viernes, 27 de julio de 2018

Dulce Amor: Capítulo 13

—¿Qué me dices entonces, Pedro? —preguntó Diego cuando terminó de recitar los términos de la propuesta de Paula.

Pedro estalló en carcajadas. Así que Paula Chaves no estaba tan ofendida como había  fingido  y  al  final  se  había  rendido  a  los  encantos  de  Alfonso El  Salvaje.  Igual  que todas. Aquel pensamiento consiguió vencer sus risas. Aunque no estaba seguro de por qué. Quizá tuviera que ver con lo que había ocurrido en el interior de cierto armario, del que había salido con la seguridad de que Paula era capaz de ver más allá de las apariencias.

—Me  alegro  de  que  te  lo  tomes  en  serio  —Diego  le  pasó  el  libro  de  cuentas—. Porque su  Chocolate Cherry  Cha Cha  es  verdaderamente  popular. Podemos quedarnos con la exclusiva de ese dulce ¿Qué te parece?

—Me parece que eres un genio de los negocios, colega. Es un buen trato, pero, bajo    ninguna   circunstancia,  pienso  cargar  con  Paula Chaves,  ni  siquiera temporalmente. Esa mujer es letal para mi imagen, por no hablar de mi salud.

—¿Pero de verdad te mordió? —Pedro asintió y Diego sonrió de oreja a oreja—. Me encantaría haberlo visto.

—Muchas gracias.

—Sabes que te aprecio, Pedro. Para mí eres como un hermano. Pero te aprecio a tí. Lo de El Salvaje es otra historia. Ese tipo se merece que lo peguen un mordisco de vez  en  cuando  —Diego palmeó  los  papeles  del  contrato—.  Por  favor,  piensa  en  la  posibilidad de llegar a un acuerdo.

—Sólo estoy dispuesto a ofrecer más dinero.

—Ella no quiere más dinero. Te quiere a tí.

—¿Que  finja  ser  el  prometido  de  la  hija  de  Drácula  durante  dos  semanas?  Olvídalo.

—Es un buen trato. Es una mujer atractiva y está tan loca por Alfonso El Salvaje como  para  hacerse  pasar  por  su  prometida.  Y  tú  quieres  sus  tartas.  Pueden   hacerse  muy  felices.  Y  también  a  mí  —añadió  Diego.  Se  pasó  la  mano  por  el  pelo—.  ¿Sabes  lo  que me he encontrado esta mañana en el peine?

—¿Pelos?

Diego hundió la cabeza entre las manos.

—Creo que estoy empezando a perderlo.

—Pero si sólo tienes treinta y cuatro años.

—Casi treinta y cinco. Ya estoy rozando la madurez.

—Y un infierno. A los treinta y cuatro años se es joven. Condenadamente joven —y  lo  sabía  por  experiencia  propia. 

Tenía  treinta  y  cuatro  años,  diez  meses,  tres  semanas  y  dos  días  y  se  consideraba  en  la  primera  etapa  de  su  vida.  La  madurez  todavía estaba muy lejos.

—Todavía no estoy preparado para enfrentarme a la calvicie. Y el problema no tiene por qué ser de edad. Es genético. Si tienes un padre calvo, es posible que tú lo seas.

—Pero tú no sabes si tu padre fue calvo.

—Quizá  lo  fuera  mi  madre  —Diego se  sirvió  un  café—.  Casi  no  me  acuerdo  de  ellos y en las dos fotografías que tengo es difícil precisar cuál de los dos era propenso a la calvicie. Pero el problema es que me está ocurriendo a mí y el estrés empeora la situación. Hazlo por mí, Pedro. Firma ese contrato.

—No  puedo  —Pedro se  frotó  la  boca.  Todavía  sentía  la  mordedura.  Y  el  problema  no  era  que  le  doliera.  Sino  todo  lo  contrario.  Le  gustaba,  y  allí  residía  el  peligro—. Me mordió delante de una multitud y de las cámaras de televisión.

—Mordió a Alfonso El Salvaje.

—Somos el mismo, Diego.

—Eso no es cierto. Tú eres un hombre amable, preocupado por los demás. Y El Salvaje   es   un   tipo   dominante,   que   hace   lo   que   quiere   y   cuando   quiere   sin   preocuparse de las consecuencias.

—Y la gente lo quiero por eso.

—Lo  admiran  porque  tener  las   narices  de pasar por  encima de  los  convencionalismos. Hay una gran diferencia entre admirar y querer. Quizá la hubiera.

Pero para Pedro , huérfano desde los cinco años, la línea entre la admiración y el amor hacía mucho tiempo que se había borrado.

—Soncomo el fuego y el agua. El fuego es poderoso —continuó diciendo Diego—, pero el agua puedo convertirlo en polvo.

—Me parece que estás leyendo demasiado.

—Tú también lo harías si estuvieras casado con una bibliotecaria.

—¿Qué tal está Leticia?

—Más  preocupada por  mi   pelo que  tú.   Ha  insistido  en  comprarme  un  tratamiento  de  Rogaine  y  una  nueva  cinta  de  Mozart.  Ahora,  si  pudiera  conseguir  que mi compañero de trabajo colaborara, me iría a casa, comenzaría el tratamiento e intentaría relajarme un rato —al ver la expresión decidida de Pedro, alzó las manos—. O si pudiera ofrecerle a Paula Chaves algo más que dinero.

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