miércoles, 25 de julio de 2018

Dulce Amor: Capítulo 8

El  rostro  de  Mackey  pasó  del  rojo  al  morado.  Sus  carnosos  dedos  terminaron  sobre  el  rostro  de  Pedro.  Los  periodistas  dispararon  sus  cámaras  y,  por  supuesto,  también la televisión local dio cuenta del acontecimiento.

—Y el debate continúa —Daniel Smith, el conductor del programa que ofrecía los preliminares  del  partido  en  directo,  permanecía  cerca  de  una  enorme  pantalla  de  televisión micrófono en mano—. Pablo Mackey fue el mejor defensa de los Cowboys y, ciertamente, sabe de fútbol. Pero Pedro Alfonso El Salvaje, ex Cowboy, parece tener una opinión diferente.La  camarera  de  detrás  de  la  barra  soltó  un  silbido.  La  pelea  duró...  cinco segundos.

 Pedro tenía  el  hombro  destrozado  y  Mackey  lo  miraba  con  evidente  regocijo.

—Caramba, parece que Alfonso está perdiendo el combate.

¿Perdiendo?  Podía  estar  cansado.  Diablos,  había  tenido  un  día  agotador,  ¿pero  decir que había perdido? Jamás. Que Pedro Alfonso perdiera ante alguien era tan poco probable  como  que  un  huracán  asolara  Dallas.  Simplemente,  no  podía  ocurrir.  No  desde  que  tenía  catorce  años.  Pedro había  aprendido  de  la  forma  más  dura  que  la  gente  sólo  amaba  a  los  ganadores.  ¿Perder  él?  Y  un  infierno.  Simplemente,  había  dejado ganar a Mackey.

—Lo  siento,  viejo  amigo  —Pedro utilizó  todas  las  fuerzas  que  tenía  en  alzar  el  brazo.

—Bradshaw es el mejor —gruñó nuevamente Mackey.

Las cámaras fotográficas volvieron a dispararse y Pedro bajó la voz.

—Era el mejor. Montana le hizo morder el césped —y terminó la frase dándole un empujón a Mackey.

La multitud los rodeó y Pedro deseó tener una bolsa de hielo a mano. El hombro se la estaba pidiendo a gritos.

—Ya  ven,  amigos.  Pedro Alfonso acaba  de  demostrarnos  que  es  capaz  de  conseguir todo lo que desee.

Pero lo único que quería en ese momento era una bolsa de hielo. Como tardara más de treinta segundos en ponérsela, tendría que olvidarse de entrenar al equipo de fútbol del orfanato aquella semana. Pedro se  abrió  camino  entre  la  multitud  que  lo  rodeaba  y  se  dirigió  hacia  la  cocina,  pero  el  pasillo  también  estaba  hasta  los  topes.  Saldría  fuera,  pensó,  y  desde  allí entraría en la cocina sin tener que soportar que cientos de brazos le palmearan el hombro. Era condenadamente difícil intentar sonreír con aquel dolor.Empujó la puerta y se dirigió hacia la parte trasera del edificio. Dobló la esquina y  fijó  la  mirada  en  las  piernas  de  una  mujer  cuyo  rostro  estaba  oculto  tras  media  docenas de cajas. Cajas que cayeron casi inmediatamente al suelo.

—Lo siento —se disculpó, intentado dominar el dolor—. No la había vis... —las palabras se le quedaron atravesadas en la garganta cuando su mirada se fundió con un par de ojos grises rodeados de oscuras pestañas.

Era ella.

El dolor del hombro se transformó en una suave molestia mientras contemplaba a  la  mujer  con  la  que  había  tropezado.  La  misma  que  se  había  apoderado  de  sus  pensamientos durante los últimos seis meses. Una   melena   desordenada   y   rubia   rodeaba   su   rostro.   Tenía   una   piel   de   melocotón  y  crema  y  la  nariz  cubierta  de  pecas.  Su  boca,  llena  y  rosada,  era  maravillosamente besable... Y  lo sabía por experiencia propia.La joven fijó en él su mirada y Pedro sintió un agujero en el estómago. Ninguna mujer lo había mirado nunca así, como si quisiera averiguar quién era el hombre que se escondía  tras  su  fachada.  Diablos,  Pedro ya  había  empezado  a  preguntarse  si  aquella  mujer  existiría.  Y  de  pronto  la  encontraba.  Ella  lo  miraba  y  él  se  veía  a  sí  mismo  soñando  con  tener  hijos,  con  formar  una  familia...  Sacudió  rápidamente  la  cabeza.   Cumplir   treinta   y   cinco   años   había   cortocircuitado   su   cerebro.   Estaba   demasiado ocupado siendo Alfonso El Salvaje para convertirse en un doméstico papá.

—Dilo otra vez —le pidió ella.

—¿Qué diga qué?

—Me ha parecido reconocer tu voz y tu barbilla, y tu boca... ¡Eres tú! —exclamó con  incredulidad—.  Pensaba  que  no  volvería  verte  nunca.  Llevo  toda  la  mañana  intentando averiguar tu nombre.

—¿Querías  saber  mi  nombre?  —un  peligroso  calor  se  extendía  por  todo  su  cuerpo.

—Tu nombre y tu número de teléfono. Te necesito.

—¿Me necesitas? —le preguntó sonriente.

—Más  de  lo  que  te  puedas  imaginar  —soltó  una  carcajada  y  miró  las  tartas  destrozadas en el suelo—. He hecho una docena de llamadas, pero nada. Después he tenido  una  mañana  infernal.  Uno  de  los  repartidores  se  ha  puesto  enfermo  y  llevo  luchando  contra  el  tráfico... Pero  justo  cuando  llego,  te  encuentro  aquí  —le  acarició  la barbilla con un dedo—. Caramba, realmente eres tú.

Pedro le tomó la mano. Era una mano tan cálida, tan suave...

—Me alegro de volver a verte.

—No me lo puedo creer. Estás aquí —Paula sonrió.

Él le devolvió la sonrisa. Y Pablo Mackey apareció en ese momento tras ellos.

—Alfonso—lo  aguijoneó—,  sabes  que  todo  ha  sido  una  cuestión  de  suerte,  ¿Verdad?

—¿Alfonso? —preguntó Paula—. ¿Eres Pedro Alfonso? ¿Ese Pedro Alfonso?

 Su  pregunta  quedó  ahogada  en  el  murmullo  de  voces  de  la  multitud  que  apareció detrás de Pablo Mackey.

—Y  el  gran  debate  continúa,  amigos.  ¿Se  mostrará  de  acuerdo  Alfonso  en  aceptar  la  revancha?  ¿Prevalecerán  la  juventud  y  la  agilidad  sobre  la  fuerza  bruta?  ¿Montana  o  Bradshaw?  —anunció  Daniel  Smith,  acercándose  a  ellos  seguido  de  una  cámara.

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