miércoles, 31 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 45

Les costó muchas maldiciones, sudores, risas y gritos sacarlo del cobertizo donde lo tenía guardado Carla y cargarlo en la baca. Al fin se pusieron en marcha. Cuando llegaron a la laguna había que bajar el bote del coche y darle la vuelta para dejarlo con la quilla hacia abajo.

 

—¡Aparta! —dijo Pedro, tratando de bajarlo él solo sin ayuda de nadie—. No quiero verte aplastada por esta maldita barca.

 

—Eres un machista.

 

—¡Apártate!

 

—Está bien. Está bien.

 

—¿Qué eso que estoy oyendo? ¿No me digas que se me está rayando el coche? —dijo él con voz apagada desde debajo de la barca, mientras la bajaba a pulso.

 

—¿No quería hacerlo todo solo el señor Macho? Pues ahí tienes las consecuencias. Un buen arañazo en el coche. Ahora te aguantas.

 

—¿El señor Macho? ¿Me estás tomando el pelo? ¿Quién me llama así? —dijo él, dirigiéndose tambaleante hacia el agua con el bote de remos encima—. ¿Y ha sido muy grande el arañazo?

 

—No, no ha sido gran cosa. Aproximadamente del mismo tamaño del gusano que me lanzaste antes. Se me ocurre que tal vez podrías preparar con los gusanos una pasta para reparar la chapa. ¿Lo has pensado alguna vez?


 —No, la verdad es que nunca se me ha pasado tal cosa por la cabeza.


Dejó en el suelo la embarcación junto a la orilla, se quitó los zapatos y lo fue empujando hacia el agua sin remangarse siquiera los pantalones. El bote no empezó a flotar hasta que el agua le llegó a la altura de los muslos. Pedro salió entonces del agua sujetando el bote con la cuerda que llevaba atada a la proa para que no se fuera. Se acercó a ella, se agachó hasta dejar los hombros a la altura de su cintura, le abrazó luego las piernas por las rodillas con las dos manos y la levantó en vilo cargándola sobre la espalda. Ella se sintió transportada al bote como si fuera un saco de patatas. Tras unos pasos por el agua, llegaron al bote y Pedro la dejó dentro. Paula, tras la excitante sensación de haber ido con su cuerpo íntimamente pegado a sus hombros y a su espalda, notó nada más sentarse en el bote que tenía los pies mojados. 


—¡Pedro!

 

—¿Qué?

 

—Me parece que esta barca hace agua.

 

—No —dijo él, examinado el bote por todas partes—. No es ninguna fuga. Sólo rezuma un poco. Pero para eso tenemos ahí esa lata de café.


Luego se subió al bote por uno de los lados y tomó los remos mientras ella trataba de achicar el agua que tenía a la altura de los tobillos. Pero por más prisa que se daba con la lata siempre veía el agua al mismo nivel.

 

—¿Estás seguro de que sólo rezuma?

 

—Sí, no tengas miedo. Recuerda que soy un marine. Si el barco se hunde, te salvaré.


Después de un rato, Pedro puso los sedales y le dió a ella una caña, mientras él achicaba y remaba. Y aplastaba chinches.


 —Me ha mordido algo aquí en el pie —dijo ella, poniéndose de repente de pie en la barca.

 

—No, no hagas eso, Dulce Pauli. Siéntate. No se puede poner uno de pie en un bote. ¡Siéntate!


Ella se sentó. ¿Qué otra cosa podía hacer con aquel tono de voz tan autoritario? 

Te Quise Siempre: Capítulo 44

 —Basta ya de charla. Cava. Nos hacen falta gusanos. Grandes y hermosos. Jugosos. ¡Como éste! —dijo sacando un gusano de la lata y pasándoselo entre risas por delante de su cara—. Vamos, Dulce Pauli, tú nunca fuiste de esas chicas que se asustaban fácilmente de los bichos.

 

—Sí que me daban miedo. Sólo que fingía no tenerlo.

 

—¿En serio? ¿Por qué? —dijo él volviendo a meter el gusano en la lata.

 

—Pedro, si hubiera dejado que aquellos chicos supieran que yo tenía un punto débil, me hubiera encontrado gusanos en el bocadillo, en los libros y hasta en los guantes.


 —Había un cierto grupo de chicos que la tenían tomada contigo — recordó él con afecto—. Sobre todo después de tu éxito con Los encantos de una pequeña ciudad.


—Creo que podrían haberme hecho la vida imposible si no hubiera sido porque contaba con la protección de mi vecino Pedro Alfonso. Mi héroe —dijo ella mirándole de reojo, mientras él, arrodillado en el suelo, se ocupaba de llenar de gusanos la lata.


 —En realidad, creo que les gustabas a esos chicos. Ya sabes, los muchachos a cierta edad le regalan una rana a la chica que les gusta, de forma que ninguno acaba sabiendo realmente los verdaderos sentimientos del otro. Creo que, durante mucho tiempo, te privé probablemente de tener un novio cuando podrías o deberías haberlo tenido.


 —Me sentía como si te tuviera siempre pegado a mí. Y ahora, después de ocho años, aún me lo sigue pareciendo.


Él la miró sonriendo, luego agarró un bicho que vió moverse en la tierra recién removida y lo echó a la lata con los demás.

 

—Yo siempre te protegeré, Paula.

 

Ella recibió esas palabras con un sentimiento de gratitud que se vió roto en seguida cuando él le arrojó un gusano y se echó a reír al oírla gritar.


 —¿Estás tratando de decirme que te gusto? —le dijo ella, recordando lo de la rana.


 —Claro que sí. Y además quería oírte gritar. Supongo que aquellos muchachos dejaron de molestarte cuando fuiste al instituto, ¿No?


 —Sí, dejaron de meterse conmigo para pasar a ignorarme por completo. Me convertí en la chica invisible.


No le resultaba penoso, pese a todo, hablarle de la soledad y del rechazo que había sentido de adolescente.

 

Iban a ir de pesca a la laguna de Glover, pero antes tenían que cumplir con el rito tradicional de Pedro: perseguirla por el jardín con la lata de gusanos en la mano para asustarla. Luego tenían que ir a casa de Carla para recoger el viejo bote de madera de su marido, fallecido hacía ya algunos años, y cargarlo en la baca del coche de Pedro, un pequeño deportivo que no estaba hecho para llevar viejos botes de madera. 

Te Quise Siempre: Capítulo 43

Momentos capturados en el tiempo, pensó ella, momentos que, como el que estaba viviendo en ese momento junto a él; cobraban trascendencia y profundidad sin siquiera pretenderlo.

 

—Me cuesta trabajo imaginarte sin un plan —dijo él.

 

—No soy tan estricta y rígida como pueda parecer.


 —Por supuesto que no lo eres —afirmó él con una sonrisa como si fuera a darle unas palmaditas cariñosas en la cabeza—. Hacía mucho que no pasaba un día así —dijo tras mirar detenidamente el cuadro.

 

—Nunca te gustaron ese tipo de cosas, como pasar un día pescando —le recordó ella—. Supongo que es algo demasiado tranquilo y pacífico para tí.

 

—Ya sé, yo era el tipo aquél que pasaba atronando Main Street con su moto de segunda mano sin silenciador, que me tiraba desde el acantilado más alto de Blue Rock, aquél que todos llamábamos el Widow Maker y que saltaba con la bici por las rampas a toda velocidad.

 

—¿Has comprobado si sigues aún siendo el mismo?


—Después de destrozar mi tercera bicicleta mi padre no quiso comprarme otra. Todo volvió a la normalidad, desde entonces —dijo él, con cierta nostalgia.

 

—¿Qué te parece si vamos de pesca? —replicó ella, dispuesta a ayudarle a recobrar sus ilusiones pasadas—. Yo podría encontrar un barco. Tu padre tiene cañas de pescar y nosotros podríamos encargarnos de conseguir algunos gusanos.


La nueva Puala estaba horrorizada. Su abuela también lo estaría. ¿Qué tipo de plan era ése para un noviazgo? ¿Excavar la tierra para encontrar gusanos? Pero la verdad era que estaba más ansiosa por verle feliz que por tratar de cambiar la impresión tan pobre que él tenía de ella.

 

—Eso no está en la lista de actividades de tu programa —dijo él bromeando.

 

—Puedo introducir algunos cambios.

 

—¿De veras? —dijo él sonriendo y con fingida incredulidad—. Bueno, después de todo es tu noviazgo, Paula. Si te apetece sacar gusanos de la tierra e ir a pescar, adelante, iré contigo.


 —Podemos ir mañana después del trabajo —respondió ella—. Trataré de encontrar un barco. ¿Puedes encargarte tú de los gusanos?


 —Lo siento, pero no quiero privarte de la experiencia tan romántica que puede representar para tí sacar gusanos de la tierra conmigo.


Entonces él se echó a reír y ella pensó que esa risa le recompensaba de todo. Incluso de tener que sacar gusanos de la tierra con sus propias manos. Paula no se sintió tan segura de sí misma cuando se reunió con él en los rosales del jardín de su madre la tarde siguiente.


 —Estos rosales tienen muy buen aspecto —dijo ella, asombrada de verlos casi tan hermosos como llegaron a estarlo en otro tiempo—. Has hecho mucho en muy pocos días.


Él aprovechó su buena disposición para entregarle una lata con algo muy asqueroso dentro. 

Te Quise Siempre: Capítulo 42

 —¡Yo! —replicó ella, a riesgo de confirmar su sambenito de chica aburrida.


—Sólo se vive una vez. El sabor a pétalo de rosa es uno de los favoritos en Oriente Medio. Creo que te gustaría.


 —¿Has comido un helado de pétalos de rosa?


 —Sí.


No era gran cosa, pero al menos había conseguido hacerle sacar a la luz esa parte de su vida que parecía llevar oculta en el fondo del corazón. A través de aquellos exóticos helados, él parecía comenzar a disfrutar también de los pequeños encantos de su ciudad natal.


 —Sorpréndeme —dijo Pedro—. No pidas un helado de vainilla. Pide algo distinto.

 

Ella se vió entonces en la obligación de pedir un helado de vainilla, por llevarle la contraria.

 

—No, a menos que tengan de pétalos de rosa —replicó ella.

 

Él se echó a reír. 


Una vez cada uno con su helado de cucurucho en la mano, dejaron sus bicicletas en el césped del bulevar y se fueron a dar un paseo por Main Street. Hacía una tarde apacible y los helados se derretían con más rapidez de la que ellos se daban para comérselo. Había algo en aquella experiencia, de caminar por Main Street tomando un helado mientras se ponía el sol de aquel caluroso día, que resultaba a la vez sencilla y profunda. Ella no recordaba haber pasado un momento igual en toda su vida. Veía cómo algunas mujeres que pasaban por su lado la miraban con envidia, mientras él parecía ajeno a las miradas de reojo y a las sonrisas provocadoras, como si el estar con ella fuera lo único que de verdad le importase. ¿Era realmente tan buen actor? No, él siempre había sido así cuando ella iba a su lado. Pedro se paró frente a una galería de arte que estaba cerrada ese día.

 

—¿Te gusta alguno? —le preguntó él mirando los cuadros expuestos en el escaparate mientras se comía la punta del cucurucho con lo que quedaba del helado.


Luego se pasó la lengua por la muñeca donde se le había caído un chorrete del helado. Fue un gesto que a ella le pareció tan sensual que poco le faltó para caerse desmayada. Una vez recuperada examinó los cuadros con más detenimiento.


 —Me gusta ése —dijo mirándole ahora ya más segura de sí misma sabiendo que no le quedaban más restos de helado en la muñeca—. El del viejo barco rojo anclado al final del muelle.

 

—¿Qué es lo que te gusta de él?

 

—Su idea de esa esperanza en algo que puede llegar —contestó ella tartamudeando—. Y de los largos días de verano que transcurren sin un plan. 

Te Quise Siempre: Capítulo 41

A pesar de que su bicicleta era peor y más vieja, sus piernas eran más largas y más fuertes. Pero era su corazón, su corazón feroz y competitivo de soldado lo que le hacía casi imbatible. Ella sonrió. Podía perder esa carrera, pero sabía que había conseguido otra victoria. La veía. Estaba allí, en la luz que brillaba en su rostro, en la sonrisa que desprendía su mirada, y en el gesto de su boca, ahora más amable. Él se giró hacia atrás en el sillín, se puso el pulgar en la nariz y movió los otros dedos, burlándose de ella, tal como ella lo había hecho unos minutos antes.


