miércoles, 15 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 16

–No debemos dejar encendido el fuego –dijo Paula.

–No hay peligro –contestó Pedro.

Pedro le tomó la mano y la condujo hacia arriba.

–Paula, puede que no estemos enamorados, pero tú me importas mucho, y haré todo lo posible por ser algo bueno para tí. No tienes que temerme.

A él le parecía muy fácil. Pero ella sabía que no era así.

–Mi habitación está frente a las escaleras.

Ella fue delante de él. La habitación estaba pintada en colores claros y alegres. Los muebles eran antiguos, y la colcha hecha a mano. Sobre la mesilla caía una planta.

–Se parece a tí la habitación –dijo él, sentándose en la cama y quitándose los calcetines.

Paula  se fue al otro lado de la cama. No sabía qué hacer. Porque no tenía puestos calcetines, ni llevaba nada más que el vestido. ¡Y no podía quitárselo! Pedro tiró los calcetines en una silla, y luego la camisa. Después siguió con el cinturón. Pero el silencio de la habitación lo alertó. Alzó la vista. La mujer que tenía enfrente parecía de piedra. Era incapaz de moverse.

–Echémonos en la cama.

Paula no dijo nada cuando Slade la hizo tumbarse. Pero era evidente la resistencia que oponía. El la envolvió con sus brazos para tranquilizarla. Respiró el aroma de su pelo, sintió el contacto con sus pechos llenos. Y se dijo: «Pedro no la asustes». E hizo todo lo posible por resistir la excitación que le producía su belleza y su cercanía. Ella estaba rígida. Él le acarició la espalda suavemente. Luego, sus hombros tensos, y siguió por la columna vertebral hasta sus caderas seductoras. La besó con besos suaves y pequeños, en el pelo, en la frente, tratando de que ella fuera perdiendo el miedo, como si se tratase de un perro callejero desconfiado de quien tuviera que ganarse la confianza. Aunque como perro era el mejor que había tenido, pensó él con picardía.

Las manos de Paula estaban sobre el pecho de él hechas un nudo. Luego fueron desanudándose lentamente, como rosas abiertas por el calor del sol. Él la besó en la mejilla. Ella se fue relajando, y su respiración se hizo más profunda. El cuerpo de Paula se fue acoplando al de Pedro sin darse cuenta. Él apenas podía resistir su deseo. Pero se conformó con acariciarle el pelo.

–Cuando tenía doce años adopté un perro callejero. Su pelo era del mismo color que el tuyo –dijo él.

Entonces le contó en voz baja cómo lo había encontrado, y la besó en medio del relato, una y una otra vez. Ella lo escuchaba. De pronto él le acarició los pechos a través de la tela del vestido. Y ella no pudo resistir el placer A él le hubiera gustado quitarle el vestido rápidamente, dejar de contarle la historia y demostrarle con el cuerpo cuánto la deseaba... Pero le acarició los pechos más y más.

–Pedro... –murmuró Paula.

Él la besó más profundamente. Su lengua se abrió paso entre los dientes de ella. Pedro se decía que debía ir despacio. Pero finalmente notó que ella lo besaba también. Era un beso tímido, un beso que, de no saber que había estado casada, él habría tildado de inexperto. ¿Sería eso de que ella estaba inmunizada contra el amor? Sintió rabia contra el marido que la había dejado tan temerosa de volver a amar. Y decidió que ella no sufriría en sus brazos. Junto al deseo brotó un nuevo sentimiento en su interior: las ganas de satisfacerla, y de hacerla feliz. De curar sus heridas, pensó con ferocidad, y deslizó sus labios por la aromática columna de su cuello. Paula estaba muy quieta entre sus brazos. Pero él se conformaba con eso. Porque se trataba de una quietud alerta, que anticipaba una emoción positiva, y no el terror de antes. Pedro abrió el escote de su vestido y le acarició la piel con gran placer. Y luego volvió a sus pechos grandes con movimientos rítmicos que la hicieron ruborizar. Entonces, después de todo ese silencio, ella habló.

–Pedro, ¿Me ayudas a quitarme el vestido?

–Me parece que vamos a tener que hacerlo entre los dos –bromeé él–. Vamos a tener que quitarlo por la cabeza.

Ella sonrió.

–No es así como suele hacerse en las películas –dijo Paula.

El vestido no era fácil de quitar. A medio camino ella se rió y dijo:

–Debo de haber engordado... ¡Oh! ¡No lo rompas!

Por fin pudo quitarse las mangas. Entonces dejó caer el vestido al suelo, y algo en la expresión de Pedro al ver su cuerpo desnudo le hizo decir:

–Soy yo, Pedro.

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