jueves, 30 de abril de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 23

—No estás resentido conmigo, ¿verdad? —preguntó ella, de repente.
— ¿Resentido? ¿Por qué?
—Por haberme quedado con parte de la empresa cuando tú, con todo derecho, deberías haberte quedado con todo.
—No, claro que no...
Paula no creyó sus palabras. Joaquín no la miraba a los ojos.
—De todos modos, lo siento, Joaquín. Fueron los deseos de Juan, no los míos.
—Eso ya lo sé. ¿Cómo te va con el asunto Alfonso?
El cambio de tema la pilló completamente desprevenida. Rápidamente, le contó todo lo que sabía hasta el momento.
—El único modo es tener más votos que él en la junta de accionistas y, para hacerlo, tengo que conseguir los suficientes apoyos como para conseguir que nos ceda todos los contratos o que deje de ser el presidente de su propia empresa. Sigo trabajando en los apoyos. Creo que podré conseguirlos antes de que él se dé cuenta de lo que está pasando.
—Siempre es un error mezclar los negocios con los asuntos personales —dijo Joaquín suavemente—. Aunque los motivos sean muy nobles.
Paula parpadeó.
—Esto... Esto no es un asunto personal —replicó, poniéndose a la defensiva—. Tengo que conseguir esos contratos para mi programa de expansión.
—Sí, pero podríamos conseguirlos en Arizona, en Wyoming o en Colorado —comentó Don con una sonrisa—. No tiene que ser Montana.
— ¿Podríamos? Las operaciones nacionales son mi dominio, Joaquín —afirmó con autoridad—. Yo tomo las decisiones que haya que tomar. Así lo quiso Juan. Otra cosa más —añadió, entornando los ojos—. Me he enterado de que algunos de nuestros clientes mutuos creen que estoy de vacaciones a cargo de la empresa.
—Me preguntó por qué pensarán eso —comentó él con aspecto inocente.
—Yo no lo sé —observó ella, furiosa consigo misma por no poder conseguir que confesara—. Bueno, a menos que tengas la intención de dejarme en evidencia delante del resto de los accionistas bajo acusación de mala dirección, no tienes autoridad alguna para desafiar mis decisiones.
—No seas absurda —replicó Joaquín.
—Las expansiones siempre implican un módico riesgo. Juan era como yo. Le gustaba arriesgar. Tú eres más conservador. Jamás hemos estado de acuerdo en cómo ocuparnos de los proyectos, razón por la cual Juan decidió ponernos a cargo de dos campos completamente distintos. Cuando consiga esos contratos, obtendré muchos beneficios. Tú no tienes que darme tu aprobación, Joaquín.
—Me parece que podrías terminar siendo víctima de tu propia trampa. Ya te he dicho que ese Alfonso es un tipo muy duro. Él ya se movía en este mundo cuando tú aún estabas aprendiendo. En el mundo de los negocios no se puede confiar en nadie. ¿Es que no lo has aprendido ya?
—Estoy segura de poder confiar en ti, Joaquín —dijo Paula con una calculadora sonrisa.
—Por supuesto —replicó él, apartando el rostro—. Después de todo, yo soy familia tuya.
—Lo sé.
—Tienes razón, Paula. No tengo ningún derecho a decirte cómo ocuparte de tu parte de la empresa, pero, si necesitas ayuda, podría ponerme en contacto con los de la costa este.
Paula sonrió. Joaquín le estaba ofreciendo una rama de olivo. Ella la aceptó encantada. Joaquín tenía contactos de los que ella carecía.
— ¿Tendrías tiempo?
—Sí. ¿Tienes un listado de los accionistas?
—Por supuesto. Te enviaré una copia esta noche.
Después de eso, Joaquín pareció mucho más relajado.
—Te agradezco mucho tu ayuda —reiteró Paula cuando llegaron a la casa de los Harrison.
—Yo estoy de tu lado, Pau. Ya lo sabes.
Sin embargo, no parecía haber pronunciado aquellas palabras de un modo muy convincente. Paula  estuvo recordando la conversación durante gran parte de la noche.
Una vez en la fiesta, saludó a los anfitriones y a los invitados. Cuando fue a buscar a Joaquín, se lo encontró inesperadamente. Oyó un trozo de conversación que la dejó atónita.
—Ah, Pau—dijo en voz demasiada alta cuando se dio cuenta de su presencia—. Éste es Frank Dockins. Dirige Camfield Computers.
Paula extendió la mano y sonrió.
—Encantada de conocerlo —afirmó—. Ésta es la primera oportunidad que tengo de decirle lo contentos que estamos de que se hayan fusionado con nosotros. Sin duda, Joaquín le habrá dicho que voy a enviar a uno de nuestros mejores ejecutivos en el campo de los ordenadores para que trabaje con ustedes. Queremos que la transición sea tan fácil como sea posible.
—Oh, sí —replicó el señor Dockins—. Joaquín me estaba hablando precisamente de eso. Usted se ocupa de las operaciones nacionales, ¿verdad?
—Así es. Juan me preparó para hacerlo. Descubrió que yo tenía una habilidad natural para escoger empresas que encajaran con nuestra estructura empresarial. Solía decir que yo había sido una de sus mejores adquisiciones.
Dockins se echó a reír.
—Joaquín me ha contado que tiene usted un hijo pequeño. ¿No hace la presión que la vida en casa resulte difícil?
—Más de lo que se imagina. Supongo que voy saliendo adelante, pero la infancia de Franco está pasando demasiado deprisa. No se me da muy bien delegar en otras personas. En realidad, no confío en la gente, excepto en Don, por supuesto —añadió, mirando a su cuñado. Él frunció ligeramente el ceño y apartó la mirada.
—Bonita fiesta —comentó el señor Camfield—. ¿Conoce usted al senador Lane?
—No muy bien, pero le voté.
—Es muy trabajador. Y no se le puede sobornar — comentó Joaquín. Al ver la expresión de Camfield, se echó a reír—. No. Te aseguro que no lo sé por experiencia.
Camfield se echó a reír y la extraña tensión que se había acumulado entre ellos desapareció como si jamás hubiera existido.
Aquella noche, cuando regresó a casa, Paula fue a ver a su hijo. Una vez más, le sorprendió el parecido que había entre el pequeño y Pedro. Era la viva imagen de su padre. Si Ana lo viera, no dudaría ni un instante sobre quién era, aunque jamás podría admitirlo sin permitir que su hijo supiera lo que había hecho. Eso sería su castigo. Ver al nieto que había deseado tanto y saber que lo había perdido para siempre.

Atrapada en este Amor: Capítulo 22

Paula lo arropó y se dirigió al despacho. Allí, se sentó frente a su escritorio y empezó a repasar todos los asuntos que requerían su atención. Estuvo trabajando hasta altas horas de la noche sin poder ponerse al día. Tendría que llevarse el resto de los papeles a Billings para poder terminarlos. Esperaba poder conseguirlo sin tener que moverse de Billings, porque no quería que se viera con demasiada frecuencia el avión privado de Tennison International en el aeropuerto de Rimrocks.
A la mañana siguiente, Franco quiso ir al parque. Madre e hijo se dirigieron al más cercano acompañados del señor Gonzalez. Los dos se sentaron en un banco mientras el niño jugaba.
— ¿Cómo va todo? —le preguntó el guardaespaldas.
—Sobrevivo. No me resulta fácil. Traté de sacarles información a algunos de los ejecutivos de su empresa y estuve a punto de que me despidieran por confraternizar demasiado con ellos.
— ¿Vas a rendirte? —preguntó el señor Gonzalez. Su duro rostro se había arrugado para esbozar una sonrisa.
— ¿Tú que crees?
—Creo que Joaquín tiene razón. Te has topado con un adversario formidable —contestó, apartando bruscamente la mirada después de contemplarla durante un segundo. No hay nada malo en recortar las pérdidas
—Aún no he empezado... —dijo. Sin embargo, no pudo mentirle a su querido guardaespaldas — . Está bien. Tengo que admitir que me acerqué demasiado al fuego y que estuve a punto de quemarme. Sin embargo, te aseguro que no volveré a cometer la misma equivocación dos veces.
—Eso espero. Aún recuerdo lo destrozada que estabas la noche que te encontramos.
—Me salvaste la vida...
—Estuve a punto de quitártela. Ni siquiera te vi.
— ¿Te he dicho alguna vez que Juan y tú me devolvieron los deseos de vivir? —le preguntó—. Los dos me cuidaron tanto hasta que Franco nació. Hicimos juntos tantas cosas... Lo echo mucho de menos...
—Yo también —admitió el guardaespaldas—. Él me dio trabajo cuando nadie más lo habría hecho. Yo estaba acusado de asesinato. Nadie me habría contratado. Sin embargo, Juan creyó en mi inocencia. Me contrató, me encontró el mejor abogado criminalista de la ciudad y consiguió que me absolvieran.
—Lo sé. Juan me lo dijo.
—Al principio, recuerdo que te escondías de mí.
—Creía que habías sido miembro de la Mafia. Sin embargo, después de que Franco naciera, te convertiste en una persona muy querida para mí. Jamás te habría imaginado cambiando pañales a un niño.
—Yo tampoco —comentó con una sonrisa—. Y ahora que sí me imagino haciéndolo, no tengo con quien —añadió lentamente, sin mirar a Paula.
—Claro que sí. Nos tienes a Franco y a mí —afirmó ella, tocándole la mano muy brevemente.
—El niño esta sufriendo algunos problemas de acoso —confesó él, cambiando rápidamente de tema—. Me he tomado la libertad de enseñarle artes marciales.
— ¿Vas a enseñarle a mi hijo como matar a la gente?
—Voy a enseñar a tu hijo a no matar a nadie. También le enseñaré a tener confianza en sí mismo y posturas con las que disuadir a los que le acosan. Aprenderá concentración y, sobre todo, disciplina. Eso es muy importante para un chico.
— Sí, lo sé. Muy bien, no me importa.
Aquella noche, Joaquín llegó muy temprano para recogerla. Le saludó con su sonrisa más cortés. Su cuñado estaba muy elegante, aunque no tanto como lo hubiera estado Juan. Joaquín siempre había estado un poco a la sombra de su hermano.
—Estás preciosa —le dijo.
Paula sonrió. Se había puesto un diseño original de París, de terciopelo y raso azul zafiro, con un corte muy moderno que enfatizaba su esbelta figura y destacaba su cabello y sus ojos.
—Gracias, Joaquín. Tú tampoco estás nada mal.
— ¿Has leído mi informe sobre la adquisición de Camfield Computers?
—Sí —respondió ella, mientras se dirigían a la limusina—. Eres muy bueno en tu trabajo, Joaquín. Juan estaría muy orgulloso del modo en el que has firmado ese acuerdo.
Joaquín pareció sorprendido.
—No sabía que te fijaras en lo que hago.
—Bueno, técnicamente no debería hacerlo. Después de todo, las operaciones internacionales no son asunto mío, pero admiro la habilidad empresarial cuando la veo. Oigo muchos comentarios. Tu gente te seguiría al fin del mundo.
—Me abruman tus halagos —dijo él con una leve sonrisa
—Te los mereces —repuso ella, mientras los dos entraban en la limusina—. Joaquín, ¿no te cansas nunca de la presión?
—No —contestó él, algo sorprendido—. Los negocios son mi vida. Supongo que me gustan los desafíos. ¿Y tú?
—Algunas veces me gustaría tener más tiempo para estar con Franco. No es que no disfrute con mi trabajo es que, a veces, exige demasiado.
—Tal vez deberías delegar más —sugirió Joaquín, sin mirarla
—A Juan no le parecería bien.
—Juan está muerto.
—Sí, lo sé —observó Paula, sorprendida por la frialdad con la que había hablado—, pero yo se lo debo todo.
— Sé que le estás muy agradecida por lo que hizo por ti, pero tienes que considerar también lo que tú hiciste por él. Estaba solo. Completamente solo. Literalmente, se estaba matando a trabajar. Tú lo cambiaste. Franco y tú. Murió siendo un hombre muy feliz.
—Ya sabes que yo lo quería mucho. Al principio no, aunque le estaba muy agradecida por lo que había hecho por mí, pero le tenía mucho cariño. Cuando... entonces había empezado a convertirse en todo mi mundo.
Joaquín la miró.
—Es una pena que muriera cuando lo hizo. Yo tendría que haber estado en ese avión. Él me estaba sustituyendo.
—Oh, Joaquín, no digas eso. Yo soy una fatalista. Creo que tenemos contados los minutos y los segundos de nuestras vidas, que tenemos asignado el momento de nuestra muerte. Si no hubiera sido en ese avión, podría haber sido de otro modo. No sufrió. Fue muy rápido. Si le hubieran dado a elegir, así lo habría querido.
— Supongo que sí.

