—¿Qué estás haciendo aquí? —Diego alzó la cabeza del libro de contabilidad en cuanto Pedro cruzó la puerta de las oficinas de Wild Man Ribs aquella noche.
—Me ha echado.
—¿Quién te ha echado?
—Paula Chaves. Y me ha echado inmediatamente después de besarme. Me he presentado en su casa para cenar —dejó la bandeja de comida que Paula le había preparado encima de su mesa—, y ofrecerle una buena dosis de Alfonso El Salvaje.
—Probablemente sea ésa la razón por la que te ha echado. ¿Y por qué te ha besado? Ya sé que se suponía que tenías que hacerte pasar por su prometido, pero ella no dijo nada de besarte, y dudo que se haya dejado arrastrar por tus encantos.
—Diego, Diego, Diego. Es evidente que esa mujer está loca por mí. No es capaz de quitarme las manos de encima. Deberías haber visto su mirada —una mirada que él tardaría mucho tiempo en olvidar—. Me desea terriblemente.
—Por eso te ha echado de su casa. Sí, tiene sentido.
—Es una estrategia muy conocida. Cree que si se hace la dura conmigo despertará el interés de Alfonso El Salvaje.
—¿Y lo está consiguiendo?
—Diablos, no —mintió.
—¿Y el interés de Pedro Alfonso?
—Mira, yo no cedo a los chantajes de ninguna de mis admiradoras. Paula Chaves jamás será una buena esposa.
—¿Una buena esposa? ¿Y desde cuándo te gusta salir con mujeres que puedan convertirse en buenas esposas?
—Desde que he empezado a pensar que ya es hora de que siente cabeza —¿Era él realmente el que estaba hablando? Le parecía imposible.
—Parece que tu próximo cumpleaños te está afectando.
—Claro que no —intentó mover el hombro e hizo una mueca de dolor—. Lo que pasa es que me gustaría tener una familia y creo que éste es un buen momento para empezar a pensar en ella. Mira, no tengo ninguna prisa. Simplemente he pensado que debo mantener los ojos bien abiertos por si se presenta alguna candidata.
—¿Y dices que eso no tiene nada que ver con el hecho de que estás a punto de cumplir treinta y cinco años? —Diego se quedó mirando a Pedro con aquella mirada pensativa que hacía que éste deseara contarle cada uno de sus pecados.
—Paula Chaves no me gusta —le dijo a su amigo.
—Claro que no.
—Quiero una mujer que pueda ver más allá de Alfonso El Salvaje. Una mujer con la que pueda hablar, con la que reírme...
—¿Una mujer a la que le guste un hombre amable como Pedro Alfonso?
—Sí, Paula Chaves no es una de las candidatas —aunque se lo hubiera parecido cuando se habían encontrado en el armario.
Aquello era lo que lo estaba volviendo loco: se había equivocado. Y él nunca se equivocaba. Pero tampoco había estado nunca tan cerca de un cambio importante en su vida. Iba a cumplir treinta y cinco años. Casi la mitad de una vida.
—Si estás hablando en serio de buscar una esposa, le diré a Leticia que mire si hay alguna candidata en la biblioteca. Estoy segura de que tiene que estar llena de mujeres que odian a Alfonso El Salvaje.
—Muchas gracias.
—Lo digo en el buen sentido. Y hablando de El Salvaje Alfonso, ¿Has conseguido que Paula Chaves firmara el contrato antes de que te echara?
—Misión cumplida. Bob se ha quedado sin tartas —Pedro sacó el documento de su bolsillo.
—Gracias a Dios —Diego se pasó la mano por el pelo y observó atentamente sus dedos, buscando alguna hebra traidora antes de suspirar aliviado—. Quizá sólo sea una cuestión temporal. Por lo menos eso es lo que ha dicho la vidente.
—¿La vidente?
—Una amiga de Leticia. He tenido la consulta esta tarde, poco después de que te fueras. Madame Soleil me ha dicho que si consigo desprenderme de mi energía negativa, mi fuerza positiva me ayudará a conservar el pelo.
—¿Has ido a hablar con una vidente? ¿No te parece que estás exagerando un poco sólo porque se te han caído cuatro pelos?
—No dirías eso si fuera tu pelo, y son más de cuatro. En cualquier caso, Madame Soleil atiende a mucha gente influyente, incluso a algunas celebridades —se pasó nuevamente la mano por el pelo—. Mira, tenía razón. Ahora que hemos conseguido el contrato ya no se me cae el pelo.
—¡Claro que no se te está cayendo el pelo!
Diego sonrió.
—Gracias a Dios, Pedro. Me gusta tu actitud positiva. Alimenta mi energía.
—Y ya que hablamos de alimentar, ¿No preferirías estar en tu casa cenando con Leticia, en vez de continuar estresándote aquí?
Diego miró el reloj.
—Caramba, estaba tan concentrado en las cuentas que he perdido la noción del tiempo —tomó su maletín—. Me voy, Pedro. Mañana vendré un poco tarde. Leticia y yo pensamos acostarnos bastante tarde.
—¿Van a trabajar en el proyecto del futuro bebé?
lunes, 30 de julio de 2018
Dulce Amor: Capítulo 19
—Besos furtivos —suspiró Alejandra—. Qué bonito...
Paula no estaba segura de cuándo se produjo el cambio. Cuándo la desesperada presión de sus labios contra los de Pedro se transformó en una seductora caricia. Cuando las manos con las que se aferraba a su cuello, se alzaron lentamente para rodearle el cuello. Lo único que sabía era que estaba besando a Pedro Alfonso y que él la estaba besando a ella. La lengua de Pedro se enredaba con la suya, explorando y saboreando. Sus labios parecían querer devorarse. Paula sintió un ligero cosquilleo en las yemas de los dedos que se extendió rápidamente por todo su cuerpo.Desde muy lejos, oyó la voz de su madre tarareando El Barco del Amor. ¿Amor? ¡No!
Paula se separó de Pedro justo en el momento en el que se abría la puerta de la cocina y su madre desaparecía en la otra habitación. La joven abrió la boca para tomar aire mientras su mirada chocaba con la de él; los azules y penetrantes ojos de Pedro centelleaban de pasión, deseo y... ¡Oh, no! ¡Era él!Aquello era imposible. Tenía que tranquilizarse. No era él. Aquella era una jugarreta que le estaban jugando sus hormonas.
—¡Paula, cariño! —gritó su madre—. Deja algo para la luna de miel y ven a reunir te aquí conmigo.
—Claro, mamá, ya voy —se volvió hacia Pedro—. Tienes que marcharte.
—¿Marcharme? ¿Pero qué me dices de la cena?
—Yo... Te prepararé un perrito caliente —se volvió hacia una de las fuentes que había dejado preparadas en el mostrador.
—Pero no me refiero a eso. ¿Qué demonios pasa ahora?
Paula se volvió.
—Toma —le tendió una fuente rebosante de comida—. Llévatelo. Y ahora vete, por favor.
—¿Pero tu madre no esperará que cene con ustedes?
—Probablemente —como Pedro no hacía ningún ademán de moverse, se colocó tras él, le plantó las manos en la espalda y lo empujó hacia la puerta trasera.
—¿Y cómo vas a explicarle que me haya marchado tan repentinamente?
—Ya se me ocurrirá algo. Le diré que has tenido una emergencia —abrió la puerta y lo empujó.
—¿Pero qué diablos te pasa, Paula?
—Necesito pensar, ¿De acuerdo? Y no puedo hacerlo si estás cerca de mí. O si está mi madre. Y cuando están los dos juntos, ni siquiera soy capaz de intentarlo. Así que tienes que irte.
—Por favor, Paula, deja de hacerte la difícil.
—No estoy haciéndome la difícil, Pedro. Lo soy. Así que no esperes conseguir nunca nada de rol.
—Yo no pretendía conseguir nada de tí. Eres tú la que pareces andar loca por mí.
—En tus sueños —«o en los míos», pensó inmediatamente, pero se obligó a descartar aquella idea—. No me gustas, Pedro.
—Muy bien —se volvió hacia ella—. Debo de suponer entonces que tienes la costumbre de besar a hombres que no te gustan.
—Lo he hecho únicamente para que nos viera mi madre —«mentirosa», se dijo a sí misma—. Bueno, me parece que ya tienes que irte. Es muy tarde.
—¡Pero si sólo son la siete y media!
—Exactamente. La noche es joven y a mí todavía me queda mucho trabajo que hacer.
—¿Esta noche?
—Toda la noche. Estoy intentando conseguir un contrato con Walter's Wings y Walter es un tipo duro.
—Paula—La voz de su madre resonó en toda la casa.
—¡Voy, mamá! —gritó ella—. Te llamaré más tarde —le dijo a Pedro.
Mucho más tarde. Y cerró de un portazo, sacándolo, al menos durante unas horas, de su vista y de su mente.Desgraciadamente, su aroma continuaba impregnando el aire, impregnándola a ella. Y la seguía mientras iba a buscar más hojaldres al refrigerador.Él, suspiró. Y al instante se regañó. Estaba sufriendo una crisis. Tantos años prescindiendo del sexo y dedicándose por entero al trabajo, comenzaban a hacer su efecto. O al menos eso fue lo que se dijo a sí misma mientras regresaba al salón para enfrentarse con su madre e inventar alguna excusa que justificara la ausencia de Pedro.
—Ha tenido una emergencia.
—¿Qué clase de emergencia puede obligar a un hombre a separarse de su prometida, por el amor de Dios?
—En uno de los restaurantes se les ha agotado la salsa barbacoa.
—¡Oh, Dios mío, ésa sí que es una verdadera emergencia! Qué hombre tan dedicado.
—Me alegro de que pienses así, mamá, porque Pedro es un hombre que trabaja mucho.
—Así podrá mantener decentemente su hogar.
—Y no nos vemos tan a menudo como quisiéramos.
—La ausencia hace que crezca el amor.
Y acelera las hormonas, pensaba Paula más tarde, después de haber pasado horas dando vueltas en la cama, presa de una extraña añoranza. Pero la añoranza no era un sentimiento nada productivo y ya llevaba cierto retraso en el plan de trabajo de la semana. Se levantó de la cama, se puso la bata y bajó a su despacho. Encendió el ordenador e intentó concentrarse. Era extraña la capacidad que tenían los números para juntarse a su capricho y adoptar formas extraordinariamente parecidas a un rostro peligrosamente atractivo y... «¡Trabaja!», se dijo a sí misma. Porque no le gustaban los hombres tan rudos. Por muy atractivos, cariñosos y fuertes que pudieran ser. Vería a Pedro al cabo de un par de días, cuando no pudiera seguir dándole excusas a su madre y por fin hubiera puesto su trabajo al día. Se tomaría entonces la farsa sobre su futuro matrimonio con la misma calma y profesionalidad con la que dirigía su negocio. Al fin y al cabo, el acuerdo con él era un asunto estrictamente comercial.Una verdadera lástima, le susurró una traidora voz en su interior, mientras el recuerdo del roce de sus labios le provocaba un particular revoloteo en el estómago. Definitivamente, una verdadera lástima.
Paula no estaba segura de cuándo se produjo el cambio. Cuándo la desesperada presión de sus labios contra los de Pedro se transformó en una seductora caricia. Cuando las manos con las que se aferraba a su cuello, se alzaron lentamente para rodearle el cuello. Lo único que sabía era que estaba besando a Pedro Alfonso y que él la estaba besando a ella. La lengua de Pedro se enredaba con la suya, explorando y saboreando. Sus labios parecían querer devorarse. Paula sintió un ligero cosquilleo en las yemas de los dedos que se extendió rápidamente por todo su cuerpo.Desde muy lejos, oyó la voz de su madre tarareando El Barco del Amor. ¿Amor? ¡No!
Paula se separó de Pedro justo en el momento en el que se abría la puerta de la cocina y su madre desaparecía en la otra habitación. La joven abrió la boca para tomar aire mientras su mirada chocaba con la de él; los azules y penetrantes ojos de Pedro centelleaban de pasión, deseo y... ¡Oh, no! ¡Era él!Aquello era imposible. Tenía que tranquilizarse. No era él. Aquella era una jugarreta que le estaban jugando sus hormonas.
—¡Paula, cariño! —gritó su madre—. Deja algo para la luna de miel y ven a reunir te aquí conmigo.
—Claro, mamá, ya voy —se volvió hacia Pedro—. Tienes que marcharte.
—¿Marcharme? ¿Pero qué me dices de la cena?
—Yo... Te prepararé un perrito caliente —se volvió hacia una de las fuentes que había dejado preparadas en el mostrador.
—Pero no me refiero a eso. ¿Qué demonios pasa ahora?
Paula se volvió.
—Toma —le tendió una fuente rebosante de comida—. Llévatelo. Y ahora vete, por favor.
—¿Pero tu madre no esperará que cene con ustedes?
—Probablemente —como Pedro no hacía ningún ademán de moverse, se colocó tras él, le plantó las manos en la espalda y lo empujó hacia la puerta trasera.
—¿Y cómo vas a explicarle que me haya marchado tan repentinamente?
—Ya se me ocurrirá algo. Le diré que has tenido una emergencia —abrió la puerta y lo empujó.
—¿Pero qué diablos te pasa, Paula?
—Necesito pensar, ¿De acuerdo? Y no puedo hacerlo si estás cerca de mí. O si está mi madre. Y cuando están los dos juntos, ni siquiera soy capaz de intentarlo. Así que tienes que irte.
—Por favor, Paula, deja de hacerte la difícil.
—No estoy haciéndome la difícil, Pedro. Lo soy. Así que no esperes conseguir nunca nada de rol.
—Yo no pretendía conseguir nada de tí. Eres tú la que pareces andar loca por mí.
—En tus sueños —«o en los míos», pensó inmediatamente, pero se obligó a descartar aquella idea—. No me gustas, Pedro.
—Muy bien —se volvió hacia ella—. Debo de suponer entonces que tienes la costumbre de besar a hombres que no te gustan.
—Lo he hecho únicamente para que nos viera mi madre —«mentirosa», se dijo a sí misma—. Bueno, me parece que ya tienes que irte. Es muy tarde.
—¡Pero si sólo son la siete y media!
—Exactamente. La noche es joven y a mí todavía me queda mucho trabajo que hacer.
—¿Esta noche?
—Toda la noche. Estoy intentando conseguir un contrato con Walter's Wings y Walter es un tipo duro.
—Paula—La voz de su madre resonó en toda la casa.
—¡Voy, mamá! —gritó ella—. Te llamaré más tarde —le dijo a Pedro.
Mucho más tarde. Y cerró de un portazo, sacándolo, al menos durante unas horas, de su vista y de su mente.Desgraciadamente, su aroma continuaba impregnando el aire, impregnándola a ella. Y la seguía mientras iba a buscar más hojaldres al refrigerador.Él, suspiró. Y al instante se regañó. Estaba sufriendo una crisis. Tantos años prescindiendo del sexo y dedicándose por entero al trabajo, comenzaban a hacer su efecto. O al menos eso fue lo que se dijo a sí misma mientras regresaba al salón para enfrentarse con su madre e inventar alguna excusa que justificara la ausencia de Pedro.
—Ha tenido una emergencia.
—¿Qué clase de emergencia puede obligar a un hombre a separarse de su prometida, por el amor de Dios?
—En uno de los restaurantes se les ha agotado la salsa barbacoa.
—¡Oh, Dios mío, ésa sí que es una verdadera emergencia! Qué hombre tan dedicado.
—Me alegro de que pienses así, mamá, porque Pedro es un hombre que trabaja mucho.
—Así podrá mantener decentemente su hogar.
—Y no nos vemos tan a menudo como quisiéramos.
—La ausencia hace que crezca el amor.
Y acelera las hormonas, pensaba Paula más tarde, después de haber pasado horas dando vueltas en la cama, presa de una extraña añoranza. Pero la añoranza no era un sentimiento nada productivo y ya llevaba cierto retraso en el plan de trabajo de la semana. Se levantó de la cama, se puso la bata y bajó a su despacho. Encendió el ordenador e intentó concentrarse. Era extraña la capacidad que tenían los números para juntarse a su capricho y adoptar formas extraordinariamente parecidas a un rostro peligrosamente atractivo y... «¡Trabaja!», se dijo a sí misma. Porque no le gustaban los hombres tan rudos. Por muy atractivos, cariñosos y fuertes que pudieran ser. Vería a Pedro al cabo de un par de días, cuando no pudiera seguir dándole excusas a su madre y por fin hubiera puesto su trabajo al día. Se tomaría entonces la farsa sobre su futuro matrimonio con la misma calma y profesionalidad con la que dirigía su negocio. Al fin y al cabo, el acuerdo con él era un asunto estrictamente comercial.Una verdadera lástima, le susurró una traidora voz en su interior, mientras el recuerdo del roce de sus labios le provocaba un particular revoloteo en el estómago. Definitivamente, una verdadera lástima.
Dulce Amor: Capítulo 18
—Sólo desde una perspectiva profesional —se tensó—. Además, todo esto es culpa tuya.
—¿Y se puede saber por qué?
—Si no hubieras estado disfrazado de Batman, nada de esto habría ocurrido. Eras tan amable, y me gustaste tanto... Yo estaba intentando concentrarme en mi trabajo y mi madre no hacía nada más que llamarme para saber si había encontrado ya al hombre de mis sueños y bueno, te tenía a tí, mejor dicho, a él en la cabeza, y entonces se lo dije.
—¿Le dijiste a tu madre que estabas comprometida con Batman?
—Pero no lo habría hecho si no me hubieran besado hasta dejarme sin sentido.
—Paula, cariño, ¿Quedan más salchichas?