 —Puede que lleve una bicicleta de chica, pero yo no soy una chica —le dijo.


 —No digas eso como si fuera algo malo ser una chica —contestó ella. 


Y entonces los dos se echaron a reír y él aminoró la marcha a propósito para que ella le alcanzara.

 

—No hay nada de malo en ser una chica —replicó él, muy cordial, pero con cierta solemnidad.

 

Llegaron a Maynard los dos juntos. Daban perfectamente esa imagen de pareja que querían difundir por toda la ciudad. Pedro se bajó de la bici, y se tumbó en la hierba del bulevar. Respiró profundamente y miró al cielo a través del dosel que formaba el espeso follaje de los árboles. Ella dejó también su bicicleta, y vió que él se estaba partiendo de risa. Buena señal. Había conseguido romper la barrera que él había levantado a su alrededor, y estaba satisfecha de ello. Se tumbó en la hierba junto a él. ¿Qué importaba que les vieran? ¿No se trataba de eso precisamente?

 

—Estuviste a punto de matarme —dijo él.

 

—Hubiera sido una cruel ironía, ¿No? Después de todas tus hazañas, ir a morir por culpa de una carrera en bici en una triste calle de Sugar Maple Grove.


 —Sí —replicó él, con un gesto amargo—. Sería una cruel ironía.

 

—Dime, Pedro, ¿Qué cosas has visto?, ¿Qué cosas has hecho? —le dijo ella acercándose a él, aprovechando la ocasión de verle ahora más accesible.


Pero él se levantó y le tendió la mano para ayudarla a incorporarse. Él contuvo el aliento y la miró fijamente durante un largo rato, como si estuviera manteniendo un debate interno consigo mismo.


 —¿Que qué cosas he visto? —dijo él sonriendo—. Helados de sabores que no podrías ni imaginarte.


 —¿Como por ejemplo?

 

—Pues mira, desde el mango de Filipinas hasta el sabor a lengua de buey en Japón.


 —¿Helado de lengua de buey? —dijo ella con tono de incredulidad.

 

—Y de ostras, y de ajo, y de ballena… Sí, en serio.

 

—¿Los probaste todos?

 

—Naturalmente. ¿Quién podría resistirse a ello? 

lunes, 29 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 40

Ahora, mirando su expresión fría y distante, ella pensó en lo acertado que había sido el diagnóstico de su padre. Pedro había desarrollado un don especial para guardar las distancias. ¿Qué clase de hombre era? En otro tiempo hubiera tratado de discutir con ella, de tomarle el pelo, pero ahora se limitó a lanzarle una mirada fría como el hielo y se puso a pedalear con más fuerza, distanciándose en pocos segundos de ella. Paula recordó entonces su impresionante aparición del día anterior en la oficina y se propuso utilizar una nueva táctica para borrar de su cara esa expresión de suficiencia y hacer que aflorara de nuevo a la superficie el muchacho que había conocido. Pedaleó con todas sus fuerzas hasta volver a ponerse a su altura e incluso adelantarle. Luego sujetó el manillar con la mano izquierda, se giró ligeramente en el sillín, se puso el pulgar de la mano derecha en la nariz y agitó los otros dedos a modo de burla.

 

—¡Ja, ja, ja! ¡Vas en una bicicleta de chica!

 

Pedro había sido siempre muy competitivo y, tal como ella había previsto, interpretó que le estaba desafiando a echar una carrera. Oyó enseguida, a su espalda, el zumbido de los radios de su bicicleta y el silbido de los neumáticos deslizándose a gran velocidad por el asfalto. Pero no le iba a resultar nada fácil alcanzarla. Ella iba en una bici con un cambio de dieciocho marchas y él sólo de tres.  Pero podía lograrlo y puso todo su empeño en evitarlo. Cuando le oyó acercarse por su derecha, dio un viraje brusco y se puso delante de él para cortarle el camino.


 —¡En, eso es juego sucio! —protestó él.

 

Ella le dirigió una diabólica sonrisa de satisfacción. Se levantó del asiento, se inclinó hacia delante y se puso a pedalear aún con más fuerza. El señor Machalay cruzaba en ese momento la calle unos metros por delante de ella. Llevaba una mano ocupada con las cosas que acababa de comprar en la tienda, y con la otra sujetaba la correa de su viejo perro, Max. Ella tocó desesperadamente el timbre de la bici y giró el manillar bruscamente para echarse a un lado. Miró luego a Pedro de reojo. Él se desvió hacia el otro lado del señor Machalay y de Max, que se quedaron como petrificados en la calle, sin atreverse a dar un paso ni a un lado ni a otro. Al señor Machalay se le cayó al suelo la correa y agitó el puño muy furioso contra ellos. 


—Lo siento —dijo ella, muy orgullosa sin embargo de mantener su liderato.

 

—Vas a provocar un accidente —replicó él jadeante muy cerca de ella.

 

—Bueno —contestó ella, casi sin aliento—. Mejor eso que morir de aburrimiento.

 

—Creo que te dije que eso no era nada malo.

 

—Resulta difícil de creer viniendo de un aventurero como Pedro Alfonso.

 

Pedro estaba ya a su misma altura, prácticamente pegado a ella. Paula pensó que ya había dado todo lo que tenía de sí y que no le quedaban más fuerzas, pero sintió una subida repentina de adrenalina y sacó de algún sitio fuerzas de flaqueza. Ambos salieron a toda velocidad. Ella se sintió dichosa con el viento agitándole el pelo, el corazón latiéndole al doble de su ritmo normal y los músculos tensos, viendo que él seguía a su lado. Tuvo la sensación de haber estado dormida mucho tiempo y haber despertado. Él se puso entonces junto a ella y le dió una suave palmadita en el hombro, como si estuvieran jugando al escondite. Luego, sin aparente esfuerzo, se fue adelante con unas cuantas pedaladas, como si hubiera estado jugando con ella todo ese tiempo. 

Te Quise Siempre: Capítulo 39

Su abuela dió la aprobación a su aspecto pero no a su plan de ir a tomar un helado y montar en bicicleta.

 

—Le encantan los helados, abuela, siempre le han gustado mucho.

 

—¡Bah! ¿Y tienes que ir en bici para tomar un helado? Te pondrás sudorosa y hecha un adefesio. ¿Y el pelo? ¡Vaya pelo que llevas! Me recuerdas a la mujer a la que compraba habitualmente el pescado —dijo Sara en alemán mientras se dirigía a abrir la puerta—. Hola Pedro —dijo en inglés, y añadió en seguida de nuevo en alemán mirando a su nieta—: Murió en la soledad más absoluta.

 

—Pudo haber sido por el olor del pescado que llevaría siempre consigo —dijo Paula en inglés. 


Pedro entró y Paula se preguntó de inmediato muy preocupada quién habría llegado, si el vecino despreocupado de siempre, o el nuevo Pedro. Era este último. Había algo extraño en él. La sonrisa de sus labios no encajaba con la expresión de su mirada.


 —¿Todo va bien? —preguntó él.

 

—Sí, muy bien —respondió ella, mirándole más detenidamente.


 Algo le pasaba. Y se propuso tratar de encontrar la razón de aquella extraña mirada.

 

—¿Cómo van las cosas con tu padre? —le preguntó mientras bajaban por la escalera del porche.


 —¿Por qué no me lo dices tú? ¿Cómo van las cosas con mi padre? ¿Cómo se las arregla él solo en esa casa?

 

—No tienes por qué preocuparte. Tu padre sabe arreglárselas perfectamente.

 

Pedro se montó en su vieja bicicleta de mujer y observó con descaro las piernas de Paula mientras ella se subía a la suya.

 

—Las cosas con mi padre van bien, si pasamos por alto el pequeño detalle de haber estado a punto de prender fuego a la casa —añadió él mientras pedaleaban juntos por la calle—. ¿Por qué no me cuentas lo que pasó?


Se habían cambiado los papeles, pensó ella. Él estaba siendo el inquisidor, el que hacía las preguntas.

 

—¡Yo no me dedico a espiar a tu padre!

 

—Tú sabes lo que pasó —dijo él mirándola.

 

Sí, lo sabía. Pero el doctor Alfonso le había pedido encarecidamente que no dijera a Pedro que él y su abuela habían sido sorprendidos en una situación bastante comprometedora cuando se inició el fuego en la casa. También le había pedido la última noche, justo antes de salir a cenar con Sara, que no le mencionara para nada la relación que mantenía con su abuela.

 

—Pero ¿No cree que él se dará cuenta de todos modos? —le había preguntado ella.

 

—Cuento contigo para que le entretengas y se ocupe de otras cosas —le había dicho el doctor Alfonso con una sonrisa.


 —Pero ¿Por qué no quiere decírselo?

 

—Lo vería como una traición a su madre. Pedro es un hombre al que le gusta estar solo. 

Te Quise Siempre: Capítulo 38

Paula no pudo resistir la tentación de acercarse a la ventana para ver a Pedro montado en bicicleta. Era una vieja bici de mujer. Probablemente de su madre.  Por la forma de montar, podría haber pasado por un caballero y la bicicleta por su caballo de guerra. Con el aplomo que tenía podría cruzar con toda seguridad Main Street en pantalón corto, y sin pestañear. No es que ella estuviera obsesionada con esa imagen. Le había visto sin camisa y había tenido ocasión de admirar la musculatura de su torso y la perfección de su piel tan sólo estropeada por sus recientes rasguños con las espinas de los rosales. ¡Él sabía muy bien el efecto que ello producía en las mujeres! ¡Era un hombre exasperante! ¡La había incitado a besarle! Se había visto obligada a demostrarle que por el hecho de que fuera una sencilla chica de pueblo, ingenua y desconsolada, él, con su arrogancia, no iba a adueñarse de su vida y de su voluntad.  Sí. Estaba dispuesta a demostrárselo. Aquel beso había sido sólo el comienzo. Pero pensándolo mejor, dudó de si tendría la fuerza y el valor necesarios para ello. Se llevó los dedos a la boca y sintió un escalofrió de deseo al notar sus labios inflamados. «¿Un helado de vainilla?, ¿Por qué no?», se dijo para sí. «O un banana split. Eso es, chica, vive peligrosamente». Pero ella ya sabía que una vez probado el sabor de sus labios, las probabilidades que tenía de borrar la emoción de aquel recuerdo eran casi nulas.  Él era como un huracán arrasándolo todo a su paso. Y sólo un tonto podría pensar en enfrentarse a un huracán, tratar de domesticarlo y obligarlo a tomar un rumbo distinto del que había elegido. Pero la fragancia de los guisantes de olor había impregnado el aire de la oficina. Así era difícil poder estar enfadada con él, y mucho más difícil aún defenderse contra aquel tipo tan particular de tormenta. 


Cuando le recordaba apoyado en el mostrador jugueteando con las yemas de los dedos, le parecía ver de nuevo a aquel demonio de muchacho de entonces, siempre haciendo travesuras, pero lleno de encanto. Pero en la sala de reuniones, cuando él no quiso salir a comer con ella después de haberla invitado, le había visto muy distinto. No le había parecido un huracán. Ni siquiera el mismo hombre al que le había robado un beso de forma audaz. Creyó ver en él algo que nunca había visto antes. Algo duro y frío, una montaña enorme cuya ascensión suponía un gran desafío. Se estremeció pensando en ello, y en el valor que debía tener para hacer frente a lo que había visto en sus ojos y tratar de rescatarlo del lugar en el que había estado y del que no podía salir.

 

La noche siguiente, Paula se vistió con mucha intención para ir a la heladería. Se puso unos shorts que enseñaban los muslos un poco más que de costumbre y una camiseta con un escote igualmente más atrevido que en otras ocasiones.  Quería acabar de una vez por todas con el papel de Pedro Alfonso como protector y hermano mayor suyo. Pero al mismo tiempo, no quería que él pudiese pensar que estaba tratando de ponerse sensual para él. Supuso que habría tenido demasiadas chicas espléndidas alrededor suyo. Así que no se puso maquillaje y se recogió el pelo discretamente en una cola de caballo. 

Te Quise Siempre: Capítulo 37

La carta le hizo pensar que, por desgracia, las cosas no habían cambiado mucho. Los jóvenes seguían yendo a la guerra, dejando solas a sus novias.


 —¿Has encontrado algo?


