lunes, 20 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 28

–¡Vete! –gritó ella, y se inclinó nuevamente sobre el inodoro.

 Al inclinarse se le vió la nuca entre el pelo. Dudando, Pedro la tomó por los hombros. Parecía estar más delgada que hacía dos meses. Ella volvió a sentir náuseas. Y él trató de tranquilizarla. Luego, cuando ella por fin se hundió en sus brazos, extendió la mano hacia la toalla más cercana, la humedeció y se la pasó por la cara. Tenía lágrimas. Luego sonrió, cansina.

–No es muy agradable, ¿No? –dijo Pedro.

–Lo peor es que, además, tengo antojo de cosas que luego me sientan mal, como helado de cerezas y pepinillos en vinagre...

Él la abrazó, y le dijo:

 –Has adelgazado.

–Pero como todo lo que necesito comer, y bebo mucha leche.

–Paula, sé que harás todo lo que esté a tu alcance para que el bebé esté bien –le dijo él amablemente.

La expresión en la cara de Pedro, le despertaba una mezcla de pena y deseo.

–Tengo que lavarme los dientes –murmuró ella.

–No sabías que era mi madre, ¿No?

–No. Ya te lo he dicho. Y también te he dicho que prefiero decir la verdad.

Pedro recordó a Paula, pequeña, encerrada en el armario.

–Entonces te debo una disculpa, Paula. Lo siento. Y no pienso que tengas nada de avariciosa.

–Me hubiera gustado que me hubieras hablado de tu madre. No habría aceptado su encargo de haberlo sabido.

–Cuando se mudó a esa casa, me dijo que no pensaba molestarse en arreglar el jardín. Así que no se me ocurrió que podrías conocerla.

–¡Oh! A partir de ahora mandaré a Francisco en mi lugar.

Él miró involuntariamente su cintura, y dijo:

–Todavía te deseo. Eso no ha cambiado.

Y ella le hubiera contestado que también lo deseaba aún. Por un momento, pensó que lo había dicho en voz alta. Entonces, de pronto, él le tomó el rostro, y la besó profundamente. Ella se sintió como si fuera una gota de nieve derretida con el primer rayo de sol, como una flor sedienta de agua... Y lo abrazó y besó con ferocidad...

Pedro la alzó y la llevó por las escaleras. Mientras la llevaba en brazos, ella le desabotonó la camisa, y jugó con el vello de su pecho. A medio camino, él se detuvo para besarla nuevamente. Por un instante, él sintió que estaba llevando el mundo entero en sus manos, mujer e hijo, ambos suyos. Esa vez él ya conocía el camino a su habitación. La dejó en la cama y se puso encima de ella, y la besó como si no hubiera más días en su vida. Se quitaron la ropa en silencio. Los pechos de Paula estaban más grandes que antes, y su piel era traslúcida, algo que a él le hizo brotar un doble sentimiento: deseo y protección a la vez. Este último, algo nuevo.

–Me resultas tan familiar, Pedro. No me he olvidado de nada de lo que... ¡Oh! Sí, ahí, y ahí...

–No sabes lo que he añorado esto... –murmuró él–. Noche tras noche me he despertado deseándote –la subió encima de él.

Se deleitó en sus ojos, en sus labios hinchados de besos, en el movimiento inocente y seductor de su cuerpo. Cuando Pedro la penetró, ella estaba deseosa de recibirlo. El se adentró en ella más y más, observando la tormenta de placer que se formaba en sus ojos, y esperando el primer grito de satisfacción que le indicara que podía abandonarse a su propio placer. Luego la rodeó con sus brazos, y se quedó quieto. Ella le sonrió.

–Me siento estupendamente. Esto es mejor que el helado de cerezas.

–Y espero que mejor también que los pepinillos.

Ella le acarició el cuello.

–Pareces cansado. Y también has adelgazado.

Pero él no iba a decirle que desde que se había enterado de que estaba embarazada, habían vuelto a rondarlo las mismas pesadillas que le habían quitado el sueño después del accidente.

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