—Espera un minuto, mamá —gritó—. ¿Por dónde iba?
—Estabas diciendo que te dejé sin sentido.
—Ah, sí. Bueno, normalmente soy una persona muy sensata, pero después de aquel beso, empecé a pensar todo tipo de cosas acerca de nosotros y...
—¿Y más hojaldres?
—¡Ahora voy, mamá!
—¿Qué tipo de cosas?
—Bueno, me imaginaba que si yo estuviera buscando al hombre de mis sueños, quizá lo fueras tú, pero yo no lo estaba buscando, y... Oh, no importa. El caso es que no podía pensar con claridad y todo por culpa tuya —suspiró exasperada—. Y de mi madre.
—¡Estoy esperando, querida! —gritó Alejandra.
—Un segundo, mamá —sacudió la cabeza—. Me vuelve loca. ¡Estoy tan desesperada que he tenido que recurrir al chantaje y echar a perder el mejor contrato de mi vida!
Pedro sonrió.
—En cuanto lo firmes, éste será un contrato oficial —se sacó unos papeles del bolsillo—. Mi abogado ha preparado estos papeles. Firma abajo y el contrato quedará sellado. Nosotros nos quedamos con la exclusiva de tu tarta y tú dispondrás de Alfonso El Salvaje durante dos semanas. No a tiempo completo, claro. Tengo algunos asuntos que atender.
—¿Como beber cerveza en un sujetador?
—Lo del sujetador lo hice con fines benéficos. Conseguí dos mil dólares para el Hogar Infantil de Dallas.
—Felicidades —replicó Paula con ironía.
Pero sentía una extraña suavidad en su interior. Quizá fuera por el tono que había empleado para hablar del hogar infantil. Quizá por que su mirada había sido idéntica a la de la fotografía que tanto le había gustado en su oficina. Una mirada pensativa... ¿Pensativa? ¡Ja! En lo único que Pedro debía estar pensando era en el color del sujetador que se había puesto en la cabeza.
—Sólo te necesitaré de vez en cuando. Comidas, cenas... Mi madre piensa marcharse a Miami dentro de diez días, seis horas y veintiocho minutos —tomó el bolígrafo que Pedro le ofrecía con mano temblorosa—. Todavía me cuesta creer que esté haciendo esto.
—Todavía estás a tiempo de decirle a tu madre la verdad.
Paula firmó el contrato y se lo tendió.
—No puedo desilusionarla hasta ese punto.
—¿Y no crees que se desilusionará más cuando se entere de que no va a haber boda?
—De eso tú no tienes que preocuparte. Y otra cosa, compórtate normalmente. Y nada de pellizcos.
—Cariño, tu madre tiene que pensar que nos gustamos. Y yo soy muy cariñoso —para enfatizar sus palabras, le acarició lentamente el brazo.
—¡Pues yo no soporto que me toquen! Así que puedes guardarte tus manos, tus labios y cualquier otra parte de tu cuerpo.
—Sabes, estoy empezando a pensar que no estás loca por mí.
—No lo estoy —se separó unos centímetros de él. Así estaba mejor. Si no lo tocaba, podría mantener sus hormonas bajo control. Continuó dando instrucciones—. Si quieres algo de mí, basta que carraspees o algo parecido para llamar la atención.
—Como tú digas.
—E intenta ser civilizado.
—¿Cariño? —preguntó Alejandra desde el salón—. ¿Va todo bien? ¿No habrá problemas en el paraíso, verdad?
—El paraíso va estupendamente, mamá —respondió Paula—. Ahora mismo vamos —volvió a prestar atención a Pedro—. Y no me llames con nombres estúpidos.
—Pareces tensa, querida —continuó diciendo Alejandra.
—Sí, pareces tensa —añadió Pedro, y Paula frunció el ceño.
—Pues no lo estoy.
—¿No estarás discutiendo con tu novio, verdad?
—¡Sí! —gritó Pedro al mismo tiempo que Paula gritaba ¡No!
—¡Calla! —le ordenó a Pedro antes de gritar—: ¡No pasa nada, mamá!
Pero ya era demasiado tarde. Paula oyó los pasos de su madre. A los pocos segundos, se abría la puerta de la cocina. Y sin darse tiempo a pensar en lo que iba a hacer y mucho menos a arrepentirse, se arrojó a los brazos de Pedro y le plantó un beso en los labios.
—¿Y se puede saber por qué?
—Si no hubieras estado disfrazado de Batman, nada de esto habría ocurrido. Eras tan amable, y me gustaste tanto... Yo estaba intentando concentrarme en mi trabajo y mi madre no hacía nada más que llamarme para saber si había encontrado ya al hombre de mis sueños y bueno, te tenía a tí, mejor dicho, a él en la cabeza, y entonces se lo dije.
—¿Le dijiste a tu madre que estabas comprometida con Batman?
—Pero no lo habría hecho si no me hubieran besado hasta dejarme sin sentido.
—Paula, cariño, ¿Quedan más salchichas?
—Espera un minuto, mamá —gritó—. ¿Por dónde iba?
—Estabas diciendo que te dejé sin sentido.
—Ah, sí. Bueno, normalmente soy una persona muy sensata, pero después de aquel beso, empecé a pensar todo tipo de cosas acerca de nosotros y...
—¿Y más hojaldres?
—¡Ahora voy, mamá!
—¿Qué tipo de cosas?
—Bueno, me imaginaba que si yo estuviera buscando al hombre de mis sueños, quizá lo fueras tú, pero yo no lo estaba buscando, y... Oh, no importa. El caso es que no podía pensar con claridad y todo por culpa tuya —suspiró exasperada—. Y de mi madre.
—¡Estoy esperando, querida! —gritó Alejandra.
—Un segundo, mamá —sacudió la cabeza—. Me vuelve loca. ¡Estoy tan desesperada que he tenido que recurrir al chantaje y echar a perder el mejor contrato de mi vida!
Pedro sonrió.
—En cuanto lo firmes, éste será un contrato oficial —se sacó unos papeles del bolsillo—. Mi abogado ha preparado estos papeles. Firma abajo y el contrato quedará sellado. Nosotros nos quedamos con la exclusiva de tu tarta y tú dispondrás de Alfonso El Salvaje durante dos semanas. No a tiempo completo, claro. Tengo algunos asuntos que atender.
—¿Como beber cerveza en un sujetador?
—Lo del sujetador lo hice con fines benéficos. Conseguí dos mil dólares para el Hogar Infantil de Dallas.
—Felicidades —replicó Paula con ironía.
Pero sentía una extraña suavidad en su interior. Quizá fuera por el tono que había empleado para hablar del hogar infantil. Quizá por que su mirada había sido idéntica a la de la fotografía que tanto le había gustado en su oficina. Una mirada pensativa... ¿Pensativa? ¡Ja! En lo único que Pedro debía estar pensando era en el color del sujetador que se había puesto en la cabeza.
—Sólo te necesitaré de vez en cuando. Comidas, cenas... Mi madre piensa marcharse a Miami dentro de diez días, seis horas y veintiocho minutos —tomó el bolígrafo que Pedro le ofrecía con mano temblorosa—. Todavía me cuesta creer que esté haciendo esto.
—Todavía estás a tiempo de decirle a tu madre la verdad.
Paula firmó el contrato y se lo tendió.
—No puedo desilusionarla hasta ese punto.
—¿Y no crees que se desilusionará más cuando se entere de que no va a haber boda?
—De eso tú no tienes que preocuparte. Y otra cosa, compórtate normalmente. Y nada de pellizcos.
—Cariño, tu madre tiene que pensar que nos gustamos. Y yo soy muy cariñoso —para enfatizar sus palabras, le acarició lentamente el brazo.
—¡Pues yo no soporto que me toquen! Así que puedes guardarte tus manos, tus labios y cualquier otra parte de tu cuerpo.
—Sabes, estoy empezando a pensar que no estás loca por mí.
—No lo estoy —se separó unos centímetros de él. Así estaba mejor. Si no lo tocaba, podría mantener sus hormonas bajo control. Continuó dando instrucciones—. Si quieres algo de mí, basta que carraspees o algo parecido para llamar la atención.
—Como tú digas.
—E intenta ser civilizado.
—¿Cariño? —preguntó Alejandra desde el salón—. ¿Va todo bien? ¿No habrá problemas en el paraíso, verdad?
—El paraíso va estupendamente, mamá —respondió Paula—. Ahora mismo vamos —volvió a prestar atención a Pedro—. Y no me llames con nombres estúpidos.
—Pareces tensa, querida —continuó diciendo Alejandra.
—Sí, pareces tensa —añadió Pedro, y Paula frunció el ceño.
—Pues no lo estoy.
—¿No estarás discutiendo con tu novio, verdad?
—¡Sí! —gritó Pedro al mismo tiempo que Paula gritaba ¡No!
—¡Calla! —le ordenó a Pedro antes de gritar—: ¡No pasa nada, mamá!
Pero ya era demasiado tarde. Paula oyó los pasos de su madre. A los pocos segundos, se abría la puerta de la cocina. Y sin darse tiempo a pensar en lo que iba a hacer y mucho menos a arrepentirse, se arrojó a los brazos de Pedro y le plantó un beso en los labios.
Dulce Amor: Capítulo 17
—Así que se sabe el nombre de todos los jugadores, señora Chaves.
—Eso no es nada y, por favor, llámame Alejandra. Paula también se los sabe. Y los de los jugadores de la NBA.
—Mamá, por favor —le advirtió Paula.
—No, ahora no te hagas la modesta. Ya sabes, Pedro, que su inteligencia no se limita a los deportes. También es una gran cocinera y...
—Mamá...
—Y no sólo estoy hablando de postres. ¿Has visto alguna vez una cara tan bonita?
—Mamá, por favor.
—Y qué tipo. Esas formas tan suaves y redondeadas, perfectas para concebir hijos.
—¡Mamá!
—Eso es exactamente lo que pienso —Pedro la recorrió de arriba abajo con la mirada—. Pero teniendo una madre como usted, no se podía esperar nada menos.
—Caramba, qué hombre tan encantador.
—Sí, rezuma encanto por todos los poros de su piel —replicó Paula forzando una sonrisa.
Pedro la miró con expresión acusadora.
—Nunca me has dicho que sabías tanto de fútbol.
—Paula es muy tímida, ha salido a su padre.
—Quizá en el carácter, porque físicamente es tan atractiva como usted.
Alejandra se sonrojó mientras Pedro agarraba un montón de hojaldres y se los metía de golpe en la boca.
—Están buenísimos —dijo entre dientes.
—Los ha hecho Paula. Ya te he dicho que es una gran cocinera. Estoy deseando ver qué nos ha preparado para cenar.
—Y yo también —Pedro se separó de Paula para sentarse al lado de su madre—. Están buenísimos —tomó otro puñado de hojaldres—. Pero yo prefiero un buen guiso de carne y patatas.
—¿De verdad? —Alejandra prácticamente resplandecía mientras Paula hervía de rabia por dentro. Menudo cretino. ¿Cómo podría haberlo confundido con Batman?
—¿Podría hablar un momento contigo? —le siseó a Pedro.
—¿No puedes esperar un poco conejita? Estoy hambriento...
—Ahora —lo agarró de la oreja para obligarlo a levantarse del sofá—. Ahora mismo volvemos, mamá.
—Tomense todo el tiempo que les haga falta. Yo también he sido joven —los despidió Alejandra.
—¿Lucas? —gruñía Pedro un minuto después en la cocina—. ¿No podías haber escogido un nombre, más viril?
—Lo siento, pero no estoy acostumbrada a mentir a mi madre. Es la primera vez que lo hago. Me siento muy incómoda y estoy intentando salir del paso de la mejor forma. Y, para tu información, Lucas no es un nombre poco viril. Lucas Bysshe Shelley es uno de mis poetas favoritos. Además, no me gustan los nombres viriles.
—Evidentemente.
—Si no, habría escogido un nombre de esos típicos, como Darío, Kevin, Bruno o Pedro.
—Caramba, no parece que te alegres mucho de que haya venido.
—Porque no me alegro.
—Vamos cariño, se acabó la fiesta. Evidentemente, has estado dispuesta a renunciar a mucho dinero para conseguirme. Y yo me he visto obligado a venir.
—Siento todo esto... Pero tenía que hacer algo.
—¿Algo como chantajearme?
—¿Chantaje? Bueno, he cambiado las condiciones de venta, pero eso no es chantaje.
—Me refiero a Bob Barbecue,
—¿Bob? ¿Ese tipo que sale disfrazado de cerdo en todos sus anuncios?
—El mismo, y mi mayor competidor en el mercado. Dime que no has amenazado con venderle la exclusiva a Bob si yo no aceptaba ser tu prometido.
—Fingir que lo eras, y no he amenazado con nada.
—Mira, es la primera vez que utilizan esta táctica conmigo. Normalmente las mujeres consiguen meterse en mi casa, se esconden en la cama, me esperan en la ducha o en el asiento trasero del coche. Pero es la primera vez que recurren al chantaje. El pobre Diego ha tenido que soportar las amenazas de tu directora comercial.
—Yo no tengo ninguna directora comercial.
—Pues Diego ha dicho que ha hablado con ella. Se llama Zoe Navia, o algo parecido.
—Nara. Zaira Nara, y es la que te ha abierto la puerta. Es mi contable y no... —se interrumpió al recordar a Zaira prometiéndole que todo saldría bien. De pronto, las piezas empezaron a encajar—. En ningún momento le pedí que te amenazara, sólo que endureciera las condiciones.
—Y ha recurrido al chantaje.
—Quizá.
—Entonces tú me deseas.
—Eso no es nada y, por favor, llámame Alejandra. Paula también se los sabe. Y los de los jugadores de la NBA.
—Mamá, por favor —le advirtió Paula.
—No, ahora no te hagas la modesta. Ya sabes, Pedro, que su inteligencia no se limita a los deportes. También es una gran cocinera y...
—Mamá...
—Y no sólo estoy hablando de postres. ¿Has visto alguna vez una cara tan bonita?
—Mamá, por favor.
—Y qué tipo. Esas formas tan suaves y redondeadas, perfectas para concebir hijos.
—¡Mamá!
—Eso es exactamente lo que pienso —Pedro la recorrió de arriba abajo con la mirada—. Pero teniendo una madre como usted, no se podía esperar nada menos.
—Caramba, qué hombre tan encantador.
—Sí, rezuma encanto por todos los poros de su piel —replicó Paula forzando una sonrisa.
Pedro la miró con expresión acusadora.
—Nunca me has dicho que sabías tanto de fútbol.
—Paula es muy tímida, ha salido a su padre.
—Quizá en el carácter, porque físicamente es tan atractiva como usted.
Alejandra se sonrojó mientras Pedro agarraba un montón de hojaldres y se los metía de golpe en la boca.
—Están buenísimos —dijo entre dientes.
—Los ha hecho Paula. Ya te he dicho que es una gran cocinera. Estoy deseando ver qué nos ha preparado para cenar.
—Y yo también —Pedro se separó de Paula para sentarse al lado de su madre—. Están buenísimos —tomó otro puñado de hojaldres—. Pero yo prefiero un buen guiso de carne y patatas.
—¿De verdad? —Alejandra prácticamente resplandecía mientras Paula hervía de rabia por dentro. Menudo cretino. ¿Cómo podría haberlo confundido con Batman?
—¿Podría hablar un momento contigo? —le siseó a Pedro.
—¿No puedes esperar un poco conejita? Estoy hambriento...
—Ahora —lo agarró de la oreja para obligarlo a levantarse del sofá—. Ahora mismo volvemos, mamá.
—Tomense todo el tiempo que les haga falta. Yo también he sido joven —los despidió Alejandra.
—¿Lucas? —gruñía Pedro un minuto después en la cocina—. ¿No podías haber escogido un nombre, más viril?
—Lo siento, pero no estoy acostumbrada a mentir a mi madre. Es la primera vez que lo hago. Me siento muy incómoda y estoy intentando salir del paso de la mejor forma. Y, para tu información, Lucas no es un nombre poco viril. Lucas Bysshe Shelley es uno de mis poetas favoritos. Además, no me gustan los nombres viriles.
—Evidentemente.
—Si no, habría escogido un nombre de esos típicos, como Darío, Kevin, Bruno o Pedro.
—Caramba, no parece que te alegres mucho de que haya venido.
—Porque no me alegro.
—Vamos cariño, se acabó la fiesta. Evidentemente, has estado dispuesta a renunciar a mucho dinero para conseguirme. Y yo me he visto obligado a venir.
—Siento todo esto... Pero tenía que hacer algo.
—¿Algo como chantajearme?
—¿Chantaje? Bueno, he cambiado las condiciones de venta, pero eso no es chantaje.
—Me refiero a Bob Barbecue,
—¿Bob? ¿Ese tipo que sale disfrazado de cerdo en todos sus anuncios?
—El mismo, y mi mayor competidor en el mercado. Dime que no has amenazado con venderle la exclusiva a Bob si yo no aceptaba ser tu prometido.
—Fingir que lo eras, y no he amenazado con nada.
—Mira, es la primera vez que utilizan esta táctica conmigo. Normalmente las mujeres consiguen meterse en mi casa, se esconden en la cama, me esperan en la ducha o en el asiento trasero del coche. Pero es la primera vez que recurren al chantaje. El pobre Diego ha tenido que soportar las amenazas de tu directora comercial.
—Yo no tengo ninguna directora comercial.
—Pues Diego ha dicho que ha hablado con ella. Se llama Zoe Navia, o algo parecido.
—Nara. Zaira Nara, y es la que te ha abierto la puerta. Es mi contable y no... —se interrumpió al recordar a Zaira prometiéndole que todo saldría bien. De pronto, las piezas empezaron a encajar—. En ningún momento le pedí que te amenazara, sólo que endureciera las condiciones.