Paula estaba en la puerta, mirándole. Él apartó a un lado la carta que estaba leyendo. ¿Por qué era reacio a que ella supiese lo que había encontrado?

 

—Son sólo unas viejas cartas. Puede que tengan valor. No he terminado aún de leerlas. Carla estará seguramente más cualificada que yo para decidir si tienen o no algún valor histórico. Pero apostaría a que estos dos objetos no tienen ninguno —respondió él, entregándole la receta de las palomitas de maíz y la liga.

 

Ella se echó a reír. Buena señal. No era una sonrisita de niña tonta, era auténtica. Él no se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que había echado de menos las cosas auténticas, verdaderas. Le llevaban hacia ella como el faro al pescador perdido en la niebla.


 —¿Estás ya listo para ir a comer? —preguntó ella.


Había cierta timidez en el tono de la pregunta. Sin duda la que hablaba ahora era su vieja Sophie de siempre, no la chica de antes que había tratado de convencerle de otra cosa besándole. Pedro consultó su reloj, sorprendido de cómo se le había pasado el tiempo. Se había visto sumergido en un mundo, extraño para él, de sinceridad y cosas auténticas. La propia Paula con su sonrisa por un lado y las emotivas cartas de Sergio por otro, le habían conmovido profundamente.

 

—¿Sabes qué? —dijo él—. Creo que tienes razón. Será mejor seguir tu programa. Nos veremos mañana por la noche después de cenar. Daremos una vuelta en bici por Main Street y tomaremos un helado. Así nos dejaremos ver por todo el pueblo.

 

Ella lo miró fijamente. ¿Estaba decepcionada? ¿Molesta, tal vez? «Es mejor así», se dijo él. Si iban a seguir adelante con aquel supuesto noviazgo, sería mejor que ella se sintiese decepcionada y molesta con él, así ninguno de los dos saldría dañado.


 —Me voy a llevar éstas —añadió él, recogiendo las cartas—. Te las devolveré cuando haya acabado de leerlas.

 

¿Por qué tenía la sensación de que no debía dejar que ella las viese? Eran tan sólo unas cartas llenas de ternura que había escrito un joven desconsolado. Pero, por alguna razón, quería asegurarse de que tuvieran un final feliz. Como si necesitara protegerla en caso contrario.


 —Hasta mañana entonces —dijo él despreocupadamente—. ¿Te siguen gustando los helados de vainilla?

 

—Piensas que soy aburrida, ¿Verdad? —replicó ella.


Sus labios ya le habían demostrado que había un lado secreto en ella que era cualquier cosa menos aburrido, pero él se había propuesto no aventurarse en él. Pensó en el mundo en el que había vivido los últimos cuatro años, donde el aburrimiento parecía algo prohibido, y la gente era adicta a todos los tipos de emociones que podían comprarse con dinero.  Pensó en las cartas que llevaba en la mano, las cartas de un joven que estaba empezando probablemente a desear todas esas cosas que él había llamado una vez aburridas.


 —No —respondió a Paula, muy serio—. No digas aburrida como si fuera algo malo. 

Te Quise Siempre: Capítulo 36

Decidió concentrarse en la tarea que se le había encomendado. Comenzó a ojear algunos papeles y viejas fotografías. Había recortes de periódico con el equipo de baloncesto del instituto en la final de 1972, fotos descoloridas del grupo de trabajo de la Iglesia de Santa Trinidad que había construido un orfanato en Honduras en los años ochenta. Había un molde de escayola de una mano que decía por el anverso: "Feliz Día de la Madre", y por el reverso, escrito a pluma: "Walter Terry, muerto en Vietnam en 1969". Pedro, acostumbrado a convivir con el mal en sus más diversas manifestaciones, a lo largo de sus últimos cuatro años, sintió como si los objetos de aquella caja le sumergieran en un mundo poblado de gente humilde y sencilla, sin ambiciones. No le sorprendía que Paula hubiera acabado allí, en el Instituto de Historia, documentando lo que constituían los encantos de una pequeña ciudad. Había las cosas más dispares, desde unas recetas de cocina hasta una vieja liga, probablemente de una boda.  Luego, en el fondo de la caja, se encontró con un paquete de cartas, atado con una cinta de terciopelo negro, algo deshilachada. ¿Sería eso la joya de los recuerdos de interés histórico sobre la Segunda Guerra Mundial que andaban buscando? Pedro desató la cinta, y tomó la primera carta del fajo. En el sobre estaba escrito, con cuidada letra masculina: "Para la señorita Leticia Sorlington, Apartado de Correos Sugar Maple Grove". La dirección del remitente era: Soldado Sergio Horsenell. El resto había sido tachado por un grueso lápiz negro de la censura. Pero se podía ver el matasellos de febrero de 1942. Todo un filón, pensó él. ¿Sería ese tipo de cosas lo que despertaban las emociones de Sophie? Desdobló la carta del joven soldado. Había que tener cuidado, el papel estaba a punto de romperse por los dobleces y había muchas palabras que casi no se veían. Aun así, fue capaz de entender que Sergio Horsenell había desembarcado en Irlanda, como miembro del Quinto Cuerpo de Ejército de los Estados Unidos, el primer contingente militar americano desplegado en el extranjero.

 

—Mi muy querida Leticia —leyó Pedro—. ¡No sabes en qué aventura tan extraordinaria me hallo metido!

 

La carta era una descripción maravillosa de la exuberancia de Irlanda, describiendo paisajes y sonidos y anécdotas con sus compañeros: "A pesar de todas las cosas nuevas que estoy viendo, y la importancia de la misión que me ha traído aquí, te echo mucho de menos. Me acuerdo de aquella última tarde que pasamos juntos, del picnic que preparaste, y del azul de tus ojos haciendo juego con el cielo. Echo todo aquello tanto de menos que quisiera estar ahora contigo, y preservar en el recuerdo aquellos sencillos momentos de placer que disfrutamos aquella tarde. Sé que querías casarte conmigo antes de mi partida, pero eso no era lo que yo quería para tí. Tú te mereces mucho más que una ceremonia apresurada. Vivo sólo para verte con un vestido blanco, flotando por el pasillo mientras te acercas a mí con un ramo de nomeolvides haciendo juego con tus ojos. Espérame, dulce Leticia. Espérame. Tuyo por siempre, Sergio."

 

Las cartas habían sido cuidadosamente guardadas por orden cronológico y Pedro se dió cuenta en seguida de que Sergio había escrito con mucha regularidad, a veces sólo una línea o dos, a veces unas cartas muy largas. Pero a medida que había ido transcurriendo el tiempo, la intensidad de las emociones había ido disminuyendo, dando paso al tedio de la vida militar. Las cartas pasaron a expresar quejas esporádicas por la falta de acción, la actitud de los oficiales o la comida tan horrible que tenían. 

viernes, 26 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 35

 —Me alegro de que te hayas pasado por aquí. Acabamos de recibir esta caja de documentos —dijo dando unas palmaditas en la tapa—, y tengo que ponerme con ella. Me llevará tiempo. Hay que leer todas esas cartas.

 

—¿Esta caja? —preguntó él—. Puedo ayudarte a leer esas cartas. La Segunda Guerra Mundial, ¿Verdad? Puedo clasificar las que tengan relación con ella, ¿Qué te parece?


Ella vió cómo se quedó mirándola en silencio, esperando a ver si aceptaba su ayuda para hacer que las cosas volvieran a su normalidad. Pero ¿Cómo podía volver a ser otra vez todo igual después de cómo ella lo había besado y después de que él hubiera contaminado con su seguridad y autosuficiencia la atmósfera de su espacio de trabajo, de su pequeño mundo? «Sácalo de aquí», le ordenó la voz de la vieja Paula.

 

—Está bien —respondió—. Nunca rechazo una ayuda voluntaria. Comprendo que llevas casi cuarenta y ocho horas en Sugar Maple Grove y que debes de estar aburrido. Te llevaré a la sala de reuniones.

 

Y así lo hizo. Ahora podría descubrir lo que era el aburrimiento de verdad.

 

—Ocúpate sólo de las cosas relacionadas con la Segunda Guerra Mundial —le indicó con mucha cordialidad, una vez allí—. Carla se encargará del resto después.

 

Y salió de la sala cerrando la puerta con fuerza tras de sí. 


Pedro se vió en la sala de reuniones, solo y con la puerta cerrada. Ella lo había hecho a propósito, le había besado por haberse saltado a la ligera su programa de actividades, para que supiera lo que podía pasar si seguía por ese camino. Ella también podía reaccionar de forma desenfrenada e imprevisible. Pero no era verdad. Era tan transparente como un cristal. La dulce vecinita de al lado sólo estaba intentando ser lo que no era, tratando de borrar su imagen de chica apocada. Sin embargo, aquel beso había sido sorprendente y perturbador. ¿Qué había sentido? Deseo. Una evidencia más de que haber aceptado aquel falso romance había sido la peor idea de su vida. No era extraño que hubiera caído en manos del primer tipo que se había fijado en ella. Y no era porque se sintiese sola por haber perdido a su familia. No, había un fuego en ella que sólo una cosa podía apagar. Y no se trataba del fuego que le quemaba a él por dentro. Él no había ido allí con el propósito de encender su pasión. No, sólo pretendía ayudarla a relajarse un poco de esa tensión, de esas reglas estrictas con que se movía por la vida, a animarla a ser ella misma. Parecía un resorte muy tenso que en cualquier instante pudiera saltar. Su beso había sido una prueba de ello. Bueno, ordenaría aquella caja llena polvo y luego la llevaría a comer y trataría de sacarle su lado más divertido y sincero. Pero nada de besos. Se comportaría como un caballero. Podría resistir la tentación… Por su propio bien.


Te Quise Siempre: Capítulo 34

Tras unos segundos el beso pareció desvanecerse. Aquello no había sido tan divertido como esperaba. Era más divertido un picnic el Cuatro de Julio o un bonito cachorro o una tarde de invierno jugando al Trivial Pursuit. No fue divertido, pero sí intenso y peligroso. Y tan emocionante como descender los rápidos de un río salvaje o saltar de un avión con un paracaídas que no se sabe si se abrirá o no. Eso formaba parte del don que ella tenía de hacer todo al revés cuando estaba con él. Se había propuesto demostrarle que él ya no tenía ningún poder sobre ella y había conseguido todo lo contrario. Pero eso él no tenía que saberlo. Sus labios le habían revelado todo lo que ella había echado de menos cuando le dió el «sí» a la persona equivocada y compró un vestido de novia y reunió aquellas fotos. Los labios de Pedro tenían el sabor de la miel y de los sueños, eran como gotas de rocío y de esperanza. Le había dicho a Franco que necesitaba tiempo para pensarlo, que echaba algo de menos. Paula se apartó de Pedro, temblorosa de su descubrimiento. La verdad que había estado tratando siempre de ocultarse a sí misma se presentaba ahora ante ella con toda su crudeza. La verdad era que había estado a punto de casarse con Franco porque ella nunca había querido sentir el amor tan profundamente como lo habían sentido en casa de sus padres. Sólo había buscado la seguridad de esa institución llamada familia, sin poner en juego sus emociones ni sus sentimientos, para no correr el riesgo de ser víctima de ellos y ver su corazón roto en mil pedazos. Y Franco nunca le habría exigido que le entregara su alma y su corazón. ¿Y el hombre que tenía delante? Con él nunca estaría segura. Él sí la exigiría la entrega absoluta de su alma y su corazón. Pero ella, con su predisposición a hacerlo todo al revés, se había enamorado de un hombre que nunca llegaría a amarla, un hombre que se había buscado la excusa perfecta para no amar a nadie.

 

—Bueno —dijo ella, aparentando serenidad—. ¿Te he parecido suficientemente espontánea?


—Me has parecido de una espontaneidad realmente explosiva — respondió él con una mirada penetrante.


Paula creyó percibir que había conseguido inquietarle. Lo que no podía asegurar era si lo había hecho en el sentido adecuado. Su mirada era inescrutable. Se sintió insegura y prefirió relajar el ambiente.

 

—Volvamos al trabajo —dijo ella con firmeza.

 

Lo que quería era volver de nuevo a su escondrijo, al agujero donde ella se sentía segura entre papeles y archivos polvorientos, reminiscencias de mundos pasados que estimulaban su imaginación, que la hacían sumergirse en un mundo ficticio cuando su propia vida le parecía demasiado triste, cuando la insufrible brecha que se abría entre lo que ella deseaba y lo que podía tener se le hacía imposible de superar. Pero no iba a ponerse a llorar. 

