Paula miró con rabia al presentador y a continuación a Pedro. Abrió los ojos de par en par, como si lo viera por primera vez.
—Eres Pedro Alfonso. Tú —no había el menor asomo de alegría en sus palabras.
Extrañamente, su tono era de acusación, como si acabara de romperle su muñeca favorita.Pero él no rompía muñecas. Diablos, le gustaban las muñecas, y los gatos, y los pájaros... Incluso los pececillos de colores. Click, click, click... Tras él sonaban las cámaras, acompañadas del murmullo de la multitud.
—No puedo creer que seas tú —continuó diciendo ella—. Eres Pedro Alfonso.
—En carne y hueso —esbozó una seductora sonrisa.
La misma que continuaba haciéndolo aparecer en las portadas de las revistas. La sonrisa con la que conseguía hechizar a cualquier mujer. Paula lo miró con rabia.A casi todas. Debería haber sabido que ella era diferente. Ése era el problema. Ella reaccionaba a él de forma diferente, lo miraba de forma diferente. Sí, allí residía el verdadero problema.
—No me lo puedo creer —Paula resistió la tentación de pellizcarse.
Su adorado superhéroe acababa de transformarse en un desagradable y basto jugador de fútbol ante sus ojos. Pestañeó. Pero todavía estaba allí. Seguía siendo él. No, no era él, aquél era Pedro Alfonso.
—Pues créelo, cariño —volvió a sonreírle, pero ella profundizó su ceño.
—Vamos, Alfonso. Vuelve dentro si no quieres que le diga a toda la ciudad lo cobarde que eres.
—Siento tener que irme, cielo. Pero me están llamando —su acento texano parecía más pronunciado, más profundo.
Aquellas palabras se deslizaron en los oídos de Paula como salsa de ron caliente sobre un pastel de limón: dulces, embriagadoras, irresistibles.A pesar de la rabia que bullía en su interior, su cuerpo respondió la llamada. Las rodillas le temblaban, su vientre palpitaba, los pezones se irguieron...
—Hasta luego, querida —sonrió radiante a la multitud que los rodeaba. Paula intentó soltar su muñeca y alejarse, pero él se lo impidió—. No tan rápido. ¿No quieres llevarte un pequeño recuerdo mío? —y sin darle tiempo a reaccionar, se inclinó hacia delante y buscó sus labios.
La muchedumbre los jaleaba, esperando que Paula hiciera lo que haría cualquier otra mujer en su lugar. Pero ella lo mordió.
—¡Ay! —gruñó Pedro, interrumpiendo su beso para fulminarla con la mirada. Paula continuaba mirándolo fijamente—. ¿Por qué lo has hecho? —susurró.
—Porque eres Pedro Alfonso, maldita sea. Y ahora déjame marcharme o te arrepentirás.
—La primera vez te gustó...
—En ese momento no eras un hombre del Neanderthal ni estábamos rodeados de gente.
—¿Pero te gustó?
—Quizá sí —frunció el ceño—. O quizá no. Pero eso no importa. Lo único que importa es que ahora no me ha gustado —dobló la pierna, como si tuviera intención de darle un rodillazo—. Y ahora sueltamente si no quieres pasarte dos semanas aullando.
Pedro la miró en silencio. Paula supo que iba a besarla. Y en realidad, le apetecía que lo hiciera.
—Pienso hacerlo —lo amenazó—. Tengo tres hermanos mayores y sé jugar sucio.
—¿Ah sí? ¿Eso significa que estás dispuesta a ir a por todas? — Pedro volvió a esbozar su insolente mirada ante las cámaras.
Qué hombre tan machista, ególatra y pagado de sí mismo, pensó Paula. Ojalá volviera a besarla...
—Eh, Alfonso—lo interpeló un periodista—, parece que estás perdiendo el combate.
—¿Qué puedo decir? Ha sido un amor a primera vista —la estrechó contra él, haciéndola salir instantáneamente de su ensimismamiento.
Paula pestañeó. La maldita sonrisa de Pedro la sacó definitivamente de sus casillas. Sin darse tiempo siquiera a pensar en lo que estaba haciendo, le plantó un pisotón que recogieron complacidas los cámaras, giró sobre sus talones, se abrió paso entre los aficionados al fútbol y los periodistas y se dirigió hacia su camioneta deseando tener una pistola. Cuando por fin consiguió tranquilizarse, fijó la mirada en los albaranes que llevaba sobre la guantera. Tras los duros momentos pasados, todavía tenía que terminar sus entregas. Miró el reloj y chasqueó la lengua disgustada. Había perdido media hora y todo por culpa de aquel ser repugnante llamado Pedro Alfonso.
—Ahora no creas que vas a irte de rositas, cariño —los papeles se le cayeron de las manos. Giró la cabeza a toda velocidad y vió la cabeza de Pedro en la ventanilla del coche—. Déjame hacerte una oferta de paz.
—¿Qué me vas a ofrecer? ¿Una fotografía con tu autógrafo?
—Lo que quieras.
—Dios santo —lo miró furibunda—. Acabas de humillarme delante de docenas de personas... Delante de toda la maldita ciudad —sacudió la cabeza—. Todavía no me lo puedo creer. Mi Batman es un ridículo hombre de las cavernas, mi madre llegará dentro de sesenta horas cuarenta y siete minutos y yo voy a aparecer en todos los informativos de las diez. Todavía no he repartido todas las tartas y...
—Chsss —Pedro posó un maravilloso dedo en sus labios—. Estás divagando.
—No estoy nerviosa —estalló. Le hizo apartar la mano e hizo el signo de la cruz—. Lárgate.
—Eso sólo funciona con los vampiros.
—Yo que tú no me arriesgaría a comprobarlo. Así que mantente lejos de mí —puso el motor en marcha y sacó una factura de la guantera.
Trabajo. Tenía que pensar en el trabajo, y no él.
—¿Qué es esto? —preguntó Pedro estupefacto cuando Paula le puso el papel en la mano.
—Lo que me debes por haber destrozado media docena de tartas. Ésta es la cuenta. Y, para tu información, Bradshaw ha sido el mejor jugador de todos los tiempos.
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