lunes, 23 de julio de 2018

Dulce Amor: Capítulo 1

Paula Chaves se  agarró  desesperada  la  falda,  se  abrió  paso  entre  la  multitud  que  abarrotaba  el  centro  juvenil  y  abrió  la  primera  puerta  que  encontró.  ¡Era  un  enorme armario vacío! ¡Dios existía! Cerró  bruscamente  la  puerta,  encendió  la  luz  y  dejó  el  bolso  entre  un  rollo  de  papel  higiénico  y  un  bote  de  limpiador  de  tamaño  industrial.  Tomó  aire  e  intentó  calmar su atribulado corazón. No iba a llorar. ¿Qué importancia tenía que se le hubiera roto la cremallera de la falda cuando estaba a punto de hacerse una foto con el alcalde de Dallas? ¿Qué podía importar que aquella  fotografía  hubiera  sido  la  mejor  forma  de  publicidad  para  su  negocio  de  repostería?   ¿Y  a  quién podía   preocuparle que una docena de niños hubiera   empezado a gritar que se le veían las bragas? Pestañeó, tomó aire e irguió los hombros.

—Basta ya. Eres propietaria de una empresa. Tienes a siete personas a tu cargo y  quizá  seas  elegida  empresaria  del  año.  Eres  una  profesional  fría  y  tranquila  —lo era. 

Al  menos  normalmente.  Pero  cuando  se  había  agachado  a  recoger  del  suelo  su  pañuelo: rippp. Paula se  había  levantado  lentamente  y  se  había  mirado  por  encima  del  hombro. Aquel ruido inconfundible procedía de su cintura. La cremallera de la falda había  estallado,  dejando  al  descubierto  su  ropa  interior  de  encaje.  Ropa  interior  que  todo el mundo había visto. Caramba,  su  madre  seguramente  habría  sufrido  un  ataque  al  corazón.  Las  madres eran capaces de sentir ese tipo de cosas en la distancia. Alejandra Chaves, desde Houston, sabía intuitivamente cuándo sufría su hija, cuándo se encontraba en peligro y hasta cuándo aparecía ante ella la posibilidad de un matrimonio. Paula abrió el bolso y buscó ansiosa en su interior un imperdible. No era que ella,  Paula Chaves,  estuviera  buscando  un  hombre.  Con  su  negocio  en  alza,  estaba demasiado ocupada para andar detrás de nadie. ¿Pero su madre lo entendía? Por  supuesto  que  no.  No,  su  madre  no  se  daría  por  satisfecha  hasta  que  la  viera  casada y dedicada a sus hijos. Encontró un imperdible.Y no era que a ella no le gustaran los niños. Los adoraba. De otro modo, no estaría pasando el sábado en un orfanato. Los niños eran maravillosos y algún día querría  tener  sus  propios  hijos.  Pero  no  en  aquella  etapa  de  su  vida.  Le  resultaría  imposible  atender  una  familia  y  un  negocio.  Había  aprendido  viendo  a  su  propia madre que aquello era imposible. Se secó una lágrima y buscó frenéticamente otro imperdible.

—Deja  de  llorar  —se  regañó  en  voz  alta—.  Tú  tienes  la  culpa  de  lo  que  ha  pasado. Deberías haberte comprado una talla más.

¿Una  talla  más?  ¡Pero  si  usaba  la  misma  talla  desde  hacía  años!  Miró  la  cremallera y las lágrimas acudieron a sus ojos con renovado vigor. Dios santo, había engordado... Pero  había  que  asumir  la  realidad.  Aceptarla  y  continuar  viviendo.  Podían  suceder  cosas  peores.  Podía,  por  ejemplo,  confundir  la  sal  con  el  azúcar  en  una  partida  de  tartas.  Sus  dos  repartidores  podían  caer  enfermos  el  mismo  día.  O  su  madre  podía  volver  a  escribir  su  teléfono  en  el  baño  de  caballeros  de  algún  pub.  O,  en  el  colmo  de  los  males,  su  momento  de  tristeza  y  desconsuelo  podía  verse  de  pronto interrumpido por la irrupción de algún Batman medio vestido... «Espera un minuto».Continuó  buscando  en  el  bolso  mientras  fijaba  la  mirada  en  la  persona  que  acababa de entrar en el armario tras ella. Todas aquellas dietas de adelgazamiento estaban empezando a afectarla, pensó. Estaba perdiendo la cabeza por falta de alimentos sólidos. Pestañeó, pero el hombre seguía allí. Era uno de los famosos superhéroes, un hombre alto y poderoso vestido para   la   ocasión   con   una   camiseta   gris   de   manga   larga   que   realzaba   su   bien   musculado  torso  y  sus  brazos  perfectamente  esculpidos.  Unas  mallas  negras  se  ceñían alrededor de sus piernas, de sus enormes muslos y... Caramba...

 —¿Hay  alguien  más  aquí?  —aquella  pregunta  obligó  a  Paula a  alzar  la  mirada.

El  recién  llegado  tenía  la  parte  superior  de  su  rostro  oculta  bajo  una  máscara.  Aun  así,  era  posible  ver  su  firme  barbilla,  sombreada  por  una  incipiente  barba,  sus  labios generosos y sus angulosos pómulos. A través de la máscara asomaban un par de  ojos  azules  que  la  miraban  fijamente.  Intensamente.  Paula se  sintió  como  un  cervatillo atrapado entre los faros de un coche.

—Yo... —se aclaró la garganta—. Si se refiere a Batgirl o a Cat woman, me temo que ya se han ido.

El recién llegado sonrió.

—En realidad me refería a los niños —echó hacia atrás la capa que ocultaba uno de  sus  hombros—.  Necesitaba  meterme  en  algún  lado  para  arreglar  esta  cremallera.  El servicio de caballeros está lleno de niños gritando algo sobre la ropa interior de... —se interrumpió  al  fijar  la  mirada  en  la  cremallera  que  Paula estaba  intentando  arreglar.

Sonrió.  El  destello  de  su  blanca  dentadura  en  medio  de  la  penumbra  del  armario, dejó a Paula sin aliento.

—Negra —dijo él—. Me gusta la ropa interior negra.

—Eh... a  mí  también —¿A  ella  también?  ¿Estaba  encerrada  en  un  armario,  hablando sobre ropa interior con Spiderman?

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