Te Quise Siempre: Capítulo 33

Él se había sentado sobre la mesa de su despacho, se había cruzado de brazos y la estaba mirando muy divertido con expresión maliciosa.  Su envergadura hacía parecer aquel sitio aún más pequeño e incluso abarrotado, pese a estar ellos dos solos. Y pensó que su oficina no volvería a ser ya nunca la misma. Algo de su presencia iba a quedarse allí para siempre.


 —¿Se puede saber qué te propones? —le preguntó Paula.

 

—Poner nuestro plan en marcha —respondió él, encogiéndose de hombros con indiferencia.

 

—Se suponía que teníamos que empezar mañana dando una vuelta en bicicleta, y tomando un helado en Maynard.


Sus palabras parecían huecas, propias de una mujer insegura que había proyectado un plan infantil y necesitaba un día entero de preparación para llevarlo a cabo.


 —Vamos, Paula. Anímate. Sé más espontánea.

 

—¡No me gusta ser espontánea!


 «¡Espera! ¡Acuérdate de la nueva Paula!», pensó ella entonces.


 —Nunca es demasiado tarde para aprender —dijo él con mucha cordialidad.

 

—¡Yo no quiero aprender!

 

No era verdad. En su calidad de nueva Paula pensó que podía comenzar a ensayar su espontaneidad arrojándose sobre él y besándole en la boca. Eso borraría la mirada arrogante y vanidosa de su cara.

 

—Eso es algo muy triste —dijo él.

 

—¡Yo no soy triste! ¡Y tampoco quiero parecerte patética!


La necesidad de darle un beso se hizo más acuciante. Tenía que demostrarle algo. Pero podría ser contraproducente. Podría evidenciar que era aún más patética de lo que se imaginaba.

 

—Yo no te veo patética, Paula, sólo un poco… demasiado… tensa…, rígida.

 

¿Tensa? ¿Rígida? Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla. El hombre más maravilloso del mundo la veía tensa y rígida. La nueva Sophie tenía que hacer algo.

 

—Vamos a divertirnos un poco con esto —añadió él.

 

¿Qué podía decir? ¿Que no le gustaba divertirse? Se sintió obligada a demostrarle que ella no estaba tensa ni rígida. Que podía ser una chica divertida y desenvuelta. ¡Claro que podía serlo!  Tomó aliento y respiró profundamente. Se acercó a él acortando la escasa distancia que les separaba, le miró fijamente a los ojos, le echó los brazos al cuello, le atrajo hacia sí y le besó en la boca.  ¡Así! Eso le demostraría que no tenía nada de rígida ni de estricta, que podía ser tan desenvuelta y divertida como la que más. 

Te Quise Siempre: Capítulo 32

Excepto Pedro. Él siempre se había fijado en ella. Pero de una forma un tanto informal, medio en broma, sin tomarla nunca en serio, sin verla verdaderamente como una mujer. ¿Y ella a Pedro Alfonso? Ella también se había fijado siempre en él. Pero a diferencia suya, ella sí que se lo había tomado en serio. Pedro había sido siempre un hombre muy sensual. Y no sólo por ser atractivo. Tampoco por la seguridad que emanaba de él y que irradiaba esa esencia masculina misteriosa que dejaba sin aliento a las mujeres con la misma facilidad con que las abejas dejan sin néctar a las flores. No, él había tenido una manera de mirar a la gente que les hacía creer como si él pudiera enseñarles el secreto para sentirse intensamente vivos. En el instituto había salido con las chicas más descaradas. Paula recordaba eso con cierta amargura. Había visto un continuo desfile de ellas en el asiento trasero de su moto. Chicas sofisticadas y coquetas, que sabían cómo maquillarse y vestirse para volver locos a los chicos. Recordó que había tratado de decirle una vez que él era demasiado inteligente para eso, que debía buscar a una chica con la que pudiera hablar, que estuviera a su altura. Como ella. Recordó que él se había puesto muy digno, se había reído de su consejo y le había dicho: «Para hablar no necesito a otra chica, ya te tengo a tí». Él probablemente aún pensaba que ella seguía siendo la misma chica ingenua y tímida de antes, y la verdad era que ella no estaba haciendo nada para demostrarle lo contrario. Tenía que cambiar. No estaba dispuesta a darle la satisfacción de que pensara que tenía razón. Se apoyó en el mostrador con las dos manos. Comprendió que estaba adoptando modales más propios de una señora mayor. Ya era hora de que apareciese la nueva Paula, una mujer que no se dejaba intimidar por hombres como él.


 —Querido —dijo ella, inclinándose un poco hacia delante—, no sabes lo feliz que me hace el verte, pero tengo que volver a mi trabajo. Tengo muchas cosas que hacer. Créeme, estoy agobiada.


¡De entre tantas expresiones cariñosas como había, tenía que haber elegido ésa! ¡Querido! No tenía remedio. Era una antigua que sólo se le ocurrían expresiones pasadas de moda.  Pero para ella esa palabra estaba cargada de emoción. Podría ser con la que se despidiese de él por la noche y le saludase por la mañana, la que tomara cuerpo en su mente cada vez que él la mirase a los ojos o estuviese lejos de ella…


 —Vete —le dijo ella con firmeza, al ver que él no parecía querer moverse de allí.

 

Un nuevo suspiro ahogado de Carla. Paula se volvió y le dirigió una mirada con ánimo de fulminarla, pero Carla ni se inmutó. Entonces, se inclinó hacia él un poco más.

 

—Te lo recompensaré luego —añadió ella, guiñándole un ojo como si fuera una de aquellas chicas descaradas que acostumbraban a adornar en otro tiempo el asiento trasero de su moto.

 

Él esbozó una sonrisa, que ella no fue capaz de interpretar.

 

—¿Qué te parece si te echo una mano en tu trabajo y luego nos vamos a comer juntos? —le dijo él—. O podemos ir también a algún sitio tranquilo donde puedas recompensarme. Como prefieras.

 

Paula comprendió que no tenía elección. Tomó el ramo de guisantes de olor, subió el mostrador abatible que separaba el hall de recepción de las oficinas y le dejó pasar.

 

—Por ahí —dijo escuetamente, señalándole un pasillo.

 

Pedro entró en su despacho. Ella pasó detrás de él y cerró luego la puerta de golpe y se apoyó en ella tratando de poner en orden sus ideas. No había sitio para ambos en aquel lugar. 

Te Quise Siempre: Capítulo 31

 —Pero si tú no hablas francés —le dijo ella, como recriminándole.

 

—En realidad, sí.

 

—No lo sabía.

 

—Hay muchas cosas de mí que desconoces.

 

Y era verdad. Su vecino había sido siempre precavido. En ningún momento de su pasión por él había habido la más remota posibilidad de que su amor pudiera ser correspondido. Pero ahora, todo parecía diferente.

 

—¿Qué dijiste en francés?


 —Sólo que ví estas flores y me acordé de tí.

 

—¡Oh!


Paula tuvo que contener el impulso de llevar la mano hacia su mejilla para tocar con los dedos el sitio donde él había puesto sus labios.


 —¿Quieres ir a comer conmigo?

 

—¡No! —respondió ella con voz ahogada.


Él arqueó una ceja con gesto burlón, pareciendo gozar de su nerviosismo.


 —Claro que quieres, estás deseando estar conmigo.

 

Por desgracia, era cierto. 


—No es aún la hora.

 

—Eso no sería ningún inconveniente para dos personas que estuvieran enamoradas.


Su mirada cobró un brillo especial, mientras en sus labios se dibujó una sonrisa llena de sensualidad. Esos mismos labios que ella había sentido hacía unos segundos en su mejilla y el día anterior en su boca, y que anhelaba probar de nuevo, con el deseo de una mujer desesperada, dispuesta a todo. Toda su vida había girado en torno a él. Toda ella. Ya era hora de vivir su propia vida.

 

—Aunque fuera la hora, no podría. Estoy demasiado ocupada.


Escuchó un suspiro ahogado de Carla y recordó entonces que tenían un testigo presencial y que eso era realmente de lo que se trataba, de difundir la idea de que tenía un romance.

 

—¿Qué es eso tan importante que te tiene tan ocupada, Dulce Pauli? —preguntó él, tiernamente, al tiempo que deslizaba los dedos por el mostrador hasta tocar su mano y se ponía a tamborilear con ellos sobre sus nudillos.


A Paula se le puso la carne de gallina. Creyó escuchar un nuevo suspiro de Carla que parecía indicar que algo muy sensual y seductor estaba viciando el aire de aquella oficina dedicada al mundo de la historia.


 —Acabamos de recibir una caja con documentos muy interesantes —respondió Sophie casi tartamudeando, retirando la mano del mostrador.


Pedro sonrió ante su gesto, con esa sonrisa del hombre que se siente seguro de sí mismo ante una mujer. Y pensó que quizá Carla tenía razón. Los hombres como él no se sentían atraídos por chicas como ella. Siempre había estado fuera de lugar. La niña inteligente, la enciclopedia ambulante, la apasionada por la historia, la muchacha tímida e insegura que había logrado sin embargo vencer una vez sus complejos durante diez minutos para pronunciar un bonito discurso, pero que por lo demás nunca había llegado a madurar lo suficiente.  La gente no entendía qué problemas podía haber visto Paula en Franco. Ningún hombre se había fijado antes en ella, y no parecía probable que volviera a hacerlo otro. 

miércoles, 24 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 30

 -Tiene un caballero esperándola —le dijo Carla Martin a Paula desde la puerta de su despacho—. Y ha traído flores.

 

Paula sintió un súbito rubor en las mejillas. Teniendo en cuenta las reglas que había establecido, el citado caballero sólo podía ser una persona. No sabía qué era más molesto: el hecho de que Pedro se hubiera saltado a la ligera su programa, o el que Carla se mostrase tan sorprendida de que un hombre con flores se presentarse allí preguntando por ella. No se sentía en disposición de hablar con él. Estaba aún impresionada por la forma en que Pedro había descubierto esa mañana el motivo de su compromiso anterior. Había estado a punto de casarse con Franco Hamilton sólo porque echaba de menos a sus padres. Había perdido a su familia y quería recuperarla de algún modo.  Pero afortunadamente, no había descubierto toda la verdad.

 

—Pensé que se había equivocado de sitio. Es muy atractivo.

 

Se sintió ofendida de nuevo. Respiró hondo, se levantó y se dirigió a la entrada intentando mantener la calma.  El ramo de guisantes de olor, abandonado en el mostrador, ya había inundado toda la oficina con su delicada fragancia. Brand paseaba tranquilamente por el vestíbulo, fingiendo interés por unas viejas fotos de Sugar Maple Grove que adornaban las paredes. Paula sintió de repente el deseo de recrearse en su cuerpo, ahora que él estaba de espaldas y no la veía. Pero tuvo que vencer la tentación. Carla la estaba observando. Pero ¿No se trataba de eso precisamente? ¿De convencer a la gente de que tenían una relación amorosa? Se sintió entonces feliz de poder disfrutar de él a sus anchas, mirando sin recato sus músculos, sus hombros, su espalda. Era una libertad más embriagadora que el champán.


 —Pedro —dijo esforzándose por parecer alegre—. ¡Qué placer tan inesperado! ¿Qué te trae por aquí? —se dió cuenta entonces de que Carla estaba rondando con la oreja puesta, y también de que el saludo que acababa de dirigirle sonaba ridículo, demasiado formal e impropio de una chica que se suponía tenía un romance apasionado—. Cariño —añadió, como una ocurrencia de última hora, pero que sonó como si lo hubiera leído de un guión barato.


Pedro dejó de mirar los cuadros, se dió la vuelta y la examinó detenidamente. A pesar de que le había dicho que no había tenido ninguna novia, ella sospechó ahora que debía de haber habido docenas, cientos de mujeres atraídas por aquel hombre que tenía la excusa perfecta para no comprometerse nunca con ninguna. Él se acercó al mostrador que les separaba apenas medio metro, se inclinó sobre ella y le dió un beso en su mejilla.

 

—Ma chérie —le dijo, con una voz tan líquida y dulce como la miel caliente.


Luego dijo alguna otra cosa más en francés, que ella no entendió, pero que le hizo sentir como si le hubiera derramado esa miel sobre su cuerpo desnudo. 