Atrapada en este Amor: Capítulo 21

—Sí, mami.
—Deduzco que vas a regresar a casa —le dijo el guardaespaldas con una cierta sorna.
—A pasar el fin de semana. Tengo que recoger algunas cosas y visitar a algunos clientes a los que parece que he estado descuidando —dijo, repitiendo lo que la secretaria le había dicho referente a algunos comentarios de Joaquín—. Organízalo todo para que uno de los aviones me recoja en los Rimrocks a las seis en punto del viernes por la tarde. Ese día salgo pronto de trabajar.
—No creo que puedas hacer mucho en el fin de semana.
—Ya lo verás. ¿Acaso no recuerdas que Juan realizaba la mayoría de sus tratos en las fiestas? Los Harrison van a celebrar un banquete en honor del senador Lañe el sábado por la noche. Don prometió acompañarme. Recuérdaselo.
—Lo haré. ¿Cómo piensas ocuparte de todos tus negocios, de la OPA y de tu trabajo como camarera al mismo tiempo?
—No te preocupes por nada. Nos veremos el viernes.
Colgó antes de que el señor Gimenez  pudiera seguir hablando. Efectivamente, sería una gran presión, pero así había sido desde la muerte de Juan. Era joven, fuerte y dispuesta y, además, no sería para siempre. Además, el hecho de pensar en la humillación que les iba a provocar a Pedro  y a su madre le proporcionaba tanto placer que compensaba la frustración por estar lejos de su hijo.

El miércoles siguiente, Pedro fue al restaurante a cenar. No acudió solo. Lo acompañaba una belleza rubia de largas piernas y con un vestido que debía costar una fortuna. Ella sabía que estaba tratando de vengarse de Paula por haber perdido el control. A pesar de todo, Paula  se armó de valor y, con la mejor de sus sonrisas, se acercó a ellos y les entregó los menús.
— ¿Les gustaría beber algo antes de cenar? —les preguntó cortésmente.
—Yo tomaré una cerveza alemana —dijo la rubia, antes de nombrar específicamente la que quería—. Asegúrate que no sustituyen cerveza con espuma. Detesto que me escatimen mi bebida.
—Sí, señora. ¿Qué va a tomar usted, señor?
—Vino blanco —respondió Pedro, secamente.
Ni siquiera la miró. La alegría con la que Paula  los había saludado le desinfló las velas. Había llevado allí a Lara para poner a Paula celosa. No estaba del todo seguro de los motivos que lo habían empujado a hacerlo más que la deseaba. La deseaba más que nunca, pero ella no parecía dispuesta a ceder. Le iba a costar un triunfo volver a tenerla entre los brazos. La presencia de Lara ni siquiera parecía incomodarla. La Paula de antaño se habría echado a llorar.
Ella les sirvió con el impecable autocontrol que Juan le enseñó. Por su parte, Pedro parecía más molesto y enojado a cada minuto que pasaba. Lara se quedó tan impresionada con su servicio, que insistió en que Pedro le dejara una enorme propina. Pedro se limitó a mirar con frialdad a Paula y a prometerle venganza.
Con aquel gesto, Pedro había querido demostrarle que era capaz de atraer a otras mujeres. De pasada, Paula había sido capaz de ponerle riendas al deseo que sentía hacia él. Nada había cambiado. pedro  se había convertido en un playboy y no tenía interés alguno por el compromiso. Paula haría muy bien en recordar que él la había arrojado a los leones antes para evitar que ese hecho se volviera a repetir.

El viernes por la noche, cambió el turno con otra compañera y llamó a un taxi para que la llevara al aeropuerto. Se puso una peluca rubia y un carísimo abrigo, para que nadie en el aeropuerto la confundiera con Paula cahves. Sólo era una medida de precaución, por si alguien la veía subiéndose al avión privado de Gonzalez International.
Se subió rápidamente al avión y, en cuestión de minutos, iba en dirección a Chicago. Franco la estaba esperando en el aeropuerto con el señor Gimenez. Al verla, echó a correr en su dirección. No tuvo ninguna dificultad para reconocerla a pesar de su disfraz.
— ¡Mami! —gritó.
Paula  se inclinó y lo tomó en brazos. Entonces, empezó a dar vueltas con él, riendo de pura felicidad. Había echado tanto de menos a su pequeño...
—Bienvenida a casa —dijo el señor Gonzalez, observando atentamente los raídos vaqueros y la sudadera que ella llevaba por debajo del abrigo.
—No querrás que vaya a trabajar con un traje de diseño, ¿verdad?
—Tienes razón. Tu cuñado aún está fuera de la ciudad, pero prometió llegar a tiempo para el banquete de mañana por la noche.
—Bien. ¿Cómo va la fusión Jordán?
—Todo salió a la perfección.
—Oh, mami. No hablen de negocios —suplicó Franco mientras se metían en el coche.
—Muy bien. Lo intentaré —prometió ella, dándole un beso—. Hasta mañana por la noche, haremos lo que tú quieras.
— ¿De verdad? ¡Genial!
Cuando se puso a jugar con su hijo, comprendió de verdad lo mucho que había echado de menos a su pequeño. Después de cenar, vieron juntos un documental y, entonces, Paula le leyó un cuento para que se fuera a la cama. Cuando el niño se quedó dormido, lo contempló con infinita ternura. Había tanta similitud entre los rasgos de Franco y los de Pedro. El parecido era aún más llamativo cuando el niño abría los ojos claros. Era el hijo de Pedro aunque él no lo creyera nunca.

Atrapada en este Amor: Capítulo 20

—No puedes aceptar el hecho de que mi madre tiene muchas virtudes, ¿verdad?
—Tú no sabes todo lo que ella me costó porque no quieres saber la verdad. Algún día lo conocerás todo. Te lo juro y, cuando sepas lo que ella te costó a ti, desearás de todo corazón haberme escuchado. Ahora, buenas noches, Pedro.
Paula entró y cerró la puerta antes de que él tuviera tiempo de responder. No se sorprendió al ver que estaba temblando.
En el exterior, Pedro regresó a su coche, lleno de furia y frustración. Como siempre, Paula  lo convertía en un ser débil. Era tan mujer como entonces y su propia respuesta ante ella era poderosa e inmediata.
Trató de deshacerse de las neblinas del deseo mientras conducía hasta su casa. Sin embargo, algo de lo que Paula le había dicho le turbaba. Le había dicho que no sabía lo que su propia madre le había costado a él. ¿Quería decir dinero? Tal vez se refería a su propio amor. Sin embargo, ya sabía lo traicionera que podía ser. Ella lo había engañado.
Entró en la casa y se dirigió al salón.
—Oh, ya estás en casa —dijo Ana, levantándose del sofá—. Te estaba esperando. Te he visto muy preocupado desde hace unos días y pensé que... tal vez querrías hablar.
— ¿Sobre qué?
—Bueno, sobre lo que te está preocupando —respondió su madre, tragando saliva.
— ¿Has ido a ver a Paula? —le preguntó con mirada amenazadora.
—Sí —admitió ella, tras un momento de duda. No quería mentir.
— ¿Porqué?
—Sabes que no siento ninguna simpatía por ella. Sólo trataba de convencerla de que despertar viejos recuerdos no les va a venir nada bien a ninguno de los dos. Le pedí que se marchara.
—Yo le he dado un trabajo —le recordó Pedro.
—Oh —musitó su madre, retorciéndose las manos—. Pedro, esa mujer no es para ti. No empeores las cosas.
— ¿Empeorar qué? ¿Qué es lo que sabes tú que desconozco yo?
Su madre palideció.
Pedro....
El dio un paso al frente, decidido a sacarle toda la verdad. Justo en aquel momento, el teléfono empezó a sonar. Afortunadamente, se trataba de un asunto de negocios, Ana se excusó rápidamente y se marchó.
Cuando llegó a su dormitorio, el corazón le latía con fuerza. Todo era como una pesadilla. ¿Por qué no se había dado cuenta de las implicaciones de lo que había hecho seis años atrás? No sabía cómo iba a sobrevivir si Paula no se marchaba rápidamente de la ciudad.

Franco estaba muy enfadado cuando Paula llamó a Chicago.
— ¿Por qué no vienes a casa? —le preguntó—. Me dijiste que sólo serían unos días.
—Este asunto está llevándome más de lo que había anticipado. Mira, Franco,  no me presiones. Ya sabes que estaría en casa si pudiera. Tengo que mantenernos, hombrecito. Tengo que trabajar.
—Ya lo sé, mami, pero te echo de menos.
—Yo también te echo de menos a tí —susurró ella. Era cierto. Ver a Pedro era como contemplar una imagen más madura de Franco—. A ver qué te parece esto. Mi secretaria me ha recordado cuando la llamé que tengo que ir a un banquete el sábado por la noche en Chicago. ¿Qué te parece que tome un avión el viernes y pasemos el fin de semana juntos?
— ¡Oh, mami! ¡Es chupi! —exclamó el niño muy contento.
—Bueno, supongo que eso significa que te alegras de que yo vaya a ir. Ahora, dile al señor Gonzalez que se ponga, por favor.

miércoles, 29 de abril de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 19

