miércoles, 15 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 20

Pedro tenía que ir al hotel a cambiarse, así que iba a llegar tarde a la oficina. La señora Minglewood lo miró con curiosidad y le dijo:

–Un fax urgente de Montreal, señor Alfonso. Se lo he dejado sobre el escritorio.

Pedro leyó el fax, hizo dos llamadas telefónicas, y llamó a la señora Minglewood a su oficina.

–Denvers de Montreal quiere que esté allí esta tarde a más tardar. No habrá modo alguno de postergarlo. No llegaría el fax. Tendré que ir. ¿Podría hacer la reserva del billete, por favor? Puede cancelar mi reserva en el hotel aquí. Y necesitaré una limusina para ir al aeropuerto.

Claudio  Denvers era el presidente de una Asociación internacional de Conglomerados con el cual Pedro quería hacer un negocio. La señora Minglewood le contestó antes de salir de su despacho:

–Sí, por supuesto, señor.

Pedro buscó en la guía de teléfonos el número de Jardines Chaves. Un hombre atendió la llamada. Sería Francisco, pensó, la mano derecha de Paula, el hombre de las hormonas a flor de piel.

–Por favor, ¿Podría hablar con Paula?

–Está fuera de la oficina. Estará aquí sobre las once más o menos. Puedo darle el teléfono de su cliente si quiere...

No quería interrumpir a Paula en una reunión con gente para decirle que se tenía que ir y que no volvería. Denvers tenía fama de ser una persona infatigable e incansable para los negocios, así que posiblemente no podría estar con ella el fin de semana. La semana siguiente tendría que estar en Vancouver, además.

–Dígale que la llamó Pedro Alfonso, y que me llame en cuanto llegue. ¿Me haría el favor?

–Sí, por supuesto.

La señora Minglewood llamó a la puerta para consultarle los horarios de los vuelos. Pedro eligió el más temprano, y durante las dos horas siguientes dejó organizado el trabajo de Halifax. Cuando sonó el teléfono, le dijo a la señora Mínglewood con amabilidad:

–¿Me disculpa, señora Minglewood? –y atendió el teléfono.

–¿Pedro? –dijo ella con voz cálida de contraalto.

 –Sí, soy yo, Paula. Lo siento mucho, pero tengo que irme esta tarde –y le explicó brevemente el asunto–. El problema es que voy a estar en Vancouver toda la semana próxima, con la posibilidad de que tenga queviajar a Hong Kong después.

–¡Oh! Ya veo –contestó ella.

–He tenido que trabajar mucho para conseguir el contrato de Montreal, de otro modo le hubiera dicho que era imposible ir.

–No creo que le hubieras dicho eso.

 –Hablas con mucha cortesía. ¿No te importa que se haya fastidiado nuestro encuentro?

–Por supuesto que sí –dijo ella; pero a él no le pareció muy sentida la respuesta.

–¡Sabes lo mucho que deseaba pasar el fin de semana contigo!

Ella contestó con un sonido indeterminado. Pedro se sintió totalmente frustrado y explotó:

–¡Hay veces que odio el maldito teléfono! Pero no tengo tiempo siquiera de que comamos juntos, Paula. Me recoge una limusina en media hora.

–Tengo una cita al mediodía de todos modos.

Pedro dio un puñetazo en el escritorio, y dijo:

–Le enviaré un fax a Danvers y le diré que no puedo ir hasta mañana.

–¡No! ¡No! No debes hacer eso.

Era la primera frase de Paula que expresaba emoción, le pareció a Pedro.

–¿No te importa, no es así? –dijo él enfadado–. Después de todo, ya has logrado lo que querías, ahora ya no te hago falta.

–Pedro, no es que...

Él estaba demasiado enfadado para escuchar.

–Puedo llamarte dentro de un mes para saber si estás embarazada. Y espero que así sea, por el bien de los dos. Porque no quiero imponerte mi presencia más tiempo del necesario.

–Eso no es lo que dijiste anoche –dijo ella.

 Alguien llamó a la puerta del despacho de Pedro.

 –Tengo que irme ahora. Te llamaré el mes próximo –Pedro colgó el teléfono con violencia inusitada.

La señora MingleWood entró con otro fax de Danvers, en el que le confirmaba la entrevista que tenían a las tres y media esa tarde. La suerte estaba echada, pensó Pedro . Era un modo de salir de todo aquello también. Paula le arrancaba emociones que sería mejor evitar. Indirectamente Claudio Danvers le hacía un favor.

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