Te Quise Siempre: Capítulo 29

 —No tienes remedio —murmuró la abuela.

 

Pedro desplegó las hojas de papel que ella le había dado y suspiró. Su abuela tenía razón. Bajo el título en negrita Itinerario del cortejo, Paula había escrito el programa de su romance: "Martes: 7:00 p.m., en bicicleta a Maynard, un helado. Viernes: 7:30 p.m., al cine en el antiguo Tívoli.  Domingo: 3:00 p.m., a nadar a Blue Rock, si el tiempo lo permite".


A un hombre que había volado los fines de semana a Monte Carlo para jugar en el casino, que había asistido a fiestas increíbles en yates de lujo, que había cenado en algunos de los restaurantes más famosos del mundo, aquel plan debería de haberle parecido ridículo. Pero él no se rió. La segunda hoja, cuidadosamente mecanografiada igualmente a doble espacio, tenía por título en negrita Directrices para el cortejo. Empezaba prohibiendo las manifestaciones de afecto públicas y terminaba con la petición de que no la llamase Dulce Pauli.


 —¡Ay! —dijo él, haciendo una bola de papel con aquellas reglas—. Cuánto tienes que aprender.

 

Silbando feliz, pese a ser consciente de que se estaba enfrentando a un peligro desconocido para él, siguió trabajando un rato más con los rosales y luego se dirigió con las tijeras de podar a la cerca trasera que estaba repleta de guisantes de olor.  Aunque las rosas habían sido la flor favorita de su madre, él siempre había pensado que el guisante de olor era la flor más hermosa que había en el jardín. Con sus delicados y variados tonos pastel, y su exquisita fragancia, aquellas flores eran como un pequeño pedazo de cielo. Una flor siempre menospreciada por los jardineros que acostumbran a rendir sus cuidados a las rosas, los rododendros y las dalias. Era como Paula Chaves. Una flor menospreciada. Cortó un buen manojo de guisantes de olor, entró luego en la casa y se dirigió a la cocina donde colocó las flores en el fregadero lleno de agua.

 

—¿Qué estás haciendo con mis flores? —le preguntó su padre de mal humor, levantando la vista del periódico.

 

El doctor Alfonso al parecer no se había dado cuenta que no había nada para desayunar en casa. 


—Voy a correr un rumor —contestó Pedro sonriendo—. Y luego iré a comprar algo de comida. ¿Quieres venir?


 —¿A correr el rumor? —replicó su padre, ahora con más entusiasmo.

 

—No, a comprar comida. ¿No has visto que está el frigorífico vacío?

 

—¿Por qué? ¿Estás escribiendo un informe para tu hermana dando cuenta de todo lo que hago?

 

—Ella está preocupada por tí, papá. No tienes que verla como un enemigo. Lo del fuego la dejó muy intranquila.

 

—¿Intranquila, ella? ¿Y cómo crees que me siento yo? No me gusta cocinar aquí. Ni comer aquí. Hace que eche de menos a tu madre y me acuerde más de ella.


 —Yo también la echo mucho de menos, papá. Cada vez que entro en esta cocina, me acuerdo de la limonada de fresa y de las galletas y el chocolate tan delicioso que me preparaba.


Por un instante, el doctor Alfonso pareció conmovido por aquellos gratos recuerdos. Pero al pronto se enfrascó de nuevo en la lectura de su periódico como si nada hubiera pasado.

 

Pedro se dirigió a la ducha. Poco después se encaminó hacia el cobertizo donde se guardaba la bicicleta de su madre con una cesta llena con los guisantes de olor. Luego pedaleó por Main Street, disfrutando con la idea de ser un muchacho más de aquella pequeña ciudad.  Le asombró darse cuenta de la facilidad con que podía pasar de ser el esforzado soldado de corazón de hielo al tierno joven que se disponía a cortejar a su chica. Estacionó la bicicleta frente al viejo edificio de ladrillo rojo de dos plantas que albergaba el Instituto de Historia, recogió de la cesta el manojo de guisantes de olor, y subió las escaleras de dos en dos hasta presentarse en la recepción de la institución donde estaba sentada una señora con aspecto muy serio.

 

—Estoy buscando a mi Dulce Pauli —dijo él—. La señorita Paula.

 

Eso demostraría a Paula Chaves que no le gustaba que otras personas pretendieran gobernar su vida. Estaba de permiso, libre de deberes militares, y no estaba dispuesto a acatar órdenes de nadie y menos de una chiquilla.  A menos que esa chiquilla fuera una bibliotecaria encantadora sin gafas, paseando pensativa de su brazo y mirándole con ternura a los ojos. 

Te Quise Siempre: Capítulo 28

Se quedó atónito al descubrir que abrigaba una fantasía por aquella bibliotecaria. Se vió en sueños quitándole las gafas, dejándole el pelo suelto, y desabrochándole el botón superior de la blusa que llevaba cerrada recatadamente hasta el cuello. Ella alimentó sin querer aún más su fantasía cuando le miró con la cara asustada de una chica que nunca antes hubiera visto a un hombre medio desnudo.


 —Está sangrando —exclamó su abuela en alemán, a través de la cerca.


 —Se te ve, muy… bronceado —dijo Paula, algo incómoda.


 —Vivía a bordo de un yate en España.


 —¿Ése era tu trabajo clandestino?

 

—Sí.


Había tantas cosas que podría preguntarle: ¿Cómo era España? ¿Por qué en un yate? ¿Cómo fue su vida allí? ¿Se hacía pasar por rico y famoso? ¿Qué hacía todos los días? ¿A quién tenía que detener?


 —¿Tuviste miedo? —le preguntó con la mirada fija en su rostro.

 

—Sí, supongo que lo tuve —admitió él, preguntándose si alguna vez había hecho esa confesión a alguien y sintiéndose de repente como si se le hubiese caído una pieza vital de su armadura.

 

—Debió de ser una misión muy complicada, ¿No? 


Él sonrió, exhibió una vez más sus músculos y contempló con satisfacción cómo ella sacaba ligeramente la punta de la lengua y se la pasaba por la comisura de la boca con gesto nervioso.


 —No. Sólo fue un trabajo más —respondió él, con indiferencia—. Pero, dime, ¿Qué pasó con tu compromiso? —preguntó tratando de que la conversación no girase sólo sobre él, y confiando en que lo que le dijera no le obligase a ir en busca de su ex para tener con él unas palabras—. Ya que voy a ser tu nuevo pretendiente, debería saber por qué el anterior fue tan estúpido como para abandonarte.

 

—Él no me abandonó —protestó ella—. Le dije que necesitaba un poco de tiempo para pensarlo. Y mientras lo estaba pensando, le pescó otra mujer. Mi sustituta.

 

—¿Qué tenías que pensar?


Paula fijó la mirada en los poderosos bíceps desnudos de Pedro y se volvió a humedecer los labios con la lengua.

 

—No sabría decirte exactamente. Sentía como si me faltase algo. Echaba algo de menos.

 

—Fuiste lo bastante inteligente como para romper con él definitivamente.

 

—¿De verdad lo crees?

 

—Por supuesto —replicó él—. Sabes, Paula, tus padres eran muy buenas personas. Se querían mucho. Tal vez lo que te pasó fue que sentiste la necesidad de recuperar lo que habías perdido.


Ella se sintió desconcertada. ¿De dónde habría sacado él aquellas deducciones?


 —Bueno —dijo ella, desviando la mirada de él—. Iba de camino a mi trabajo, pero pensé que te interesaría saber que ya he formalizado nuestro plan —dirigió la mirada a los papeles que llevaba en la mano, disimulando así su nerviosismo—. Tenía intención de dejártelo en el buzón al pasar, pero ya que estás aquí…


Con gesto tembloroso, le entregó un par de hojas dobladas y se marchó.


 —No le dijiste que estaba sangrando —le reprendió su abuela, en alemán.

 

—Su vida no corría peligro —dijo Paula—. Perdóname abuela, pero llego tarde al trabajo. 

Te Quise Siempre: Capítulo 27

Su trabajo había culminado con veintitrés detenciones en cuatro países diferentes. Mala gente, sí, pero también personas que él había llegado a conocer en el día a día: hijos, esposos, padres. Su padre sabía probablemente la verdad mejor que nadie: Pedro Alfonso tenía un corazón tan negro como el cielo en las noches de verano en Sugar Maple Grove.


A la mañana siguiente, muy temprano, Pedro estaba trabajando en el jardín de su padre, tratando de solventar el abandono en que se hallaban los rosales de su madre. Nadie tenía por qué saber que ésa era su forma de honrarla: restituirle algo que ella había amado y que ahora parecía mustio y olvidado. Quizá, con un poco de suerte y bastante trabajo el jardín podría estar listo para el certamen de la temporada siguiente. Se acababa de hacer una pequeña herida con la espina de un rosal cuando oyó un ligero ruido a su espalda. Se giró y vio un sombrero rojo a través del seto. Sonrió para sí. Le estaban observando.

 

—Deberías venir a verlo —dijo Sara en alemán—. Se ha quitado la camisa.


Pedro, en efecto, se había quitado la camisa, a pesar de que la mañana estaba algo fría, porque se le enganchaban en ella las espinas de los rosales y se la hacían jirones.


 —¡Abuela!


Escuchó la voz de Paula reconviniendo a su abuela, pero vió con el rabillo del ojo cómo no pudo aguantar la curiosidad y se acercó también al seto junto a ella. Pedro tensó la musculatura del pecho para impresionarlas, conteniendo la sonrisa ante los suspiros de admiración de Sara y aparentando no haberse dado cuenta de que estaban allí.

 

—Está sangrando —murmuró Sara, aún en alemán—. Deberías llevarle una tirita.


 —Déjalo ya, abuela —dijo Paula.


 —Ve allí, pánfila —susurró su abuela.

 

—No.

 

—¡Bah! No tienes ni idea de cómo llevar un romance.

 

—Sí lo sé. Estuve casi casada.

 

—¡Bah! Sentirte halagada porque alguien se haya fijado en ti no es lo mismo que tener un romance.


Recogió su camisa, se limpió el sudor con ella, se acercó al seto y miró a través de él como si se sorprendiese de verlas allí en ese instante. 


—Buenos días, señoritas, una bonita mañana, ¿Verdad?


 —Hola, Pedro —dijo Paula, apareciendo por el pequeño hueco del seto por el que se había escapado la otra noche.

 

Iba vestida como para ir a trabajar a una biblioteca. Aunque, el Instituto de Historia, pensó él, con sus voluminosos tomos llenos de polvo, ofrecería un aspecto parecido. Tenía su maravilloso pelo castaño rojizo recogido y llevaba puesta una camisa blanca de raya diplomática, una falda recta de color azul marino y unos zapatos planos. Con las gafas puestas, conservaba aún reminiscencias de aquella chica del certamen nacional de redacción que había sido una vez. Sólo que tenía ahora un toque especial. 

Te Quise Siempre: Capítulo 26

  —Tienes que comprender lo involucrado que estaba en aquella misión secreta. Me enteré de la noticia de la muerte de mi madre mientras mantenía una arriesgada entrevista con el agente que era mi contacto con la organización. En ese tipo de misiones, cuanta menos relación tengas con el mundo exterior, tanto mejor. La operación estaba en un momento muy delicado y de alto riesgo, todo el mundo era sospechoso, todos parecían espiarte. Un paso en falso, un palabra de más podía suponer la muerte de muchas personas y echar a perder el trabajo de cuatro años. Lo que le dije a mi padre era cierto. Soy básicamente un soldado y debo acatar las órdenes. Incluso una simple llamada podría haber puesto en peligro a todo el grupo operativo y a mucha gente inocente.


 —¿Le contaste alguna vez todo esto a tu padre?

 

—Él nunca ha querido escucharme.

 

Pedro estaba sorprendido de todas las cosas que le estaba revelando a Paula. No acostumbraba a hablar nunca de su trabajo. Lo llevaba siempre muy en secreto.


 —¿Estás en peligro ahora? —le preguntó ella.

 

Pero ya había dicho más que suficiente, no quería asustarla. Dejó de lado la cuestión.


 —Se protegerá mi identidad, incluso durante los procesos judiciales que tendrán lugar. Tendré que mantenerme al margen de todo durante bastante tiempo. No sólo yo, toda mi familia podría verse también en peligro. Prefiero que mi padre se enfade conmigo a poner en riesgo su vida.