—Ahora sí la quiero.
—En ese caso, pregúntale a tu madre.
—No vas a llegar a ninguna parte tratando de implicar a mi madre en esto. Los dos sabemos que no sentía ningún aprecio por tí.
—Me odiaba. Tengo parientes indios, ¿recuerdas? Mis orígenes son humildes. Mis padres tenían una pequeña granja. Yo recuerdo tener que llevar zapatos de segunda mano antes de que mis tíos se hicieran cargo de mí. Ni siquiera entonces tuve dinero o clase social, que era precisamente lo que tu madre quería para ti. Tenía que ser una mujer de sangre azul.
Pedro detuvo el coche delante de la casa de la tía de Paula.
—La mayoría de las madres quieren lo mejor para sus hijos.
—Es cierto —afirmó ella, pensando en Franco—, pero no todas las madres se entrometen en los asuntos de sus hijos hasta el punto de tomar decisiones que les conciernen sólo a ellos. Yo no lo haría jamás.
Pedro apagó el motor y las luces, y se giró para mirar la casa.
— ¿Por qué sigues aquí? —le preguntó—. Si hay un hombre esperándote en Chicago, ¿por qué no regresas con él?
—Tengo mis razones.
Pedro deslizó el brazo sobre el respaldo del asiento.
Paula  recordó lo que había sentido al estar entre aquellos brazos.
Él pareció sentir esos recuerdos porque, cuando volvió a hablar, lo hizo con voz muy ronca.
—La primera vez fue debajo de un árbol al lado del lago de mi rancho —dijo, como si le hubiera leído el pensamiento—. Habíamos salido a montar a caballo, pero, los dos ardíamos de deseo. Yo te quité la camiseta. Tú me dejaste. Te tumbé sobre la hierba. Te desnudé, me desnudé... Ni siquiera pude esperar lo suficiente para excitarte. Te penetré con un único y rápido movimiento.
— ¡No digas eso! —exclamó ella, sonrojándose.
— ¿Te avergüenza? —le preguntó, aprisionándola contra su pecho—. Estabas muy tensa y tenías miedo. Cuando empecé a temblar de placer, me preguntaste si me dolía algo —añadió, susurrándole las palabras contra el cabello, contra la boca—. La segunda vez te besé de la cabeza a los pies, te mordí el interior de los muslos y los pezones. Cuando te poseí, tú estabas lista para recibirme. Aquella vez fue tan explosivo... Tú alcanzaste el orgasmo después de mí, sentada encima. Yo te observé...
La lengua de Pedro siguió el camino de las palabras hasta alcanzar los suaves labios. Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y se abrazó a él. Pedro  abrió la boca, insistente, mientras las manos se le perdían en la blusa de Paula, tratando de alcanzar la suave calidez de su cuerpo.
Ella no pensó en los cambios que seguramente iba a encontrar. Era inevitable que notara ciertos cambios de madurez.
Pedro le introdujo una mano por debajo de la copa del sujetador y se lo levantó. Entonces, levantó la cabeza y la miró con pasión.
—Los tienes más grandes.
—Soy mayor.
Antes de que Paula se diera cuenta de lo que él tenía intención de hacer,Pedro le levantó la blusa y el sujetador y la miró extasiado. La voz se le ahogó en la garganta ante lo que vio.
—Oh, nena...
—Ya no... ya no soy una niña —susurró ella, tratando de desviar su curiosidad.
—Eso ya lo veo, Dios Santo. Te convertiste en una mujer entre mis brazos. ¿Acaso creíste que podría olvidarlo nunca? —le preguntó, mientras le acariciaba los pezones al hablar—. Paula..
Bajó la cabeza y atrapó entre los labios un erecto pezón. Entonces, el brillo de los faros de un coche y el rugido de un motón le obligaron a levantar la cabeza. Paula se aprovechó de ese momento para bajarse la ropa y apartarse de él. Cuando el coche había desaparecido al otro lado de la calle, ella ya había salido del coche.
Pedro  consiguió alcanzarla mientras ella subía los escalones del porche.
—Te deseo —dijo él con la voz desgarrada.
—Eso ya lo sé —replicó ella muy secamente—. Sigo siendo tan vulnerable como lo era con  veintiún años y, aparentemente, igual de estúpida cuando me acerco a ti. Sin embargo, eso ya no te va a volver a funcionar. No pienso volver a ser tu amante una segunda vez. He aprendido muy bien la lección.
— Sé que sigues deseándome —susurró él con la respiración entrecortada—. Podría conseguir que te pusieras de rodillas para suplicarme. De hecho, ya lo hice. ¿Te acuerdas?
Por supuesto que lo recordaba. Había sido justo antes de que su madre le llenara la cabeza con mentiras sobre Facundo. Él la había humillado y la había excitado, pero Paula  había estado demasiado enamorada como para resistirse. Había cedido porque estaba profundamente enamorada de él y porque creía que Pedro también lo estaba de ella. No había sido así. Pedro sólo la deseaba.
—Lo recuerdo —replicó muy tensa—. Ahora, suéltame.
—No quieres que lo haga.
—Tu madre sí —replicó ella, jugando la única carta que le quedaba. Esperaba que ésta sirviera para distraerlo, porque su cuerpo estaba empezando a traicionarla. Habían pasado tantos años desde la última vez que había estado con Pedro... Lo deseaba profundamente, pero no se atrevía a dejarse llevar.
Él dudó y ella se echó hacia atrás.
— ¿Te acuerdas de tu madre, Pedro? —le preguntó Paula, fríamente—. Nada ha cambiado. Ella sigue odiándome.
—Ella no tiene que apreciar a la mujer con la que yo me acuesto —replicó, echando mano de la crueldad al sentir que la frustración y el dolor se apoderaban de él.
—Yo no me estoy acostando contigo —afirmó ella.
—Dime que no lo deseas, Paula —dijo Pedro en tono de burla.
Ella se acercó hacia la puerta y rebuscó las llaves en el bolso.
— Lo que yo desee no viene al caso —repuso. Abrió la puerta, entró y se volvió para mirarlo—. No quiero volver a pasar por esa locura. Y tú tampoco. Vete a casa, Pedro. Estoy segura de que tu madre agradecerá la compañía.
—No ha venido a verte, ¿verdad? Me has mentido.
—No sé por qué me sorprende aún que pienses que, si alguien ha hecho algo malo, ésa debo de ser yo. Ana debería de estar orgullosa. Te ha enseñado muy bien que es ella la que tiene la única verdad.
—Al menos, ella es capaz de hacerlo.
Paula  sonrió.
—En una ocasión, pensé que serías capaz de amarme —dijo ella—, pero, en el momento en el que te pusiste del lado de tu madre comprendí que era sólo deseo. El amor y la confianza son dos lados de la misma moneda.

Atrapada en este Amor: Capítulo 18

Mientras tanto, la señora Dade se percató de la especial atención que Paula dedicaba a los ejecutivos, por lo que llamó a su empleada una noche a su despacho para hablar del tema.
—Eres muy buena camarera, Paula —le dijo la señora Dade—, pero no me gusta que les dediques tanta atención a los empleados de Pedro Alfonso. No sólo no queda bien, sino que quedas en evidencia delante de las otras camareras.
—No sabía que estuviera prestándoles una especial atención, señora Dade — replicó ella, inocentemente—. Me dan muy buenas propinas...
—Entiendo. Bueno, si sólo se trata de eso, lo comprendo. Sin embargo, no debes prestarles tanta atención. No queda bien. No me gustaría tener que despedirte.
—Tendré mucho cuidado de que no vuelva a ocurrir, señora Dade —afirmó Paula, aunque sabía que la señora Dade jamás podría despedirla sin el consentimiento de Pedro.
—Muy bien. Sé lo mucho que dependes  de las propinas que te dan los clientes y realizas muy bien tu trabajo, Paula.
—Gracias, señora Dade.
—Entonces, hasta mañana.
Paula se marchó del restaurante y se dirigió hacia la parada del autobús. Se preguntó qué diría la señora Dade si supiera qué clase de empleada era en realidad.
El viento estaba arreciando y hacía frío. Paula cerró los ojos y aspiró la fuerza del viento. Hasta que había regresado a Billings, no se había dado cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. A pesar de las largas horas de trabajo, aquel empleo como camarera era como unas vacaciones, una válvula de escape a la presión que estaba poniendo en peligro su salud. Se había recuperado completamente de la neumonía y se sentía más fuerte día a día, tal vez porque había recuperado sus raíces. Aunque echaba mucho de menos a Franco, le gustaba estar de vuelta en Billings.
Mientras estaba esperando el autobús, se detuvo ante la parada un elegante coche gris. Cuando reconoció al conductor, apretó los dientes.
—No tienes por qué estar aquí sola a estas horas de la noche —le dijo secamente Pedro—. Es peligroso.
—Estamos en Billings, no en Chicago —replicó sin pensar. Sin darse cuenta, le había dado una información que jamás hubiera querido divulgar.
— ¿Conoces Chicago?
—Conozco muchas ciudades y Chicago es una de ellas, sí. Todas las ciudades se parecen mucho, si sabes qué calles son las mejores.
— ¿Y tú lo sabes?
— ¿Qué te parece a ti?
El rostro de Pedro se endureció. Sólo pensar que Paula hubiera tenido que echarse a la calle con sólo  veintiún años para ganarse la vida le provocó náuseas, sobre todo porque sentía que había sido él quien la había empujado a ello.
—Por el amor de Dios... No es lo que estás pensando. No me hice prostituta.
Pedro  se relajó visiblemente. Paula  se odió a sí misma por el hecho de que le hubiera importado lo que él pensara.
—Entra —sugirió él—. Te llevaré a tu casa.
Paula no quiso discutir. La noche era oscura y solitaria y no le gustaba estar allí sola. Normalmente, el señor gonzalez siempre estaba con ella.
— ¿Quién es él? —preguntó Pedro mientras arrancaba el coche.
-¿Él?
—No juegues conmigo. El hombre que se marchó de tu casa aquella mañana.
—Se llama señor Gonzalez.
— ¿Es tu amante?
— ¿No te parece que hace una noche preciosa? — replicó ella—. Siempre me ha gustado mucho Billings por la noche.
—No me has respondido.
—Ni pienso hacerlo. No tienes ningún derecho a hacerme preguntas sobre mi vida personal y mucho menos después de lo que me hiciste.
— ¿Por qué no te fuiste con él?
—Él trabaja en Chicago. Yo trabajo aquí. Por el momento.
— ¿Va en serio?
—No. En realidad es un amigo. ¿Por qué te importa tanto quién pueda ser? —Preguntó Paula, al notar que él contenía el aliento—. Lo nuestro... lo nuestro terminó hace mucho tiempo.
—Cada vez que te miro ardo de pasión —susurró él, mirándola lenta y posesivamente—. Te deseo. No ha habido ni una sola mujer que pudiera apartarte de mi mente durante tan sólo cinco minutos.
—Eso es lujuria —replicó ella con las mejillas cubiertas de rubor—. Eso es lo que yo siempre fui para ti. Me deseabas y no te cansabas nunca. Si yo te lo hubiera pedido, te habrías levantando de tu lecho de muerte sólo para venir a mi lado. Sin embargo, eso no era suficiente entonces ni lo es ahora.
—No recuerdo que tuvieras tantos escrúpulos morales hace seis años.
—No los tenía —admitió Paula—. Estaba enamorada de ti.
Pedro lanzó un gruñido. Aquella afirmación lo había sorprendido profundamente. Jamás se había parado a pensar en los motivos de Paula para estar con él. Siempre había dado por sentado que ella sentía la misma pasión que él.
—Claro —dijo, después de una pausa—. Por eso te acostaste con Facundo.
—Era virgen cuando estuve por primera vez contigo —le espetó ella con una fría sonrisa—. Estaba tan enamorada de ti que no podría haberme ido con otro hombre ni borracha.
—Tal vez fue así como conseguiste que él robara el dinero —insistió él con mirada calculadora.
—Facundo devolvió todo el dinero, ¿no? —Replicó ella con una carcajada—. Y, si le hubieras presionado un poco, te habría dicho que ni teníamos una conspiración ni una relación.
—Cuéntamela, Paula —dijo Pedro, de repente.
— ¿Que te cuente qué?
—La verdad. Cuéntame todo.
—Te la ofrecí hace seis años y entonces no la quisiste —repuso Paula, sonriendo.

