Paula Chaves se agarró desesperada la falda, se abrió paso entre la multitud que abarrotaba el centro juvenil y abrió la primera puerta que encontró. ¡Era un enorme armario vacío! ¡Dios existía! Cerró bruscamente la puerta, encendió la luz y dejó el bolso entre un rollo de papel higiénico y un bote de limpiador de tamaño industrial. Tomó aire e intentó calmar su atribulado corazón. No iba a llorar. ¿Qué importancia tenía que se le hubiera roto la cremallera de la falda cuando estaba a punto de hacerse una foto con el alcalde de Dallas? ¿Qué podía importar que aquella fotografía hubiera sido la mejor forma de publicidad para su negocio de repostería? ¿Y a quién podía preocuparle que una docena de niños hubiera empezado a gritar que se le veían las bragas? Pestañeó, tomó aire e irguió los hombros.
—Basta ya. Eres propietaria de una empresa. Tienes a siete personas a tu cargo y quizá seas elegida empresaria del año. Eres una profesional fría y tranquila —lo era.
Al menos normalmente. Pero cuando se había agachado a recoger del suelo su pañuelo: rippp. Paula se había levantado lentamente y se había mirado por encima del hombro. Aquel ruido inconfundible procedía de su cintura. La cremallera de la falda había estallado, dejando al descubierto su ropa interior de encaje. Ropa interior que todo el mundo había visto. Caramba, su madre seguramente habría sufrido un ataque al corazón. Las madres eran capaces de sentir ese tipo de cosas en la distancia. Alejandra Chaves, desde Houston, sabía intuitivamente cuándo sufría su hija, cuándo se encontraba en peligro y hasta cuándo aparecía ante ella la posibilidad de un matrimonio. Paula abrió el bolso y buscó ansiosa en su interior un imperdible. No era que ella, Paula Chaves, estuviera buscando un hombre. Con su negocio en alza, estaba demasiado ocupada para andar detrás de nadie. ¿Pero su madre lo entendía? Por supuesto que no. No, su madre no se daría por satisfecha hasta que la viera casada y dedicada a sus hijos. Encontró un imperdible.Y no era que a ella no le gustaran los niños. Los adoraba. De otro modo, no estaría pasando el sábado en un orfanato. Los niños eran maravillosos y algún día querría tener sus propios hijos. Pero no en aquella etapa de su vida. Le resultaría imposible atender una familia y un negocio. Había aprendido viendo a su propia madre que aquello era imposible. Se secó una lágrima y buscó frenéticamente otro imperdible.
—Deja de llorar —se regañó en voz alta—. Tú tienes la culpa de lo que ha pasado. Deberías haberte comprado una talla más.
¿Una talla más? ¡Pero si usaba la misma talla desde hacía años! Miró la cremallera y las lágrimas acudieron a sus ojos con renovado vigor. Dios santo, había engordado... Pero había que asumir la realidad. Aceptarla y continuar viviendo. Podían suceder cosas peores. Podía, por ejemplo, confundir la sal con el azúcar en una partida de tartas. Sus dos repartidores podían caer enfermos el mismo día. O su madre podía volver a escribir su teléfono en el baño de caballeros de algún pub. O, en el colmo de los males, su momento de tristeza y desconsuelo podía verse de pronto interrumpido por la irrupción de algún Batman medio vestido... «Espera un minuto».Continuó buscando en el bolso mientras fijaba la mirada en la persona que acababa de entrar en el armario tras ella. Todas aquellas dietas de adelgazamiento estaban empezando a afectarla, pensó. Estaba perdiendo la cabeza por falta de alimentos sólidos. Pestañeó, pero el hombre seguía allí. Era uno de los famosos superhéroes, un hombre alto y poderoso vestido para la ocasión con una camiseta gris de manga larga que realzaba su bien musculado torso y sus brazos perfectamente esculpidos. Unas mallas negras se ceñían alrededor de sus piernas, de sus enormes muslos y... Caramba...
—¿Hay alguien más aquí? —aquella pregunta obligó a Paula a alzar la mirada.
El recién llegado tenía la parte superior de su rostro oculta bajo una máscara. Aun así, era posible ver su firme barbilla, sombreada por una incipiente barba, sus labios generosos y sus angulosos pómulos. A través de la máscara asomaban un par de ojos azules que la miraban fijamente. Intensamente. Paula se sintió como un cervatillo atrapado entre los faros de un coche.
—Yo... —se aclaró la garganta—. Si se refiere a Batgirl o a Cat woman, me temo que ya se han ido.
El recién llegado sonrió.
—En realidad me refería a los niños —echó hacia atrás la capa que ocultaba uno de sus hombros—. Necesitaba meterme en algún lado para arreglar esta cremallera. El servicio de caballeros está lleno de niños gritando algo sobre la ropa interior de... —se interrumpió al fijar la mirada en la cremallera que Paula estaba intentando arreglar.
Sonrió. El destello de su blanca dentadura en medio de la penumbra del armario, dejó a Paula sin aliento.
—Negra —dijo él—. Me gusta la ropa interior negra.
—Eh... a mí también —¿A ella también? ¿Estaba encerrada en un armario, hablando sobre ropa interior con Spiderman?
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