—Y ha recurrido al chantaje.
—Quizá.
—Entonces tú me deseas.
Dulce Amor: Capítulo 16
Dos ojos intensamente azules parpadearon a sólo unos centímetros de ella. Sintió que le faltaba el aire para respirar. Y entonces Pedro la besó. Paula recibió el beso más sonoro que había oído en su vida. El ruido de los labios retumbaba en su cerebro, sofocando los frenéticos latidos de su corazón. Y, de pronto, todo terminó... Aunque no suficientemente pronto. Sentía un agradable cosquilleo en los labios. Y, lo peor de todo, aquel cosquilleo se extendía a zonas mucho más íntimas de su cuerpo.
—¿Paula? —la voz de su madre le hizo girar la cabeza—. ¿Se puede saber qué significa esto?
—Sí —intervino Gastón, mirando fijamente a Pedro—. ¿Se puede saber qué estás haciendo con mi prometida?
—¿Tu prometida? —Pedro tomó a Paula por la cintura—. Qué tipo tan bromista. Pero si ésta es mi mujercita. Gracias, tío —dijo mirando a Gastón—, por haberla vigilado en mi ausencia. Y siento haber llegado tarde.
—¿Éste es Lucas? —preguntó Alejandra, señalando acusadoramente a Pedro con una salchicha—. Pero si yo pensaba que Lucas era el otro...
—Es un nombre muy extendido... —Paula se atragantó en medio de la explicación cuando Pedro dejó caer la mano a la altura de uno de sus senos y le pellizcó suavemente el pezón.
—Nuestras madres fueron juntas al instituto —dijo Pedro—. Y les encantaba ese nombre. Así que los dos nos llamamos Lucas. Pero yo soy el más afortunado —puntualizó la frase dándole a Paula un pellizco en el trasero.
—Sí, sí... eso es —asintió Paula con vigor—. Por Dios mamá, ¿De verdad creías que ése era Lucas? —rió nerviosa—. No, él es sólo un amigo.
—Eso es —añadió Pedro—. Yo soy Lucas, el que se va a casar con esta preciosidad. Lucas Pedro Alfonso—le plantó a Paula otro beso en la boca antes de volverse hacia Alejandra—. Llevo mucho tiempo esperando este momento, mami. Estaba deseando agradecerte personalmente el que hayas traído al mundo a este pastelito que tengo a mi lado.
Alejandra rió. Pedro sonrió y el pastelito en cuestión tuvo que hacer el esfuerzo de su vida para resistir la tentación de asestarle una bien merecida patada en la fuente de todos los supuestos encantos de Alfonso El Salvaje. Lo habría hecho si su madre no hubiera estado sonriendo de oreja a oreja. Tenía que cuidar su salud. No podía arriesgarse a que supiera que en realidad no había ningún prometido.Así que dominó la tentación de darle una patada y se concentró en evitar concentrarse en la cálida masa de músculos que tenía a su lado.
—Pero si eres Alfonso El Salvaje, el jugador de fútbol —exclamó su madre.
—¿Le gustan los deportes? —Pedro le brindó la más deslumbrante de sus sonrisas.
—Tengo tres hijos, podría recitarle los nombres de todos los jugadores de la liga, señor... Lucas.—¿Por qué no me llamas Pedro? Lucas es demasiado formal —tomó la mano de Alejandra y la besó.
—Quiero que sepas que es un placer conocerte —dijo Alejandra con entusiasmo—. Pero yo pensaba que Paula me había dicho que eras contable.
—Entre otras cosas.
—Así que sabes hacer muchas cosas. Qué mañoso —miró a Gastón con rabia—. Ya sabía yo que mi hija no podía andar detrás de un hombre como éste. Ni siquiera le gusta la carne.
—El muy excéntrico —dijo Pedro.
Alejandra sonrió y volvió a mirar a Gastón con rabia. Pobre, pensó Paula. Pero un hombre que se dedicaba a participar en concursos de eructos, no debía darse fácilmente por ofendido.
—Creo que me voy a marchar —dijo Gastón, agarrando su chaqueta.
—Podrías quedarte a cenar con nosotros —lo invitó Paula.
Se sentía terriblemente culpable. Y también aliviada. Y sentía un extraño cosquilleo en la espalda... Era enfado, se dijo a sí misma. Estaba enfadada porque Zach Tanner la había pellizcado dos veces. Claro que sí, estaba enfadada.
—No quiero molestar.
Paula se inclinó hacia delante.
—No es ninguna molestia.
—Claro que no —intervino Alejandra, recuperando la hospitalidad sureña—. Pero si realmente tienes prisa, no te preocupes por nosotros. Haz lo que tengas que hacer. Ha sido un placer haberte conocido.
—Sí —dijo Gastón, con una mirada glacial.
—Gracias otra vez —añadió Pedro, abandonando el trasero de Paula para pasarle el brazo por los hombros.
La mirada de Paula voló hasta Zaira y vió que su amiga esbozaba una sonrisa triunfal.
—Creo que yo también me iré, señora Chaves—dijo Zaira, en cuanto Gastón se dirigió hacia la puerta—. Me alegro de haber vuelto a verla.
—Zaira, sigues siendo adorable —Alejandra inclinó la cabeza para que pudiera darle un beso en la mejilla—. Me encantaría que vinieras a verme. ¿No te ha hablado Paula de su hermano Gonzalo? Porque tiene tu edad, es soltero y muy atractivo.
—Iré en cuanto tenga unos días libres. Adiós.
Y antes de que Paula pudiera decir nada, tarea bastante complicada estando al lado de aquel tipo, Zaira se había ido.
—¿Paula? —la voz de su madre le hizo girar la cabeza—. ¿Se puede saber qué significa esto?
—Sí —intervino Gastón, mirando fijamente a Pedro—. ¿Se puede saber qué estás haciendo con mi prometida?
—¿Tu prometida? —Pedro tomó a Paula por la cintura—. Qué tipo tan bromista. Pero si ésta es mi mujercita. Gracias, tío —dijo mirando a Gastón—, por haberla vigilado en mi ausencia. Y siento haber llegado tarde.
—¿Éste es Lucas? —preguntó Alejandra, señalando acusadoramente a Pedro con una salchicha—. Pero si yo pensaba que Lucas era el otro...
—Es un nombre muy extendido... —Paula se atragantó en medio de la explicación cuando Pedro dejó caer la mano a la altura de uno de sus senos y le pellizcó suavemente el pezón.
—Nuestras madres fueron juntas al instituto —dijo Pedro—. Y les encantaba ese nombre. Así que los dos nos llamamos Lucas. Pero yo soy el más afortunado —puntualizó la frase dándole a Paula un pellizco en el trasero.
—Sí, sí... eso es —asintió Paula con vigor—. Por Dios mamá, ¿De verdad creías que ése era Lucas? —rió nerviosa—. No, él es sólo un amigo.
—Eso es —añadió Pedro—. Yo soy Lucas, el que se va a casar con esta preciosidad. Lucas Pedro Alfonso—le plantó a Paula otro beso en la boca antes de volverse hacia Alejandra—. Llevo mucho tiempo esperando este momento, mami. Estaba deseando agradecerte personalmente el que hayas traído al mundo a este pastelito que tengo a mi lado.
Alejandra rió. Pedro sonrió y el pastelito en cuestión tuvo que hacer el esfuerzo de su vida para resistir la tentación de asestarle una bien merecida patada en la fuente de todos los supuestos encantos de Alfonso El Salvaje. Lo habría hecho si su madre no hubiera estado sonriendo de oreja a oreja. Tenía que cuidar su salud. No podía arriesgarse a que supiera que en realidad no había ningún prometido.Así que dominó la tentación de darle una patada y se concentró en evitar concentrarse en la cálida masa de músculos que tenía a su lado.
—Pero si eres Alfonso El Salvaje, el jugador de fútbol —exclamó su madre.
—¿Le gustan los deportes? —Pedro le brindó la más deslumbrante de sus sonrisas.
—Tengo tres hijos, podría recitarle los nombres de todos los jugadores de la liga, señor... Lucas.—¿Por qué no me llamas Pedro? Lucas es demasiado formal —tomó la mano de Alejandra y la besó.
—Quiero que sepas que es un placer conocerte —dijo Alejandra con entusiasmo—. Pero yo pensaba que Paula me había dicho que eras contable.
—Entre otras cosas.
—Así que sabes hacer muchas cosas. Qué mañoso —miró a Gastón con rabia—. Ya sabía yo que mi hija no podía andar detrás de un hombre como éste. Ni siquiera le gusta la carne.
—El muy excéntrico —dijo Pedro.
Alejandra sonrió y volvió a mirar a Gastón con rabia. Pobre, pensó Paula. Pero un hombre que se dedicaba a participar en concursos de eructos, no debía darse fácilmente por ofendido.
—Creo que me voy a marchar —dijo Gastón, agarrando su chaqueta.
—Podrías quedarte a cenar con nosotros —lo invitó Paula.
Se sentía terriblemente culpable. Y también aliviada. Y sentía un extraño cosquilleo en la espalda... Era enfado, se dijo a sí misma. Estaba enfadada porque Zach Tanner la había pellizcado dos veces. Claro que sí, estaba enfadada.
—No quiero molestar.
Paula se inclinó hacia delante.
—No es ninguna molestia.
—Claro que no —intervino Alejandra, recuperando la hospitalidad sureña—. Pero si realmente tienes prisa, no te preocupes por nosotros. Haz lo que tengas que hacer. Ha sido un placer haberte conocido.
—Sí —dijo Gastón, con una mirada glacial.
—Gracias otra vez —añadió Pedro, abandonando el trasero de Paula para pasarle el brazo por los hombros.
La mirada de Paula voló hasta Zaira y vió que su amiga esbozaba una sonrisa triunfal.
—Creo que yo también me iré, señora Chaves—dijo Zaira, en cuanto Gastón se dirigió hacia la puerta—. Me alegro de haber vuelto a verla.
—Zaira, sigues siendo adorable —Alejandra inclinó la cabeza para que pudiera darle un beso en la mejilla—. Me encantaría que vinieras a verme. ¿No te ha hablado Paula de su hermano Gonzalo? Porque tiene tu edad, es soltero y muy atractivo.
—Iré en cuanto tenga unos días libres. Adiós.
Y antes de que Paula pudiera decir nada, tarea bastante complicada estando al lado de aquel tipo, Zaira se había ido.
viernes, 27 de julio de 2018
Dulce Amor: Capítulo 15
—Estás muy guapa esta noche.
Paula se volvió para mirar al hombre que estaba a su lado. Zaira estaba en lo cierto. El primo de Rodrigo, Gastón, había perdido su barriga. Si no hubiera estado enterada del desagradable deporte que lo había llevado a la fama, no se habría imaginado nunca que aquel hombre pudiera dedicarse a semejante grosería.Vestido con un traje azul marino, Gastón tenía el aspecto del amable contable del que le había hablado a su madre durante los últimos seis meses. Aunque no tuviera los ojos azul marino, sino bastante claros y en el traje de Batman pudieran caber dos como él, encajaba bastante bien con la descripción. De momento, no le había oído hacer ningún ruido extraño. No parecía que estuviera en período de entrenamiento para ninguna competición. Gastón era realmente un hombre sano, atento, amable, discreto y reservado. Por una vez, parecía que todo fuera a salir bien.Y quizá eso debería haber bastado para prevenirla del desastre que se avecinaba.
Gastón era demasiado bueno para ser verdad. Demasiado bueno. Demasiado educado. Demasiado saludable. Y Alejandra Chaves lo odió en cuanto lo vió. Por supuesto, no lo dijo. Pero Paula lo sabía. En cuanto su madre entró en casa, nerviosa tras las dos horas de vuelo, se le cayó el alma a los pies. Su madre se quitó el abrigo y se dejó caer en el sofá, al lado de Zaira y se quedó mirando fijamente a Gastón por encima de una bandeja de hojaldres de queso. Gastón no se ofreció a retirar su equipaje. Lo que supuso un primer motivo de desagrado para Alejandra. En cuanto fueron hechas las presentaciones, Paula llevó una bandeja con limonada.
—Oh, gracias —dijo Alejandra, tomando un vaso. Se bebió la mitad de un golpe y tomó un hojaldre—. Ha sido un vuelo terrible.
—¿Demasiado agitado?
—No, pero la comida era espantosa.
—¿Demasiado grasienta quizá? —preguntó Gastón.
—Demasiado poco —Alejandra se metió un hojaldre en la boca—. ¿A quién se le ocurre pensar que alguien puede llenarse con un trocito de lasaña? Y hablando de lasaña —tomó otro hojaldre—, Paula, querida, ¿Te he dicho que Mabel Braxton ha tenido un ataque al corazón? Precisamente estaba preparando su lasaña a los ocho quesos cuando lo sufrió.
—¿Ocho quesos? —preguntó Gastón escandalizado, mientras se quitaba una mota de polvo del traje—. Pero si el queso es terrible para las arterias.
Alejandra, a punto de tomar otro hojaldre, alzó la mirada hacia él.
—¿No te gusta el queso?
Gastón se sacudió otra mota invisible de polvo.
—Lo como muy de vez en cuando. Engorda demasiado.Segundo motivo.
—Come, mamá —dijo Paula, tendiéndole dos hojaldres a su madre—. Los he hecho especialmente para tí —tomó el vaso vacío de su madre y se levantó para llevarlo a la cocina.
¿Por qué diablos no le habría hecho ninguna advertencia a Gastón sobre la comida? Ese tipo competía en concursos de eructos, por el amor de Dios. Lo último que esperaba de él era que fuera tan delicado con la comida.—... ¿Que no te gustan los asados de caza? —la voz de su madre se elevó por encima del zumbido de los electrodomésticos de la cocina antes de que Zaira hubiera llegado a la puerta.
—Será mejor que me dé prisa en volver —dijo en susurro.
—No sólo la caza —estaba diciendo Gastón en el momento que Paula entró en la habitación con una bandeja de salchichas ahumadas—. No como ninguna carne roja.
Motivo de disgusto número tres. Paula entró tan precipitadamente que estuvo a punto de caerse con la bandeja. Miró directamente a su madre. Alejandra parecía a punto de explotar.
—Pero supongo que comerás perritos con chile —comentó Paula, volviéndose hacia Gastón.
—Sólo vegetarianos y con ración doble de judías cuando estoy entrenando, por supuesto.
—Por supuesto —musitó Paula.
—Él... No come carne —comentó Alejandra, reclinándose en el sofá—. Creo que no me encuentro bien.
—¿Ha comido algún tipo de carne en el avión? —preguntó Gastón, a pesar de la mirada de advertencia que le dirigió Paula—. Porque las carnes rojas son un veneno, para el sistema digestivo. A veces, cuesta eliminar las grasas animales y por eso...
—Mamá, he preparado unas salchichas —Paula acercó la bandeja a su madre.
—Son de cerdo y el cerdo es tan malo como las carnes rojas.
El timbre de la puerta sonó en ese momento, ahogando afortunadamente el último comentario de Gastón. Paula y Zaira se levantaron casi al mismo tiempo. Pero Zaira fue más rápida.
—Ya abro yo. Probablemente sea Rodrigo. Le dije que se pasara por aquí para conocer a tu madre.
Paula se sentó al lado de Alejandra y se metió dos hojaldres en la boca. Su madre parecía al borde del desmayo mientras Gastón continuaba hablándoles de la importancia de una dieta saludable.
—La carne no es en absoluto la mejor fuente de proteínas. La mayoría de la gente no lo sabe, pero unos buenos frutos secos y un zumo, proporcionan proteínas...
—¡Cariño! Ya estoy en casa —Paula, que estaba a punto ya de meterse un cuarto hojaldre en la boca, se quedó completamente paralizada.
Conocía aquella voz. Pero no, era imposible. No podía ser. Segundos después, unas enormes manos la instaban a levantarse.
—Siento llegar tarde, pero me he entretenido tomando unas cervezas con los amigos.
Paula se tragó el resto del hojaldre de golpe y se encontró de pronto frente al mismísimo Pedro Alfonso.
Paula se volvió para mirar al hombre que estaba a su lado. Zaira estaba en lo cierto. El primo de Rodrigo, Gastón, había perdido su barriga. Si no hubiera estado enterada del desagradable deporte que lo había llevado a la fama, no se habría imaginado nunca que aquel hombre pudiera dedicarse a semejante grosería.Vestido con un traje azul marino, Gastón tenía el aspecto del amable contable del que le había hablado a su madre durante los últimos seis meses. Aunque no tuviera los ojos azul marino, sino bastante claros y en el traje de Batman pudieran caber dos como él, encajaba bastante bien con la descripción. De momento, no le había oído hacer ningún ruido extraño. No parecía que estuviera en período de entrenamiento para ninguna competición. Gastón era realmente un hombre sano, atento, amable, discreto y reservado. Por una vez, parecía que todo fuera a salir bien.Y quizá eso debería haber bastado para prevenirla del desastre que se avecinaba.
Gastón era demasiado bueno para ser verdad. Demasiado bueno. Demasiado educado. Demasiado saludable. Y Alejandra Chaves lo odió en cuanto lo vió. Por supuesto, no lo dijo. Pero Paula lo sabía. En cuanto su madre entró en casa, nerviosa tras las dos horas de vuelo, se le cayó el alma a los pies. Su madre se quitó el abrigo y se dejó caer en el sofá, al lado de Zaira y se quedó mirando fijamente a Gastón por encima de una bandeja de hojaldres de queso. Gastón no se ofreció a retirar su equipaje. Lo que supuso un primer motivo de desagrado para Alejandra. En cuanto fueron hechas las presentaciones, Paula llevó una bandeja con limonada.