Atrapada en este Amor: Capítulo 17

Había deseado decirle a Paula lo desesperadamente que la había buscado, lo mucho que se había disgustado por sus actos irracionales. No había deseado abandonar a una muchacha joven y embarazada. Cuando Paula  le devolvió el dinero que ella le había dado, junto con los regalos de Pedro, había tenido aún más miedo. Los familiares de Paula no tenían mucho que darle. La joven, sola y embarazada en una gran ciudad, habría estado a merced de cualquier desconocido que hubiera deseado hacerle daño.
Horrorizada por lo que había hecho, Ana había contratado detectives privados en un desesperado intento por encontrar a Paula y ocuparse de ella. Sólo pensar que hubiera podido abortar a su nieto o darlo en adopción la torturó durante años. Todos sus esfuerzos no produjeron ni una sola prueba del paradero de Paula. Parecía que la muchacha había desaparecido de la faz de la tierra.
Cuando comprendió que no iba a poder comer nada, apartó el plato. Aquella noche estaba sola, como ocurría frecuentemente. Pedro le había dicho que tenía negocios de los que ocuparse. La actitud de su hijo también había cambiado durante aquellos años. Ya no era el hijo considerado y cariñoso que había sido antes. La huida de Paula había matado algo dentro de él y lo había convertido en un hombre duro e incluso cruel. Culpaba a la muchacha, cuando habían sido las manipulaciones de su madre las que habían causado tanto dolor.
Paula la había acusado de sentirse culpable y, en realidad, así era. Aquella noche en especial sentía el peso de todo lo malo que había hecho. Su hijo había sufrido mucho y, aunque había logrado capear el temporal, no había vuelto a ser el mismo. Ella tampoco lo era. Había causado tanto dolor por entrometerse en lo que no debía... Pensó en el niño y deseó de todo corazón saber si Paula lo tenía aún. Durante años no había podido dejar de preguntarse si sería feliz, si estaría en manos de personas que lo amarían de corazón. Aquellos pensamientos no le habían dejado tener paz desde que Paula se marchó.
Se levantó de la mesa y se dirigió al salón. Sabía que Paula  la odiaba. Se lo merecía. En realidad, no había esperado salir indemne de sus pecados. Nadie conseguía jamás escapar. El castigo podía tardar años, pero la penitencia llegaba tarde o temprano.
Al sentir que se acercaba una tormenta, se echó a temblar. No podía comprar a Paula. No podía intimidarla. Tampoco podía obligarla a marcharse y, si se quedaba, lo más probable era que Pedro terminara sabiendo la verdad.
Cerró los ojos y se echó a temblar. Su hijo la odiaría cuando supiera lo que había hecho.
Se acercó a la ventana y contempló el oscurecido horizonte. No podía confesar sus delitos. Aún no. Tenía que esperar, ganar tiempo. Había tanto que Pedro no sabía sobre su pasado, sobre las razones por las que luchaba tan enconadamente por ser una persona respetada. Para eso incluso se había casado con Horacio Alfonso a pesar de que no lo amaba. El hombre del que verdaderamente se había enamorado se había marchado a Vietnam por sus incansables y frías manipulaciones y había muerto allí. Eso también tenía que cargarlo sobre la conciencia. Había sacrificado el amor de su vida por el deseo de tener riqueza y poder, para rodearse de todas las cosas que pudieran proteger a su hijo de la destructiva infancia que ella había tenido.
Nadie sabía lo que ella había tenido que soportar de niña por su madre. Se había jurado que nadie lo sabría nunca. Sin embargo, lo que le había hecho a Paula, a Pedro, al hombre al que había amado... Su corazón sufría con las heridas que ella misma se había causado.
Tal vez aún tuviera tiempo de librarse de la humillación de que Pedro se enterara de lo que había hecho. Si suplicaba, podría ser que lograra la compasión de Paula y que lograra que ella se marchara de Billings. El daño estaba hecho. El niño se había perdido. Estaba casi segura de que Paula  lo había dado en adopción. Lo único que podía hacer era convencerla de que no iba a ganar nada con la venganza.
La rebajaría en su orgullo, pero era lo que se merecía. Había hecho tanto daño por tratar de conseguir que Pedro  se casara con la mujer adecuada... Su necesidad de aceptación social seguramente le había costado la esperanza de tener nietos, porque Pedro se negaba a pensar en el matrimonio. Había perdido el único nieto que había tenido por su propia arrogancia. Cerró los ojos y se echó a temblar. Sus sueños hechos pedazos. ¡Qué fríos podían llegar a ser los sueños muertos del pasado! Se dio la vuelta muy lentamente y se sentó.

No era muy tarde cuando Paula se marchó del restaurante. Pedro se había marchado inmediatamente después de su breve discusión. ¡Qué estúpida había sido al esperar que él pudiera preguntarle la verdad a su madre, cuando, desde el principio, había creído todo lo que Ana  le había dicho!

Si sentía algún consuelo, éste provenía de la incertidumbre que sentía Ana por el destino de su único nieto. Era un placer con regusto amargo, dado que a Paula  no le gustaba hacer daño a la gente, ni siquiera a personas como Ana. Toda esa angustia, todo ese dolor... ¿Por qué? Ana había deseado que su hijo se casara con una mujer de la alta sociedad y, evidentemente, no lo había conseguido. Pedro  seguía soltero y no mostraba intención alguna de querer casarse. Había en él un frío cinismo que Paula no reconocía, una dureza que cubría completamente la sensibilidad que recordaba. Como ella, Pedro había cambiado. Sólo Ana  permanecía siendo la misma: fría, arrogante y segura de poder salirse con la suya. No lo conseguiría en aquella ocasión. No pensaba marcharse de la ciudad hasta que Pedro supiera toda la verdad, costara lo que costara. Y, para ese día, ella misma tenía también unas sorpresas para él.
Paula  llamó a su despacho en cuanto llegó a la casa de su tía. Trabajar la aliviaba. Tenía que encontrar el punto débil de Pedro. Había notado que la mayoría de sus ejecutivos comían en el restaurante en el que ella trabajaba. Sonrió ante la ironía. Él le había dado un trabajo en el mejor lugar para poder espiar sus negocios. ¿Cómo se sentiría cuando lo descubriera?
Durante los días siguientes, se esforzó en ser especialmente cortés con sus ejecutivos y hacerse amiga de ellos. Así, dado el caso, se mostrarían mucho menos cuidadosos con lo que hablaban delante de ella. Por la información que fue adquiriendo, dedujo que uno de sus ejecutivos trabajaba en contra de él  y estaba tratando de obtener que una mayoría de los accionistas votara contra Pedro  para echarlo de su propia empresa. Se lo contó a Joaquín  por teléfono la misma noche que se enteró. Él estuvo de acuerdo en tratar de conocer al ejecutivo en cuestión y tratar de labrarse su amistad.
Por su parte, Pedro no había regresado al restaurante desde la noche en la que discutieron, lo que era un alivio. Tampoco lo hizo Ana,  por lo que Paula empezó a preguntarse si estaría ocurriendo algo raro.

Atrapada en este Amor: Capítulo 16

—Eso es mentira.
—Como tú quieras. ¿Qué vas a cenar?
—Mi madre no tiene que pagarte para que te marches de la ciudad. Yo puedo librarme de ti cuando quiera.
— ¿De verdad? Resultaría fascinante ver cómo lo intentas.
— ¿Acaso no me crees? —Preguntó él con una sonrisa muy calculadora—. Por ejemplo, podría comprar la hipoteca de la casa de tu tía.
—La casa no tiene ninguna hipoteca —replicó ella. Efectivamente, Juan la había comprado al contado.
Pedro pareció muy sorprendido.
—En ese caso, podría despedirte.
—Puedo conseguir otro trabajo. Ni siquiera tú puedes controlar todos los negocios de esta ciudad. De hecho, podría ir a ver a tus enemigos para que me dieran trabajo.
—Inténtalo.
— ¿Por qué no le preguntas a tu madre por qué quiere que me marche?
—Sé por qué. Cree que tú encontrarás el modo de volver a meterte en mi vida y que volverás a hacerme daño, como lo hiciste hace muchos años. Me engañaste y ayudaste a otro hombre a que me robara.
— ¿Y yo? ¿Acaso no cuenta lo que me hicieron tu madre y tú?
—Nosotros no te hicimos nada, aunque podríamos haberlo hecho. Te podríamos haber enviado a prisión por robo.
—No lo creo. Un buen abogado hubiera hecho pedazos a Facundo. Por cierto, ¿dónde está ahora?
—No lo sé.
—Es una pena. Me gustaba Facundo a pesar de lo que tu madre y él me hicieron.
— ¡Mi madre no te hizo nada!
— ¿Nada? Pregúntaselo a ella. Pregúntale por qué estoy aquí. Por qué no quiero marcharme. Pregúntale la verdad.
—Sé cuál es la verdad —afirmó él, levantándose de la mesa y arrojando la servilleta sobre el mantel—. Esta vez no me encontraras tan vulnerable.
—Ni tú a mí tampoco. Puedes decirle a tu madre que mi precio ahora está más allá de lo que ella puede pagar.
—Ten cuidado —le advirtió él—. Ahora estás en mi terreno. Lucharé hasta ganar.
—En ese caso, es mejor que vayas puliendo tu espada, hombretón —replicó Paula—. Esta vez vas a tener que esforzarte un poco más. Buenas noches.
Con eso, Paula se dio la vuelta y se dirigió a la mesa de al lado sin pestañear.
Aquella noche, Ana Alfonso no cenó nada. Su entrevista con Paula no había ido tal y como ella esperaba. No había tenido intención de realizar amenazas, pero la joven la había asustado. No se estaba enfrentando a la adolescente asustada de hacía seis años. No. Aquella nueva Paula tenía cualidades desconocidas y, cuando ella no había podido quebrantar su compostura, le había dicho cosas que jamás había tenido intención de decir.

