro semanas me han parecido eternas... ¿Estás embarazada?

–Sí –dijo ella.

Hubo otro silencio cargado de tensión.

–¿Tenías idea de decírmelo o no?

–¡Me he enterado hoy mismo!

–Ya, ya. ¿Para cuándo es?

–Para después de Navidad.

 –¿Cómo te sientes?

 –Bien –dijo ella, aunque no era del todo cierto.

–¡Es una respuesta tan reveladora como una página en blanco!

–¿Cómo te sientes, Pedro? –preguntó ella.

–Como si me hubieran desgarrado. Nunca debí aceptar irme a la cama contigo. He sido un imbécil.

¿Y ése era el hombre con el que Sofía le proponía que se casara?

–Bueno, ahora es tarde ya –dijo Paula, y ella misma se sintió una mujer sin corazón–. Cuando nazca el bebé te lo haré saber.

Un Pacto: Capítulo 23

–Entonces me alegro por tí. Pero, Pau, ¿Quién es el padre? No sabía que estabas saliendo con alguien.

Esa era la parte difícil de explicar. Sin saber por qué, Paulasentía que estaba traicionando a Pedro.

–Me conoces mejor que nadie –dijo Paula–. Sabes que no quiero casarme otra vez. Pero desde siempre he querido ser madre. No fue posible con pablo, y mejor así. Pero el mes pasado... conocí a un hombre que no vive aquí, y él estuvo de acuerdo en permitirme ser madre soltera si me dejaba embarazada. Yeso es lo que ha pasado. Que estoy embarazada.

–Va a mantenerte supongo... –dijo Sofía, convencida–. Me refiero a lo económico.

–No, no quiero que lo haga.

 –¡Pau! ¿Quieres decir que no lo volverás a ver?

–Exacto.

–¿Te gusta?

–Sí. Es una buena persona, ése es un motivo por el que lo he elegido. Pero no quiero casarme con él.

–¿Te lo ha propuesto?

–¡No! Ha sido una relación de una noche –pero ella sentía que tal vez no fuera justa esa forma de describir una noche tan hermosa.

–Está casado, ¿No? –sospechó Sofía. Pero Paula negó con la cabeza–. ¿Y sabe que estás embarazada?

–Todavía no. Me he enterado esta tarde, Sofía. ¡No quiero hablar de él! Voy a tener un bebé. Eso es lo importante.

–No hemos hablado nunca de esto, y no es asunto mío, pero siempre he tenido la impresión de que no te interesaba mucho el sexo, Pau, supongo que por Pablo–hizo una pausa, luego agregó con delicadeza–:  ¿Cómo fue? ¿Qué tal fue acostarte con él?

–Maravilloso. ¿Pero y con eso qué?

–Creo que deberías pensar en la posibilidad de formar una relación con él. Ser madre es un trabajo difícil. Muchos días estás que te subes por las paredes, y si no tuviera a Rafa para relevarme... Él es un padre excepcional. Sabía que lo sería. Ese ha sido uno de los motivos por los que me casé con él. Ese y sus piernas. Debo admitir que los tobillos de Rafa me vuelven loca –Sofía siguió–: Podría criar a Valentina  y Bruno sola si tuviera que hacerlo, por supuesto que lo haría. Pero sería muy duro y me sentiría muy sola en esa tarea. Y Valen adora a su padre. Cuando él llega a casa es una fiesta para ella.

Paula dijo acaloradamente:

–¿Quieres decir que las madres solteras no son buenas sólo porque son solteras?

–No, no es eso lo que digo. Pero si tienes otra posibilidad, y él es un hombre bueno, tienes que pensarlo muy bien.

–¡No quiero casarme otra vez!

–No todo el mundo es como Pablo. Rafa no es así.

 –No, por supuesto que no.

–El problema era Pablo, no el matrimonio.

Entonces Paula dijo:

 –Me sentía atrapada con Pablo, asustada... Si te soy sincera, cuando yo quise que se fuera él se negó. Todas esas cosas... ¡Me espanta la idea de que un hombre controle mi vida!