—Oh, gracias —dijo Alejandra, tomando un vaso. Se bebió la mitad de un golpe y tomó un hojaldre—. Ha sido un vuelo terrible.
—¿Demasiado agitado?
—No, pero la comida era espantosa.
—¿Demasiado grasienta quizá? —preguntó Gastón.
—Demasiado poco —Alejandra se metió un hojaldre en la boca—. ¿A quién se le ocurre pensar que alguien puede llenarse con un trocito de lasaña? Y hablando de lasaña —tomó otro hojaldre—, Paula, querida, ¿Te he dicho que Mabel Braxton ha tenido un ataque al corazón? Precisamente estaba preparando su lasaña a los ocho quesos cuando lo sufrió.
—¿Ocho quesos? —preguntó Gastón escandalizado, mientras se quitaba una mota de polvo del traje—. Pero si el queso es terrible para las arterias.
Alejandra, a punto de tomar otro hojaldre, alzó la mirada hacia él.
—¿No te gusta el queso?
Gastón se sacudió otra mota invisible de polvo.
—Lo como muy de vez en cuando. Engorda demasiado.Segundo motivo.
—Come, mamá —dijo Paula, tendiéndole dos hojaldres a su madre—. Los he hecho especialmente para tí —tomó el vaso vacío de su madre y se levantó para llevarlo a la cocina.
¿Por qué diablos no le habría hecho ninguna advertencia a Gastón sobre la comida? Ese tipo competía en concursos de eructos, por el amor de Dios. Lo último que esperaba de él era que fuera tan delicado con la comida.—... ¿Que no te gustan los asados de caza? —la voz de su madre se elevó por encima del zumbido de los electrodomésticos de la cocina antes de que Zaira hubiera llegado a la puerta.
—Será mejor que me dé prisa en volver —dijo en susurro.
—No sólo la caza —estaba diciendo Gastón en el momento que Paula entró en la habitación con una bandeja de salchichas ahumadas—. No como ninguna carne roja.
Motivo de disgusto número tres. Paula entró tan precipitadamente que estuvo a punto de caerse con la bandeja. Miró directamente a su madre. Alejandra parecía a punto de explotar.
—Pero supongo que comerás perritos con chile —comentó Paula, volviéndose hacia Gastón.
—Sólo vegetarianos y con ración doble de judías cuando estoy entrenando, por supuesto.
—Por supuesto —musitó Paula.
—Él... No come carne —comentó Alejandra, reclinándose en el sofá—. Creo que no me encuentro bien.
—¿Ha comido algún tipo de carne en el avión? —preguntó Gastón, a pesar de la mirada de advertencia que le dirigió Paula—. Porque las carnes rojas son un veneno, para el sistema digestivo. A veces, cuesta eliminar las grasas animales y por eso...
—Mamá, he preparado unas salchichas —Paula acercó la bandeja a su madre.
—Son de cerdo y el cerdo es tan malo como las carnes rojas.
El timbre de la puerta sonó en ese momento, ahogando afortunadamente el último comentario de Gastón. Paula y Zaira se levantaron casi al mismo tiempo. Pero Zaira fue más rápida.
—Ya abro yo. Probablemente sea Rodrigo. Le dije que se pasara por aquí para conocer a tu madre.
Paula se sentó al lado de Alejandra y se metió dos hojaldres en la boca. Su madre parecía al borde del desmayo mientras Gastón continuaba hablándoles de la importancia de una dieta saludable.
—La carne no es en absoluto la mejor fuente de proteínas. La mayoría de la gente no lo sabe, pero unos buenos frutos secos y un zumo, proporcionan proteínas...
—¡Cariño! Ya estoy en casa —Paula, que estaba a punto ya de meterse un cuarto hojaldre en la boca, se quedó completamente paralizada.
Conocía aquella voz. Pero no, era imposible. No podía ser. Segundos después, unas enormes manos la instaban a levantarse.
—Siento llegar tarde, pero me he entretenido tomando unas cervezas con los amigos.
Paula se tragó el resto del hojaldre de golpe y se encontró de pronto frente al mismísimo Pedro Alfonso.
Dulce Amor: Capítulo 14
—Estoy loca —Paula se apoyó contra el mostrador de la cocina y miró fijamente a Zaira.
—No, no estás loca. Probablemente, es lo más inteligente que has podido hacer. Aumentar tres veces la oferta original. Vamos a ganar una fortuna.
—Pero yo no quiero ganar una fortuna. Bueno, claro que quiero, pero... Oh, ¿Pero qué estoy diciendo? —enterró el rostro entre las manos—. ¿Qué ha pasado con mis prioridades? ¿Qué ha sido de mi orgullo, por el amor de Dios? Estaba allí sentada, imaginándome a mí misma en la cima del éxito y basta que llame mi madre para que me vea negando esa oferta y pidiendo a Pedro Alfonso como parte del contrato. He hecho el ridículo.
—No me parece en absoluto ridículo incluir a un ejemplar como Alfonso en una negociación. Lo único que has hecho ha sido confirmar las teorías de Darwin: las mujeres se sienten atraídas por los hombres más viriles.
—No me siento atraída por él. He hecho esa propuesta porque encaja con la descripción —entre otras cosas, porque era a él al que había descrito—. Toda la reunión ha sido como un episodio de una serie de humor.
—Mira, estoy segura de que Alfonso todavía está interesado en tu Chocolate Cherry Cha—Cha.
—¿Y por qué ha tenido que ser él? Ese hombre es un cretino. Debo haber sufrido un ataque de locura para haber pedido que finja ser mi prometido. Y me temo que no se me ha pasado todavía. A las cinco de la tarde, seguía rezando para que estuviera de acuerdo. Oh, ya no me queda ninguna esperanza. Es imposible que acepte mi propuesta. Yo no soy exactamente su tipo... Ya sabes, una buena delantera, nada de cerebro y una cara que pueda aparecer en la portada de cualquier revista.
—Tienes una buena delantera.
—Pero mi cerebro es demasiado grande.
—Bueno, quizá necesite algún incentivo —la miró pensativa.
—¿A qué te refieres?
—A nada. En cualquier caso, ya he puesto en funcionamiento el plan B, por si falla todo lo demás.
—El primo de Rodrigo.
En ese momento sonó el timbre de la puerta y Paula tomó aire. Abriría la puerta, adularía al primo de Rodrigo durante unas horas y le prometería algún regalo extra si conseguía que su madre no se enterara de que era campeón de eructos.
—Esa mujer no se pasa la vida mordiendo a los demás —le decía Diego a Pedro al día siguiente—. Y el restaurante número diez necesita una nueva cocina. Y hay que hacer obras en el de las Galerías de Dallas y... —Diego se pasó la mano por el pelo y le mostró a Pedro unas hebras de pelo naranja—. Me estoy quedando calvo.
—Pero si son cuatro pelos.
—Cuatro pelos hoy, cuatro mañana y terminaré como Telly Savalas.
—Tranquilízate, Diego—Pedro se repantingó en la silla—. Dale a Paula Chaves algún tiempo. Esa mujer no es tonta. He hecho algunas averiguaciones. Dirige perfectamente su negocio. Desde el año pasado, ha duplicado el volumen de su negocio. Y no sólo suministra dulces a los restaurantes de la zona, sino que ha elaborado un catálogo que está a disposición de todos los restaurantes de los Estados Unidos.
—Entonces no necesita nuestros restaurantes.
—¿Que va a prescindir de cuarenta y dos restaurantes? Bromeas. Terminará aceptando la oferta. Así que relájate —vió que Diego terminaba su tercera taza de café; demasiada cafeína para un hombre nervioso—. Diego, no te había visto tan nervioso desde que nos hicieron la auditoría.
—A las tres de la tarde de hoy, le había hecho ya cuatro ofertas. Y las ha rechazado todas. Y —añadió, al ver que Pedro abría la boca para protestar—, esta mañana, su asesora financiera, Zaira Nara, me ha dicho que si tú no estás dispuesto a participar en esa pequeña farsa, firmará la exclusiva con Bob's Barbecue.
—¿Qué? —Pedro saltó de la silla. Una cosa era jugar fuerte para conseguir un buen contrato, y otra muy diferente chantajearlo y convertir a su mejor amigo en un obseso de la calvicie—. Esa mujer está completamente loca. Bob sólo tiene veinte restaurantes, la mitad que nosotros. Jamás podrá igualar nuestra oferta.
—Ya se lo he dicho, pero esa mujer no quiere dinero. Te quiere a tí. Sólo te está pidiendo dos semanas de tu tiempo. Vamos, Pedro, puedes hacerlo. Le diré a la prensa que estás de vacaciones, así no tendrás que preocuparte por las apariencias.
Pedro se imaginó a sí mismo frente a Paula Chaves. Ella mirándolo a los ojos y él mirándola a los ojos. Ella sonreía y él sonreía. Paula se inclinaba hacia delante y él le rodeaba la cintura con los brazos y...
—Unas vacaciones, ¿Eh?
—Les diré que te has ido lejos. Al desierto del Sahara, a esquiar a Suiza, a caminar por la jungla... Cualquier cosa que refuerce tu imagen. La prensa se lo tragará y nosotros conseguiremos el contrato. Yo tendré una cosa menos de la que preocuparme, Paula te tendrá a tí como supuesto prometido y todo el mundo feliz.
Excepto Pedro. Él era el cordero sacrificial. Era su imagen la que sufriría si aceptaba aquel acuerdo y la prensa terminaba descubriéndolo. Pero si no lo hacía, perdería frente a Bob's Barbacue, y si había algo que Pedro Alfonso no soportaba era perder. Además Diego, su mejor amigo, podría perder otro manojo de pelo, quizá dos. Y sería el responsable directo de aquella pérdida.
—Dile a nuestro abogado que redacte el contrato. Si Paula quiere a Alfonso El Salvaje, lo tendrá.
—No, no estás loca. Probablemente, es lo más inteligente que has podido hacer. Aumentar tres veces la oferta original. Vamos a ganar una fortuna.
—Pero yo no quiero ganar una fortuna. Bueno, claro que quiero, pero... Oh, ¿Pero qué estoy diciendo? —enterró el rostro entre las manos—. ¿Qué ha pasado con mis prioridades? ¿Qué ha sido de mi orgullo, por el amor de Dios? Estaba allí sentada, imaginándome a mí misma en la cima del éxito y basta que llame mi madre para que me vea negando esa oferta y pidiendo a Pedro Alfonso como parte del contrato. He hecho el ridículo.
—No me parece en absoluto ridículo incluir a un ejemplar como Alfonso en una negociación. Lo único que has hecho ha sido confirmar las teorías de Darwin: las mujeres se sienten atraídas por los hombres más viriles.
—No me siento atraída por él. He hecho esa propuesta porque encaja con la descripción —entre otras cosas, porque era a él al que había descrito—. Toda la reunión ha sido como un episodio de una serie de humor.
—Mira, estoy segura de que Alfonso todavía está interesado en tu Chocolate Cherry Cha—Cha.
—¿Y por qué ha tenido que ser él? Ese hombre es un cretino. Debo haber sufrido un ataque de locura para haber pedido que finja ser mi prometido. Y me temo que no se me ha pasado todavía. A las cinco de la tarde, seguía rezando para que estuviera de acuerdo. Oh, ya no me queda ninguna esperanza. Es imposible que acepte mi propuesta. Yo no soy exactamente su tipo... Ya sabes, una buena delantera, nada de cerebro y una cara que pueda aparecer en la portada de cualquier revista.
—Tienes una buena delantera.
—Pero mi cerebro es demasiado grande.
—Bueno, quizá necesite algún incentivo —la miró pensativa.
—¿A qué te refieres?
—A nada. En cualquier caso, ya he puesto en funcionamiento el plan B, por si falla todo lo demás.
—El primo de Rodrigo.
En ese momento sonó el timbre de la puerta y Paula tomó aire. Abriría la puerta, adularía al primo de Rodrigo durante unas horas y le prometería algún regalo extra si conseguía que su madre no se enterara de que era campeón de eructos.
—Esa mujer no se pasa la vida mordiendo a los demás —le decía Diego a Pedro al día siguiente—. Y el restaurante número diez necesita una nueva cocina. Y hay que hacer obras en el de las Galerías de Dallas y... —Diego se pasó la mano por el pelo y le mostró a Pedro unas hebras de pelo naranja—. Me estoy quedando calvo.
—Pero si son cuatro pelos.
—Cuatro pelos hoy, cuatro mañana y terminaré como Telly Savalas.
—Tranquilízate, Diego—Pedro se repantingó en la silla—. Dale a Paula Chaves algún tiempo. Esa mujer no es tonta. He hecho algunas averiguaciones. Dirige perfectamente su negocio. Desde el año pasado, ha duplicado el volumen de su negocio. Y no sólo suministra dulces a los restaurantes de la zona, sino que ha elaborado un catálogo que está a disposición de todos los restaurantes de los Estados Unidos.
—Entonces no necesita nuestros restaurantes.
—¿Que va a prescindir de cuarenta y dos restaurantes? Bromeas. Terminará aceptando la oferta. Así que relájate —vió que Diego terminaba su tercera taza de café; demasiada cafeína para un hombre nervioso—. Diego, no te había visto tan nervioso desde que nos hicieron la auditoría.
—A las tres de la tarde de hoy, le había hecho ya cuatro ofertas. Y las ha rechazado todas. Y —añadió, al ver que Pedro abría la boca para protestar—, esta mañana, su asesora financiera, Zaira Nara, me ha dicho que si tú no estás dispuesto a participar en esa pequeña farsa, firmará la exclusiva con Bob's Barbecue.
—¿Qué? —Pedro saltó de la silla. Una cosa era jugar fuerte para conseguir un buen contrato, y otra muy diferente chantajearlo y convertir a su mejor amigo en un obseso de la calvicie—. Esa mujer está completamente loca. Bob sólo tiene veinte restaurantes, la mitad que nosotros. Jamás podrá igualar nuestra oferta.
—Ya se lo he dicho, pero esa mujer no quiere dinero. Te quiere a tí. Sólo te está pidiendo dos semanas de tu tiempo. Vamos, Pedro, puedes hacerlo. Le diré a la prensa que estás de vacaciones, así no tendrás que preocuparte por las apariencias.
Pedro se imaginó a sí mismo frente a Paula Chaves. Ella mirándolo a los ojos y él mirándola a los ojos. Ella sonreía y él sonreía. Paula se inclinaba hacia delante y él le rodeaba la cintura con los brazos y...
—Unas vacaciones, ¿Eh?
—Les diré que te has ido lejos. Al desierto del Sahara, a esquiar a Suiza, a caminar por la jungla... Cualquier cosa que refuerce tu imagen. La prensa se lo tragará y nosotros conseguiremos el contrato. Yo tendré una cosa menos de la que preocuparme, Paula te tendrá a tí como supuesto prometido y todo el mundo feliz.
Excepto Pedro. Él era el cordero sacrificial. Era su imagen la que sufriría si aceptaba aquel acuerdo y la prensa terminaba descubriéndolo. Pero si no lo hacía, perdería frente a Bob's Barbacue, y si había algo que Pedro Alfonso no soportaba era perder. Además Diego, su mejor amigo, podría perder otro manojo de pelo, quizá dos. Y sería el responsable directo de aquella pérdida.
—Dile a nuestro abogado que redacte el contrato. Si Paula quiere a Alfonso El Salvaje, lo tendrá.
Dulce Amor: Capítulo 13
—¿Qué me dices entonces, Pedro? —preguntó Diego cuando terminó de recitar los términos de la propuesta de Paula.
Pedro estalló en carcajadas. Así que Paula Chaves no estaba tan ofendida como había fingido y al final se había rendido a los encantos de Alfonso El Salvaje. Igual que todas. Aquel pensamiento consiguió vencer sus risas. Aunque no estaba seguro de por qué. Quizá tuviera que ver con lo que había ocurrido en el interior de cierto armario, del que había salido con la seguridad de que Paula era capaz de ver más allá de las apariencias.
—Me alegro de que te lo tomes en serio —Diego le pasó el libro de cuentas—. Porque su Chocolate Cherry Cha Cha es verdaderamente popular. Podemos quedarnos con la exclusiva de ese dulce ¿Qué te parece?
—Me parece que eres un genio de los negocios, colega. Es un buen trato, pero, bajo ninguna circunstancia, pienso cargar con Paula Chaves, ni siquiera temporalmente. Esa mujer es letal para mi imagen, por no hablar de mi salud.
—¿Pero de verdad te mordió? —Pedro asintió y Diego sonrió de oreja a oreja—. Me encantaría haberlo visto.
—Muchas gracias.
—Sabes que te aprecio, Pedro. Para mí eres como un hermano. Pero te aprecio a tí. Lo de El Salvaje es otra historia. Ese tipo se merece que lo peguen un mordisco de vez en cuando —Diego palmeó los papeles del contrato—. Por favor, piensa en la posibilidad de llegar a un acuerdo.
—Sólo estoy dispuesto a ofrecer más dinero.
—Ella no quiere más dinero. Te quiere a tí.
—¿Que finja ser el prometido de la hija de Drácula durante dos semanas? Olvídalo.
—Es un buen trato. Es una mujer atractiva y está tan loca por Alfonso El Salvaje como para hacerse pasar por su prometida. Y tú quieres sus tartas. Pueden hacerse muy felices. Y también a mí —añadió Diego. Se pasó la mano por el pelo—. ¿Sabes lo que me he encontrado esta mañana en el peine?
—¿Pelos?
Diego hundió la cabeza entre las manos.
—Creo que estoy empezando a perderlo.
