miércoles, 22 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 35

Pero echaba fuego por los ojos.

–¡No! –entonces respiró hondo, apretó los puños, y dijo: Yo no me manejo así.

–Ahora me acuerdo... Tú estabas en casa de la señora Martínez cuando fui a entregarle el presupuesto, me has engañado bien. De eso hace tres meses, y no te he visto salir corriendo a ayudar a Paula en todo este tiempo.

–¿Y no se te ha ocurrido pensar que Paula no ha querido que lo hiciera?

–No, realmente no. Desde que te ví esa primera vez la he visto llorar más de una vez, y ella es mi amiga, además de mi jefa. En mi pueblo, para los tipos como tú tenemos un nombre...

–Francisco–dijo Pedro tenso–. Si quieres que nos peleemos, lo haremos. Pero no creo que a Paula le guste la idea de que armemos una pelea en su oficina. Déjame que te diga algo: fue idea suya quedarse embarazada.

Francisco se rió despectivamente, y soltó una retahíla de insultos en los que incluía a la madre de Pedro. Entonces, éste, con un movimiento tan rápido que tomó a Francisco desprevenido lo alzó, y lo tiró contra el mostrador de la entrada, y le gritó:

–Tu jefa me está volviendo loco, y voy a tratar de que entre en razón. No deberías pararme, sino desearme suerte. Y hablo de suerte porque es la mujer más cabezota que he conocido en mí vida. ¡Y en cuanto a este famoso embarazo, ha sido idea suya! ¡Puedes creerme o no, que a mí me da igual!

Dejó a Francisco, y se fue antes de que el otro pudiera decir nada. La última imagen de Francisco fue la de un hombre poniéndose de pie, y mirando pensativo a Pedro. Irse a la cama con Paula Chaves era lo peor que podía haber hecho en toda su vida.



Pedro fue a la calle Dow lo más rápido que pudo, estacionó a una manzana de allí y caminó hasta el lugar. Aunque iba dispuesto a preguntar por Paula, y estaba de muy mal humor, al llegar allí comenzó a aminorar el paso, y una sonrisa irreprimible asomó a sus labios. En lugar de encontrarse con el solar abandonado que había visto en el mes de marzo, se encontró con un jardín formando un cuadro, y un cobertizo para las herramientas. Los girasoles y los tallos color púrpura se movían con el viento, y entre el verde de los canteros anidaban calabazas naranjas. Unos pocos trabajadores andaban por allí quitando las malezas y recogiendo frutos, al fondo, las voces de los niños subían y bajaban el volumen como el canto de los pájaros. Era una escena de quietud, y se sintió orgulloso de haber sido parte de ese proyecto. Pero el mérito era fundamentalmente de Paula. Había sido idea suya. No todas sus ideas eran locas, pensó. Y preguntó por ella a la primera persona que apareció, un hombre mayor. El hombre se apoyó en su pala y contestó:

–Dijo que se marchaba a casa. Hace demasiado calor para que esté aquí, me parece a mí.

Pedro pensó que más calor iba a pasar cuando se encontrase con él. Agradeció al hombre y fue directamente a casa de  Paula, donde encontró su coche estacionado a la puerta. Las persianas estaban bajadas en el salón, probablemente para que no entrara tanto calor. Pero no contestó nadie. Él se quedó dudando qué hacer. Se preguntaba si ella evitaba verlo a propósito. Pero de pronto oyó un ruido detrás de la casa. Se metió por el camino de piedra que llevaba al jardín del fondo. Paula estaba a punto de levantar una de las tres bolsas de tierra que estaban apiladas, y entonces dijo él:

–Yo lo haré. No tienes que levantar peso.

Ella se sobresaltó como si le hubieran disparado, y se dió la vuelta para mirarlo.

–¿Quién te ha invitado a mi casa?

–Soy mayor ya, he venido solo, sin que me inviten. ¿Tienes a Rafael escondido en la casa?

–¿Tienes acaso una orden de busca y captura? –respondió ella, y se inclinó hacia la bolsa de arriba.

–Paula, yo las levantaré –le repitió suavemente.

–No son pesadas, puedo sola.

Pero él la apartó y le dijo levantando la bolsa:

 –¿Dónde quieres que la ponga?

 –Donde el jardín de piedra. Voy a plantar más bulbos.

Ella lo observó mover las bolsas sin esfuerzo, como si no pesaran nada, siguiendo el movimiento de sus músculos. Cuando terminó dijo con antipatía:

–Gracias –luego hizo una pausa, para ver qué hacía él.

–¿Quieres que peleemos aquí o dentro? –dijo él amablemente.

Paula deseó estar vestida con algo más digno que unos pantalones cortos de premamá y una camiseta grande con el dibujo de Silvestre a punto de cazar a Piolín.

–Hace demasiado calor para pelear. Donde sea.

–Lamentablemente esto no puede esperar hasta la próxima helada – dijo Pedro, y la tomó del brazo.

Pedro se había levantado las gafas y las llevaba sobre la cabeza. En ellas se reflejaba el sol. Le parecía más grande de lo que lo recordaba. Y al tocarla se había dado cuenta de que no le importaría nada volver a hacer el amor con él. Nunca se había imaginado que el codo podría ser una zona erógena, pero parecía que con Slade siempre había algo por descubrir.


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