–¡Apenas me habías hablado de Pablo hasta esta noche!

–Y ahora sólo te lo cuento porque eso explica por qué no quiero casarme...

–No quiero agobiarte. Tú eres mi mejor amiga, y quiero lo mejor para tí –dijo Sofía afectada.

–Este bebé es lo mejor para mí. De verdad, Sofi.

El rostro de Sofía se relajé y sonrió.

 –En ese caso... Dime, ¿Cómo te sientes?

–Asustada. Excitada. Sorprendida. Apabullada.

–Bueno eso es el principio. Puedo dejarte montones de libros. Y para diciembre Bruno ya no necesitará el cochecito, y ya no le servirá mucha ropa. De hecho, ya ha crecido mucho. ¡Oh, Pau! Nos lo pasaremos muy bien, verás.

Un Pacto: Capítulo 22

En ese caso no pensaba repetir la experiencia... Una y otra vez a su mente acudían las imágenes de Paula en la cama, como una pesadilla que se repetía. La abstinencia, parecía ser, ya no le iba bien a él. Y lo peor era que no podía contárselo a nadie. Y menos a su madre. Ella estaría encantada de tener otro nieto... ¿La habría dejado embarazada o no? Lo que estaba claro era que había dejado de ser el hombre que tomaba distancia de la vida. Se sentía dolorosamente vivo otra vez.

Al llegar a su piso, decidió que no iba a esperar más para saber la verdad. Fue hacia el teléfono. Tenía que saber la verdad. No tuvo que mirar el número de Paula. Estaba grabado en su memoria. Al oír la llamada su corazón se aceleró. Imaginó la cocina de ella, donde estaba el teléfono. También había un teléfono en su habitación, recordó. Sonó dos, tres veces. Y entonces saltó el contestador.

–En este momento no podemos atenderlo. Por favor, deje su mensaje al oír la señal. Lo llamaremos a la mayor brevedad posible.

El pronombre plural, sospechó, era una precaución de una mujer que vivía sola. «¿Pero, y qué pasará si conocemos a alguien?», le había dicho ella cuando él le había hablado de sus condiciones. ¿Estaría con otro? Finalmente dejó el mensaje:

–Paula, por favor, llámame a cualquier hora antes de medianoche, hora de Toronto, soy Pedro.

pedro colgó el receptor. ¿Con quién estaría? ¿Dónde diablos estaba?

 Esa tarde Paula había ido a ver a su amiga Sue. La primavera había llegado por fin a Halifax. Las lilas y los tulipanes hacían por fin su aparición entre las rosas del jardín que ella había diseñado para Sofía y su esposo Rafael.

Rafael estaba fuera de la ciudad en viaje de negocios y los niños dormían. Paula se había asegurado de ello antes de ir. Sofía abrió la puerta y le dió un abrazo.

–¡Es una alegría verte, después de todo un día con mis dos pequeños monstruos! Realmente estoy deseosa de tener una conversación con un adulto. ¿Qué tal estás?

Una conversación entre adultos era lo que Sue iba a tener, pensó Cory.

–Estás estupenda, Sofi. La maternidad realmente te sienta bien.

–Por decir eso te daré doble ración de tarta de chocolate. ¿Puedes creer que hoy he tenido tiempo de hacer una tarta? ¿Quieres té?

El pelo de Sofía era una masa de rizos negros cortos, y aunque en sus ojos se veía la sombra del cansancio, se la veía bien, una mujer feliz.

–Sí, me encantaría una taza de té –contestó Paula.

Sofía y Rafael tenían una casa moderna, y la cocina estaba pintada en blanco y negro. Y en la casa había un inconfundible aire de familia. Juguetes, bolígrafos por todos lados, y algunas piezas de madera esculpidas por Sofía. Paula necesitaba hablar. Tal vez porque ella misma no se lo podía creer.

–Estoy embarazada.

–¿Qué?–le dijo Sofía.

 –He ido al médico hoy, y me lo confirmó. Lo espero para finales de diciembre.