—Pero si sólo tienes treinta y cuatro años.
—Casi treinta y cinco. Ya estoy rozando la madurez.
—Y un infierno. A los treinta y cuatro años se es joven. Condenadamente joven —y lo sabía por experiencia propia.
Tenía treinta y cuatro años, diez meses, tres semanas y dos días y se consideraba en la primera etapa de su vida. La madurez todavía estaba muy lejos.
—Todavía no estoy preparado para enfrentarme a la calvicie. Y el problema no tiene por qué ser de edad. Es genético. Si tienes un padre calvo, es posible que tú lo seas.
—Pero tú no sabes si tu padre fue calvo.
—Quizá lo fuera mi madre —Diego se sirvió un café—. Casi no me acuerdo de ellos y en las dos fotografías que tengo es difícil precisar cuál de los dos era propenso a la calvicie. Pero el problema es que me está ocurriendo a mí y el estrés empeora la situación. Hazlo por mí, Pedro. Firma ese contrato.
—No puedo —Pedro se frotó la boca. Todavía sentía la mordedura. Y el problema no era que le doliera. Sino todo lo contrario. Le gustaba, y allí residía el peligro—. Me mordió delante de una multitud y de las cámaras de televisión.
—Mordió a Alfonso El Salvaje.
—Somos el mismo, Diego.
—Eso no es cierto. Tú eres un hombre amable, preocupado por los demás. Y El Salvaje es un tipo dominante, que hace lo que quiere y cuando quiere sin preocuparse de las consecuencias.
—Y la gente lo quiero por eso.
—Lo admiran porque tener las narices de pasar por encima de los convencionalismos. Hay una gran diferencia entre admirar y querer. Quizá la hubiera.
Pero para Pedro , huérfano desde los cinco años, la línea entre la admiración y el amor hacía mucho tiempo que se había borrado.
—Soncomo el fuego y el agua. El fuego es poderoso —continuó diciendo Diego—, pero el agua puedo convertirlo en polvo.
—Me parece que estás leyendo demasiado.
—Tú también lo harías si estuvieras casado con una bibliotecaria.
—¿Qué tal está Leticia?
—Más preocupada por mi pelo que tú. Ha insistido en comprarme un tratamiento de Rogaine y una nueva cinta de Mozart. Ahora, si pudiera conseguir que mi compañero de trabajo colaborara, me iría a casa, comenzaría el tratamiento e intentaría relajarme un rato —al ver la expresión decidida de Pedro, alzó las manos—. O si pudiera ofrecerle a Paula Chaves algo más que dinero.
Pedro estalló en carcajadas. Así que Paula Chaves no estaba tan ofendida como había fingido y al final se había rendido a los encantos de Alfonso El Salvaje. Igual que todas. Aquel pensamiento consiguió vencer sus risas. Aunque no estaba seguro de por qué. Quizá tuviera que ver con lo que había ocurrido en el interior de cierto armario, del que había salido con la seguridad de que Paula era capaz de ver más allá de las apariencias.
—Me alegro de que te lo tomes en serio —Diego le pasó el libro de cuentas—. Porque su Chocolate Cherry Cha Cha es verdaderamente popular. Podemos quedarnos con la exclusiva de ese dulce ¿Qué te parece?
—Me parece que eres un genio de los negocios, colega. Es un buen trato, pero, bajo ninguna circunstancia, pienso cargar con Paula Chaves, ni siquiera temporalmente. Esa mujer es letal para mi imagen, por no hablar de mi salud.
—¿Pero de verdad te mordió? —Pedro asintió y Diego sonrió de oreja a oreja—. Me encantaría haberlo visto.
—Muchas gracias.
—Sabes que te aprecio, Pedro. Para mí eres como un hermano. Pero te aprecio a tí. Lo de El Salvaje es otra historia. Ese tipo se merece que lo peguen un mordisco de vez en cuando —Diego palmeó los papeles del contrato—. Por favor, piensa en la posibilidad de llegar a un acuerdo.
—Sólo estoy dispuesto a ofrecer más dinero.
—Ella no quiere más dinero. Te quiere a tí.
—¿Que finja ser el prometido de la hija de Drácula durante dos semanas? Olvídalo.
—Es un buen trato. Es una mujer atractiva y está tan loca por Alfonso El Salvaje como para hacerse pasar por su prometida. Y tú quieres sus tartas. Pueden hacerse muy felices. Y también a mí —añadió Diego. Se pasó la mano por el pelo—. ¿Sabes lo que me he encontrado esta mañana en el peine?
—¿Pelos?
Diego hundió la cabeza entre las manos.
—Creo que estoy empezando a perderlo.
—Pero si sólo tienes treinta y cuatro años.
—Casi treinta y cinco. Ya estoy rozando la madurez.
—Y un infierno. A los treinta y cuatro años se es joven. Condenadamente joven —y lo sabía por experiencia propia.
Tenía treinta y cuatro años, diez meses, tres semanas y dos días y se consideraba en la primera etapa de su vida. La madurez todavía estaba muy lejos.
—Todavía no estoy preparado para enfrentarme a la calvicie. Y el problema no tiene por qué ser de edad. Es genético. Si tienes un padre calvo, es posible que tú lo seas.
—Pero tú no sabes si tu padre fue calvo.
—Quizá lo fuera mi madre —Diego se sirvió un café—. Casi no me acuerdo de ellos y en las dos fotografías que tengo es difícil precisar cuál de los dos era propenso a la calvicie. Pero el problema es que me está ocurriendo a mí y el estrés empeora la situación. Hazlo por mí, Pedro. Firma ese contrato.
—No puedo —Pedro se frotó la boca. Todavía sentía la mordedura. Y el problema no era que le doliera. Sino todo lo contrario. Le gustaba, y allí residía el peligro—. Me mordió delante de una multitud y de las cámaras de televisión.
—Mordió a Alfonso El Salvaje.
—Somos el mismo, Diego.
—Eso no es cierto. Tú eres un hombre amable, preocupado por los demás. Y El Salvaje es un tipo dominante, que hace lo que quiere y cuando quiere sin preocuparse de las consecuencias.
—Y la gente lo quiero por eso.
—Lo admiran porque tener las narices de pasar por encima de los convencionalismos. Hay una gran diferencia entre admirar y querer. Quizá la hubiera.
Pero para Pedro , huérfano desde los cinco años, la línea entre la admiración y el amor hacía mucho tiempo que se había borrado.
—Soncomo el fuego y el agua. El fuego es poderoso —continuó diciendo Diego—, pero el agua puedo convertirlo en polvo.
—Me parece que estás leyendo demasiado.
—Tú también lo harías si estuvieras casado con una bibliotecaria.
—¿Qué tal está Leticia?
—Más preocupada por mi pelo que tú. Ha insistido en comprarme un tratamiento de Rogaine y una nueva cinta de Mozart. Ahora, si pudiera conseguir que mi compañero de trabajo colaborara, me iría a casa, comenzaría el tratamiento e intentaría relajarme un rato —al ver la expresión decidida de Pedro, alzó las manos—. O si pudiera ofrecerle a Paula Chaves algo más que dinero.
Dulce Amor: Capítulo 12
Tenía que olvidarlo, se dijo. Y eso era lo que quería hacer. Pero entonces, ¿por qué le bastaba ver una fotografía para sentir aquel nudo en el estómago? Por culpa de su desesperación, decidió. Estaba tan desesperada por encontrar a alguien que incluso Pedro Alfonso le parecía un posible candidato.
—... Estoy realmente impresionado con sus cuentas.
—Lo siento, ¿Qué decía?
—Que ha batido todos los récords en ventas. La tarta de chocolate en particular entusiasma a nuestros clientes y es la que nos gustaría incorporar a todos nuestros restaurantes.
—¿Quiere decir que me está ofreciendo un contrato?
—Eso es exactamente lo que quiero decir.
En el rostro de Paula apareció una sonrisa que se apagó rápidamente.
—¿Pero? Porque hay un pero, ¿Verdad? Lo tiene dibujado en la cara.
—Un pero muy pequeño.
—Mire, lo siento, ya sé que lo mordí, pero él me pilló desprevenida.
—¿A quién mordió?
—¿No lo sabe?
—¿De verdad ha mordido a alguien?
—Um, sí, pero no le hice nada. Ni siquiera le dejé marca en la piel —se inclinó hacia delante—. ¿Entonces tengo el contrato?
—Siempre y cuando Wild Man Ribs pueda tener la exclusiva de su tarta de chocolate —sus palabras fueron interrumpidas por el móvil de Paula.
—Disculpe —sacó el teléfono—. Jime, ahora mismo estoy ocupada.
—No me hables en ese tono, jovencita.
—¿Mamá?
—Claro que soy tu madre. La única que tienes. La mujer que pasó catorce horas y treinta y cinco minutos sudando y apretando los dientes para que pudiera venir al mundo esa niña que veintiocho años después me habla con tamaña insolencia.
—Lo siento mamá, ¿Qué ocurre?
—Se me ha olvidado preguntarte la talla que usa tu novio. La abuela Rosa me ha pedido que la lleve de compras. Quiere comprarle algo bonito.
—Yo... —Paula se quedó sin habla. ¿De compras? La abuela Rosa odiaba ir de compras. La última vez que había pisado una galería comercial había sido seis años atrás, para comprar el regalo de boda de uno de sus nietos—. Oh, no.
—¿Está usted bien, señorita Chaves? —le preguntó Diego.
—Extra grande —le contestó Paula a su madre en cuanto pudo articular palabra.
Diego le tendió una taza de café en cuanto la joven guardó el teléfono. Pero lo último que Paula necesitaba era cafeína.
—Como le iba diciendo —continuó Diego—, si firma la exclusiva, estamos dispuestos a ofrecerle un suculento contrato.Y esperaba conocer a su futuro yerno.
—Contrato que tengo aquí mismo.Y pensaba llevar el regalo de la abuela Rosa.
—Si acepta, estamos dispuestos a pagarle la cantidad que se indica en el párrafo de arriba, además del suplemento correspondiente por cuantos pedidos adicionales tengamos que hacerle cada semana.
A través de la niebla de su ansiedad, su cerebro registró la noticia. ¡Sí! Aquello era lo que tanto había esperado. Un contrato con una cadena de restaurantes. Podría hacerse tan famosa como Alfonso El Salvaje. Beatríz Crocker iba a tener que cambiar de ciudad, Sara Lee iba a lamerle los zapatos y Julia Child tendría que abandonar el negocio... ¡Claro que aceptaba!
—No sé si puedo aceptar.
—¿Perdón? —Diego Black la miró estupefacto—. Ah, por supuesto, quiere algo más. Es usted una gran mujer de negocios —escribió una cifra frente a ella, pero Paula negó con la cabeza.
—¿Todavía no es suficiente?
—No quiero el dinero.
—Me temo que no la comprendo.
—El dinero es magnífico, fabuloso y me encantaría poder decir que sí. Normalmente lo haría. Pero desde ayer, mi vida ha dejado de ser normal. Desde que mi madre llamó, me he dedicado a tropezar voluntariamente con carros de supermercado, y ayer, por primera vez en mi vida, mordí a alguien. Mi madre llega mañana y mi abuela Rosa quiere salir hoy de compras —tragó saliva—. De compras, es increíble.
—¿Perdón?
—No importa. En cualquier caso, aprecio la oferta. He estado esperando una oferta de este tipo durante mucho tiempo, pero no puedo aceptar.
—¿Podría decirme entonces qué es lo que quiere exactamente, y veré lo que puedo hacer?
Paula rodeó la habitación con la mirada antes de contestar:
—Lo quiero a él.
—¿Que quiere qué?
—... Estoy realmente impresionado con sus cuentas.
—Lo siento, ¿Qué decía?
—Que ha batido todos los récords en ventas. La tarta de chocolate en particular entusiasma a nuestros clientes y es la que nos gustaría incorporar a todos nuestros restaurantes.
—¿Quiere decir que me está ofreciendo un contrato?
—Eso es exactamente lo que quiero decir.
En el rostro de Paula apareció una sonrisa que se apagó rápidamente.
—¿Pero? Porque hay un pero, ¿Verdad? Lo tiene dibujado en la cara.
—Un pero muy pequeño.
—Mire, lo siento, ya sé que lo mordí, pero él me pilló desprevenida.
—¿A quién mordió?
—¿No lo sabe?
—¿De verdad ha mordido a alguien?
—Um, sí, pero no le hice nada. Ni siquiera le dejé marca en la piel —se inclinó hacia delante—. ¿Entonces tengo el contrato?
—Siempre y cuando Wild Man Ribs pueda tener la exclusiva de su tarta de chocolate —sus palabras fueron interrumpidas por el móvil de Paula.
—Disculpe —sacó el teléfono—. Jime, ahora mismo estoy ocupada.
—No me hables en ese tono, jovencita.
—¿Mamá?
—Claro que soy tu madre. La única que tienes. La mujer que pasó catorce horas y treinta y cinco minutos sudando y apretando los dientes para que pudiera venir al mundo esa niña que veintiocho años después me habla con tamaña insolencia.
—Lo siento mamá, ¿Qué ocurre?
—Se me ha olvidado preguntarte la talla que usa tu novio. La abuela Rosa me ha pedido que la lleve de compras. Quiere comprarle algo bonito.
—Yo... —Paula se quedó sin habla. ¿De compras? La abuela Rosa odiaba ir de compras. La última vez que había pisado una galería comercial había sido seis años atrás, para comprar el regalo de boda de uno de sus nietos—. Oh, no.
—¿Está usted bien, señorita Chaves? —le preguntó Diego.
—Extra grande —le contestó Paula a su madre en cuanto pudo articular palabra.
Diego le tendió una taza de café en cuanto la joven guardó el teléfono. Pero lo último que Paula necesitaba era cafeína.
—Como le iba diciendo —continuó Diego—, si firma la exclusiva, estamos dispuestos a ofrecerle un suculento contrato.Y esperaba conocer a su futuro yerno.
—Contrato que tengo aquí mismo.Y pensaba llevar el regalo de la abuela Rosa.
—Si acepta, estamos dispuestos a pagarle la cantidad que se indica en el párrafo de arriba, además del suplemento correspondiente por cuantos pedidos adicionales tengamos que hacerle cada semana.
A través de la niebla de su ansiedad, su cerebro registró la noticia. ¡Sí! Aquello era lo que tanto había esperado. Un contrato con una cadena de restaurantes. Podría hacerse tan famosa como Alfonso El Salvaje. Beatríz Crocker iba a tener que cambiar de ciudad, Sara Lee iba a lamerle los zapatos y Julia Child tendría que abandonar el negocio... ¡Claro que aceptaba!
—No sé si puedo aceptar.
—¿Perdón? —Diego Black la miró estupefacto—. Ah, por supuesto, quiere algo más. Es usted una gran mujer de negocios —escribió una cifra frente a ella, pero Paula negó con la cabeza.
—¿Todavía no es suficiente?
—No quiero el dinero.
—Me temo que no la comprendo.
—El dinero es magnífico, fabuloso y me encantaría poder decir que sí. Normalmente lo haría. Pero desde ayer, mi vida ha dejado de ser normal. Desde que mi madre llamó, me he dedicado a tropezar voluntariamente con carros de supermercado, y ayer, por primera vez en mi vida, mordí a alguien. Mi madre llega mañana y mi abuela Rosa quiere salir hoy de compras —tragó saliva—. De compras, es increíble.
—¿Perdón?
—No importa. En cualquier caso, aprecio la oferta. He estado esperando una oferta de este tipo durante mucho tiempo, pero no puedo aceptar.
—¿Podría decirme entonces qué es lo que quiere exactamente, y veré lo que puedo hacer?
Paula rodeó la habitación con la mirada antes de contestar:
—Lo quiero a él.
—¿Que quiere qué?
Dulce Amor: Capítulo 11
—¿Y fue magnífico? ¿Casi magnífico? ¿O realmente magnífico? Cuéntame todos los detalles.
—«Magnífico» no es la palabra que yo utilizaría —espectacular, estremecedor, enloquecedor... Sacudió la cabeza y miró el reloj—. Tengo que salir ya si no quiero llegar tarde. Aunque en realidad no sé ni para que voy. No tengo una sola oportunidad—. Le mordí, Zai.
—Vas a ir, Pau, porque tú no renuncias a nada tan fácilmente. Quizá, sólo quizá, a Pedro Alfonso le guste que le muerda una mujer atractiva. Supongo que por algo lo llaman El Salvaje.
Y quizá, sólo quizá, algún médico ingenioso inventara algún día una pastilla que permitiera comer sin engordar, se dijo Paula con ironía.
—Tengo que decirle que sus tartas se venden extremadamente bien en nuestros restaurantes —le decía una hora después Diego Black—. Estamos muy contentos con usted.
—Gracias —Paula sonrió a aquel hombre de corta estatura y de pelo naranja.
Él le devolvió la sonrisa, consiguiendo aplacar los nervios de la joven. Quizá no estuviera todo perdido.Seguramente, si pretendiera mandarla a paseo, podría haberlo hecho durante los quince minutos que llevaban ya reunidos. Sin embargo, se estaba mostrando amable y complaciente. Ni siquiera había hecho una mueca de desagrado durante las tres veces que habían tenido que interrumpir la conversación por culpa su teléfono móvil. Que, por cierto, volvió a sonar una cuarta vez. Sonrió con gesto de disculpa y sacó el teléfono del bolso.
—Paula, no consigo encontrar las mandarinas —aulló Jimena—. He mirado en el armario de la fruta fresca. Hay manzanas, mangos y limones, pero ni una sola mandarina. ¿Qué vamos hacer...?
—Están en la tercera balda de la despensa. En el segundo cajón, al lado de las pinas.
