viernes, 10 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 8

Normalmente Paula evitaba los bailes en los que tuviera que haber contacto físico. Pero había bebido bastante, y se había reído hasta llorar, así que esa vez se abrió paso entre las mesas, confiada. Como llevaba tacones, la barbilla le llegaba a los hombros de Pedro. Él se inclinó para rozarle la mejilla. La apretó más contra sí, aunque notó una cierta resistencia de parte de ella. De pronto parecía que los sueños se habían fundido con la realidad. La mujer de sus sueños estaba allí, y la podía tocar.

Pero Paula se puso muy sobria de repente. Tenía una mezcla de sensaciones que le resultaban conflictivas. Él olía muy bien, tenía una fragancia de cítrico por encima del olor a su piel inconfundiblemente masculina. Ella estaba rodeada de sus brazos, y parecía segura y a salvo de todo, pero a la vez sentía que le faltaba el aire. Generalmente solía ponerse a distancia de los hombres. Porque sentía cierta claustrofobia al acercarse a ellos, como consecuencia de su relación con Pablo, tal vez. La mano que descansaba en su cintura se fue bajando hasta sus caderas y la acercó más. Sentía el endurecimiento involuntario del cuerpo de Pedro, la señal inequívoca de que él la deseaba. Sintió pánico. Se puso rígida, y alzando la cabeza dijo:

–Pedro, yo no...

Pedro se arrepintió de haberle demostrado su deseo. Entonces le puso un dedo sobre los labios para acallarla y le dijo:

–No he podido disimularlo, ¿No es así? Lo siento. Te deseo... No puedo negarlo. Pero éste es un lugar público, y estás a salvo.

Ella se apartó, y él se dió cuenta de que en su rostro asomaba el miedo. Paual se dió la vuelta y se apuró a llegar a la mesa, se sentó y se sumergió en el menú para elegir un postre. Pedro se sentó frente a ella.

–Venga, Paula. Estamos en el siglo veinte, y no creo que yo sea el primer hombre con quien tienes una cita. Tómalo como un cumplido, ¿No?

–Bien, lo pensaré así. No sé si quiero postre. Quizás sólo tome café.

 Pedro bebió el vino de su copa y dijo:

–¿O sea que vamos a hacer de cuenta que no ha pasado nada? –dijo él, irritado por la actitud de ella, que parecía más la de una joven virgen victoriana que la de la mujer segura de sí misma que debía ser en realidad–. ¿Que yo no estaba dispuesto a hacer el amor contigo?

La carta se resbaló de las manos de Paula. Y de pronto al oír sus palabras lo miró como si no lo conociera.

–¿Qué pasa? –insistió él.

Ella sorbió el vino, y luego preguntó abruptamente:

–¿Estás casado, Pedro? ¿O comprometido? ¿O vives con alguien?

–No, no, y no. ¿Y tú?

–El vino excelente, ¿No te parece? –dijo ella distraídamente.

Pedro se echó hacia adelante.

–¿Por qué me preguntas mi estado civil?

–Tenía curiosidad, simplemente.

–¿Por qué no me dices la verdad? Eres una mentirosa.

–Mi madre solía encerrarme en un armario si le mentía. De todos modos, aunque sepa el motivo de mi pregunta, preferiría hablar de otra cosa, sobre horóscopos, plantas... Y tal vez así tome postre. Me encanta la tarta de limón.

Pedro se imaginó una niña de pelo castaño encerrada en un armario oscuro, y dijo, tratando de borrar esa imagen:

–Dime cuál es, ¿Tiene que ver conmigo?

–¡Oh! Sí, seguro.

–Cuando llegaste, me pareció que estabas cansada, pero no me pareció oportuno decírtelo. Ahora te pregunto, ¿Qué te pasa, Paula?

–No tengo por qué decírtelo. Y no voy a decírtelo.

–El restaurante no cierra hasta la medianoche, y son apenas las nueve y media. Puedo esperar. Incluso podría pedir otra botella de vino, que parece gustarte tanto –le sonrió seductoramente–. Me haría gracia tener que llevarte a hombros.

Ella sabía que lo haría. Que se saldría con la suya. Y si se reservaba el secreto, no lograría nada. Además, ¡quién sabe! ¡Tal vez le dijera que sí! Resignada,  dijo suspirando:

–¡De acuerdo! ¡Tú lo has querido!

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