miércoles, 15 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 17

Pedro  no podía responder. Dejó que su cuerpo hablase por él. Con exquisita sensualidad, le rodeó la cintura, y la levantó levemente, demodo que sus pechos quedaron a su altura. Los besó tiernamente, y sintió bajo su piel el latido de su corazón. Alzó la cabeza, y se quitó el pantalón. En el movimiento se quitó también la ropa interior. Entonces vió la expresión de pánico asomada a sus ojos, y le dijo:

–Tenemos todo el tiempo del mundo, y todo lo que quiero es que tú seas feliz. Te prometo que no te haré daño.

Había dicho la verdad, simplemente. El rostro de Paula cambió la expresión. De pronto lo atrajo hacia sí con ferocidad y lo abrazó con todas sus fuerzas. Y con toda su valentía. Se había armado de valor para luchar contra sus miedos. Porque estaba aterrorizada. Su cuerpo delgado, sus piernas, se entrelazaron con las de él, lo que llenó de excitación. Había esperado mucho ese momento, pensó él con desesperación. Demasiado. La llevaba deseando desde el mismo momento de conocerla.

Pedro trató de mantener el poco control que le quedaba, y la besó nuevamente. Ella respondió a su beso con deseo también. Entonces, con la rodilla, se abrió paso entre sus piernas, y buscó el centro de su feminidad con la punta de los dedos. Estaba húmeda, lista para recibirlo; él volvió a besarla con apasionada gratitud. Era tal su deseo, que sabía que una vez que se internara en ella no iba a poder controlarse. La miró, y la acarició suavemente como quien estuviera dando las últimas pinceladas a un cuadro casi terminado. Ella lo recompensó con quejidos de placer, con los primeros movimientos de sus caderas, y la dificultad de su respiración pesada. Entonces Paula gritó su nombre, y él se dejó llevar por sus impulsos, y se adentró en toda la tibieza y humedad de su cuerpo femenino. Ella le clavó las uñas en los hombros. En su rostro se adivinaba el estremecimiento de un goce tan turbulento como el de él.

Pedro entraba y salía de ella, haciendo esfuerzos por controlarse, y sintiendo en la profundidad de las carnes de ella el alivio del deseo satisfecho. Paula pronunció el nombre de Slade entre gemidos, una y otra vez. Sólo entonces él se abandonó a su propia ferocidad, internándose en una espiral de sensaciones cada vez más intensas, hasta que se desbordé su caudal irrefrenable, y se oyó un grito quebrado en el silencio, que expresaba su dolorida satisfacción. Se desplomó sobre Paula, sin aliento, hundiendo su cara en la curva del cuello de ella. El latido de su corazón pareció aquietarse. Fue unos segundos después cuando se dió cuenta de que ella estaba sollozando en silencio. Entonces dijo, preocupado, echando la cabeza hacia atrás:

–¿Paula, qué ocurre? Pensé...

Ella le tapó la boca con los dedos, y negó con la cabeza.

–Tenía tanto miedo... –murmuró–. Y no tenía por qué tener miedo. Tú has sido todo lo que yo hubiera deseado, Pedro... No sé cómo agradecértelo.

No era el momento de preguntarle por sus temores, así que él se limitó a sonreír y decir:

–Ha sido un placer, te lo aseguro.

Ella se acomodó entre los brazos de Pedro. Sonrió entre lágrimas. Mientras, su respiración iba recuperando su ritmo habitual. Exhausta, se quedó dormida. Pedro se apoyó sobre un codo, y estudió sus facciones, una por una. Debajo de sus cejas oscuras, unos párpados ovalados terminaban en la espesura de las pestañas. La nariz era pequeña y algo respingona; le daba identidad a su cara, como lo hacía también la forma de su mandíbula marcada. Sus labios, que tanto placer le habían dado, eran suaves, carnosos y sensuales. Siempre había sentido que quería poseerla. Pero de pronto se había visto postergando sus ansias y dando espacio a lo que ella necesitaba. ¿Y no era acaso eso uno de los rostros del amor?¿Amor? Una vez había amado a una mujer, y eso le había llevado a un gran dolor. Pero él no iba a enamorarse de Paula. Sin embargo el haber hecho el amor con ella, lo había llevado, más que a saciarlo, a desearla más.

Todavía no había amanecido cuando Paulase despertó. Por un momento no supo dónde estaba. Su mejilla estaba sobre el pecho de un hombre, sus dedos en medio de su vello. Sentía el latido de su corazón debajo de su cara. De pronto, como si se hubiera despertado de una pesadilla, gritó:

–¿Pablo? –y se apartó de Pedro.

–¿Era Pablo tu marido? –preguntó Pedro.

Paula se dió cuenta de que era la cabellera oscura de Pedro la que estaba sobre su almohada, y no la rubia de Pablo.

–Lo siento –musitó ella–. Ha sido una torpeza de mi parte, ¿No? –y sonrió apenas–. Sí, él era mi marido, y jamás dormí con otro excepto él. Así que no estoy muy acostumbrada a encontrar a un hombre en mi cama por la mañana.

–Un hombre que está dispuesto a raptarte... –y tiró de ella hasta tenerla encima de él.

Podría haber preguntado más sobre Pablo, pero no quería que se borrase la sonrisa de su rostro. Y tampoco quería ahondar en detalles, de modo que pudiera implicarse más en una relación con ella.

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