 La cara de Sofía era una mezcla de emociones.

 –¿Y te alegra la noticia?

 Con una sonrisa pequeña, Paula contestó:

–Mucho.

Sofía se puso de pie, y abrazó nuevamente a Paula.

Un Pacto: Capítulo 21

Paula colgó el auricular. Debería haberle explicado a Pedro que Francisco había estado a su lado durante toda la conversación, pensó. Pero se había quedado en un estado de shock tal al escuchar que Pedro se marchaba, que no iba a verlo nuevamente, que su cerebro parecía haberse bloqueado. Montreal, Vancouver, Hong Kong, encuentros con presidentes de la asociación internacional. Él estaba fuera de su círculo social. De todos modos ella quería que Pedro desapareciera de su vida. ¿Entonces por qué se ponía tan mal al saber que se marchaba?

Francisco se acercó a Paula con unas macetas del almacén de su oficina.

 –¿Quieres éstas, Pau? ¿Estás bien?

Francisco tenía los ojos azules, el pelo rubio con rizos, y el rostro bronceado, lo que contrastaba con sus dientes blancos, algo que a las mujeres las volvía locas. Era un mujeriego. Pero también era un trabajador infatigable, y muy buena persona. Por eso ella se alegraba de trabajar con él.

–Estoy bien. Un... un amigo ha cambiado los planes, simplemente.

–¿Un hombre, eh?

–Bueno, sí.

–Hay muchos otros en el mundo –dijo Francisco.

Tenía razón. Aunque desde que se había ido Pablo no se había molestado en buscar a ninguno.

–Tengo que estar a las doce y media en Tantallon, dijo Paula–. ¿Vas a ir a la calle Dow?

Él asintió.

 –Bien; te veré cuando vuelva.

Paula cerró la puerta de la oficina. Aún le quedaba media hora antes de partir. Media hora para quitarse esa sensación horrible que tenía en el estómago, y para quitarse la tristeza que parecía mundana. No tenía por qué sentirse así. En absoluto.


Pasaron cuatro semanas, durante las cuales el comentario de Pedro acerca de la relatividad del tiempo se confirmé completamente. Había conseguido el contrato con Danvers, y sin embargo no se sentía eufórico. En Vancouver había llovido sin cesar, y el viaje a Hong Kong se lo había pasado mirando rascacielos todo el tiempo, y con una agenda llena, lo que no había sido muy gratificante. Y en Toronto se había encontrado con una ola de calor anticipada. Durante esas cuatro semanas había trabajado duro. Y se había entretenido yendo al cine en el tiempo libre. Había visto películas de todo tipo. También había jugado al squash, y caminado por la ciudad para cansarse y no pensar antes de dormir. A pesar de todo eso, no había podido sacarse a Paula de la cabeza. Incluso dormía mal. Se había pasado dos años sin una mujer. Pero había aparecido Paula con su pelo castaño y su loca idea, y había demolido la fortaleza que él se había construido. Y no podía volverla a construir. Había estado loco al hacer el amor con una mujer que apenas conocía. Ahora la cama le parecía grande, y un lugar donde se acrecentaba su soledad. Había sido tonto al pensar que acostándose con ella se iba a curar del deseo. ¡Los recuerdos de Paula estaban siempre presentes! Y lo peor no era la frustración física de su cuerpo que la añoraba, sino sus propios pensamientos obsesivos. Era posible que hubieran concebido un niño... ¿Cómo había podido ser tan irresponsable? ¿Tan amoral? Pero también era posible que ella no hubiera quedado embarazada...

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 20

Pedro tenía que ir al hotel a cambiarse, así que iba a llegar tarde a la oficina. La señora Minglewood lo miró con curiosidad y le dijo:

–Un fax urgente de Montreal, señor Alfonso. Se lo he dejado sobre el escritorio.

Pedro leyó el fax, hizo dos llamadas telefónicas, y llamó a la señora Minglewood a su oficina.