—Gracias, jefa.
No había vuelto a guardar el teléfono en el bolso cuando sonó otra vez.
—¿Sí?
—¡Nos estamos quedando sin azúcar! El cajón del azúcar está...
—A las doce llegarán unos diez, kilos, mas.. Relájate, Jimena.
—Que me relaje, ¡Ja! Yo no puedo trabajar bajo esta presión, Pau. Lo sabes.
—Sólo llevas a cargo de la cocina treinta y tres minutos...
—Ése es exactamente el problema. Yo no soy la supervisora. Soy una artista. Tú eres la que coordinas todos los asuntos de la cocina y yo ayudo a crear cada una de las tartas —se interrumpió para tomar aire—. No puedo respirar, estoy agobiada, Paula.
—Volveré dentro de una hora. Intenta conservar la calma hasta entonces —desconectó el teléfono—. Lo siento —le dijo a Diego—. Normalmente, soy yo la que supervisa toda la producción y mi ayudante está un poco alborotada en mi ausencia. Ése es uno de los inconvenientes de ser la única propietaria.
—No se preocupe. Es comprensible que no puedan arreglárselas sin usted. Yo diría que es precisamente su toque personal el que hace que las tartas sean tan buenas.
Paula sonrió. Qué tipo tan amable, con un tono de voz agradable, aunque quizá un poco tenso. Como Winnie the Pooh con unas cuantas dosis de cafeína. Ojalá hubiera respondido a la descripción de su prometido que le había hecho a su madre. Aquél era el hombre menos amenazador para su cordura que había conocido en su vida. Desgraciadamente, no sólo hablaba como Winnie, sino que también se parecía a él. Era lo más diferente a Pedro Alfonso que se podía ser. Y no era que ella estuviera pensando en Alfonsp. Claro que no. Aunque tenía que reconocer que no había sido capaz de pensar en otra cosa durante toda la noche. En el contacto de sus manos sobre su piel, en aquella sonrisa que le aceleraba el pulso...
—¿Señorita Chaves?
—Eh, ¿Sí? —Paula sacudió la cabeza, intentando concentrarse en Diego.
—Estaba diciendo que estamos muy contentos con el éxito de sus tartas, especialmente con la de chocolate y cerezas. Es todo un éxito.
—Gracias —sonrió—. La llamamos Chocolate Cherry Cha Cha. Es la que mejor se vende —mientras Diego leía su propuesta, Paula aprovechó para recorrer la habitación con la mirada.
Craso error, porque el hombre del Neanderthal la miraba desde todas y cada una de las paredes. Estaba completamente rodeada. Lo vió con un enorme babero y devorando costillas, con el rostro flanqueado por dos camisetas de algodón con el logotipo de Wild Man Ribs sobre dos pares de exuberantes senos. Lo vió sudoroso y cansado, en el banquillo de un campo de fútbol, bebiendo un conocido refresco deportivo... Y lo vió con un sujetador en la cabeza y otro en la mano.Algunas de aquellas fotografías le hicieron sonreír. Otras sacudir la cabeza con desprecio. Y sólo una consiguió que su corazón dejara de latir unos instantes. Era una de las más antiguas, una fotografía en blanco y negro que le habían hecho cuando todavía jugaba al fútbol. Pedro Alfonso aparecía caminando bajo la lluvia, en un campo de fútbol, con el uniforme pegado al cuerpo y una extraña expresión en el rostro. No estaba posando para la cámara. Era simplemente él, con el rostro serio. Volvía a ser Batman otra vez. Era él. ¡Oh, no!
—«Magnífico» no es la palabra que yo utilizaría —espectacular, estremecedor, enloquecedor... Sacudió la cabeza y miró el reloj—. Tengo que salir ya si no quiero llegar tarde. Aunque en realidad no sé ni para que voy. No tengo una sola oportunidad—. Le mordí, Zai.
—Vas a ir, Pau, porque tú no renuncias a nada tan fácilmente. Quizá, sólo quizá, a Pedro Alfonso le guste que le muerda una mujer atractiva. Supongo que por algo lo llaman El Salvaje.
Y quizá, sólo quizá, algún médico ingenioso inventara algún día una pastilla que permitiera comer sin engordar, se dijo Paula con ironía.
—Tengo que decirle que sus tartas se venden extremadamente bien en nuestros restaurantes —le decía una hora después Diego Black—. Estamos muy contentos con usted.
—Gracias —Paula sonrió a aquel hombre de corta estatura y de pelo naranja.
Él le devolvió la sonrisa, consiguiendo aplacar los nervios de la joven. Quizá no estuviera todo perdido.Seguramente, si pretendiera mandarla a paseo, podría haberlo hecho durante los quince minutos que llevaban ya reunidos. Sin embargo, se estaba mostrando amable y complaciente. Ni siquiera había hecho una mueca de desagrado durante las tres veces que habían tenido que interrumpir la conversación por culpa su teléfono móvil. Que, por cierto, volvió a sonar una cuarta vez. Sonrió con gesto de disculpa y sacó el teléfono del bolso.
—Paula, no consigo encontrar las mandarinas —aulló Jimena—. He mirado en el armario de la fruta fresca. Hay manzanas, mangos y limones, pero ni una sola mandarina. ¿Qué vamos hacer...?
—Están en la tercera balda de la despensa. En el segundo cajón, al lado de las pinas.
—Gracias, jefa.
No había vuelto a guardar el teléfono en el bolso cuando sonó otra vez.
—¿Sí?
—¡Nos estamos quedando sin azúcar! El cajón del azúcar está...
—A las doce llegarán unos diez, kilos, mas.. Relájate, Jimena.
—Que me relaje, ¡Ja! Yo no puedo trabajar bajo esta presión, Pau. Lo sabes.
—Sólo llevas a cargo de la cocina treinta y tres minutos...
—Ése es exactamente el problema. Yo no soy la supervisora. Soy una artista. Tú eres la que coordinas todos los asuntos de la cocina y yo ayudo a crear cada una de las tartas —se interrumpió para tomar aire—. No puedo respirar, estoy agobiada, Paula.
—Volveré dentro de una hora. Intenta conservar la calma hasta entonces —desconectó el teléfono—. Lo siento —le dijo a Diego—. Normalmente, soy yo la que supervisa toda la producción y mi ayudante está un poco alborotada en mi ausencia. Ése es uno de los inconvenientes de ser la única propietaria.
—No se preocupe. Es comprensible que no puedan arreglárselas sin usted. Yo diría que es precisamente su toque personal el que hace que las tartas sean tan buenas.
Paula sonrió. Qué tipo tan amable, con un tono de voz agradable, aunque quizá un poco tenso. Como Winnie the Pooh con unas cuantas dosis de cafeína. Ojalá hubiera respondido a la descripción de su prometido que le había hecho a su madre. Aquél era el hombre menos amenazador para su cordura que había conocido en su vida. Desgraciadamente, no sólo hablaba como Winnie, sino que también se parecía a él. Era lo más diferente a Pedro Alfonso que se podía ser. Y no era que ella estuviera pensando en Alfonsp. Claro que no. Aunque tenía que reconocer que no había sido capaz de pensar en otra cosa durante toda la noche. En el contacto de sus manos sobre su piel, en aquella sonrisa que le aceleraba el pulso...
—¿Señorita Chaves?
—Eh, ¿Sí? —Paula sacudió la cabeza, intentando concentrarse en Diego.
—Estaba diciendo que estamos muy contentos con el éxito de sus tartas, especialmente con la de chocolate y cerezas. Es todo un éxito.
—Gracias —sonrió—. La llamamos Chocolate Cherry Cha Cha. Es la que mejor se vende —mientras Diego leía su propuesta, Paula aprovechó para recorrer la habitación con la mirada.
Craso error, porque el hombre del Neanderthal la miraba desde todas y cada una de las paredes. Estaba completamente rodeada. Lo vió con un enorme babero y devorando costillas, con el rostro flanqueado por dos camisetas de algodón con el logotipo de Wild Man Ribs sobre dos pares de exuberantes senos. Lo vió sudoroso y cansado, en el banquillo de un campo de fútbol, bebiendo un conocido refresco deportivo... Y lo vió con un sujetador en la cabeza y otro en la mano.Algunas de aquellas fotografías le hicieron sonreír. Otras sacudir la cabeza con desprecio. Y sólo una consiguió que su corazón dejara de latir unos instantes. Era una de las más antiguas, una fotografía en blanco y negro que le habían hecho cuando todavía jugaba al fútbol. Pedro Alfonso aparecía caminando bajo la lluvia, en un campo de fútbol, con el uniforme pegado al cuerpo y una extraña expresión en el rostro. No estaba posando para la cámara. Era simplemente él, con el rostro serio. Volvía a ser Batman otra vez. Era él. ¡Oh, no!
miércoles, 25 de julio de 2018
Dulce Amor: Capítulo 10
Paula estaba sentada tras su escritorio, firmando los cheques de sus empleados y ensayando diversas formas de darle a su madre la noticia de que no había en realidad ningún prometido cuando sonó el teléfono.
—Paula Chaves—la saludó su madre—, ¿Por qué has tardado en contestar?
Paula se sobresaltó y malogró la firma del cheque de Jimena. Su madre atacaba de nuevo.
—¿Paula? ¿Estás bien, cariño? No estarás enferma, ¿Verdad? Porque la nieta de Mirta acaba de tener una faringitis terrible...
—Estoy bien mamá. Sólo estaba preparando las nóminas. Y después tengo una reunión de negocios, así que estoy bastante ocupada.
—Sólo llamaba para asegurarme de que tienes vídeo. No podía acordarme de si lo había visto durante mi última visita. Mi memoria ya no es la que era... Espero que no sea una mala señal. Dolores Whittington, la madre de Emma, ésa que se casó vestida de verde y con un ramo de claveles, empezó a olvidarse de dónde estacionaba el coche. Un día tuvo que traerla a casa un hippie de pelo largo en una Harley.
—Estoy segura de que no te pasa lo que a Dolores, mamá. Es normal que olvides algunas cosas. A mí también me pasa. Pero si hasta me he olvidado de decirte que...
—El caso es que Mirta me ha enviado los vídeos de las bodas de cada una de sus seis hijas. He pensado que los vídeos podrán darnos ideas sobre lo que no tenemos que hacer. Mira, Mirta es un encanto, pero su hija mayor parecía un pastel de frutas el día de la boda. Lo de la comida ya fue otra cosa. Absolutamente maravillosa. Langosta con salsa de mantequilla y camarones con salsa picante. Fue divino.
—Mamá, ¿No se suponía que tenías que hacer una dieta para bajar el colesterol?
—Tonterías. Me estoy tomando un diente de ajo todas las mañanas. Con eso puedes curarte cualquier dolencia. Mira Estela Butterworh, que fue operada del corazón el año pasado. El médico le dijo que fuera despidiéndose de cualquier comida decente, pero ya sabes cómo le gustan a Estela las pastas de mantequilla. Se enteró de lo del ajo a través de la hermana de Margarita, Esther, y ahora está sana como un roble.
—Mamá, ¿No crees que deberías consultarle al doctor Harris lo del ajo?
—El viejo Harris todavía vive en la Edad Media.
A Paula le habría gustado preguntarle por qué le parecía tan moderno comerse un diente de ajo por las mañanas, cuando probablemente, las mujeres de Transilvania llevaban haciéndolo durante siglos. Pero a Alejandra Chaves nunca se le había dado bien escuchar.
—... Le empezaron los dolores cuando estaba bailando la lambada en la boda de su hija Karina. Estuvo a punto de desmayarse encima de la escultura de hielo...
—Qué horror.
—Dímelo a mí. El prometido de Karina era buzo y quiso una escultura con forma de pulpo. Imagínate. Era repugnante.
—Mamá, necesito que me escuches. Quiero decirte algo sobre Lucas. Él... —oyó que su madre tomaba aire y cerró los ojos. Podía hacerlo. Podía decirle la verdad, que no existía ningún Percy y que lo había inventado en un momento de desesperación—. Lucas y yo no estamos exactamente compro...
—Escucha, querida, si Lucas también quiere un pulpo, no te preocupes. Estoy segura de que cambiará de opinión en cuanto hable conmigo. Oh, ¿Ya te he contado que Carla Wilmot se casa el mes que viene en Maroby Club? Sus padres la han presionado a la pobre para que celebre la ceremonia en esa horrible habitación de terciopelo rojo...
Paula escuchó todos los detalles sobre las flores de la boda y la hernia de la madre de Janie antes de que comenzara a sonar la otra línea telefónica.
—Lo siento mamá. Tengo que colgar. Espero que la señora Wilmot se recupere pronto. Adiós —colgó y atendió la otra línea—. Menos mal que has llamado —le dijo a Zaira—. Estaba a punto de estrangularme con el cable del teléfono.
—Olvídate ya de tu madre. Tienes una reunión con Alfonso dentro de una hora. Buena suerte y a por él.
—¿Buena suerte? Por si lo has olvidado, ayer mordí a Pedro Alfonso. A Alfonso El Salvaje, el propietario de Wild Man Ribs. No creo que tenga muchas ganas de que firme ese contrato.
—Ya te dije que en realidad no es tan terrible como parece. Estoy segura de que no lo empleará contra tí, aunque haya salido en el informativo de las once. En realidad, nadie pudo ver que lo mordías. La cámara te sacó de espaldas y a él inclinándose sobre tí, con las manos en tu...
—Ya basta. Yo estaba allí, ¿Recuerdas?
—Y también medio Dallas. Y, por cierto, parecías estar desmayándote en sus brazos. Por la foto que aparece en los periódicos, yo diría que te gustó.
—¿También ha salido en los periódicos?
—Me temo que sí. Los dos gurús de la comida de Dallas: el rey de las costillas y la reina de las tartas, hacen un gran equipo. Son una pareja que puede poner el colesterol por las nubes.
—No formamos ningún equipo. Besar a Pedro Alfonso fue repugnante y no me gustó nada.
—Así que lo besaste... ¿Y eso fue antes o después de morderlo?
—Antes —mucho antes.
Seis meses antes... Cuando él era él y ella todavía no le había hablado a su madre de ningún prometido.
—Paula Chaves—la saludó su madre—, ¿Por qué has tardado en contestar?
Paula se sobresaltó y malogró la firma del cheque de Jimena. Su madre atacaba de nuevo.
—¿Paula? ¿Estás bien, cariño? No estarás enferma, ¿Verdad? Porque la nieta de Mirta acaba de tener una faringitis terrible...
—Estoy bien mamá. Sólo estaba preparando las nóminas. Y después tengo una reunión de negocios, así que estoy bastante ocupada.
—Sólo llamaba para asegurarme de que tienes vídeo. No podía acordarme de si lo había visto durante mi última visita. Mi memoria ya no es la que era... Espero que no sea una mala señal. Dolores Whittington, la madre de Emma, ésa que se casó vestida de verde y con un ramo de claveles, empezó a olvidarse de dónde estacionaba el coche. Un día tuvo que traerla a casa un hippie de pelo largo en una Harley.
—Estoy segura de que no te pasa lo que a Dolores, mamá. Es normal que olvides algunas cosas. A mí también me pasa. Pero si hasta me he olvidado de decirte que...
—El caso es que Mirta me ha enviado los vídeos de las bodas de cada una de sus seis hijas. He pensado que los vídeos podrán darnos ideas sobre lo que no tenemos que hacer. Mira, Mirta es un encanto, pero su hija mayor parecía un pastel de frutas el día de la boda. Lo de la comida ya fue otra cosa. Absolutamente maravillosa. Langosta con salsa de mantequilla y camarones con salsa picante. Fue divino.
—Mamá, ¿No se suponía que tenías que hacer una dieta para bajar el colesterol?
—Tonterías. Me estoy tomando un diente de ajo todas las mañanas. Con eso puedes curarte cualquier dolencia. Mira Estela Butterworh, que fue operada del corazón el año pasado. El médico le dijo que fuera despidiéndose de cualquier comida decente, pero ya sabes cómo le gustan a Estela las pastas de mantequilla. Se enteró de lo del ajo a través de la hermana de Margarita, Esther, y ahora está sana como un roble.
—Mamá, ¿No crees que deberías consultarle al doctor Harris lo del ajo?
—El viejo Harris todavía vive en la Edad Media.
A Paula le habría gustado preguntarle por qué le parecía tan moderno comerse un diente de ajo por las mañanas, cuando probablemente, las mujeres de Transilvania llevaban haciéndolo durante siglos. Pero a Alejandra Chaves nunca se le había dado bien escuchar.
—... Le empezaron los dolores cuando estaba bailando la lambada en la boda de su hija Karina. Estuvo a punto de desmayarse encima de la escultura de hielo...
—Qué horror.
—Dímelo a mí. El prometido de Karina era buzo y quiso una escultura con forma de pulpo. Imagínate. Era repugnante.
—Mamá, necesito que me escuches. Quiero decirte algo sobre Lucas. Él... —oyó que su madre tomaba aire y cerró los ojos. Podía hacerlo. Podía decirle la verdad, que no existía ningún Percy y que lo había inventado en un momento de desesperación—. Lucas y yo no estamos exactamente compro...
—Escucha, querida, si Lucas también quiere un pulpo, no te preocupes. Estoy segura de que cambiará de opinión en cuanto hable conmigo. Oh, ¿Ya te he contado que Carla Wilmot se casa el mes que viene en Maroby Club? Sus padres la han presionado a la pobre para que celebre la ceremonia en esa horrible habitación de terciopelo rojo...
Paula escuchó todos los detalles sobre las flores de la boda y la hernia de la madre de Janie antes de que comenzara a sonar la otra línea telefónica.