 

Ni sus padres ni ella habían sabido todo eso. Si él les hubiera contado todos esos detalles, quizá habrían comprendido mejor su forma de actuar.  Pero ¿Y Paula? Él nunca se habría atrevido a hacer que alguien tan dulce y sensible como ella tuviera que compartir una vida como la que él llevaba. Incluso ese breve paréntesis en sus vidas, esa pequeña farsa divertida que estaban a punto de comenzar, ¿No podría acaso suponer también un riesgo para ella? Pero ¿Y si ella resultaba ser la persona adecuada para ver a través de las máscaras que él con el tiempo se había acostumbrado a llevar? ¿Qué pasaría si ella pudiera ver dentro de él? No había por qué preocuparse, se dijo a sí mismo, tratando de infundirse confianza. El trabajo ya estaba hecho. Cuatro años haciendo amistades. Ganándose su confianza. Trabajando codo a codo con la gente, participando en sus fiestas, asistiendo a los bautizos de sus hijos y a los matrimonios de sus hijas. 

lunes, 22 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 25

Pedro la miraba mientras hablaba, consciente de que estaba tratando de relajar la tensión entre su padre y él. Ella había sido así desde niña, queriendo siempre que todo pareciese como los cuadros de Norman Rockwell. Pero ahora Paula ya no era una niña. No, si aquellos labios le habían dicho la verdad sobre ella. Y él estaba seguro de que sí.  El instinto le avisó entonces de un peligro en ciernes. ¿Por qué había llegado a ese acuerdo con ella? En parte porque no podía resistirse a acudir en su protección. Parecía como si hubiera nacido con esa misión: protegerla.  Su padre, le dirigió una última mirada llena de hostilidad, y apartó la silla hacia atrás.


 —Voy a llegar tarde a la iglesia.

 

—¿Ya es la hora? —exclamó Sara en inglés y añadió luego en alemán—: Paula, los dejamos solos. Hagan algo romántico, por el amor de Dios.


Su padre y Sara se marcharon, dejando tras de sí un silencio tan profundo que podría oírse el canto de los pájaros y el zumbido de las abejas. Pedro esperó a ver si Paula hacía algo romántico, pero no hizo nada por el estilo.


 —¿No tienes una novia que pueda molestarse? —le preguntó ella, tratando de romper el hielo.

 

—No tengo novia —respondió él—. He vivido en la clandestinidad durante cuatro años. ¿Te imaginas lo que sería eso para una mujer?

 

—Una mujer como es debido lo aceptaría. No se trata sólo de lo que haces, sino de quién eres.

 

—A veces hay que fingir tener una esposa o una novia. Otro agente femenino tiene que desempeñar ese papel. ¿Cómo crees que podría sentarle eso a la mujer que se ha quedado en casa esperándote?


 —Mal —dijo ella.

 

—Exactamente.

 

—Creo adivinar que eso echa por tierra la idea de tener una novia.

 

—Sí.

 

—Si hacemos esto bien —dijo ella—, tal vez tu padre no se muestre tan hostil contigo. La verdad es que no consigo entender por qué no se siente orgulloso de tí. 


A Pedro no le gustaba que ella se pusiese a hablar con esa familiaridad de sus sentimientos.


 —Sólo había una manera de hacer que mi padre se sintiera orgulloso de mí —dijo él—, pero yo no la tuve en cuenta. No fui a la Facultad de Medicina para hacerme médico como él y poder asumir un día su cargo de médico de cabecera de Sugar Maple Grove. 


—Todavía recuerdo el golpe que supuso para tus padres el que abandonaras la universidad y te alistaras en el ejército.

 

—Ha habido ocho generaciones de Alfonso. Todos médicos, profesores o escritores. Pero yo no encajaba en ese molde.

 

—¿Y cómo se te ocurrió lo de los marines?

 

—Un ojeador de la universidad me vió escalando una pared y me preguntó si había pensado alguna vez ganarme la vida haciendo cosas así. La proposición me pareció muy emocionante.


 —¿Y lo ha sido?

 

—Ha sido más o menos como le dije a tu abuela. El noventa y nueve por ciento del tiempo un aburrimiento y el otro uno por ciento un infierno.

 

—Y tú vives para ese uno por ciento —dijo ella sonriendo—. Adicto a la adrenalina. 


—Ya sabes, ésa es la parte que mis padres nunca comprendieron. El ejército es un buen lugar para un adicto a la adrenalina. Siempre me he sentido atraído por la aventura. Siempre me han gustado las emociones fuertes. Si me hubiera dejado llevar por mis impulsos me habría creado muchos problemas. Necesitaba equilibrar mi pasión por la altura y la velocidad con la disciplina y el desarrollo de mis habilidades. Pero mi padre no me puede perdonar que haya elegido esta profesión. Eso llegó a distanciarnos mucho, antes incluso de lo del funeral de mi madre.

 

—¿No tuviste de verdad ninguna posibilidad de asistir, Pedro? ¿Ninguna?

 

Él negó con la cabeza.


Te Quise Siempre: Capítulo 24

 —¿Recuerdas aquella vez que me dijiste que ibas a la biblioteca y yo te dí mis libros para que los devolvieras y tú no lo hiciste?

 

—Yo no iba a ir realmente a la biblioteca.

 

—Es igual. Y me costó seis dólares de multa.


 —¿Ha sido tu único problema con la ley?


Ella prefirió pasar por alto su ironía e incidir en otra anécdota del pasado.


 —¿Y qué me dices de aquella vez que te presentaste en la puerta de mi casa con un gatito cuando estaba a punto de salir para asistir a un certamen de música?

 

—Llegaste a encariñarte mucho con aquel gatito —dijo él con una sonrisa.


 —Ésa no es la cuestión. La cuestión es que llegué tarde al casting, y no conseguí el instrumento que yo quería. Por tu culpa, tuve que estar tocando la tuba una semana entera.


 —Los certámenes de música de bandas son para bichos raros.

 

—Exactamente lo que soy yo —dijo ella—. ¡Qué desagradable eres! Empiezo a pensar que aceptar este acuerdo ha podido ser muy precipitado por mi parte. No creo que esté tan desesperada como para tomarte por pretendiente, aunque sólo sea temporalmente.


 —¡Vaya, qué lástima! —exclamó él—. Justo ahora que estaba empezando a creer que podría resultar divertido. Sería algo así como meterme en un avispero como Dios me trajo al mundo.


Él había utilizado deliberadamente esa expresión para ver si podía hacer que se sonrojara de nuevo. ¡Y lo consiguió!

 

—¿Te estás volviendo atrás? —le preguntó ella.

 

—No, eres tú la que lo está haciendo.

 

—¡No! ¡Te equivocas! ¡Yo, no!

 

—¡Vaya! —murmuró el doctor Alfonso—. Yo que estaba interesado en ver si el prestigioso agente secreto, Pedro Alfonso, sería capaz de hacer algo noble por ayudar a un vecina a recobrar su dignidad. Créeme, Paula, no está en la naturaleza de mi hijo hacer cosas decentes.

 

Paula se sintió sorprendida por el tono amargo del médico, y vió cómo Pedro encajaba sus palabras como un mazazo.  Ella había cruzado con Pedro algunas palabras, medio en serio, medio en broma, que podían haber parecido algo hirientes pero que habían sido dichas sin ninguna mala intención. La tensión existente entre su padre y él era evidente. Pero de nuevo, el Pedro joven que habría respondido instantáneamente a la provocación no hizo acto de presencia. En su lugar apareció el Pedro disciplinado y paciente.

 

—Yo sólo soy un soldado. Y hago lo que se me dice, cuando se me dice. Estuve en una misión clandestina y se me dijo que no podría salir durante un tiempo.

 

—Puedes decir lo que quieras —dijo su padre.


 —Si pudiera haber estado aquí, habría estado.


 —Puedes decir lo que quieras —repitió su padre otra vez.

 

—Y si Paula está de acuerdo, haremos lo que hemos acordado.


Ella sintió un hormigueo en su corazón. No era una buena idea. Representar aquella charada era una idea estúpida e insensata que encajaba perfectamente en la categoría de las bobadas y tonterías que ella hacía siempre que estaba con él.  Pero ¿Podía ella negarle a Pedro la oportunidad ideal para redimirse a los ojos de su padre mientras estuviera allí? Podría incluso ser algo provechoso para ambos. Se sintió obligada a mediar entre ellos.

 

—Lo haré —anunció ella con decisión.


 —¡Bravo! —exclamó su abuela.

 

—¡Oh, querida! —dijo el padre de él.

 

—¡Genial! —exclamó Pedro.


 —Hablemos de nuestra relación —propuso Paula con entusiasmo— . Tengo ya medio pensado un plan de actividades para dejarnos ver por la ciudad: Un helado en Maynard, tal vez una vuelta o dos en bici, una comparecencia en Blue Rock y luego… Tatachán, tú y yo en la fiesta de compromiso de Franco. 

Te Quise Siempre: Capítulo 23

 —Tal vez un mes. Tengo muchos permisos acumulados.

 

—¡Un mes! —exclamó su padre de repente, dirigiendo a Sara una mirada de complicidad que Paula interpretó como un impedimento que podría cortar el vuelo de sus aventuras románticas.

 

Pedro miró a su padre con el ceño fruncido y luego a Sara. Ésta pareció encantada con la intención de él de quedarse un mes en Sugar Maple Grove. Era fácil leer en su cara que ya estaba planeando la boda entre Pedro y Paula. Y una pequeña casa encantadora llena de adorables bebés. Paula esperaba que Sara no lo dijera, ni siquiera en alemán. De su abuela podía esperarse cualquier cosa. Lo de los besos de Pedro había sido sólo una pequeña muestra. 


—¿Qué vas a hacer aquí durante un mes? —le preguntó el doctor Alfonso a su hijo—. Te aburrirás al tercer día. ¡Qué digo al tercer día! A las tres horas.


En otro tiempo, Pedro se habría enzarzado con su padre para ver cuál de los dos llevaba razón. Pero ahora ya no era tan exaltado e impulsivo.

 

—Me llevará probablemente un mes arreglar todas las cosas que tienes en casa estropeadas —dijo Pedro sin dar importancia a las palabras de su padre.


Ella miró a los dos hombres y vió que no era sólo la casa lo que necesitaba un arreglo. Paula empezaba a sentir dolor de cabeza. Aquellos dos Alfonso iban probablemente a necesitar su ayuda para poder caminar por el campo de minas que habían sembrado entre ellos. ¡Genial! Iba a tener que hacer eso, y a la vez no dejar que Pedro supiese que aquel beso había trastocado todo su mundo, que él, sentado a su lado en una plácida mañana de domingo, la había hecho volver a la vida. Eso era exactamente lo que ella necesitaba. Demostrarse a sí misma que ya no tenía quince años, que había crecido y se había vuelto inmune a sus encantos.

 

—Bueno, Pedro —dijo ella—, ya que vas a quedarte aquí un tiempo, podrías ayudarme. Es verdad, toda la ciudad piensa que me estoy muriendo de pena porque mi ex novio, Franco, está a punto de sellar su compromiso oficial con otra mujer.


 —¿Y es eso verdad? —preguntó él suavemente.

 

—¡Por supuesto que no! —replicó ella con firmeza—. Por eso voy a aceptar tu proposición. Sí, puedes hacerte pasar por mi pretendiente.


Fue como dejarse caer desde lo alto de un precipicio. ¡Y nadie odiaba las alturas más que ella!


 —¿Pretendiente? —exclamó él, echándose a reír—. ¿Quién usa aún esa palabra en estos tiempos que corren? Creo que pasas demasiado tiempo en ese Instituto de Historia.


 —Sigues siendo tan desagradable como siempre —replicó ella, exasperada.


 —Nunca me dijiste que te pareciera desagradable —dijo él, muy seguro de sí mismo, y con la confianza del hombre que sabe que no resulta desagradable a las mujeres. 