–Denvers de Montreal quiere que esté allí esta tarde a más tardar. No habrá modo alguno de postergarlo. No llegaría el fax. Tendré que ir. ¿Podría hacer la reserva del billete, por favor? Puede cancelar mi reserva en el hotel aquí. Y necesitaré una limusina para ir al aeropuerto.

Claudio  Denvers era el presidente de una Asociación internacional de Conglomerados con el cual Pedro quería hacer un negocio. La señora Minglewood le contestó antes de salir de su despacho:

–Sí, por supuesto, señor.

Pedro buscó en la guía de teléfonos el número de Jardines Chaves. Un hombre atendió la llamada. Sería Francisco, pensó, la mano derecha de Paula, el hombre de las hormonas a flor de piel.

–Por favor, ¿Podría hablar con Paula?

–Está fuera de la oficina. Estará aquí sobre las once más o menos. Puedo darle el teléfono de su cliente si quiere...

No quería interrumpir a Paula en una reunión con gente para decirle que se tenía que ir y que no volvería. Denvers tenía fama de ser una persona infatigable e incansable para los negocios, así que posiblemente no podría estar con ella el fin de semana. La semana siguiente tendría que estar en Vancouver, además.

–Dígale que la llamó Pedro Alfonso, y que me llame en cuanto llegue. ¿Me haría el favor?

–Sí, por supuesto.

La señora Minglewood llamó a la puerta para consultarle los horarios de los vuelos. Pedro eligió el más temprano, y durante las dos horas siguientes dejó organizado el trabajo de Halifax. Cuando sonó el teléfono, le dijo a la señora Mínglewood con amabilidad:

–¿Me disculpa, señora Minglewood? –y atendió el teléfono.

–¿Pedro? –dijo ella con voz cálida de contraalto.

 –Sí, soy yo, Paula. Lo siento mucho, pero tengo que irme esta tarde –y le explicó brevemente el asunto–. El problema es que voy a estar en Vancouver toda la semana próxima, con la posibilidad de que tenga queviajar a Hong Kong después.

–¡Oh! Ya veo –contestó ella.

–He tenido que trabajar mucho para conseguir el contrato de Montreal, de otro modo le hubiera dicho que era imposible ir.

–No creo que le hubieras dicho eso.

 –Hablas con mucha cortesía. ¿No te importa que se haya fastidiado nuestro encuentro?

–Por supuesto que sí –dijo ella; pero a él no le pareció muy sentida la respuesta.

–¡Sabes lo mucho que deseaba pasar el fin de semana contigo!

Ella contestó con un sonido indeterminado. Pedro se sintió totalmente frustrado y explotó:

–¡Hay veces que odio el maldito teléfono! Pero no tengo tiempo siquiera de que comamos juntos, Paula. Me recoge una limusina en media hora.

–Tengo una cita al mediodía de todos modos.

Pedro dio un puñetazo en el escritorio, y dijo:

–Le enviaré un fax a Danvers y le diré que no puedo ir hasta mañana.

–¡No! ¡No! No debes hacer eso.

Era la primera frase de Paula que expresaba emoción, le pareció a Pedro.

–¿No te importa, no es así? –dijo él enfadado–. Después de todo, ya has logrado lo que querías, ahora ya no te hago falta.

–Pedro, no es que...

Él estaba demasiado enfadado para escuchar.

–Puedo llamarte dentro de un mes para saber si estás embarazada. Y espero que así sea, por el bien de los dos. Porque no quiero imponerte mi presencia más tiempo del necesario.

–Eso no es lo que dijiste anoche –dijo ella.

 Alguien llamó a la puerta del despacho de Pedro.

 –Tengo que irme ahora. Te llamaré el mes próximo –Pedro colgó el teléfono con violencia inusitada.

La señora MingleWood entró con otro fax de Danvers, en el que le confirmaba la entrevista que tenían a las tres y media esa tarde. La suerte estaba echada, pensó Pedro . Era un modo de salir de todo aquello también. Paula le arrancaba emociones que sería mejor evitar. Indirectamente Claudio Danvers le hacía un favor.