—Lo siento mamá. Tengo que colgar. Espero que la señora Wilmot se recupere pronto. Adiós —colgó y atendió la otra línea—. Menos mal que has llamado —le dijo a Zaira—. Estaba a punto de estrangularme con el cable del teléfono.
—Olvídate ya de tu madre. Tienes una reunión con Alfonso dentro de una hora. Buena suerte y a por él.
—¿Buena suerte? Por si lo has olvidado, ayer mordí a Pedro Alfonso. A Alfonso El Salvaje, el propietario de Wild Man Ribs. No creo que tenga muchas ganas de que firme ese contrato.
—Ya te dije que en realidad no es tan terrible como parece. Estoy segura de que no lo empleará contra tí, aunque haya salido en el informativo de las once. En realidad, nadie pudo ver que lo mordías. La cámara te sacó de espaldas y a él inclinándose sobre tí, con las manos en tu...
—Ya basta. Yo estaba allí, ¿Recuerdas?
—Y también medio Dallas. Y, por cierto, parecías estar desmayándote en sus brazos. Por la foto que aparece en los periódicos, yo diría que te gustó.
—¿También ha salido en los periódicos?
—Me temo que sí. Los dos gurús de la comida de Dallas: el rey de las costillas y la reina de las tartas, hacen un gran equipo. Son una pareja que puede poner el colesterol por las nubes.
—No formamos ningún equipo. Besar a Pedro Alfonso fue repugnante y no me gustó nada.
—Así que lo besaste... ¿Y eso fue antes o después de morderlo?
—Antes —mucho antes.
Seis meses antes... Cuando él era él y ella todavía no le había hablado a su madre de ningún prometido.
Dulce Amor: Capítulo 9
Paula miró con rabia al presentador y a continuación a Pedro. Abrió los ojos de par en par, como si lo viera por primera vez.
—Eres Pedro Alfonso. Tú —no había el menor asomo de alegría en sus palabras.
Extrañamente, su tono era de acusación, como si acabara de romperle su muñeca favorita.Pero él no rompía muñecas. Diablos, le gustaban las muñecas, y los gatos, y los pájaros... Incluso los pececillos de colores. Click, click, click... Tras él sonaban las cámaras, acompañadas del murmullo de la multitud.
—No puedo creer que seas tú —continuó diciendo ella—. Eres Pedro Alfonso.
—En carne y hueso —esbozó una seductora sonrisa.
La misma que continuaba haciéndolo aparecer en las portadas de las revistas. La sonrisa con la que conseguía hechizar a cualquier mujer. Paula lo miró con rabia.A casi todas. Debería haber sabido que ella era diferente. Ése era el problema. Ella reaccionaba a él de forma diferente, lo miraba de forma diferente. Sí, allí residía el verdadero problema.
—No me lo puedo creer —Paula resistió la tentación de pellizcarse.
Su adorado superhéroe acababa de transformarse en un desagradable y basto jugador de fútbol ante sus ojos. Pestañeó. Pero todavía estaba allí. Seguía siendo él. No, no era él, aquél era Pedro Alfonso.
—Pues créelo, cariño —volvió a sonreírle, pero ella profundizó su ceño.
—Vamos, Alfonso. Vuelve dentro si no quieres que le diga a toda la ciudad lo cobarde que eres.
—Siento tener que irme, cielo. Pero me están llamando —su acento texano parecía más pronunciado, más profundo.
Aquellas palabras se deslizaron en los oídos de Paula como salsa de ron caliente sobre un pastel de limón: dulces, embriagadoras, irresistibles.A pesar de la rabia que bullía en su interior, su cuerpo respondió la llamada. Las rodillas le temblaban, su vientre palpitaba, los pezones se irguieron...
—Hasta luego, querida —sonrió radiante a la multitud que los rodeaba. Paula intentó soltar su muñeca y alejarse, pero él se lo impidió—. No tan rápido. ¿No quieres llevarte un pequeño recuerdo mío? —y sin darle tiempo a reaccionar, se inclinó hacia delante y buscó sus labios.
La muchedumbre los jaleaba, esperando que Paula hiciera lo que haría cualquier otra mujer en su lugar. Pero ella lo mordió.
—¡Ay! —gruñó Pedro, interrumpiendo su beso para fulminarla con la mirada. Paula continuaba mirándolo fijamente—. ¿Por qué lo has hecho? —susurró.
—Porque eres Pedro Alfonso, maldita sea. Y ahora déjame marcharme o te arrepentirás.
—La primera vez te gustó...
—En ese momento no eras un hombre del Neanderthal ni estábamos rodeados de gente.
—¿Pero te gustó?
—Quizá sí —frunció el ceño—. O quizá no. Pero eso no importa. Lo único que importa es que ahora no me ha gustado —dobló la pierna, como si tuviera intención de darle un rodillazo—. Y ahora sueltamente si no quieres pasarte dos semanas aullando.
Pedro la miró en silencio. Paula supo que iba a besarla. Y en realidad, le apetecía que lo hiciera.
—Pienso hacerlo —lo amenazó—. Tengo tres hermanos mayores y sé jugar sucio.
—¿Ah sí? ¿Eso significa que estás dispuesta a ir a por todas? — Pedro volvió a esbozar su insolente mirada ante las cámaras.
Qué hombre tan machista, ególatra y pagado de sí mismo, pensó Paula. Ojalá volviera a besarla...
—Eh, Alfonso—lo interpeló un periodista—, parece que estás perdiendo el combate.
—¿Qué puedo decir? Ha sido un amor a primera vista —la estrechó contra él, haciéndola salir instantáneamente de su ensimismamiento.
Paula pestañeó. La maldita sonrisa de Pedro la sacó definitivamente de sus casillas. Sin darse tiempo siquiera a pensar en lo que estaba haciendo, le plantó un pisotón que recogieron complacidas los cámaras, giró sobre sus talones, se abrió paso entre los aficionados al fútbol y los periodistas y se dirigió hacia su camioneta deseando tener una pistola. Cuando por fin consiguió tranquilizarse, fijó la mirada en los albaranes que llevaba sobre la guantera. Tras los duros momentos pasados, todavía tenía que terminar sus entregas. Miró el reloj y chasqueó la lengua disgustada. Había perdido media hora y todo por culpa de aquel ser repugnante llamado Pedro Alfonso.
—Ahora no creas que vas a irte de rositas, cariño —los papeles se le cayeron de las manos. Giró la cabeza a toda velocidad y vió la cabeza de Pedro en la ventanilla del coche—. Déjame hacerte una oferta de paz.
—¿Qué me vas a ofrecer? ¿Una fotografía con tu autógrafo?
—Lo que quieras.
—Dios santo —lo miró furibunda—. Acabas de humillarme delante de docenas de personas... Delante de toda la maldita ciudad —sacudió la cabeza—. Todavía no me lo puedo creer. Mi Batman es un ridículo hombre de las cavernas, mi madre llegará dentro de sesenta horas cuarenta y siete minutos y yo voy a aparecer en todos los informativos de las diez. Todavía no he repartido todas las tartas y...
—Chsss —Pedro posó un maravilloso dedo en sus labios—. Estás divagando.
—No estoy nerviosa —estalló. Le hizo apartar la mano e hizo el signo de la cruz—. Lárgate.
—Eso sólo funciona con los vampiros.
—Yo que tú no me arriesgaría a comprobarlo. Así que mantente lejos de mí —puso el motor en marcha y sacó una factura de la guantera.
Trabajo. Tenía que pensar en el trabajo, y no él.
—¿Qué es esto? —preguntó Pedro estupefacto cuando Paula le puso el papel en la mano.
—Lo que me debes por haber destrozado media docena de tartas. Ésta es la cuenta. Y, para tu información, Bradshaw ha sido el mejor jugador de todos los tiempos.
—Eres Pedro Alfonso. Tú —no había el menor asomo de alegría en sus palabras.
Extrañamente, su tono era de acusación, como si acabara de romperle su muñeca favorita.Pero él no rompía muñecas. Diablos, le gustaban las muñecas, y los gatos, y los pájaros... Incluso los pececillos de colores. Click, click, click... Tras él sonaban las cámaras, acompañadas del murmullo de la multitud.
—No puedo creer que seas tú —continuó diciendo ella—. Eres Pedro Alfonso.
—En carne y hueso —esbozó una seductora sonrisa.
La misma que continuaba haciéndolo aparecer en las portadas de las revistas. La sonrisa con la que conseguía hechizar a cualquier mujer. Paula lo miró con rabia.A casi todas. Debería haber sabido que ella era diferente. Ése era el problema. Ella reaccionaba a él de forma diferente, lo miraba de forma diferente. Sí, allí residía el verdadero problema.
—No me lo puedo creer —Paula resistió la tentación de pellizcarse.
Su adorado superhéroe acababa de transformarse en un desagradable y basto jugador de fútbol ante sus ojos. Pestañeó. Pero todavía estaba allí. Seguía siendo él. No, no era él, aquél era Pedro Alfonso.
—Pues créelo, cariño —volvió a sonreírle, pero ella profundizó su ceño.
—Vamos, Alfonso. Vuelve dentro si no quieres que le diga a toda la ciudad lo cobarde que eres.
—Siento tener que irme, cielo. Pero me están llamando —su acento texano parecía más pronunciado, más profundo.
Aquellas palabras se deslizaron en los oídos de Paula como salsa de ron caliente sobre un pastel de limón: dulces, embriagadoras, irresistibles.A pesar de la rabia que bullía en su interior, su cuerpo respondió la llamada. Las rodillas le temblaban, su vientre palpitaba, los pezones se irguieron...
—Hasta luego, querida —sonrió radiante a la multitud que los rodeaba. Paula intentó soltar su muñeca y alejarse, pero él se lo impidió—. No tan rápido. ¿No quieres llevarte un pequeño recuerdo mío? —y sin darle tiempo a reaccionar, se inclinó hacia delante y buscó sus labios.
La muchedumbre los jaleaba, esperando que Paula hiciera lo que haría cualquier otra mujer en su lugar. Pero ella lo mordió.
—¡Ay! —gruñó Pedro, interrumpiendo su beso para fulminarla con la mirada. Paula continuaba mirándolo fijamente—. ¿Por qué lo has hecho? —susurró.
—Porque eres Pedro Alfonso, maldita sea. Y ahora déjame marcharme o te arrepentirás.
—La primera vez te gustó...
—En ese momento no eras un hombre del Neanderthal ni estábamos rodeados de gente.
—¿Pero te gustó?
—Quizá sí —frunció el ceño—. O quizá no. Pero eso no importa. Lo único que importa es que ahora no me ha gustado —dobló la pierna, como si tuviera intención de darle un rodillazo—. Y ahora sueltamente si no quieres pasarte dos semanas aullando.
Pedro la miró en silencio. Paula supo que iba a besarla. Y en realidad, le apetecía que lo hiciera.
—Pienso hacerlo —lo amenazó—. Tengo tres hermanos mayores y sé jugar sucio.
—¿Ah sí? ¿Eso significa que estás dispuesta a ir a por todas? — Pedro volvió a esbozar su insolente mirada ante las cámaras.
Qué hombre tan machista, ególatra y pagado de sí mismo, pensó Paula. Ojalá volviera a besarla...
—Eh, Alfonso—lo interpeló un periodista—, parece que estás perdiendo el combate.
—¿Qué puedo decir? Ha sido un amor a primera vista —la estrechó contra él, haciéndola salir instantáneamente de su ensimismamiento.
Paula pestañeó. La maldita sonrisa de Pedro la sacó definitivamente de sus casillas. Sin darse tiempo siquiera a pensar en lo que estaba haciendo, le plantó un pisotón que recogieron complacidas los cámaras, giró sobre sus talones, se abrió paso entre los aficionados al fútbol y los periodistas y se dirigió hacia su camioneta deseando tener una pistola. Cuando por fin consiguió tranquilizarse, fijó la mirada en los albaranes que llevaba sobre la guantera. Tras los duros momentos pasados, todavía tenía que terminar sus entregas. Miró el reloj y chasqueó la lengua disgustada. Había perdido media hora y todo por culpa de aquel ser repugnante llamado Pedro Alfonso.
—Ahora no creas que vas a irte de rositas, cariño —los papeles se le cayeron de las manos. Giró la cabeza a toda velocidad y vió la cabeza de Pedro en la ventanilla del coche—. Déjame hacerte una oferta de paz.
—¿Qué me vas a ofrecer? ¿Una fotografía con tu autógrafo?
—Lo que quieras.
—Dios santo —lo miró furibunda—. Acabas de humillarme delante de docenas de personas... Delante de toda la maldita ciudad —sacudió la cabeza—. Todavía no me lo puedo creer. Mi Batman es un ridículo hombre de las cavernas, mi madre llegará dentro de sesenta horas cuarenta y siete minutos y yo voy a aparecer en todos los informativos de las diez. Todavía no he repartido todas las tartas y...
—Chsss —Pedro posó un maravilloso dedo en sus labios—. Estás divagando.
—No estoy nerviosa —estalló. Le hizo apartar la mano e hizo el signo de la cruz—. Lárgate.
—Eso sólo funciona con los vampiros.
—Yo que tú no me arriesgaría a comprobarlo. Así que mantente lejos de mí —puso el motor en marcha y sacó una factura de la guantera.
Trabajo. Tenía que pensar en el trabajo, y no él.
—¿Qué es esto? —preguntó Pedro estupefacto cuando Paula le puso el papel en la mano.
—Lo que me debes por haber destrozado media docena de tartas. Ésta es la cuenta. Y, para tu información, Bradshaw ha sido el mejor jugador de todos los tiempos.
Dulce Amor: Capítulo 8
El rostro de Mackey pasó del rojo al morado. Sus carnosos dedos terminaron sobre el rostro de Pedro. Los periodistas dispararon sus cámaras y, por supuesto, también la televisión local dio cuenta del acontecimiento.
—Y el debate continúa —Daniel Smith, el conductor del programa que ofrecía los preliminares del partido en directo, permanecía cerca de una enorme pantalla de televisión micrófono en mano—. Pablo Mackey fue el mejor defensa de los Cowboys y, ciertamente, sabe de fútbol. Pero Pedro Alfonso El Salvaje, ex Cowboy, parece tener una opinión diferente.La camarera de detrás de la barra soltó un silbido. La pelea duró... cinco segundos.
Pedro tenía el hombro destrozado y Mackey lo miraba con evidente regocijo.
—Caramba, parece que Alfonso está perdiendo el combate.
¿Perdiendo? Podía estar cansado. Diablos, había tenido un día agotador, ¿pero decir que había perdido? Jamás. Que Pedro Alfonso perdiera ante alguien era tan poco probable como que un huracán asolara Dallas. Simplemente, no podía ocurrir. No desde que tenía catorce años. Pedro había aprendido de la forma más dura que la gente sólo amaba a los ganadores. ¿Perder él? Y un infierno. Simplemente, había dejado ganar a Mackey.
—Lo siento, viejo amigo —Pedro utilizó todas las fuerzas que tenía en alzar el brazo.
—Bradshaw es el mejor —gruñó nuevamente Mackey.
Las cámaras fotográficas volvieron a dispararse y Pedro bajó la voz.
—Era el mejor. Montana le hizo morder el césped —y terminó la frase dándole un empujón a Mackey.
La multitud los rodeó y Pedro deseó tener una bolsa de hielo a mano. El hombro se la estaba pidiendo a gritos.
—Ya ven, amigos. Pedro Alfonso acaba de demostrarnos que es capaz de conseguir todo lo que desee.
Pero lo único que quería en ese momento era una bolsa de hielo. Como tardara más de treinta segundos en ponérsela, tendría que olvidarse de entrenar al equipo de fútbol del orfanato aquella semana. Pedro se abrió camino entre la multitud que lo rodeaba y se dirigió hacia la cocina, pero el pasillo también estaba hasta los topes. Saldría fuera, pensó, y desde allí entraría en la cocina sin tener que soportar que cientos de brazos le palmearan el hombro. Era condenadamente difícil intentar sonreír con aquel dolor.Empujó la puerta y se dirigió hacia la parte trasera del edificio. Dobló la esquina y fijó la mirada en las piernas de una mujer cuyo rostro estaba oculto tras media docenas de cajas. Cajas que cayeron casi inmediatamente al suelo.
—Lo siento —se disculpó, intentado dominar el dolor—. No la había vis... —las palabras se le quedaron atravesadas en la garganta cuando su mirada se fundió con un par de ojos grises rodeados de oscuras pestañas.
Era ella.
El dolor del hombro se transformó en una suave molestia mientras contemplaba a la mujer con la que había tropezado. La misma que se había apoderado de sus pensamientos durante los últimos seis meses. Una melena desordenada y rubia rodeaba su rostro. Tenía una piel de melocotón y crema y la nariz cubierta de pecas. Su boca, llena y rosada, era maravillosamente besable... Y lo sabía por experiencia propia.La joven fijó en él su mirada y Pedro sintió un agujero en el estómago. Ninguna mujer lo había mirado nunca así, como si quisiera averiguar quién era el hombre que se escondía tras su fachada. Diablos, Pedro ya había empezado a preguntarse si aquella mujer existiría. Y de pronto la encontraba. Ella lo miraba y él se veía a sí mismo soñando con tener hijos, con formar una familia... Sacudió rápidamente la cabeza. Cumplir treinta y cinco años había cortocircuitado su cerebro. Estaba demasiado ocupado siendo Alfonso El Salvaje para convertirse en un doméstico papá.
—Dilo otra vez —le pidió ella.
—¿Qué diga qué?
—Me ha parecido reconocer tu voz y tu barbilla, y tu boca... ¡Eres tú! —exclamó con incredulidad—. Pensaba que no volvería verte nunca. Llevo toda la mañana intentando averiguar tu nombre.
