viernes, 10 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 7

A Pedro le gustó el juego.

–Hojas de haya en octubre. Eso es lo que me recuerda su pelo –su voz se hizo más profunda–. Mi padrastro solía plantar peonías rosa, exactamente el color de sus mejillas en este momento.

De pronto se dieron cuenta de que tenían las manos entrelazadas, entonces Paula apartó las suyas.

–Será mejor que nos vayamos. Se le hará tarde.

–Si todos los asuntos legales se arreglan antes de que me vaya a Toronto, me gustaría invitarla a cenar. Para celebrar –dijo él, sorprendiéndose a sí mismo. Ahora ya era demasiado tarde para echarse atrás.

–Yo... Supongo que... es buena idea.

–Bien. La llamaré –él miró su reloj–. ¿Puede llevarme nuevamente a mi oficina en siete minutos?

Hablaron de cosas sin importancia durante todo el camino. Paula no se volvió a acercar a él. Pero antes de que se bajara de la camioneta le sonrió dulcemente y dijo:

–Gracias, Pedro. Muchísimas gracias.

–De nada –dijo Pedro, y cerró la puerta de la camioneta.

–Habían tardado diez minutos en llegar a la oficina.

Él se quedó a un lado de la carretera, mirando cómo se alejaba ella en su camioneta. Más que nunca debía separar los negocios de la vida privada. Iba a hacer todo lo posible por arreglar las cuestiones con el ayuntamiento, porque lo que más quería en el mundo era cenar con Paula Chaves. No le importaban las consecuencias.


Una semana más tarde, a las siete y media de la tarde, Pedro estaba de pie en el mejor restaurante de la ciudad. Paula no había querido que él la recogiera por su casa. En cambio había preferido encontrarlo allí directamente.

Pedro llevaba puesto su traje gris más caro y una nueva corbata de seda. Se había cepillado el pelo, y lustrado los zapatos, de tal manera que su padre se hubiera sentido orgulloso de él. Estaba nervioso. Durante la semana, había hablado con Paula varias veces sobre los detalles del acuerdo, pero no se la había encontrado en el club de squash, ni ella había ido a su oficina. Lo que no le había impedido recordarla y pensar en ella casi continuamente, y hacerla protagonista de sus sueños eróticos. Él quería llevársela a la cama, de eso no había duda. Tal vez esa noche le preguntase si estaba libre o tenía alguna relación. Eso para empezar. ¿Empezar qué?


A las siete y treinta y dos, la puerta del restaurante se abrió y Paula la atravesó. El corazón de Pedro empezó a bombear deprisa. Le sonrió. Ella olía deliciosamente.

–Esta vez llega puntual.

–No he tenido ninguna otra amiga de parto –dijo ella suavemente, y se quitó el abrigo.

¿Por qué habría dicho semejante cosa?, se preguntaba. Simplemente porque tenía el tema en mente. Sobre todo el bebé de Sue. Porque había pasado una semana de tensión yendo y viniendo a ver a Sofía, su mejor amiga. Y porque tener en brazos al pequeño Joaquín le había hecho sentir tanta pena como placer. Tanto que había dormido mal las últimas dos noches, un hecho que había podido disimular gracias al maquillaje, para que los ojos grises de Pedro  no lo notasen. Se dió cuenta de que él la miraba de arriba abajo. Llevaba una falda azul estrecha con una abertura al costado, y una blusa de seda color crema, con escote. Su pelo brillante estaba recogido hacia atrás. Llevaba sombra de ojos azul y maquillaje.

–Está muy hermosa –dijo Pedro.

El camarero los condujo a una mesa de un rincón, debajo de unos cuadros con escenas de caza, donde conversaron acerca de los últimas novedades acerca del proyecto. Entonces Pedro alzó la copa para hacer un brindis:

–Por los parques y los jardines, para que florezcan.

Chocaron las copas solemnemente. Luego discutieron sobre el menú, los cambios de la ciudad y la baja del dólar canadiense. Comieron salmón ahumado y mejillones acompañados de vino blanco.

–¿Baila, Paula? –le preguntó Pedro.

La música era movida, y como ella podía bailar sin tocarlo, se abandonó a su ritmo. Lo que no se le ocurrió fue que la música podría darle un toque seductor, ni que sus movimientos pudieran recordarle a su compañero de baile, algunas escenas de sus sueños eróticos con ella. Cuando sonó el último acorde, dijo:

–¡Ha sido fantástico! Gracias, Pedro.

Él asintió con la cabeza, y la siguió a la mesa. Los medallones de cerdo con verduras variadas estaban en el punto justo de cocción, y los saborearon con un buen vino. Entonces la banda comenzó a tocar un vals.

–Bailemos el vals –sugirió él.

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