martes, 28 de abril de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 15

—Iré directamente al grano —dijo, sacando un cheque del bolso—. Creo que con eso bastará para que te marches de Billings para siempre.
Paula  no lo aceptó. Se limitó a sonreír.
— ¿Te apetece un café?
—Gracias, pero no. El cheque es por un valor de diez mil dólares. Tómalo y márchate.
Paula  se sentó en el sofá.
—Ya lo hice en una ocasión.
— ¿Y por qué has tenido que regresar? ¿Qué es lo que quieres? ¡Mi hijo ya no siente nada por ti! Jamás lo sintió, porque si no habría ido detrás de ti. Supongo que lo comprendes, ¿verdad?
Por supuesto que lo comprendía. Estuvo a punto de hacer una mueca de dolor.
—Mi tía ha muerto.
—Lo sé. Lo siento mucho. Seguramente te habrán ofrecido ya algo por la casa.
—No quiero venderla. Tiene muchos recuerdos muy agradables para mí. Tampoco me quiero marchar aún de Billings. Te aseguro que hará falta mucho más de diez mil dólares para sacarme de aquí. Mucho más de lo que tú tienes.
— ¡Mocosa arrogante!
—Te suplico que te guardes tus insultos. Veo que no has envejecido muy bien —comentó, tras estudiar atentamente el rostro de la otra mujer—. No me sorprende. La culpabilidad debe de haber sido terrible.
—Yo no me siento culpable.
—Le mentiste a tu hijo, me acusaste a mí por una falsedad, me obligaste a marcharme de mi casa en un momento en el que necesitaba desesperadamente quedarme aquí... ¿No te sientes culpable de todo eso?
— Sólo eras una niña jugando.
—Era una mujer, profundamente enamorada y embarazada de tu nieto. Mentiste.
—Tenía que hacerlo. ¡No podía dejar que mi hijo se casara con alguien como tú!
—Jamás le contaste a Pedro la verdad, ¿no es cierto?
—Te daré veinte mil dólares.
—Cuéntale la verdad.
— ¡Nunca!
—Ése es mi precio —concluyó Paula, poniéndose en pie—. Cuéntale a Pedro lo que me hiciste y me marcharé de aquí sin que me tengas que dar un centavo.
—No puedo hacerlo —susurró Ana, poniéndose de pie. Le temblaban los labios.
—Cuando haya terminado contigo desearás haberlo hecho. ¿De verdad creíste que te ibas a escapar de todo lo que has hecho sin pagar por ello?
—Hoy en día los abortos son muy fáciles —susurró, mientras se sacaba un pañuelo del bolso—. Te dí el dinero suficiente para uno. Lo suficiente para que te marcharas.
—Y yo te lo devolví junto con los regalos de Pedro, ¿no es verdad? —le espetó Paula. Ana no respondió—. Le dijiste a Pedro que yo había robado miles de dólares a la empresa. Facundo y yo. Hiciste que Facundo le contara que habíamos sido amantes, que yo lo había traicionado.
—Era el único modo de librarme de ti. Mi hijo jamás te habría dejado marchar si yo no lo hubiera hecho. ¡Estaba obsesionado contigo!
—Sí, obsesionado, pero nada más —admitió Paula con amargura—. No me amaba. Si lo hubiera hecho, todo lo que tú le hubieras podido contar no le habría afectado en absoluto.
—Entonces lo sabes, ¿verdad? —dijo Ana con una cierta satisfacción.
Paula asintió.
—Era muy ingenua. No me di cuenta de cuanto hasta que no me echaste de aquí.
—No parece que te haya ido muy mal. Aún eres joven y tienes buen aspecto.
—Había un niño por medio, Ana.
—Así es. ¿Lo tuviste? —Preguntó la mujer con mirada calculadora—. ¿Lo entregaste en adopción? Te daré lo que quieras. Pedro no tiene por qué saberlo. ¡Ese niño no carecerá de nada!
Paula observó a la otra mujer con incredulidad.
— ¿Qué habrías hecho tú si alguien te hubiera hecho esa oferta cuando estabas embarazada de Pedro?
De repente, una extraña expresión se reflejó en los ojos de Ana, pero desapareció. Una incertidumbre. Una angustia.
—Todos esos años... Jamás supiste dónde estaba ni lo que tuve que hacer para salir adelante. No te importó. Y ahora, entras en mi casa y tratas de chantajearme para que me marche de la ciudad. Incluso tienes la audacia de tratar de comprar un nieto que no te importó lo más mínimo hace seis años.
—Eso no es cierto. Yo... traté de localizarte.
— ¿Porque te sentías culpable de que yo fuera a dar en adopción a un Alfonso? —comentó ella con una sonrisa que se profundizó al ver que Ana se sonrojaba—. Tal y como me había imaginado.
—Lo diste en adopción, ¿verdad? —Insistió Ana—. Aún podemos encontrarlo. A él o a ella. ¿Qué fue?
—Eso es algo que no sabrás. No sabrás si aborté o si tuve al niño y lo entregué en adopción. Y te puedes quedar con tu dinero. Sigues sin poder comprarme.
—Todo el mundo tiene un precio. Incluso tú.
—Eso es cierto. Y tú ya sabes cuál es mi precio.
Con eso, Paula abrió la puerta para indicarle que deseaba que se marchara.
—Tu visitante masculino era formidable —comentó antes de irse—. ¿Vives con él? —preguntó. Sorprendida, Paula  no pudo encontrar una respuesta con suficiente rapidez—. Estoy segura de que a Pedro le interesará saber que lo has sustituido por otro. Que tengas un buen día.
No había nada que Paula  pudiera hacer para que Ana no le hablara del señor Gonzalez a Pedro. En realidad, no le importaba. Probablemente reforzaría la opinión que tenía de ella, que seguramente no era muy buena.
Se marchó a trabajar y, afortunadamente, el día fue muy ajetreado. No tuvo tiempo para pensar. A la hora de la cena, Pedro se presentó en el restaurante. Su actitud rezumaba problemas.
— ¿Te apetece algo de beber? —le preguntó ella, cortésmente
— ¿Quién era el hombre al que tu vecina vio marchándose de tu casa esta mañana temprano?
—No era una vecina, sino tu madre.
Pedro frunció el ceño. Aparentemente, su madre no le había contado su visita. Paula sonrió.
— ¿No te ha dicho ella que vinieras a verme? Una pena. Me ofreció diez mil dólares para que me marchara de la ciudad.

Atrapada en este Amor: Capítulo 14

Semanas más tarde, la convenció para que se casara con él y la envió a una de sus casas en las Bahamas, cerca de Nassau. Se convirtió en Pau Gonzalez. Juan se ocupó de educarla en todo lo referente al mundo de los negocios entre las clases de parto natural con una enfermera que había contratado para que viviera con Paula y cuidara de ella. Vivió el embarazo con la delicia de un verdadero padre, mimó a rabiar a su joven esposa y rejuveneció los veinte años que los separaban.
Al recordar cómo había sido aquella época, Paula  suspiró. Lentamente, había empezado a reemplazar el rostro de Pedro por el de Juan, a confiar en él. Empezó a quererlo. Cuando el niño nació, él presenció el parto en Nassau y, cuando le colocaron al niño en brazos, lloró de felicidad.
Más tarde, Paula descubrió que Juan era estéril. Ésa era la razón de que aún siguiera soltero a la edad de cuarenta años. Sin embargo, ser padre resultaba algo innato en él y trató a Franco como si el niño fuera su propio hijo.
En los meses del embarazo, jamás tocó a Paula. Ella no lo habría rechazado. Era más amable que ninguna de las personas que había conocido. La adoraba y, lentamente, ella empezó a corresponder a su cariño, a desear que estuvieran juntos.
Entonces, casi inevitablemente, acudió al dormitorio de Paula  una noche. Le dijo que la amaba y, aunque no compartieron la misma pasión que ella había tenido con Pedro, resultó muy agradable. Juan era un amante experto y tierno. Le gustaron sus caricias. Si él sospechó alguna vez que, cuando cerraba los ojos, penaba en Pedro al entregarse a él, jamás lo dijo. Eran compatibles se llevaban bien y sentían un respeto mutuo. Además. Franco era su mundo.
Todo se desmoronó el día en el que el avión en el que Juan viajaba se estrelló en el Atlántico. Justo la noche anterior, había sentido una profunda unión con él por fin había podido decirle que lo amaba.
Durante el entierro, se mostró tan apenada que incluso Joaquín, que siempre se había mostrado muy distante hacia ella, se apiadó de ella al ver que su pena era auténtica.
Juan había muerto, pero había sido un profesor excelente para ella, lo mismo que Paula había sido una alumna aventajada. Durante el primer mes, asombró a todos los directivos por su habilidad en el mundo de los negocios. A pesar del deseo inicial que tuvieron de deshacerse de ella, se convirtieron en sus más fervientes defensores para desesperación de Jaoquín, quien en secreto se mostraba muy resentido por el poder que Paula iba acumulando día a día.
A medida que iba aumentando su poder y cuidando de su hijo, Paula  no dejó de pensar nunca en Pedro y en su madre. Joaquín tenía razón en una cosa. Su interés por Alfonso Properties iba mucho más allá de la adquisición de derechos sobre minerales. Quería arrinconar a Pedro y hacerlo pedazos mientras su arrogante madre veía cómo lo destrozaba. Tanto si a Joaquín  le gustaba como si no, no pensaba marcharse de Billings hasta que no hubiera puesto a los Alfonso de rodillas.
Se levantó y se vistió. Antes de marcharse, decidió tomarse una taza de café.
En aquel momento, sonó el teléfono.
-¿Sí?
—Me alegro de que estés en casa —dijo el señor Gonzalez—. Joaquín  ha hecho que venga personalmente  con los papeles de Jordán para que los firmes. Dijo que hasta una mensajería es demasiado lento. Estaré allí dentro de cinco minutos.
—Muy bien —contestó ella muy sorprendida. No era propio de Joaquín mandar el avión privado para entregarle unos papeles. Tal vez la fusión era más complicada que lo que había creído en un principio.
Recibió al señor Gonzalez en la puerta con una taza de café solo muy fuerte.
—Aquí tienes —dijo él con una sonrisa, mientras cambiaban papeles por café. Entonces, le entregó el ordenador, la impresora, el fax y cajas de papel. Paula hizo que lo colocara todo en la biblioteca, que, a continuación, cerró con llave.
—Ahora ya no tengo excusa para no trabajar —comentó con una sonrisa—. ¿Cómo está Franco?
—Bien. Lo he dejado con Perlie. Regresaré antes de que me eche de menos. También te he traído esto — añadió Gonzalez entregándole una caja de zumo de naranja recién exprimido—. Necesitarás mucha vitamina C para recuperar tus fuerzas.
—Bueno, supongo que esto podría considerarse parte del equipamiento necesario —dijo ella, riendo.
—Esencial, si vas a vivir en Billings durante un tiempo —afirmó Gonzalez. Entonces, mientras ella firmaba los documentos, se tomó el café—. ¿Has tenido noticias de Alfonso?
—Hoy no. Su madre y él cenaron anoche en el restaurante.
—¿Cómo va todo?
—Resulta muy doloroso, pero espero que el resultado merecerá la pena.
—No dejes que vuelva a atraparte. Al señor Gonzalez no le gustaría verte sufrir en dos ocasiones.
Paula  sonrió al recordar lo mucho que Juan la había protegido. El señor Gonzalez hacía lo mismo, por lo que era casi como tener a su marido a su lado.
—Eres muy bueno conmigo, señor Gonzalez.
—No me cuesta nada serlo con alguien como tú. Ahora, firma esos papeles para que me pueda marchar de aquí. Tu cuñado está muy impaciente por dar por finalizada esa fusión.
—Ya lo veo —comentó. Leyó rápidamente los papeles para ver si había una razón oculta para tanta prisa por parte de Don, pero los documentos eran rutinarios. Comprendió que Don había decidido arrebatarle la fusión para dejarla en evidencia.
—Pareces preocupada.
—Bueno, Juan se muestra muy competitivo.
—Eso es algo innato en la familia Gonzalez.
— Sí. Resulta muy extraño que no me diera cuenta antes, ¿verdad?
—Tienes mucho en qué pensar. No te preocupes. Tal vez sólo intente echarte una mano. Dios sabe que te vendría bien en algunas ocasiones. Trabajas demasiado.
— ¿De verdad? Bueno, te llamaré esta noche —dijo mientras lo acompañaba de nuevo hacia la puerta—. Dile a Franco que lo quiero mucho.
—Ya lo sabe.
Con eso, Paula  observó cómo el señor Gonzalez se metía en el taxi y se marchaba. Una vez más, volvió a quedarse sola.
Diez minutos más tarde, alguien volvió a llamar a la puerta. Pensando que tal vez el señor Gonzalez se había olvidado algo, abrió rápidamente. Se encontró con una visita muy inesperada. Ana Alfonso.
—Te estaba esperando —dijo Paula con fría tranquilidad—. Entra.
Ana entró en la casa y miró a su alrededor con desdén. Se sentó en una de las sillas del salón y cruzó las piernas.