Te Quise Siempre: Capítulo 22

A Paula se le quedó grabada en su mente aquella frase. «A menos que tú quieras». Quería que aquello volviese a repetirse.  Sus labios sentían aún el cosquilleo del beso. Se sentía como una princesa que hubiera estado durmiendo mucho tiempo y el contacto de aquellos labios le hubiera devuelto plenamente a la vida. Una parte de ella había esperado, deseado ardientemente lo que acababa de suceder desde que era una escuálida adolescente con el pecho liso, gafas y un aparato de ortodoncia. Sus labios habían probado el sabor de la pasión y las promesas, y de mundos en los que nunca había estado, que ni siquiera sabía que existieran. Lugares que, ahora que sabía de su existencia, anhelaba desesperadamente visitar. Recordó avergonzada su representación ritual de la noche anterior para liberarse de todas sus ideas románticas e insensatas. Pero no quería que Pedro Alfonso pensase que seguía siendo la ilusa quinceañera que una vez había sido. No quería que pensara que por un roce de labios ocasional estaba ya predispuesta a hacer las maletas para viajar a cualquier territorio desconocido. ¡No! Estaba recuperando el control de sus actos. Si él pensaba que ella era débil y patética y seguía necesitando su fortaleza y arrogancia de costumbre para defenderla de los demás, estaba muy equivocado. Pero Pedro estaba mirando a su abuela, y no parecía pensar en eso.

 

—Es una mala cosa perder la reputación en una ciudad pequeña como ésta —dijo él.


 —Sí —replicó la abuela, encantada de que hubiera entendido tan bien sus palabras.


 —Si Paula tuviera un romance sonado, toda la ciudad se olvidaría de su relación con él —dijo Pedro.


 —¡Sí! —exclamó de nuevo Sara, entusiasmada por su astucia. 


—Está bien, me prestaré a ello —dijo Pedro, con indiferencia, como si hubiera accedido a hacer su buena acción del día.

 

—¿Prestarte a qué? —preguntó Paula.

 

—A cortejarte.

 

—No, no harás tal cosa.


 —Eso convencerá a Franco y a toda la ciudad de que has superado tu ruptura con él —dijo Pedro con una exasperante confianza, como si ya lo tuviera decidido.


 —Sería una farsa —dijo Paula.

 

—Podría ser divertido —alegó Pedro.


 —Lo dudo.


 —¿De qué tienes miedo? —dijo él, con gesto desafiante.

 

Ella comprendió que la única manera que tenía de demostrarle que no le asustaba lo que acababa de suceder entre ellos era aceptar el juego.  Por otra parte, era realmente horrible llevar la etiqueta de patética en una ciudad pequeña.

 

—Bien, Pedro —dijo ella muy serena—, tal vez podríamos mantener un falso romance, con ciertas limitaciones, desde luego.

 

—Déjame adivinar —dijo él, con ironía—. ¿Te encargarás tú de establecer esas limitaciones?

 

—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí, Pedro? —le preguntó ella, muy formal. 

Te Quise Siempre: Capítulo 21

Y el beso logró su objetivo. Paula le miró sorprendida con los ojos como platos como si Franco se hubiese evaporado en su presencia. Se pasó la lengua por los labios, al tiempo que se le nublaban los ojos con un sentimiento de añoranza y deseo.  No. No importaba lo que pudiera haberla convencido. Estaba claro: Ella no amaba a Franco Hamilton, ni nunca le había amado.


 —Bueno, Paula —la voz de Franco había perdido por completo su arrogancia—. Serás bienvenida si asistes a la fiesta. Puedes llevarte a tu nuevo amigo si lo deseas.


 —Haremos lo posible por ir —dijo Pedro con mucha naturalidad.

 

Franco se subió al coche, arrancó y salió haciendo rugir el motor como si tratase de probar así que su nivel de testosterona era muy superior al del hombre que se había quedado en el porche.

 

—¿Eran para derretirse? —preguntó Sara, en una mezcla de alemán e inglés.

 

—¿El qué? —dijo Paula, desconcertada.

 

—¡Sus labios!

 

—No… sí —respondió cerrando los ojos sin saber muy bien qué decir—. ¡Abuela! ¡Vale ya!

 

Luego se volvió hacia Pedro, ya más segura de sí misma.

 

—¿Por qué hiciste eso?


Él trató de no sonreír. Paula era para él transparente. Todo estaba escrito en ella. Todo giraba en torno a un sí o a un no, a parar o a seguir, a pegarle o a darle las gracias. Como también llevaba escrito que aquel beso le había calado en lo más profundo de su alma. Pero lo que él no sospechaba era que también a él le había producido una sensación similar.

 

—Tu ex se estaba regodeando por la desazón que te había producido su llegada —contestó él—. Eso me fastidió mucho.


 —¿Cómo supiste que era mi ex? —preguntó ella, aterrada.

 

—Tengo el don de leer en la gente. Me alegra que sea ya tu ex, pero la verdad es que me trae sin cuidado.


Su abuela se rió por lo bajo en señal de aprobación mientras Sophie le dirigía una mirada severa.

 

—Sólo le viste unos treinta segundos.

 

—Como te he dicho —dijo Pedro, haciendo un gesto simpático—. Tengo el don de leer en la gente.

 

—Además de besar muy bien —insistió Sara en alemán.

 

—Basta ya, abuela —dijo Paula en inglés.

 

—¿Basta de qué? —preguntó Pedro inocentemente.

 

—Deja ya de salir en mi defensa, Pedro. Ya no tengo quince años. Y no necesito tu ayuda para resolver mis aventuras personales.

 

—Fue sólo un impulso —dijo él—. No volverá a pasar. A menos que tú quieras —añadió sin poder evitar una sonrisa irónica.

 

—Yo sí quiero —dijo Sara, en inglés, con una mirada de malicia, tocándole a Pedro la mano—. La ciudad entera está hablando de Paula y de él. Me gustaría más que hablaran de ella y de tí. 

viernes, 19 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 20

La expresión que vió en su cara pareció confirmárselo. No sólo había estado a punto de casarse con él, sino que parecía lamentar no haberlo hecho. La ceremonia del fuego que él había interrumpido la otra noche comenzaba a cobrar sentido.  Eso era lo que pasaba cuando uno dejaba que una encantadora chica inocente se las arreglase sola en aquel mundo: antes o después aparecería algún gusano dispuesto a aprovecharse de ella.

 

—Mmm… —dijo Paula, tratando de eludir la invitación—. No he mirado aún el calendario. ¿Qué día era?


Pedro sufrió viendo su indecisión y sus temores. El pequeño gusano parecía en cambio disfrutar de la situación. Miró a Paula y le vino a la memoria una escena del pasado en que él la había encontrado en ese mismo porche, sola, escuchando la música que venía del instituto.

 

—¿Qué te ocurre? —le había dicho.

 

—Nada.

 

—Vamos, Dulce Pauli, no puedes mentirme. ¿Cómo no estás en el baile del instituto?

 

—Es el baile de fin de curso —respondió ella con un mohín en los labios pero con la barbilla en alto—. No me invitó a ir nadie.

 

¿Qué podía saber de lágrimas un chico de diecinueve años? Un chico como es debido, habría deshecho todos sus planes, se habría cambiado de ropa y la habría llevado a la fiesta. Pero él no lo había hecho, se había limitado a darle un pellizco cariñoso en la barbilla, a decirle lo estúpidas que eran aquellas fiestas y se había ido a hacer su vida. Le vino a la memoria entonces aquellas cartas tan tiernas que ella le había enviado cuando estaba sirviendo en el ejército en el extranjero. Ella, la única chica de su club de fans. Los sobres siempre decorados con pegatinas y tinta de diversos colores y aquellas frases tan espontáneas y divertidas que tantas veces había leído. Pero no había respondido a ninguna. Ni una sola vez. Ella seguramente habría estado esperando impaciente sus cartas en el buzón de su casa. Sintió que le debía algo. Una pizca de decencia y de compasión en un mundo cruel. Su vida en clandestinidad le había enseñado a valorar las situaciones, y Paula sin duda se enfrentaba ahora a una situación difícil para ella.


 —Creo que Paula va a tener que decirle que no —dijo Pedro muy sereno—. Voy a estar muy poco tiempo en la ciudad y queremos estar juntos el mayor tiempo posible, ¿Verdad, cariño? 


Se volvió hacia ella para mirarla. Pero ella no sabía fingir. Si aquel tipo se hubiera fijado en el temblor de sus labios, habría descubierto la verdad de aquella farsa. Pero Pedro no quería que él supiera la verdad: que ella aún amaba a Franco Hamilton. O creía que lo amaba. Había una forma de que los dos descubrieran la verdad. Acercó sus labios a los suyos y deslizó suavemente la lengua por su carnoso labio inferior. Por el placer que sintió con aquel beso, pensó que aquello debía de ser un pecado. Aunque, de cualquier modo, estaba seguro de que ya tenía reservado un lugar en el infierno. 

Te Quise Siempre: Capítulo 19

Había dejado marchar al amedrentado gamberro, se había acercado a Paula y se había ido con ella, llevándole los libros.


 —Lleva siempre la cabeza bien alta —le había dicho—. No permitas nunca que un canalla como ése te domine.

 

Ahora, sentado junto a ella, mientras recordaba aquel consejo, la vió con los músculos de las piernas tensos bajo la mesa como si estuviera dispuesta a echar la silla atrás, dar un salto y echar a correr. No podía permitirlo. Como le había dicho en aquella ocasión, tenía que llevar la cabeza siempre bien alta. Le puso la mano en el brazo, con la palma de la mano estirada, dejando suavemente los dedos sobre su piel, tratando de transmitirle un poco de seguridad. Sintió los ojos de ella en su cara, pero él no la miró, tenía puesta toda su atención en el hombre que la había atemorizado, como si aún siguiera siendo aquella niña tímida que bajaba con sus libros por Main Street camino de casa. Estaba alerta, dispuesto a protegerla con su propia vida si fuera necesario. Lo que no estaba dispuesto era a dejar que saliese huyendo, no podía permitir que quien quiera que fuese ese hombre tuviera tal poder sobre ella.  ¿Por qué lo hacía?  El extraño subió las escaleras, con sus sandalias de diseño sin calcetines, y les miró a todos con una radiante sonrisa.


 —Doctor Alfonso… Señora Chaves.


No pareció importarle el que nadie se mostrase feliz de verle. Frunció el ceño al ver a Pedro y le tendió la mano.  Pedro se levantó a medias de la silla y le estrechó la mano con un poco más de fuerza de la que aconsejaba la buena educación.

 

—Pedro Alfonso—dijo presentándose a sí mismo.

 

—¡Nuestro veterano de guerra! ¡Cuánto honor! ¡El héroe vuelve a casa! Permítame presentarme, soy Franco Hamilton —dijo con un tono de superioridad.


¡Vaya, los Hamilton! Los señoritos de la ciudad. Una familia rica, con solera. Eso explicaba su desdén hacia un servidor público.

 

—Creo que fuiste al colegio con mi hermano Diego.


 «Sí, lo recuerdo, creo que debí haberle dado más de un repaso detrás de la escuela por tener exactamente la misma mirada de estúpido que tú», pensó Pedro. Pero, durante su adiestramiento en el ejército, había aprendido a controlar sus impulsos. Era algo de lo que se sentía orgulloso, aunque sabía que su padre a eso no le daba ningún valor. Así que se encogió de hombros, tratando de no exteriorizar lo más mínimo el desprecio que sentía hacia aquel hombre.

 

—Paula, mamá me dijo que se pasó ayer por aquí. Sólo quería reiterarte su invitación para que asistieras a mi fiesta de compromiso con Mari. A todos nos gustaría que fueras. Creo que te caerá muy bien Mariana. Estoy convencido de que acabaréis siendo buenas amigas.

 

Sara Chaves susurró algo en alemán parecido a «Vete al cuerno, gusano». Pedro lo entendió todo. Relacionó la imagen de Paula vestida de novia la noche anterior, quemando en la hoguera sus cosas de la boda, con la tensión que le había producido la llegada inesperada de aquel tipo.  ¿Habría estado Paula a punto de casarse con ese tipo? 

Te Quise Siempre: Capítulo 18

Pero cuando ella probó un bocado del nuevo cruasán sin mermelada, y se le quedó pegada una miga en la comisura de los labios, él se preguntó quién estaba poniendo nervioso a quién.


 —Trabajo para el Instituto de Historia —respondió al fin Paula sin mayor interés—. Supongo que para tí será un trabajo muy aburrido.

 

—En absoluto —dijo el doctor Alfonso, saliendo en su defensa—. Paula es el único miembro remunerado del Instituto. Es el alma de la organización. ¡Un genio! Va a escribir un libro.