—¿Querías saber mi nombre? —un peligroso calor se extendía por todo su cuerpo.
—Tu nombre y tu número de teléfono. Te necesito.
—¿Me necesitas? —le preguntó sonriente.
—Más de lo que te puedas imaginar —soltó una carcajada y miró las tartas destrozadas en el suelo—. He hecho una docena de llamadas, pero nada. Después he tenido una mañana infernal. Uno de los repartidores se ha puesto enfermo y llevo luchando contra el tráfico... Pero justo cuando llego, te encuentro aquí —le acarició la barbilla con un dedo—. Caramba, realmente eres tú.
Pedro le tomó la mano. Era una mano tan cálida, tan suave...
—Me alegro de volver a verte.
—No me lo puedo creer. Estás aquí —Paula sonrió.
Él le devolvió la sonrisa. Y Pablo Mackey apareció en ese momento tras ellos.
—Alfonso—lo aguijoneó—, sabes que todo ha sido una cuestión de suerte, ¿Verdad?
—¿Alfonso? —preguntó Paula—. ¿Eres Pedro Alfonso? ¿Ese Pedro Alfonso?
Su pregunta quedó ahogada en el murmullo de voces de la multitud que apareció detrás de Pablo Mackey.
—Y el gran debate continúa, amigos. ¿Se mostrará de acuerdo Alfonso en aceptar la revancha? ¿Prevalecerán la juventud y la agilidad sobre la fuerza bruta? ¿Montana o Bradshaw? —anunció Daniel Smith, acercándose a ellos seguido de una cámara.
—Y el debate continúa —Daniel Smith, el conductor del programa que ofrecía los preliminares del partido en directo, permanecía cerca de una enorme pantalla de televisión micrófono en mano—. Pablo Mackey fue el mejor defensa de los Cowboys y, ciertamente, sabe de fútbol. Pero Pedro Alfonso El Salvaje, ex Cowboy, parece tener una opinión diferente.La camarera de detrás de la barra soltó un silbido. La pelea duró... cinco segundos.
Pedro tenía el hombro destrozado y Mackey lo miraba con evidente regocijo.
—Caramba, parece que Alfonso está perdiendo el combate.
¿Perdiendo? Podía estar cansado. Diablos, había tenido un día agotador, ¿pero decir que había perdido? Jamás. Que Pedro Alfonso perdiera ante alguien era tan poco probable como que un huracán asolara Dallas. Simplemente, no podía ocurrir. No desde que tenía catorce años. Pedro había aprendido de la forma más dura que la gente sólo amaba a los ganadores. ¿Perder él? Y un infierno. Simplemente, había dejado ganar a Mackey.
—Lo siento, viejo amigo —Pedro utilizó todas las fuerzas que tenía en alzar el brazo.
—Bradshaw es el mejor —gruñó nuevamente Mackey.
Las cámaras fotográficas volvieron a dispararse y Pedro bajó la voz.
—Era el mejor. Montana le hizo morder el césped —y terminó la frase dándole un empujón a Mackey.
La multitud los rodeó y Pedro deseó tener una bolsa de hielo a mano. El hombro se la estaba pidiendo a gritos.
—Ya ven, amigos. Pedro Alfonso acaba de demostrarnos que es capaz de conseguir todo lo que desee.
Pero lo único que quería en ese momento era una bolsa de hielo. Como tardara más de treinta segundos en ponérsela, tendría que olvidarse de entrenar al equipo de fútbol del orfanato aquella semana. Pedro se abrió camino entre la multitud que lo rodeaba y se dirigió hacia la cocina, pero el pasillo también estaba hasta los topes. Saldría fuera, pensó, y desde allí entraría en la cocina sin tener que soportar que cientos de brazos le palmearan el hombro. Era condenadamente difícil intentar sonreír con aquel dolor.Empujó la puerta y se dirigió hacia la parte trasera del edificio. Dobló la esquina y fijó la mirada en las piernas de una mujer cuyo rostro estaba oculto tras media docenas de cajas. Cajas que cayeron casi inmediatamente al suelo.
—Lo siento —se disculpó, intentado dominar el dolor—. No la había vis... —las palabras se le quedaron atravesadas en la garganta cuando su mirada se fundió con un par de ojos grises rodeados de oscuras pestañas.
Era ella.
El dolor del hombro se transformó en una suave molestia mientras contemplaba a la mujer con la que había tropezado. La misma que se había apoderado de sus pensamientos durante los últimos seis meses. Una melena desordenada y rubia rodeaba su rostro. Tenía una piel de melocotón y crema y la nariz cubierta de pecas. Su boca, llena y rosada, era maravillosamente besable... Y lo sabía por experiencia propia.La joven fijó en él su mirada y Pedro sintió un agujero en el estómago. Ninguna mujer lo había mirado nunca así, como si quisiera averiguar quién era el hombre que se escondía tras su fachada. Diablos, Pedro ya había empezado a preguntarse si aquella mujer existiría. Y de pronto la encontraba. Ella lo miraba y él se veía a sí mismo soñando con tener hijos, con formar una familia... Sacudió rápidamente la cabeza. Cumplir treinta y cinco años había cortocircuitado su cerebro. Estaba demasiado ocupado siendo Alfonso El Salvaje para convertirse en un doméstico papá.
—Dilo otra vez —le pidió ella.
—¿Qué diga qué?
—Me ha parecido reconocer tu voz y tu barbilla, y tu boca... ¡Eres tú! —exclamó con incredulidad—. Pensaba que no volvería verte nunca. Llevo toda la mañana intentando averiguar tu nombre.
—¿Querías saber mi nombre? —un peligroso calor se extendía por todo su cuerpo.
—Tu nombre y tu número de teléfono. Te necesito.
—¿Me necesitas? —le preguntó sonriente.
—Más de lo que te puedas imaginar —soltó una carcajada y miró las tartas destrozadas en el suelo—. He hecho una docena de llamadas, pero nada. Después he tenido una mañana infernal. Uno de los repartidores se ha puesto enfermo y llevo luchando contra el tráfico... Pero justo cuando llego, te encuentro aquí —le acarició la barbilla con un dedo—. Caramba, realmente eres tú.
Pedro le tomó la mano. Era una mano tan cálida, tan suave...
—Me alegro de volver a verte.
—No me lo puedo creer. Estás aquí —Paula sonrió.
Él le devolvió la sonrisa. Y Pablo Mackey apareció en ese momento tras ellos.
—Alfonso—lo aguijoneó—, sabes que todo ha sido una cuestión de suerte, ¿Verdad?
—¿Alfonso? —preguntó Paula—. ¿Eres Pedro Alfonso? ¿Ese Pedro Alfonso?
Su pregunta quedó ahogada en el murmullo de voces de la multitud que apareció detrás de Pablo Mackey.
—Y el gran debate continúa, amigos. ¿Se mostrará de acuerdo Alfonso en aceptar la revancha? ¿Prevalecerán la juventud y la agilidad sobre la fuerza bruta? ¿Montana o Bradshaw? —anunció Daniel Smith, acercándose a ellos seguido de una cámara.
Dulce Amor: Capítulo 7
—Sé realista, Zai. Ese tipo es el actual campeón de lanzamiento de eructos de Texas.
—Pero también tiene inclinaciones musicales.
—Estoy desesperada, Zai, no loca. Se supone que ese tipo tiene que ser el hombre de mis sueños: alto, moreno y de ojos azules. Y el primo de Rodrigo tiene una barriga cervecera.
—Es normal, Paula. Tiene que tomar muchos alimentos que generen gases para poder competir. Pero después de la final adelgazó cinco kilos.
Paula pestañeó, intentando contener la inesperada aparición de las lágrimas.
—Es imposible que mi madre pueda creerse que ése es el tipo que le he estado describiendo durante todo este tiempo —sollozó.
—Caramba, estás realmente afectada. Necesitas un hombre y lo encontraremos. Un hombre que no eructe, de verdad.
Pero dos abolladuras de carro más tarde, todavía no habían encontrado a nadie que encajara con la descripción y a Paula le quedaban exactamente diez minutos para regresar a la cocina.
—Allí está —dijo Zaira, tomando un ejemplar del periódico local cuando se acercaban a la caja. Señaló una fotografía—. Éste es el hombre de tus sueños.
—¿Alfonso El Salvaje? ¿El propietario de Wild Man Ribs? —Paula sonrió por primera vez desde que había recibido la llamada de su madre—. Caramba, siempre he deseado salir con un hombre capaz de beber cerveza en las copas de un sujetador.
—Aquí pone que lo hizo con fines benéficos.
—Y yo creo que lo hizo para fanfarronear, su actividad más conocida, cuando no está dedicándose a su negocio.
—Ésa es la imagen que proyectan los medios de comunicación. Conozco a la periodista que le entrevistó para el Dallas Stare año pasado. Por lo que ella dice, este buen hombre invierte gran parte de su tiempo y su dinero en obras de caridad —miró a su amiga—. ¿Lo has visto alguna vez?
—No. Yo siempre me he reunido con Diego Black, el director comercial. Por lo que yo sé, lo único que hace Pedro Alfonso es poner el dinero y utilizar su imagen para hacer propaganda del negocio.
—Una imagen que responde perfectamente a la descripción que le hiciste a tu madre.
Paula estudió la fotografía. Era atractivo, y se parecía ligeramente a su Batman. Cubrió la parte superior de su rostro con un dedo. Sí, tenía posibilidad de convertirse en su supuesto hombre ideal. Y ya tendría oportunidad para encontrar al mismísimo Batman, como había estado intentando hacer desesperadamente durante toda la mañana. Desgraciadamente, su superhéroe no era el voluntario que inicialmente iba a hacer las veces de Batman, Adrián Calhoun. Al parecer, Adrián se había puestoenfermo y en el último momento había llamado a alguien para que fuera en su lugar. Paula no había tenido forma de averiguar la identidad de aquel suplente.Miró de nuevo la foto. De acuerdo, Alfonsp se parecía al tipo que buscaba, pero estaba muy lejos de parecerse a su Batman. Era un hombre rudo y zafio como pocos.
—Déjalo —le dijo a Zaira—. Ni siquiera lo conozco y no me gusta salir con tipos tan brutos.
—Pau, no te gusta salir con nadie. Ése es el problema. Si salieras regularmente con chicos, podrías contar con alguno para esta farsa. Para ser alguien que está en una situación desesperada, estás siendo muy remilgada. Así que ya es hora de que bajes el nivel.
—El nivel que exijo es muy bajo —repuso a la defensiva—. Mira, si ahora mismo apareciera ese tipo delante de mí, consideraría la posibilidad de salir con él, de verdad. Lo que pasa es que siempre he imaginado al hombre de mis sueños como un hombre amable, agradable. Un hombre fuerte y viril, pero no bruto ni machista. Sensible, pero no mentecato. Alguien dispuesto a ayudar a una mujer en apuros y deseoso de hacer algo por la humanidad.
—Estás hablando de Superman, Pau.
—Batman.
—¿Qué?
—Nada, no importa —Paula tomó aire—. Estoy viviendo un momento de desesperación. En realidad, no tengo por qué casarme con ese tipo. Sólo fingir. Así que se acabaron las exigencias. Estoy dispuesta a todo. En el supermercado ya hemos agotado todas las posibilidades, así que tendremos que cambiar de lugar. ¿Qué me dices de tu oficina, hay algún tipo disponible?
—Walter Pemberton, pero no mide ni uno sesenta.
—Supongo que entonces sólo queda una solución —Paula forzó una sonrisa—. Bueno, siempre he tenido curiosidad por conocer a un tipo como Alfonso El Salvaje.
Pedro Alfonso apenas había tenido tiempo de beber el último trago de cerveza cuando vió un puño gigante frente a su rostro. Un gesto un poco exagerado para combatir un amable comentario para un programa deportivo de televisión.
—Venga, sé consecuente con lo que dices. Hagamos una apuesta. Yo gano si admites que Tomás Bradshaw ha sido el mejor jugador de todos los tiempos.
Si Pedro hubiera sido inteligente, habría mantenido la boca cerrada y el brazo derecho lejos de Pablo Mackey, un armario con dos troncos por brazos. Pedro , retirado ocho años atrás con una lesión en los hombros, no tenía ni una sola oportunidad. Aun así, apoyó un codo en la barra y flexionó los dedos.
—Nadie podía batir a Montana. Era más fuerte que Tomás, más joven y más preciso en sus golpes.
—Pero también tiene inclinaciones musicales.
—Estoy desesperada, Zai, no loca. Se supone que ese tipo tiene que ser el hombre de mis sueños: alto, moreno y de ojos azules. Y el primo de Rodrigo tiene una barriga cervecera.
—Es normal, Paula. Tiene que tomar muchos alimentos que generen gases para poder competir. Pero después de la final adelgazó cinco kilos.
Paula pestañeó, intentando contener la inesperada aparición de las lágrimas.
—Es imposible que mi madre pueda creerse que ése es el tipo que le he estado describiendo durante todo este tiempo —sollozó.
—Caramba, estás realmente afectada. Necesitas un hombre y lo encontraremos. Un hombre que no eructe, de verdad.
Pero dos abolladuras de carro más tarde, todavía no habían encontrado a nadie que encajara con la descripción y a Paula le quedaban exactamente diez minutos para regresar a la cocina.
—Allí está —dijo Zaira, tomando un ejemplar del periódico local cuando se acercaban a la caja. Señaló una fotografía—. Éste es el hombre de tus sueños.
—¿Alfonso El Salvaje? ¿El propietario de Wild Man Ribs? —Paula sonrió por primera vez desde que había recibido la llamada de su madre—. Caramba, siempre he deseado salir con un hombre capaz de beber cerveza en las copas de un sujetador.
—Aquí pone que lo hizo con fines benéficos.
—Y yo creo que lo hizo para fanfarronear, su actividad más conocida, cuando no está dedicándose a su negocio.
—Ésa es la imagen que proyectan los medios de comunicación. Conozco a la periodista que le entrevistó para el Dallas Stare año pasado. Por lo que ella dice, este buen hombre invierte gran parte de su tiempo y su dinero en obras de caridad —miró a su amiga—. ¿Lo has visto alguna vez?
—No. Yo siempre me he reunido con Diego Black, el director comercial. Por lo que yo sé, lo único que hace Pedro Alfonso es poner el dinero y utilizar su imagen para hacer propaganda del negocio.
—Una imagen que responde perfectamente a la descripción que le hiciste a tu madre.
Paula estudió la fotografía. Era atractivo, y se parecía ligeramente a su Batman. Cubrió la parte superior de su rostro con un dedo. Sí, tenía posibilidad de convertirse en su supuesto hombre ideal. Y ya tendría oportunidad para encontrar al mismísimo Batman, como había estado intentando hacer desesperadamente durante toda la mañana. Desgraciadamente, su superhéroe no era el voluntario que inicialmente iba a hacer las veces de Batman, Adrián Calhoun. Al parecer, Adrián se había puestoenfermo y en el último momento había llamado a alguien para que fuera en su lugar. Paula no había tenido forma de averiguar la identidad de aquel suplente.Miró de nuevo la foto. De acuerdo, Alfonsp se parecía al tipo que buscaba, pero estaba muy lejos de parecerse a su Batman. Era un hombre rudo y zafio como pocos.
—Déjalo —le dijo a Zaira—. Ni siquiera lo conozco y no me gusta salir con tipos tan brutos.
—Pau, no te gusta salir con nadie. Ése es el problema. Si salieras regularmente con chicos, podrías contar con alguno para esta farsa. Para ser alguien que está en una situación desesperada, estás siendo muy remilgada. Así que ya es hora de que bajes el nivel.
—El nivel que exijo es muy bajo —repuso a la defensiva—. Mira, si ahora mismo apareciera ese tipo delante de mí, consideraría la posibilidad de salir con él, de verdad. Lo que pasa es que siempre he imaginado al hombre de mis sueños como un hombre amable, agradable. Un hombre fuerte y viril, pero no bruto ni machista. Sensible, pero no mentecato. Alguien dispuesto a ayudar a una mujer en apuros y deseoso de hacer algo por la humanidad.
—Estás hablando de Superman, Pau.
—Batman.
—¿Qué?
—Nada, no importa —Paula tomó aire—. Estoy viviendo un momento de desesperación. En realidad, no tengo por qué casarme con ese tipo. Sólo fingir. Así que se acabaron las exigencias. Estoy dispuesta a todo. En el supermercado ya hemos agotado todas las posibilidades, así que tendremos que cambiar de lugar. ¿Qué me dices de tu oficina, hay algún tipo disponible?
—Walter Pemberton, pero no mide ni uno sesenta.
—Supongo que entonces sólo queda una solución —Paula forzó una sonrisa—. Bueno, siempre he tenido curiosidad por conocer a un tipo como Alfonso El Salvaje.
Pedro Alfonso apenas había tenido tiempo de beber el último trago de cerveza cuando vió un puño gigante frente a su rostro. Un gesto un poco exagerado para combatir un amable comentario para un programa deportivo de televisión.
—Venga, sé consecuente con lo que dices. Hagamos una apuesta. Yo gano si admites que Tomás Bradshaw ha sido el mejor jugador de todos los tiempos.
Si Pedro hubiera sido inteligente, habría mantenido la boca cerrada y el brazo derecho lejos de Pablo Mackey, un armario con dos troncos por brazos. Pedro , retirado ocho años atrás con una lesión en los hombros, no tenía ni una sola oportunidad. Aun así, apoyó un codo en la barra y flexionó los dedos.
—Nadie podía batir a Montana. Era más fuerte que Tomás, más joven y más preciso en sus golpes.
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