lunes, 13 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 14

–No sé por qué lloro –murmuró ella–. Mejor dicho, sí, lo sé. Porque eres un hombre sincero y honrado, y cuando me has dicho eso, me has conmovido. Gracias, Pedro.

Pedro sintió que si seguía con esa conversación, terminaría hablando de lo que no quería, así que mordió la hamburguesa, y dijo después de tragar:

–Creo que deberías irte a casa y pensar en las condiciones. Puede ser que no te interesen. En ese caso dejaremos el trato.

Ella alzó el mentón y dijo:

 –¿Quiere decir que si acepto las condiciones, aceptas el trato?

–Sí, eso es lo que digo.

Paula le puso más sal a las patatas.

–En lugar de sentirme feliz, me siento aterrorizada –confesó ella.

–Te llamaré mañana por la noche, para que me digas cuál es tu decisión. ¿Estarás en casa?

–A las ocho y media. Tengo una cita con unos clientes, después de la cena.

Él asintió. Ella miró el plato de sobras de hamburguesa con desagrado.

–No tengo más hambre. ¿Te importa que me vaya a casa ahora? Me siento como si me hubiera pasado cuarenta y ocho horas peleando con alguien.

–No hay problema –dijo él, echando la silla hacia atrás.

Al verla salir, se dió cuenta de que probablemente iba a encontrársela en la cama en un par de días. Y no sabía bien qué sensación le producía. Simplemente se sentía bien.

La siguiente noche, Pedro condujo su coche alquilado hasta la casa de Paula. La excusa fue que no quería escuchar su respuesta a través del teléfono. Pero otra razón fue que quería saber dónde y cómo vivía. Había sido un día de sol, y sus hormonas, como las de Francisco, estaban alborotadas. Había ido a correr al parque de Point Pleasant después del trabajo, y luego se había duchado y cambiado de ropa. Llevaba sus vaqueros favoritos, una camisa de algodón, y una cazadora de piel para resguardarse del frío de abril.

La casa de Paula estaba en una esquina. Era una casa pequeña, pintada de gris, y con las contraventanas en azul y gris. Una puerta de cedro separaba la calle del jardín del frente, que se adivinaba hermoso a la luz de la farola. Distintos verdes, y varios colores se adivinaban entre sombras. En el jardín del fondo, se entreveían macizos de rosas, y una especie de pérgola, con setos a los lados. Seguramente sería muy agradable sentarse allí una noche de verano, pensó Pedro.

Pero sabía que nunca disfrutaría él de aquel jardín. Subió la pequeña escalera hacia la puerta de entrada, y tocó el timbre. Paula había tenido una cita con una pareja joven, y dos hermanos mellizos de dos años tan vivaces y dispuestos como sus padres. Querían un jardín, una zona de juegos, y una especie de huerta. Se había entusiasmado con la idea, y había dado rienda suelta a su imaginación hasta alargar la cita más de la cuenta. Cuando trabajaba hasta tarde, generalmente se daba un baño, se cambiaba y se ponía cómoda. Así que, cuando llegó Pedro, se había puesto uno de sus atuendos favoritos: un vestido de punto de manga larga, largo hasta los tobillos, ceñido en el pecho y el resto suelto. Uno de los motivos por los que se lo había puesto era para darse seguridad al hablar por teléfono con Slade. El no la vería. Pero ella se sentiría guapa. Al ir a abrir la puerta se cepilló el pelo. Pensaba que podría ser el repartidor del periódico. El día anterior no había estado en casa, y se había quedado sin el periódico. Abrió la puerta.

 –¡Oh! Eres tú... –dijo sorprendida.

Pedro se quedó inmóvil. Su corazón parecía salírsele del pecho. El vestido de Paula era verde jade, el pelo castaño le brillaba. Tenía los pies descalzos. Y él quiso imaginarse que estaría desnuda debajo de la tela que la cubría. Pedro tragó saliva, y dijo.

–Espero que no te importe. La decisión que vamos a tomar es muy importante como para que hablemos por teléfono.

–No... No, por supuesto –mintió ella–. Pasa... Pasa.

Pedro cerró la puerta. Ella se quedó un poco apartada y dijo:

–Estaba por encender la chimenea en el salón. ¿Te apetece tomar algo?

–Café solo... ¿Por qué no dejas que me ocupe yo del fuego?

Paula salió disparada hacia la cocina. En ese momento, y a pesar de su deseo de tener un hijo, hubiera dado cualquier cosa por borrar de la cena del día anterior todas sus palabras acerca de querer tener un niño. Desparramó granos de café por la encimera, por el suelo, y casi tira la jarra de cristal. Se oía el crujir de la leña en el salón. Loca. Tenía que estar loca. Preparó dos tazas y sirvió algunas galletas en una bandeja. Y entonces Pedro apareció en la cocina.

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