viernes, 17 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 25

–¿Y eso es todo? –preguntó él con una suavidad que escondía algo violento detrás.

–Ese es el trato que hicimos.

–Da la sensación de que no tuvieras sentimientos.

–Pedro, no voy a discutir ni pelear contigo por teléfono. ¡Si no tienes nada más positivo que decir, será mejor que terminemos con esto!

 –¿Terminar con esto? Pero Paula, si acaba de empezar.

Entonces Paula escuchó que le colgaban, y dijo hablando sola en la habitación.

–¡Eres el hombre más arrogante que jamás he conocido y no me importa si no vuelvo a hablar contigo!

Fue a buscar la caja de pañuelos de papel, porque por segunda vez estaba llorando ese día, y se fue a la cama.

Al día siguiente le contó a Francisco que estaba embarazada. Al fin y al cabo era la persona con la que más hablaba.

–¿Hablas en serio? No sabía que tuvieras novio, Pau.

–No tengo novio. Voy a ser madre soltera. Te lo cuento porque no puedo levantar las bolsas de tierra más pesadas...

–Por supuesto –dijo Francisco mirándola como si fuera a dar a luz en cualquier momento–. Esa mañana se te veía fatal. ¿Es ése el muchacho?

Una de las virtudes de Francisco era su memoria para los detalles.

–No quiero que nadie sepa la identidad del padre.

–No tiene derecho a dejarte a tí con toda la carga.

 –Está bien así para mí, Fran.

–¿Tienes idea de seguir con la empresa?

–Por supuesto. El bebé nacerá en diciembre. Así que para la época de más trabajo, en primavera, estaré de vuelta.

–Bueno, tú sabrás –dijo Francisco dudoso–. Por cierto, los carpinteros van a la calle Dow esta tarde.

Eran los carpinteros a los que pagaba Pedro.

–Bien –y pensó que le gustaría que alguien se alegrase de su embarazo sinceramente, y sin perros.

Pasaron los meses, y llegó el principio del verano. Sofía y Rafael habían sido de gran apoyo y compañía para Paula. Y Francisco la cuidaba permanentemente en el trabajo. No había vuelto a ver a Pedro, a pesar de su comentario amenazador, pero soñaba muchas veces con él, y su cuerpo lo añoraba condesesperación. Ella había creído que el embarazo iba a apagar su deseo físico por él, pero se había equivocado. Otro inconveniente eran las náuseas matinales, que a ella solían darle por las tardes, por lo que había decidido trabajar en su casa con el ordenador por las tardes, y arreglar las citas con los clientes para las mañanas.

Una mañana a principios de junio Paula llegó a la casa de una tal señora Ana Martínez. Era un chalé pequeño pero acogedor, y el jardín un trozo de terreno sin gracia. La mujer que le abrió la puerta tenía los ojos grises una melena canosa, y una cara que dejaba adivinar un gran carácter. A Paula le gustó inmediatamente.

–¿Por qué no vamos al jardín directamente? –Dijo la señora Martínez–. Si es que se lo puede llamar así... Me recuerda a un cementerio a la espera de su primer cliente. Y como no tengo intención de morirme, he decido arreglarlo. Mí querido esposo Luis era un apasionado del jardín, y lo eché tanto de menos al venirme a vivir aquí, que no fui capaz de plantar ni un pensamiento. Pero pienso que a él le gustaría que yo tuviera un jardín. ¿Cuánto tiempo puede llevar el trabajo, querida?

–Puedo diseñar y plantar el jardín en pocos días, y por una cuota mensual se lo mantendremos también.

–¡Estupendo! Mañana es mi cumpleaños, así que es una buena oportunidad... ¡Qué mejor regalo puedo hacerme a mí misma!

–Suena bien –Sonrió Paula–. Cuénteme sobre su otro jardín.

Mientras la mujer hablaba, Paula se hacía una idea del matrimonio feliz que había tenido y de su jardín. Fue a buscar una soga anaranjada a coche, para dividir el jardín en zonas y hacerse a una idea. De pronto la señora Martñinez exclamó:

–Me parece que han tocado el timbre. Enseguida vuelvo. Debe ser el cartero. Espero un paquete de Toronto para mi cumpleaños.

Cory se quedó donde estaba. Luego siguió su trabajo, haciendo un esquema de los árboles que pondrían, y echando un vistazo a los árboles vecinos. Entonces escuchó voces que provenían de la puerta trasera. Era una voz de hombre que se entremezclaba con la de la señora Martínez.

–Me alegro de verte, cariño. Éste es un regalo que me haré. Arreglaré el jardín.

–¿Te has aburrido de la hierba, no? Me alegro de que así sea.

Paula conocía esa voz, y sintió pánico. Era la voz de Pedro. Pero no era posible. Pedro  estaba en Toronto. No podía estar en Halifax visitando a una cliente suya.


Aviso: a partir de hoy paso la nove desde @adappauliters, siganme ahi

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