miércoles, 8 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 4

–Sí, mamá –contestó él, dándole un beso a su madre.  Era una discusión que tenían eternamente–. Deberías vender ese espejo, no vabien con la casa.

–La casa va bien conmigo, y el espejo se queda. Le gustaba mucho a Luis.

Ana le sirvió un whisky con hielo sin preguntarle.

–Podrías haberte comprado una casa más grande que ésta, mamá. Ni siquiera has tocado la cuenta que te he abierto.

Ana agregó coca–cola al ron, según ella el ron era una excusa para beberse una coca–cola.

–Ya me conoces. No me gusta depender de nadie. Y soy muy vieja para cambiar.

–Espero que no hayas tomado la decisión de mudarte precipitadamente.

–Llevaba tiempo con ganas de hacerlo. Antes de que me viera forzada a ello, Pepe. No hay escaleras en la casa, es una ventaja. Y tengo cerca una biblioteca, una librería y una tienda de comestibles. Además puedo tomar desde aquí un taxi para ir al teatro o a escuchar algún concierto – alzó su vaso en un brindis–. Soy realmente feliz aquí. Toma unas patatas fritas.

Ana no le hacia caso al colesterol. Slade se sirvió unas cuantas, sonriéndole afectuosamente, reconociendo, como siempre lo había hecho, lo agradecido que debía estar a su madre por darle el amor que su padre nunca le había dado.

–Tienes que hacer algo en el jardín –dijo Pedro.

–Ponerle césped.

 –¿Cómo?

–Hierba, Pepe, hierba.

–Pero tenías un jardín tan hermoso en Seaview.

 –El cambio es la esencia de la vida –dijo ella–. Hacerse vieja no quiere decir acobardarse.

–Nadie te tildaría de cobarde a tí –y Pedro recordó a Paula Chaves, sus ojos marrones.

Ella tampoco era cobarde. Seguramente le habría gustado a su madre.

–Toda esa tontería acerca de los años dorados. No sé qué hay de dorado en la artritis, y en que todos tus amigos se vayan muriendo –lo miró por encima del borde del vaso–. No debería decir esto. Pero me gustaría que no pasara mucho tiempo para ser abuela nuevamente.

–¡No, mamá!

–Hace dos años desde entonces.

–Si... –Pedro negó con la cabeza sin remedio–. Parece ayer.

–No puedes seguir refugiándote en tu trabajo.

–Supongo que no –forzó una sonrisa–. Si conozco a alguien serás la primera en saberlo.

–No vas a conocer a nadie hasta que no bajes la guardia. Eso es tan evidente como tu imagen en el espejo de la entrada. Y ahora, quiero que me ayudes a mover ese mueble de caoba de mi habitación, y así dejamos esta conversación.

El mueble era muy pesado.

 –Sí, claro, te ayudaré –Pedro apuró su copa.

Una hora más tarde el mueble estaba en otro sitio, habían colgado los rieles de las cortinas, y sacado libros de las cajas, y él estaba de camino al hotel, por las calles mojadas. Su madre nunca había mencionado la pérdida de una nieta hasta ese día. Y Pedro prefería que no siguiera con ese tema. Era un tema que no quería agregar a otros que lo agobiaban. Estaba como perdido, y decidió ir al club de squash, donde había comprado unas invitaciones en otra oportunidad. Era muy tarde por la noche, le sería difícil encontrar un compañero para jugar. Miró el horario de las pistas, y vio que estaban allí Marcos Waring y Diego MacLeod. Había jugado con ellos anteriormente. Luego descubrió otro nombre en la lista escrita a lápiz: Paula Chaves. Había reservado una pista a las siete del día siguiente, con alguien llamado Juan Purcheli.

Se quedó inmóvil, recordando su rostro. En cierto modo no se sorprendía de que jugase al squash, un deporte que necesitaba total concentración, estar en forma, y reflejos rápidos. Además, ella no vivía lejos de allí. Lo había comprobado al averiguar cosas sobre su empresa. Frunciendo el ceño, Pedro se dirigió hacia los vestuarios. A las siete y media del día siguientes cuando se dirigía a la oficina, entró en el aparcamiento del club de squash. Había pasado mala noche nuevamente, con sueños eróticos. A las seis de la mañana se había despertado sobresaltado con esas imágenes; y ahora las recordaba perfectamente. Una mujer hermosa, desnuda, con una maestría increíble... Paula Chaves. El era capaz de controlar muchos aspectos de su vida, pero no podía controlar sus sueños. Bajó del coche, y subió los peldaños de dos en dos. Pasó por la galería desde donde se veían las pistas abajo. Al llegar a la última pista se echó hacia atrás como para poder observar sin que lo viesen desde abajo. Los jugadores se movían con pericia y precisión, y la pelota botaba contra las paredes rítmicamente. Paula corrió hacia el frente, y atajó la pelota con suavidad, enviándola al rincón. El hombre que jugaba con ella se quejó frustrado. Paula se rió.

–Mi turno –dijo ella sonriente, sacando con su raqueta.

Estaba vestida con unos pantalones cortos blancos y una camiseta, el pelo recogido. De pie, lista para recibir la pelota, sus pechos erguidos destacaban debajo de la camiseta. Tenía el cuello sudado, las piernas largas, y algo musculosas. El cuerpo de Pedro, involuntariamente se endureció. Dirigió su mirada a Juan Purcheli. Era más alto que Paula, con rizos morenos, y muy atractivo, más joven que él, y aparentemente en mejor forma. Le desagradó.

Los jugadores estaban igualados. Paula jugaba con inteligencia cuando no podía llegar hasta la pelota. Después de verlos jugar durante diez minutos, Pedro desapareció tan sigilosamente como había llegado. Ella jugaba para ganar, pero también parecía disfrutar del juego. Y jugando al squash era tan seductora como lo había sido en sus sueños eróticos. Salió con el coche hacia la oficina. Lo más sensato sería decirle que no a su proposición. Un no radical. Así no tendría que verla nuevamente. Porque lo peor que podía hacer era andar deseando a una mujer que seguramente estaba liada con otra persona. Sobre todo una mujer como ella, tan inteligente, tan intensa, tan hermosa como Paula. Una mujer así debía descartarla desde el principio.

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