Atrapada en este Amor: Capítulo 13

A medida que el alba iba colándose a través de las cortinas de la inmaculada habitación de su tía, Paula  se estiró entre las sábanas de la cama con dosel. Volvía a recordarlo todo. La frialdad de Pedro. Las acusaciones de Ana. La confesión de Facundo... Aún podía sentir la amargura que experimentó mientras corría desde la casa de los Alfonso a la de su tía Gladys. Ni siquiera pudo contarle a la anciana la verdad de lo que había ocurrido. Le daba demasiada vergüenza.
Recogió sus cosas y se fue directamente al banco para sacar sus escasos ahorros. Sin saber muy bien lo que iba a hacer cuando llegara allí, sacó un billete de ida a Chicago, se despidió de sus preocupados tíos y se montó en el autobús. En silencio, se despidió de Pedro.
Había esperado que fuera tras ella. Estaba esperando un hijo suyo. Incluso había esperado que Ana cediera y le dijera la verdad porque Ana lo sabía todo sobre su embarazo. Sin embargo, nadie fue a la estación para detenerla.
Al llegar a Chicago, se aferró a su raída maleta y luchó contra el miedo instintivo de verse sola en una ciudad tan grande y sin medio alguno de mantenerse. Encontraría algún lugar en el que alojarse. Sin embargo se sentía enferma y sola.
Pasó las tres primeras noches en el YMCA sin dejar de llorar. Echaba de menos a Pedro y la vida que podría haber tenido. Entonces, le hablaron de una casa en la que sólo había unos pocos inquilinos. Decidió probar suerte allí, esperando encontrar un poco más de intimidad para poder llorar su pena.
Recordó haberse marchado del YMCA y caminar por la acera envuelta en el frío del invierno. Cuando empezaron a caer unos copos de nieve, se preguntó qué era lo que podría hacer.
El destino intervino cuando se bajó de la acera sin mirar y se cayó al lado de una carísima limusina. Un minuto más tarde, un rostro amable e inteligente se hizo visible a pocos centímetros del de ella. Era un hombre de profundos ojos azules y cabello castaño claro.
— ¿Se encuentra bien? —le preguntó—. Está muy pálida.
—Sí —murmuró ella—. Supongo que me he caído.
—Supongo que sí, pero nosotros hemos contribuido un poco, ¿verdad, señor Gonzalez?
Vió a un segundo hombre. Aquél era un gigante de cabello oscuro, ojos verdes y una imponente nariz. Iba ataviado con el uniforme de chófer.
—No pude frenar con suficiente rapidez —dijo—. Lo siento mucho. Ha sido culpa mía.
—No —insistió Paula—. Yo me siento algo débil. Estoy embarazada...
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
— ¿Y su marido? —le preguntó el primero—. ¿Está con usted?
—No tengo marido —susurró ella. Sin poder evitarlo, los ojos se le llenaron de lágrimas—. Él no lo sabe.
—Vaya. Bueno, en ese caso, es mejor que se venga con nosotros.
En su ingenuidad, Paula relacionaba las limusinas negras con el crimen organizado. Aquel hombre iba muy bien vestido y el chófer parecía un matón.
—No puedo hacer eso —dijo, sin dejar de mirar a los dos hombres.
— ¿Serviría de algo si nos presentáramos? Me llamo Juan Gonzalez . Éste es el señor Gimenez. Soy un hombre de negocios. Ni siquiera somos italianos — añadió con una sonrisa.
De repente, la aprensión que Paula sentía desapareció por completo.
—Eso está mejor. Ayúdame a meterla en el coche, Gonzalez. Creo que nos estamos convirtiendo en el centro de atención de todo el mundo.
Paula  se dio cuenta entonces de que estaban bloqueando el tráfico. Permitió que la metieran en la parte posterior de la limusina. A continuación, el señor Gimenez metió su maleta en el maletero.
Al verse en el interior del vehículo, Paula miró atónita a su alrededor. Piel auténtica, por no mencionar un bar, una televisión, teléfono, ordenador e impresora.
—Debe usted de valer una fortuna —dijo ella, sin pensar.
—Así es —musitó Juan—, pero no es oro todo lo que reluce. Soy un esclavo de mi trabajo.
—Efectivamente, todo tiene su precio —comentó Paula con cierta tristeza.
—Eso parece —afirmó él mientras Gonzalez arrancaba la limusina—. Háblame del niño.
Sin saber por qué confiaba en él, Paula comenzó a hablar. Le habló sobre Pedro,  sobre su incipiente historia de amor, de la interferencia de la madre de él y de su huida de Billings.
— Supongo que le debo parecer una vagabunda. —No seas tonta. ¿Crees que el padre va a venir a buscarte?
—No. Creyó la historia de su madre.
—Es una pena. Bueno, puedes venirte a mi casa por el momento. No te preocupes. No soy ningún pervertido aunque esté soltero. Te cuidaré hasta que puedas valerte por ti misma.
—Pero yo no puedo...
—Tendremos que comprarte algo de ropa — comentó él como si estuviera pensando en voz alta—. Y también te tienes que arreglar el cabello.
—Yo no he dicho...
—Celia, mi secretaria, te cuidará mientras yo esté fuera. Haré que se venga a vivir a mi casa. También necesitarás un buen tocólogo. Haré que Celia se ocupe también de eso.
—Pero...
— ¿Cuántos años tienes?
—veintiún.
—veintiún... —murmuró—. Eres un poco joven, pero servirá.
— ¿Qué servirá?
—No importa —respondió él. Entonces, se inclinó hacia delante y la miró atentamente a los ojos—. Sigues enamorada de él, ¿verdad?
-Sí.
—Bien. Cruzaré ese puente cuando sea necesario. ¿Te gusta el quiche?
-¿El qué?
—El quiche. Es una especie de tortilla francesa. Ya lo verás cuando lleguemos a casa.
Su casa era un ático en uno de los hoteles más caros de Chicago. Paula se quedó atónita y encantada al ver tanto lujo. Estaba en medio del salón, como sumida en un trance.
—No dejes que todo esto te intimide —dijo Juan, sonriendo—. Te acostumbrarás enseguida.
Así había sido. Sin saber cómo, se convirtió en una de las posesiones de Juan Gonzalez.

Atrapada en este Amor: Capítulo 12

—Paula, ¿estás segura de que Gimenez puede tener a esa iguana corriendo por la casa? Ese bicho pesa casi cinco kilos y tiene unas garras y unos dientes...
—Tiny es parte de la familia. No molesta. Simplemente permanece sentada en la silla del señor Gimenez hasta que tiene hambre. Entonces, se va a la cocina y se come sus verduras. Tiene una caja con arena en el cuarto de baño, que utiliza perfectamente y nunca ha atacado a nadie. Franco la adora.
—Resulta muy poco natural tener a un reptil corriendo por todas partes. El fontanero lanzó un grito cuando vino a desatascar el retrete. Ese bicho estaba sentado debajo de la ducha, dándose un baño.
—Pobre fontanero —murmuró ella, ahogando una risita.
—Sí, bueno, me dijo que no volviéramos a llamarlo. ¿Ves a lo que me refiero? Ese reptil es una amenaza.
—Díselo al señor Gimenez, aunque yo lo haría detrás de una puerta.
—Muy bien. Es tu casa y es tu problema.
—Debería haber sido tu casa, Joaquín —dijo Paula, inesperadamente—. Siento que las cosas hayan salido así. Tú eres el hermano de Juan, su único pariente de sangre. La mayor parte de sus propiedades deberían pertenecerte a tí.
Joaquín suspiró.
—Juan tenía todo el derecho a hacer lo que quisiera con sus propiedades —afirmó. De repente, la hostilidad había desaparecido de su tono de voz para verse reemplazada por un tono que resultaba casi de arrepentimiento—. Después de todo, tú eras su esposa. Te amaba.
—Yo también lo amaba a él.
Era cierto. Juan  había sido su refugio en la terrible tormenta de angustia que Pedro había provocado. No era la clase de amor que había sentido hacia Pedro, pero era amor. Con tiempo, y viéndose permanentemente apartada de la presencia de Pedro, podría haber amado a Juan con el mismo fervor que él le ofrecía a ella.
— ¿De verdad estás segura de que quieres enfrentarte a Alfonso? Es un hombre de negocios formidable. Podrías estar arriesgando más de lo que crees.
—Una expansión sin riesgo es como el pan sin mantequilla. No hay sabor. Cuídate, Joaquín. Ahora, déjame volver a hablar con el señor Gimenez, por favor.
—Muy bien. Lo llamaré. Cuídate.
—Claro.
Unos minutos más tarde, Gimenez volvía a estar al otro lado del aparato.
— Se ha ido —dijo el guardaespaldas muy secamente—. No confío en él, Pau. Y tú tampoco deberías hacerlo. Creo que está tramando algo.
—Estoy segura de que eres el hombre más suspicaz que hay sobre la faz de la tierra. Debe de ser que tu experiencia en la CÍA te está afectando el cerebro. Joaquín es un tipo legal.
—Me ha dicho que Tiny debería de estar fuera.
—Tiny no podría vivir fuera —comentó ella riendo—. Es mi casa y, mientras así lo sea, Tiny vivirá dentro. ¿De acuerdo?
— De acuerdo —dijo el guardaespaldas, mucho más relajado—. Gracias.
—Quiero que vengas aquí la próxima semana —le pidió, dándole a continuación un listado con todo lo que debería llevarle—. Ahora, llama a Franco, por favor. Sé que es muy tarde, pero quiero saludarlo.
—Estará encantado. Te echa mucho de menos.
—Viajo mucho, ¿verdad? —suspiró—. A veces demasiado.
— Sí. Sobre Tiny...
—Conseguiré otro fontanero. No te preocupes.
— De acuerdo.
Segundos más tarde, su hijo se puso al teléfono.
—Mami, ¿cuándo vas a regresar? —preguntó el rano con voz somnolienta—. Se me ha caído el patito de goma en la taza y el señor Gimenez me lo ha tirado. Me ha comprado uno nuevo. ¿Me has comprado un regalo? Sé contar hasta veinte, sé escribir mi nombre...
—Eso es estupendo. Estoy muy orgullosa de tí. Vas a venir a verme muy pronto y tendré un regalo para tí.
— ¿No te puedes quedar en casa y jugar conmigo algunas veces? La mamá de Jaime lo lleva al parque a ver a los patos. Tú nunca me llevas a ningún sitio, mami
Al escuchar aquellas palabras, Paula  apretó los dientes.
—Cuando regrese a casa, hablaremos al respecto.
—Eso es lo que me dices siempre, pero luego te vuelves a marchar —musitó el niño muy enojado.
—Franco, este no es momento de discutir —dijo ella con firmeza—. Ahora, escúchame. El señor Gimenez te va a traer aquí muy pronto. Hay muchas cosas que ver, vaqueros de verdad... Podremos pasar algún tiempo juntos.
— ¿De verdad? —preguntó el niño encantado.
—Sí —prometió ella.
—Muy bien, mami. ¿Podemos llevarnos a Tiny? El tío Joaquín  dice que deberíamos comérnosla. Creo que el tío Joaquín es malo.
—Venga, venga... No nos vamos a comer a Tiny. El señor Gimenez puede traérsela cuando se vengán aquí a verme, pero todavía no, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —suspiró Franco—. ¿Puede Tiny sentarse conmigo cuando vayamos?
—Tiny se puede sentar en su transportín a tu lado —le corrigió ella.
—Te quiero mucho, mami.
—Yo también te quiero, mi amor. Te llamaré mañana. Obedece al señor Gimenez y sé un buen chico.
—Lo haré. Buenas noches.
—Buenas noches.
Paula colgó el teléfono sin dejar de acariciar suavemente el auricular. Franco era lo más importante de su vida. A veces, lamentaba amargamente el tiempo que tenía que pasar lejos de su pequeño. Estaba creciendo y ella se estaba perdiendo los momentos más preciosos de su vida. ¿Le habría dado Henry tantas responsabilidades en la empresa si se hubiera dado cuenta de cómo iba a afectar a su relación con Franco?
No. Lo habría organizado todo de manera que ella hubiera podido pasar más tiempo con su hijo. Él mismo habría estado a su lado, ayudándola con el niño. Juan adoraba a Franco.
Mientras se apartaba del teléfono, admitió que, a veces, la vida sin Juan resultaba muy dura. Se preguntó cómo habría sido su existencia si Pedro hubiera ignorado las acusaciones de su madre y se hubiera casado con ella. Habrían estado juntos cuando Franco naciera y, tal vez, la delicia de tener un hijo habría unido a Pedro más a ella.
Se echó a reír. Eso jamás habría ocurrido.
La presión que sentía por todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor era tal que subió a su habitación y se tomó un tranquilizante. No los utilizaba a menudo, pero a veces la presión era tan terrible que no podía soportarla. Por suerte, el alcohol jamás la había atraído. En cuanto a las píldoras tampoco. Sólo las tomaba cuando no le quedaba otra opción. Aquélla era una de esas noches.
Se duchó y se puso el pijama. No le servía de nada pensar constantemente en sus problemas. Juan  se lo había, enseñado. El único medio de enfrentarse a una situación era la acción, no la gimnasia mental.
Se tumbó y cerró los ojos. El tranquilizante empezó a funcionar. Empezó a dejarlo todo atrás y empezó a deslizarse en el crepúsculo de la inconsciencia. Decían que algunas veces, un buen descanso nocturno era lo que separaba a una persona angustiada del suicidio. Ella no tenía tendencias suicidas, pero, a pesar de todo el sopor resultaba de lo más agradable...

