miércoles, 15 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 18

El vello del pecho de Pedro le hacía cosquillas en sus pechos. Su boca estaba hambrienta, y sus manos se movían con la maestría que habían demostrado la noche anterior. Pero ahora ella había perdido elmiedo, dando paso a otras sensaciones. La boca de él sobre sus pechos era como fuego. Notaba el excitado sexo contra su tripa. Ella le devolvió el beso con entusiasmo, y entonces él le dijo:

–Tócame, Paula, aquí y aquí...

Ella deslizó sus manos tímidamente por el pecho de él, descubriendo el contorno de sus músculos y sus huesos. Después su mano fue más abajo, y entonces lo oyó quejarse de placer. A medida que ella se iba confiando, él le devolvía cada una de sus caricias y besos. Ella lo deseaba. Arqueó sus caderas para recibirlo, mirando su rostro mientras se echaba sobre él.

–Ahora, Pedro, ahora –dijo con ferocidad.

Pedro nunca había sentido una sensación de unión tan grande. Era como perderse en el cuerpo de una mujer. Era como si todas las barreras se hubieran bajado entre ellos, pensó. Pero a la vez él sabía que no podía expresarlo con palabras, que no debía decirlo. La abrazó fuerte y cerró los ojos. La luz al otro lado de las persianas parecía cada vez más intensa.

Aunque no quería levantarse, tenía que hacerlo, pensó Paula. Tenía una cita a las nueve. Ella deseaba seguir con Pedro en la cama el resto del día. Después de aquella noche, tenía la sensación de haber hecho un viaje infinito, del que aún le quedaban cosas por descubrir. Había gozado de una libertad de la que jamás había disfrutado en su vida. ¿Cómo había podido cambiar tanto en tan pocas horas? ¡Y cuánto le debía a Pedro por ello! ¡Había temido tanto el fin de semana! Y en cambio ahora sentía que los próximos cuatro días se le harían muy largos. Tal vez Pedro pudiera dejar el hotel e instalarse en su casa. De ese modo podrían estar juntos todo el tiempo que les permitieran los respectivos trabajos.

Paula le dibujó la curva de su ceja suavemente. Luego se dirigió a su mentón de barba incipiente. Luego subió a sus labios bien pronunciados. «Mío», pensó posesivamente. «Mío». Entonces, como si hubiera estado agazapado para asaltarla. Recordó el motivo por el que Pedro se encontraba en su cama. El niño. ¿Cómo había podido olvidarlo? ¿Y cómo no había pensado hasta ese momento si se habría quedado embarazada? Se había dejado llevar por el modo en que él la había tratado, ése era el motivo de que se le hubiera olvidado. La exquisita sensibilidad de Pedro la había hecho olvidar de sus temores. Era evidente que había tratado de no avasallarla con su propio deseo. Pero era mejor no pensar en eso. Entonces encendió la radio como para ahuyentar sus pensamientos.

–Ven aquí, mujer –dijo Pedro, alargando su mano hacia ella.

Ella se rió.

–Tengo que levantarme. Tengo una cita a las nueve.

Él se quejó.

 –Yo estoy esperando una llamada de Montreal, por un contrato, así que tampoco puedo llegar tarde.

–¿Quién se ducha primero? –preguntó animada.

 Él abrió un ojo.

 –Yo. A no ser que tengas una máquina de afeitar, entonces puedes ducharte mientras yo me afeito.

–¡Oh! –dijo ella, ruborizada.

Pedro se rió. Entonces ella se rió también. Se puso de pie entonces, y se estiró. Tenía los movimientos elegantes de un animal. Era hermoso, pensó ella. Se inclinó y la besó. Ella lo besó también, y él no disimuló su satisfacción. Luego se dirigió al cuarto de baño. Ese beso... No tenía nada que ver con quedarse embarazada. A no ser que fuera como una niña pequeña que se creyera que los niños se hacían con los besos, pensó ella.

Paula se puso de pie. Abrió el ropero y se observó en el espejo de la puerta. Su cuerpo desnudo parecía resplandeciente. Era el cuerpo de una mujer que acababa de hacer el amor satisfactoriamente con un hombre que no sólo la había deseado sino que la había cuidado y mimado y había intentado hacerla feliz. Nada de esto tenía que ver con quedarse embarazada. Incluso le daba igual si estaba embarazada o no, se confesó a sí misma. Porque lo que le había dado Slade era más valioso. Él le había devuelto una parte de sí misma. «No puedo decirle eso. No está en el trato que hemos hecho», se dijo. Sintió cierta pena. Entonces se dió la vuelta y se puso a hacer la cama. Luego abrió el armario y sacó una bata con la que se cubrió. Y bajó a hacer el café. Al subir nuevamente, Pedro la llamó.

–La ducha es toda tuya, Paula.

Ella abrió la puerta, indecisa. Pedro estaba en medio de la bañera, envuelto en vapor. Le chorreaba el pelo, y parecía muy joven y resuelto. Y feliz, pensó Paula. Se lo veía distendido y feliz, mucho más que la pasada noche.

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