 

—Bueno, no exactamente —dijo ella ruborizándose una vez más—. Sólo estoy recopilando el material para un libro. Una colección de recuerdos de Sugar Maple Grove durante la Segunda Guerra Mundial. Más que escribirlo, yo diría que haré una selección y un montaje posterior.

 

Tiempo atrás, a Pedro le habría parecido, en efecto, aburrido. Pero tras cuatro años de haber estado rodeado de mujeres estúpidas, encontraba fascinante la profesión de Paula. Su padre comenzó a hablar del libro con gran interés y desparpajo. Oyéndolo, Pedro estaba cada vez más convencido de que su hermana estaba equivocada con él. Pero la saludable atmósfera cambió repentinamente. Un brillante deportivo rojo pasó lentamente por delante de la casa, y tras echar una mirada familiar de reconocimiento al porche se detuvo. Paula había empezado a relajarse con los encendidos relatos del doctor Alfonso acerca de la contribución de Sugar Maple Grove en la guerra, pero ahora Pedro se dió cuenta de su nerviosismo. Estaba temblando como un cervatillo asustado.


 —El caradura —exclamó su abuela, para añadir luego en alemán—: Me gustaría embadurnarle de miel y dejarle luego desnudo en la boca de un hormiguero.

 

Las cuatro personas del porche miraron entonces al hombre que salía en ese momento del coche. Pedro, con sus grandes dotes de observación, ya se había fijado en su aspecto. Derrochaba símbolos de riqueza: el coche, el suéter de diseño, los pantalones tan recién planchados, el destello de un anillo de oro macizo en el dedo meñique. Pedro advirtió el cambio de humor que la llegada de aquel hombre había producido en la mesa y se fijó en la cara de Paula. Estaba pálida y tensa y se había encogido en la silla como si pretendiera hacerse más pequeña o tratara de desaparecer incluso a la vista de los demás. Le vino entonces a la memoria un hecho que se había producido muchos años atrás. Estaba él jugando al baloncesto con unos amigos en el parque de la ribera del río que había al final de Main Street. Paula volvía del colegio camino de casa. Era cuando tenía trece años y acababa de participar tan brillantemente en aquel concurso nacional.

 

—¿Qué tal, boca metálica? —le increpó de modo insultante uno de los chicos acercándose a ella—. ¿Cuáles son los encantos de una pequeña ciudad? ¿Tú?


Se había acobardado, encogiéndose sobre los libros que llevaba en la mano, como si quisiera hacerse invisible. Él había ido corriendo hacia aquel muchacho, agarrándolo por el cuello de la camiseta y sujetándolo contra la pared.

 

—No vuelvas a meterte nunca más en tu vida con esta chica, ¿Me oyes? —le había dicho muy furioso—, o te haré pedazos, te reduciré a polvo, y haré contigo un ladrillo y te incrustaré en esta pared para siempre. ¿Comprendes?

Te Quise Siempre: Capítulo 17

Pedro se fijó en que su padre estaba con los brazos cruzados y permanecía impasible ante aquellas muestras de hilaridad a las que sin duda no les veía ninguna gracia. Le observó con cierta preocupación, tratando de encontrar en él algún signo de desnutrición. El frigorífico vacío podía indicar tal cosa, pero lo cierto era que no recordaba haber visto nunca a su padre tan lustroso como ahora.  Volvió a fijar su atención en Paula, que seguía con las mejillas encendidas. Después de la vida que había llevado de infiltrado entre traficantes de armas, falsificadores de dinero y gánsteres de toda calaña, el ver aquella muestra de rubor y candidez le hizo sentir nostalgia. Él nunca volvería a recuperar su inocencia, pero quizá podría disfrutar de algunos momentos como el actual. Se daba cuenta con satisfacción que era la primera vez en mucho tiempo que se sentía a gusto en compañía de otras personas. Y a salvo, se dijo para sí, pensando que sólo una persona que hubiera vivido en constante peligro como él podría apreciar tal circunstancia. Después de todo, quizá un mes en su ciudad natal no fuera tan malo como había pensado en un principio. Podía ver a Sara mirándole con gran interés, a pesar de los codazos y las advertencias en voz baja que le dirigía Paula para que dejase de mirarle. 


—Tu padre me ha dicho que eres agente secreto —dijo Sara, apartando a un lado el codo de su nieta.

 

—No —dijo con él con firmeza, aunque sorprendido de que su padre hubiera contado cosas sobre él—. Pertenezco a una rama militar antiterrorista. Soy simplemente un soldado.

 

—¡Que emocionante! —exclamó Sara.

 

—No lo crea. El noventa y nueve por ciento del tiempo es puro aburrimiento y el otro uno por ciento un infierno.

 

—Pero intervienes en misiones secretas.


Pedro miró a Paula. Estaba empezando a recuperarse de sus rubores anteriores.

 

—Sí, pero eso no es tan apasionante como puede parecer, créanme —replicó él, que al ver que Sara no parecía dar crédito a sus palabras decidió pasar a otro asunto—. Paula, no tuve tiempo anoche de hablar tranquilamente contigo. ¡Qué lejano parece todo! ¿Cuántos años han pasado? ¿Ocho? ¿A qué te dedicas ahora?

 

—¿Anoche? —dijo su padre de repente.


Pedro pudo ver por la forma compulsiva en que Paula se puso a untar un cruasán de mermelada que lo que ella había estado haciendo la noche pasada era algo privado que nadie tenía derecho a saber. Volvió a surgir en él su antiguo instinto de protección hacia ella.

 

—Nos encontramos casualmente cuando llegué —dijo él, mirándola con el rabillo del ojo, y percibiendo su suspiro de alivio al ver que el secreto de su ceremonia ritual junto al fuego iba a quedar salvaguardado.


Recordó entonces que a Paula no le gustaba nada la mermelada.

 

—¡Oh! —exclamó su padre, malhumorado.


La abuela de Paula parecía contrariada. Ésta probó un trozo del cruasán y puso los ojos en blanco. Luego miró con ojos extraviados el cruasán rebosando mermelada.


 —Yo me comeré el tuyo —dijo Pedro cordialmente pasándole a ella su propio cruasán y la mermelada de frambuesa—. Recuerdo que tu abuela dijo que estaba de muerte.

 

La miró sonriente para que supiera que se había dado cuenta de lo nerviosa que estaba, al tiempo que elevó una ceja con gesto de malicia como preguntando si no sería él la causa de su desazón. 

Te Quise Siempre: Capítulo 16

  —¿Qué ha dicho? —le preguntó a Paula inocentemente.

 

—Que no pareces ser un hombre al que le interesen las flores — replicó ella mirando a su abuela.

 

—¿Y qué clase de hombre parezco yo? —le preguntó él directamente a Sara.

 

Se sentía a gusto sentado allí junto a Paula. Se sorprendió de lo agradable que podía resultar algo tan simple como estar sentado en un porche junto a una chica sin maquillaje, ni perfume y sin haber pasado por la peluquería.  Ella trató de esconder las piernas bajo el mantel de la mesa, pero él pudo observar, antes de que lo hiciera, que llevaba pintadas las uñas de los pies de un color rosa como el algodón de azúcar. Se sintió de nuevo conmovido por su inocencia. Sintió haberse perdido algo durante aquellos años. En el mundo de Bruno Lancaster no había lugar para la modestia. Las mujeres se sentían atraídas sólo por el poder y el dinero de los tipos que él tenía la misión de meter entre rejas, y sólo aspiraban a llegar a ser modelos de lencería o actrices. Estaban siempre bronceadas y muy arregladas, llevaban mucho maquillaje y muy poca ropa, y se habían hecho multitud de operaciones para mejorar su aspecto físico. Eran superficiales, materialistas y manipuladoras. Durante cuatro años había estado rodeado de mujeres que recordaban a las muñecas de compañía de los viejos gánsteres de la mafia. Sus colegas le envidiaban el estilo de vida que fingía llevar, pero él había sentido una profunda amargura en su alma.

 

—Pareces un hombre —contestó Sara, empezando en inglés y continuando luego en alemán— que podría ser capaz de cambiar con un beso el plomo en oro.

 

—Dice mi abuela que pareces un hombre con mucho apetito —dijo Paula sin titubear—. Le gustaría que comieras algo.


La mesa estaba repleta de cruasanes y bollos, mermeladas caseras, fruta fresca y zumos. Todo le parecía maravilloso después de la vida que había llevado en aquel mundo del que venía.

 

—Tome algo —insistió ella—. Un hombre como usted necesita estar fuerte —añadió en alemán.


 —Basta ya abuela —dijo Paula en alemán—. Sé buena.

 

—Se supone que yo soy la señora mayor, no tú —murmuró Sara, con obstinación—. Fíjate en sus labios —dijo en alemán, sonriendo—. Son perfectos para… —buscó la palabra en alemán, pero acabó diciéndola en inglés— derretir a cualquier mujer.


 —Dice que te diga que la mermelada de frambuesa está para derretirse —dijo Paula, algo ruborizada, a Pedro—. Aunque creo que lo que quiere decir es que está para morirse.


 —Sí, eso —dijo la señora Chaves—. Para morirse.

 

—Tiene que ser sin duda una mermelada estupenda —dijo él, riéndose. 

miércoles, 17 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 15

 —Si hay algún problema, te darás cuenta en seguida. Unos guantes de lana en el frigorífico… cosas así —le había dicho su hermana.


Pero cuando abrió la puerta del frigorífico, no vió nada raro. Ni siquiera había comida. Salió de casa y se dirigió al coche. Un pequeño deportivo que se había comprado antes de convertirse en Bruno Lancaster. Necesitaba un café. Estaba seguro de que se mantendrían las mismas costumbres en aquella pequeña ciudad. Todo el mundo seguiría yendo a tomar el café a Maynard, que hacía de cafetería por la mañana, de taberna a mediodía y de heladería por la tarde. No estaba muy seguro de querer ver a nadie, el abismo que separaba su vida de la de los habitantes de aquella ciudad era profundo y difícil de cruzar.

 

—¡Joven! ¡Sí, usted! ¡Venga!

 

Una mujer mayor, muy elegante, con un sombrero rojo, le estaba haciendo señas desde el porche de Paula. Vió allí también a su padre y a ella, y recordó entonces que desayunar en el porche los domingos antes de ir a misa era una tradición secular en Sugar Maple Grove.  Podía oler el café desde allí. Era un olor muy agradable. Dudó sólo un momento. Tentado por la curiosidad de verla a la luz del día, atravesó la cerca que separaba los patios de ambas propiedades. Había un sendero que parecía haber sido muy transitado. Para un hombre entrenado como él a observar y registrarlo todo, no se le podía pasar por alto las huellas de las continuas idas y venidas entre aquellas dos casas. Cuando su padre no estuviera presente, tendría que darle las gracias a Paula por cuidar de él. El porche de ella era la imagen del sueño americano: una buena sombra, unos muebles de mimbre oscuros con cojines de rayas amarillas, un suelo de madera barnizado de gris y petunias violetas y blancas inundando de color y perfume las ventanas. Y ella formaba parte de ese sueño. A pesar de que su padre y aquella señora estaban allí, él sólo tema ojos para ella. De alguna manera, a lo largo de los años transcurridos, ella había pasado de ser la encantadora mocosa de antes a la novia americana ideal.


 —Buenos días, Dulce Pauli —dijo él a modo de saludo, tomando asiento junto a ella.


 —No me llames así, por favor —replicó ella—. Pedro, te presento a mi abuela, Sara Chaves.


 —Encantado de conocerle joven. Pero tengo que decirle que mi nieta por las mañanas no es tan dulce como usted dice —dijo la señora con un extraño acento.


Creyó detectar un acento alemán en la forma de hablar de la abuela de Paula, y decidió responderla en su propio idioma. Pero, antes de que pudiera hacerlo, Paula se le adelantó.

 

—Abuela. Él no se refiere a lo que tú crees, sino a una flor —dijo algo ruborizada. 


—¡Oh! —exclamó su abuela con cara de sorpresa—. ¿Te compara con una flor? —dijo ella en alemán—. ¡Qué romántico!

 

Pero la abuela sin embargo volvió a dirigirse a su nieta en alemán.

 

—¡Ah, qué bonito! ¡Él y tú! ¡Qué pareja tan maravillosa!

 

Paula miró a Pedro, pero éste mantenía su expresión serena y controlada, feliz de no haber desvelado sus conocimientos de alemán.