Atrapada en este Amor: Capítulo 11

—Aparentemente ya no —afirmó Ana, sintiendo una ligera aprensión—. Tal vez se haya casado. ¿Se lo has preguntado?
—No he tenido que hacerlo. Evidentemente, no lo está.
—Si tú lo dices... Es un poco raro, ¿no te parece? Una chica joven y bonita aún soltera.
—Tal vez yo sea difícil de superar...
—No seas grosero, cielo. Pásame la sal, por favor.
Pedro obedeció y terminó rápidamente de cenar aunque sin saborear ni un solo bocado. No hacía más que observar a Paula. Se movía con la misma gracia de siempre, aunque con una seguridad y una falta de inhibición completamente nuevas. No se parecía en nada a la tímida e insegura muchacha que se había llevado a la cama hacía tantos años. Sin embargo, aún le hacía vibrar. Trataba de oponerse con todo lo que podía porque sabía que no podía dejar que Paula  volviera a conquistarlo. Estaba libre de ella y quería seguir estando así. No volvería a dejarse llevar por aquella dulce locura.
Paula les llevó la cuenta y les dio las gracias con una agradable sonrisa. Incluso añadió que tuvieran una agradable velada. Sin embargo, el modo en el que lo dijo, mirando directamente a los ojos de Ana, convirtió aquellas palabras en una amenaza en vez de en una despedida.
Durante el trayecto a casa, Ana  permaneció en completo silencio. Decidió que, a pesar de haber heredado la casa de su tía, Paula no era una mujer de recursos. Tal vez un poco de dinero y unas palabras de advertencia sirvieran para que la amenaza desapareciera de una vez por todas.
Por su parte, Pedro trataba de no pensar en lo bien que le quedaba el uniforme al tiempo que intentaba no dejarse llevar por los recuerdos.
Cuando se marchó a su casa, Paula estaba agotada y los pies le dolían mucho. Hacía mucho tiempo desde la última vez que había estado de pie todo el día.
Le gustaba aquella ciudad. Ella había crecido al norte, en las afueras de Billings. Sus padres no eran más que sombras en su recuerdo, dado que murieron en un accidente cuando ella sólo era una niña. Sus recuerdos se centraban en sus tíos, que la habían acogido sin reservas y la habían criado como si fuera su propia hija. Como vivían en la reserva, algunos de los recuerdos implicaban celebraciones y ceremoniales indios. De todo eso, parecía haber pasado una eternidad.
Se bajó del autobús cerca de la casa de su tía. Era una hermosa noche de septiembre, muy apropiada para dar un paseo. Hacía fresco y sólo faltaba un mes para que empezara a nevar. Pensó que resultaba sorprendente cómo había pasado de ser una niñita que vivía en una reserva india a ser una mujer rica. Ya no tenía vestidos hechos a mano ni zapatos de segunda mano. A pesar de todo, su infancia había estado llena de amor.
Abrió la puerta de la casa y, tras cerrarla con llave, se sentó en el sofá. Estaba muy cansada, pero no podía dormirse. Tenía que llamar a su casa. Le había prometido a Franco que lo haría. Rápidamente, marcó el teléfono directo del señor Smith.
—Residencia de los Gonzalez—dijo la voz grave del guardaespaldas.
—Hola, señor Gimenez. ¿Cómo va todo?
—Franco ha tirado su patito de goma al retrete —comentó entre risas—. No hay que preocuparse. He salido corriendo para comprarle otro y el fontanero solventó el atasco. Todo va bien. ¿Y cómo estás tú?
—Estoy trabajando. He conseguido un trabajo de camarera en un restaurante. Tengo el salario mínimo más propinas. ¿No te parece genial?
— ¿Que tienes un trabajo?
— Sólo temporalmente. Es el restaurante de Pedro Alfonso. La proximidad al enemigo podría darme una pequeña ventaja mientras trato de encontrar sus puntos débiles.
—Ten cuidado de que no sea él quien encuentre los tuyos. Joaquín está aquí. Tenía que recoger algunos papeles de tu escritorio. ¿Quieres hablar con él?
Paula  frunció el ceño. Le extrañó que Joaquín estuviera en su casa a aquellas horas de la noche.
-Sí.
Joaquín tomó el auricular. Parecía algo inseguro.
—Me alegro de poder hablar contigo —dijo—. Yo... He venido a buscar el expediente Jordán. Te lo trajiste a casa.
—Yo estaba trabajando en la fusión con Jordán — replicó Paula—. Ya lo sabes. ¿Por qué lo quieres?
—Jordán y Cañe insisten en que terminemos con el trato esta misma semana. A menos que tú quieras venir aquí para ocuparte de todo...
—No, por supuesto que no. Adelante. Te debería haber llamado antes al respecto, pero se me ha pasado.
—Es la primera vez.
—Supongo que sí. Necesitas mi firma, ¿verdad?
—Sí. Puedes enviarla por fax.
—No tengo máquina de fax. Envía los papeles por mensajería. Te los devolveré en un día.
—Muy bien. Necesitas un fax.
—Lo sé. Le pediré al señor Gimenez que me lo traiga la semana que viene, junto a algo más de equipamiento de oficina. Puede que me tenga que quedar aquí algunas semanas, pero el negocio no sufrirá por ello. Puedo ocuparme de mi parte por las noches. Llamaré todos los días para comprobar cómo va todo.
— ¿Estás segura de que resulta aconsejable una ausencia tan larga?
—Sí, estoy segura. Escucha, Joaquín No soy una mujer sin sentido común que no sabe nada de negocios. Ya lo sabes. Juan me enseñó todo lo que sabía.
-Sí. Ya lo sé.
Había un cierto tono de amargura en su voz. A veces, Paula  se preguntaba si no le molestaba que parte de la empresa de su hermano estuviera dirigida por una persona ajena a la familia. Se mostraba agradable, pero siempre había una cierta distancia entre ellos, como si no terminara de confiar en ella.
—No te defraudaré —afirmó Paula —. Este asunto es lo más importante que tengo en mi agenda, por lo que no importa el tiempo que me lleve. Si puedo encontrar una debilidad en Alfonso me aprovecharé de ella.
— ¿Estás segura de que lo que te preocupa son los intereses de la empresa y no vengarte de ese Alfonso?
Paula  no respondió a esa pregunta.
—Me alegro de que te vayas a ocupar de la fusión Jordán. ¿Puedes decirle al señor Gimenez que vuelva a ponerse, por favor?
—Por supuesto. Siento haber sonado ruso contigo. Estoy muy cansado. Ha sido un día muy largo.
—Sí, lo sé.

Atrapada en este Amor: Capítulo 10

¿Habría sido así con otro hombre? Se había sentido demasiado celoso y enojado para escucharla cuando su madre la acusó. Pedro empezó a dudar de su participación en el robo sólo dos días después de que ella se marchara de la ciudad. Facundo devolvió todo el dinero robado y Ana insistió en que el muchacho no fuera arrestado. Todo muy conveniente. Todo después de que Paula se marchara de la ciudad. Sin embargo, ella jamás había parecido culpable sino... derrotada.
Tal vez debería haber cuestionado todo lo ocurrido, pero se arrepentía de la atracción que sentía hacia Paula en aquellos momentos. Casi había sido un alivio que ella saliera de su vida. Desde entonces, había tenido un par de breves relaciones, pero ninguna mujer había hecho que él perdiera el control como lo había conseguido Paula. No creía que pudiera volver así. Se sentía muerto por dentro, igual que Paula cuando se marchó de la ciudad. Parecía que algo había muerto dentro de ella. Los ojos acusadores le habían dejado una huella indeleble en el pensamiento. Seguía viéndolos incluso después de seis años.
—Todo es pasado. Aunque me sintiera tentado, no queda nada. Ella sólo fue una aventura, nada más.
—Me alegro de oírte hablar así —dijo Ana, algo más relajada—. Pedro, una camarera con un indio de pura raza por tío. No es nuestra clase de gente.
— ¿No te parece un comentario algo esnob para la descendiente de un desertor británico?
— ¡De eso no se habla!
— ¿Y por qué no? Todo el mundo tiene una oveja negra en la familia.
—No seas absurdo. Las ovejas no se suben a los árboles —comentó Ana, dejando su ganchillo—. Iré a decirle a Cata que no vas a cenar aquí.
Salió del salón. No dejaba de sentir miedo por las posibles nuevas complicaciones. No sabía lo que iba a hacer. No podía consentir que Paula Chaves estuviera en Billings, sobre todo cuando estaba tratando de conseguir que Pedro se casara. Tendría que conseguir que Paula  se marchara de la ciudad y rápido, antes de que ella pudiera hacerle ver a Pedro lo que había ocurrido.
El niño... ¿Se lo habría quedado? Ana apretó los dientes al pensar que un hijo de Pedro pudiera haber sido adoptado. El niño era un Alfonso, sangre de su sangre. Entonces, no pensó en ello, sino tan sólo en lo que sería mejor para Pedro. Sabía que Paula  no era la mujer más adecuada para su hijo y decidió extirparla de su vida con precisión quirúrgica. Si Paula  no había abortado, podría haber algún modo de conseguir al niño. Lo pensaría adecuadamente y trataría de encontrar el modo de explicárselo a Pedro  sin que éste volviera a empezar una relación con ella. Tras haber superado la amenaza una vez, estaba segura de tener la capacidad suficiente para volver a hacerlo.

