El rostro de Mackey pasó del rojo al morado. Sus carnosos dedos terminaron sobre el rostro de Pedro. Los periodistas dispararon sus cámaras y, por supuesto, también la televisión local dio cuenta del acontecimiento.
—Y el debate continúa —Daniel Smith, el conductor del programa que ofrecía los preliminares del partido en directo, permanecía cerca de una enorme pantalla de televisión micrófono en mano—. Pablo Mackey fue el mejor defensa de los Cowboys y, ciertamente, sabe de fútbol. Pero Pedro Alfonso El Salvaje, ex Cowboy, parece tener una opinión diferente.La camarera de detrás de la barra soltó un silbido. La pelea duró... cinco segundos.
Pedro tenía el hombro destrozado y Mackey lo miraba con evidente regocijo.
—Caramba, parece que Alfonso está perdiendo el combate.
¿Perdiendo? Podía estar cansado. Diablos, había tenido un día agotador, ¿pero decir que había perdido? Jamás. Que Pedro Alfonso perdiera ante alguien era tan poco probable como que un huracán asolara Dallas. Simplemente, no podía ocurrir. No desde que tenía catorce años. Pedro había aprendido de la forma más dura que la gente sólo amaba a los ganadores. ¿Perder él? Y un infierno. Simplemente, había dejado ganar a Mackey.
—Lo siento, viejo amigo —Pedro utilizó todas las fuerzas que tenía en alzar el brazo.
—Bradshaw es el mejor —gruñó nuevamente Mackey.
Las cámaras fotográficas volvieron a dispararse y Pedro bajó la voz.
—Era el mejor. Montana le hizo morder el césped —y terminó la frase dándole un empujón a Mackey.
La multitud los rodeó y Pedro deseó tener una bolsa de hielo a mano. El hombro se la estaba pidiendo a gritos.
—Ya ven, amigos. Pedro Alfonso acaba de demostrarnos que es capaz de conseguir todo lo que desee.
Pero lo único que quería en ese momento era una bolsa de hielo. Como tardara más de treinta segundos en ponérsela, tendría que olvidarse de entrenar al equipo de fútbol del orfanato aquella semana. Pedro se abrió camino entre la multitud que lo rodeaba y se dirigió hacia la cocina, pero el pasillo también estaba hasta los topes. Saldría fuera, pensó, y desde allí entraría en la cocina sin tener que soportar que cientos de brazos le palmearan el hombro. Era condenadamente difícil intentar sonreír con aquel dolor.Empujó la puerta y se dirigió hacia la parte trasera del edificio. Dobló la esquina y fijó la mirada en las piernas de una mujer cuyo rostro estaba oculto tras media docenas de cajas. Cajas que cayeron casi inmediatamente al suelo.
—Lo siento —se disculpó, intentado dominar el dolor—. No la había vis... —las palabras se le quedaron atravesadas en la garganta cuando su mirada se fundió con un par de ojos grises rodeados de oscuras pestañas.
Era ella.
El dolor del hombro se transformó en una suave molestia mientras contemplaba a la mujer con la que había tropezado. La misma que se había apoderado de sus pensamientos durante los últimos seis meses. Una melena desordenada y rubia rodeaba su rostro. Tenía una piel de melocotón y crema y la nariz cubierta de pecas. Su boca, llena y rosada, era maravillosamente besable... Y lo sabía por experiencia propia.La joven fijó en él su mirada y Pedro sintió un agujero en el estómago. Ninguna mujer lo había mirado nunca así, como si quisiera averiguar quién era el hombre que se escondía tras su fachada. Diablos, Pedro ya había empezado a preguntarse si aquella mujer existiría. Y de pronto la encontraba. Ella lo miraba y él se veía a sí mismo soñando con tener hijos, con formar una familia... Sacudió rápidamente la cabeza. Cumplir treinta y cinco años había cortocircuitado su cerebro. Estaba demasiado ocupado siendo Alfonso El Salvaje para convertirse en un doméstico papá.
—Dilo otra vez —le pidió ella.
—¿Qué diga qué?
—Me ha parecido reconocer tu voz y tu barbilla, y tu boca... ¡Eres tú! —exclamó con incredulidad—. Pensaba que no volvería verte nunca. Llevo toda la mañana intentando averiguar tu nombre.
—¿Querías saber mi nombre? —un peligroso calor se extendía por todo su cuerpo.
—Tu nombre y tu número de teléfono. Te necesito.
—¿Me necesitas? —le preguntó sonriente.
—Más de lo que te puedas imaginar —soltó una carcajada y miró las tartas destrozadas en el suelo—. He hecho una docena de llamadas, pero nada. Después he tenido una mañana infernal. Uno de los repartidores se ha puesto enfermo y llevo luchando contra el tráfico... Pero justo cuando llego, te encuentro aquí —le acarició la barbilla con un dedo—. Caramba, realmente eres tú.
Pedro le tomó la mano. Era una mano tan cálida, tan suave...
—Me alegro de volver a verte.
—No me lo puedo creer. Estás aquí —Paula sonrió.
Él le devolvió la sonrisa. Y Pablo Mackey apareció en ese momento tras ellos.
—Alfonso—lo aguijoneó—, sabes que todo ha sido una cuestión de suerte, ¿Verdad?
—¿Alfonso? —preguntó Paula—. ¿Eres Pedro Alfonso? ¿Ese Pedro Alfonso?
Su pregunta quedó ahogada en el murmullo de voces de la multitud que apareció detrás de Pablo Mackey.
—Y el gran debate continúa, amigos. ¿Se mostrará de acuerdo Alfonso en aceptar la revancha? ¿Prevalecerán la juventud y la agilidad sobre la fuerza bruta? ¿Montana o Bradshaw? —anunció Daniel Smith, acercándose a ellos seguido de una cámara.
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