El día pasó muy rápidamente para Paula . Fue ganando confianza en su trabajo y le gustaban las personas con las que trabajaba. Sentía especial predilección por Theresa, que tenía veinte años y era una Crow, como el tío abuelo de Paula.
No obstante, la hora de las comidas suponía mucho trabajo. Incluso atrajo una cierta atención de uno de los clientes masculinos, que no sólo se presentó a almorzar, sino también a cenar. A pesar de todo, Paula no mostró atención alguna. Los hombres ya no ocupaban lugar alguno en su vida.
Estaba tratando de deshacerse de él una vez más cuando vio que un rostro familiar tomaba asiento en una mesa cercana. Era Pedro. Y no estaba solo. Ana  lo acompañaba.
Admitió que, en el pasado, habría hecho cualquier cosa para que una compañera le cambiara la mesa y no tener así que atender a Ana Alfonso.Ya no. Se dirigió directamente a la mesa, aunque sin poder evitar una cierta mirada de fría crueldad cuando sus ojos se cruzaron por primera vez con los de Ana por primera vez desde hacía años.
—Buenas noches, ¿les gustaría tomar algo antes de cenar?
—Yo no bebo —respondió Ana, muy secamente—. Seguro que lo recuerdas, Paula.
Ella la miró directamente, sin prestar atención alguna a Pedro.
—Le sorprendería mucho lo que soy capaz de recordar, señora Alfonso—dijo—. Y me llamo señorita Chaves.
Ana se echó a reír.
—Vaya, vaya. Eres demasiado arrogante para ser una camarera —afirmó, aunque no dejaba de juguetear con los cubiertos—. Me gustaría ver el menú.
Paula  les entregó dos.
—Yo tomaré una copa de vino blanco —dijo Pedro.
—Enseguida.
Se dirigió hacia la barra del bar y, desde allí, tuvo oportunidad de observar a sus dos enemigos. Pedro iba vestido con un traje oscuro y una corbata muy conservadora. Había dejado el sombrero sobre una de las sillas que no estaba ocupada y llevaba el cabello peinado hacia atrás. Su rostro carecía por completo de expresión. Por el contrario, su madre no se estaba quieta. No dejaba de mirar nerviosamente de derecha a izquierda. El lenguaje corporal era tan explícito como una conversación. Paula sonrió.
Justo en aquel momento, Ana se volvió para mirarla. Vio algo en el rostro de la joven que la heló por dentro. No era la misma muchacha a la que había ordenado hacer las maletas. No. El cambio le producía náuseas.
Paula  llevó la copa de vino a la mesa y, entonces, sacó su cuadernillo y el bolígrafo con una tranquilidad pasmosa. Mentalmente, dio las gracias a Juan por la seguridad en sí misma que le había dado.
— Yo tomaré un filete con ensalada —anunció Pedro—. El menú no será necesario.
—Yo también —dijo Ana con voz seca—. Poco hecho, por favor. No me gusta la carne muy hecha.
—Lo mismo para mí —afirmó Pedro.
—Dos filetes poco hechos.
—Poco hechos, no crudos —reiteró Pedro, como si sospechara lo peor—. No quiero que se levanten del plato y empiecen a andar.
Paula tuvo que contener una sonrisa.
—Sí señor. No tardaré mucho tiempo.
Ella se marchó y, tal y como había prometido, les sirvió su comida minutos más tarde.
—Es muy eficiente, ¿verdad? —dijo fríamente Ana mientras comía—. Aún me acuerdo de una vez que me vertió café encima cuando me llevaste a aquel horrible restaurante para almorzar.
—La pusiste nerviosa.

lunes, 27 de abril de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 9

Paula se había llevado algunas prendas viejas para no despertar las sospechas de Pedro. Al vestirse para su nuevo trabajo, se alegró de ello.
Se puso una falda vaquera y una blusa blanca de manga larga. A continuación, se calzó unos zapatos bajos y tomó un bolso de piel sintética. A continuación se recogió el cabello y se marchó de casa para tomar un autobús.
Mientras aspiraba el aire de la mañana, pensó que Billings era un lugar muy hermoso a primeras horas de la mañana. No tenía nada que ver con Chicago. Echaba de menos a su hijo, pero el cambio había resucitado su espíritu de lucha y le hacía sentirse menos deprimida. La increíble presión a la que su trabajo la sometía había podido con ella últimamente.
Se bajó del autobús delante del restaurante. Era grande y parecía muy prospero. Estaba pegado a un hotel. A través de la ventana, vio que todas las camareras llevaban unos impolutos uniformes blancos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se sintió nerviosa en compañía de la gente, pero allí, sin su riqueza para protegerla, se sentía incómoda. Entró y preguntó por la encargada.
—La señora Dade está en ese despacho —le respondió muy educadamente una mujer—. ¿La está esperando?
—Creo que sí.
Paula llamó a la puerta y entró.
—Me llamo Paula... Chaves—dijo. El nombre le parecía muy extraño. Estaba tan acostumbrada a que la llamaran Pau Gonzalez...
—Oh, sí —respondió la señora Dade, poniéndose de pie—. Me llamo Matilde Dade. Me alegro de conocerte. Pedro me dijo que acababas de perder a tu tía y que necesitabas trabajo. Por suerte para todos, tenemos una vacante. ¿Tienes experiencia como camarera?
—Bueno, un poco. Trabajé en el Bear Claw hace algunos años.
—Ya me acuerdo. Me pareció reconocerte —comentó la mujer, entornando la mirada—. Siento mucho lo de su tía.
—La echaré de menos. Era la única pariente que me quedaba en el mundo.
La señora Dade la miró atentamente, observando todos los detalles de su atuendo.
—El trabajo es duro, pero las propinas son buenas y yo no soy una negrera. Puedes empezar ahora mismo. Te podrás marchar a las seis, pero tendrás que trabajar algunas tardes. Eso es inevitable en este negocio.
—No me importa —respondió Paula—. No necesito tener las tardes libres.
— ¿A tu edad? Por el amor de Dios, ¿no estás casada?
-No
Paula  utilizó un tono de voz que, sin caer en la grosería, hizo que la otra mujer se sintiera incómoda.
—¿Cansada de los hombres, entonces? —comentó la mujer con una sonrisa, pero no insistió en el tema. Pasó a explicar los detalles de los honorarios de Paula y su sueldo, junto con información sobre los uniformes y las mesas.
Paula no hacía más que recordarse el papel que debía representar. Se obligó a olvidarse de que era Pau Gonzalez y a sonreír y escuchó atentamente todo lo que se le decía. No obstante, no dejaba de pensar en cuanto tiempo iba a pasar hasta que Pedro Alfonso volviera a mover ficha.
Aquella tarde, Pedro entró en los jardines de la enorme casa de los Alfonso. Miró sin muchas ganas las columnas de imitación clásica que adornaban el porche de entrada. Recordaba que, de niño, había jugado en aquel porche con su madre muy cerca, observándolo. Ella siempre se había mostrado demasiado posesiva y protectora con su único hijo, algo que, con los años, había causado algunas fricciones entre ellos. De hecho, su relación se había desmoronado con la marcha de Paula Chaves.... A partir de entonces, Pedro había cambiado.
Colgó el sombrero en el perchero del vestíbulo y entró con aire distraído en el elegante salón. Ella estaba sentada en su sillón habitual, haciendo ganchillo. Levantó los ojos oscuros y le sonrió.
—Llegas temprano, ¿no?
—He terminado antes que de costumbre —contestó, sirviéndose un whisky solo antes de sentarse en su propio sillón—. Esta noche cenaré fuera. Los Peterson van a celebrar una charla sobre los nuevos contratos de minerales.
—Negocios, negocios. En la vida hay mucho más que ganar dinero. Pedro, deberías casarte. Te he presentado a un par de chicas muy agradables que acaban de presentarse en sociedad y...
—No pienso casarme —dijo con una fría sonrisa—. Estoy curado contra eso, ¿te acuerdas?
—Eso... eso fue hace mucho tiempo —respondió su madre, palideciendo.
—Como si hubiera sido ayer. Ha regresado a la ciudad, ¿lo sabías?
—¿Ella? —preguntó su madre después de un silencio casi sepulcral.
—Sí. Paula Chaves en persona. Le he dado trabajo en el restaurante.
Ana Alfonso llevaba viviendo con su terrible secreto, y con su sensación de culpabilidad, desde hacía tanto tiempo que se había olvidado de que no era la única que lo sabía. Paula  también lo conocía. Irónicamente, la información que había utilizado para expulsar a Paula  de la ciudad podría volverse en su contra con resultados devastadores. El escándalo podía terminar de destruir la relación que tenía con su hijo. El pánico se apoderó de ella.
— ¡No puedes hacer eso! Pedro, no debes volver a relacionarte con esa mujer. ¿Acaso has olvidado lo que te hizo?
—No, madre, no me he olvidado. Ni pienso empezar una relación con ella. Una vez fue más que suficiente. Su tía ha muerto.
—No lo sabía —dijo Ana, no sin cierto nerviosismo.
—Estoy seguro de que tiene facturas que pagar y cabos sueltos. Seguramente se marchará al lugar del que ha venido tan pronto como lo arregle todo.
—Ella va a heredar esa casa —comentó Ana, que no parecía tan segura.
— Sí. Por lo menos tendrá donde resguardarse. No sé dónde ha estado todos estos años, pero sé que no tenía nada cuando se marchó de la ciudad —concluyó, tomándose el whisky como si fuera agua.
—Eso no es cierto. Tenía dinero.
— ¿Acaso se te ha olvidado que Facundo devolvió el dinero que, supuestamente, ella había robado?
—Estoy segura de que tenía algo de dinero —insistió, cada vez más pálida—. Segura.
—Jamás me creí que ella hubiera podido tomar parte en algo así. Facundo nos contó la historia como si se la hubiera aprendido de memoria y Paula me juró que él jamás la había tocado, que nunca habían sido amantes.
—Una chica así podría tener muchos amantes...
Los ojos de Pedro se oscurecieron al recordar los momentos compartidos con Paula, el fuego que había ardido entre ellos. Aún la veía temblando por lo mucho que lo deseaba.

Atrapada en este Amor: Capítulo 8

—Yo soy Paula.
—¿Eres ya mayor de edad?
—Tengo... tengo veinticuatro años —mintió ella. Sabía que, si le hubiera dicho su verdadera edad, él no se habría interesado por ella.
—Eso me vale. Ahora, tráeme un café, por favor. Después, hablaremos de adonde vamos a ir esta noche.
Paula se marchó rápidamente a la barra para servirle el café y se chocó con Lucía, la camarera de más edad del café.
—Ten cuidado, niña —le dijo ella cuando Pedro no estaba mirando—. Estás coqueteando con el diablo. Pedro Alfonso tiene una cierta reputación con las mujeres y los negocios. Que no se te suba a la cabeza.
—No pasa nada. Él... Sólo estábamos hablando.
—No lo creo, a juzgar por lo ruborizada que estás — afirmó Lucía muy preocupada—. Tu tía debe de vivir en su propio mundo. Cielo, los hombres no piden matrimonio a las mujeres a las que desean, en especial los hombres como Pedro Alfonso. Él está muy por encima de nosotras. Es muy rico y su madre mataría a cualquier mujer que tratara de llevarlo al altar a menos que tuviera dinero y posición social. Es de la clase alta. Ésos se casan entre ellos.
—Pero si sólo estábamos hablando —protestó Paula, forzando una sonrisa a pesar de que todos sus sueños se habían hecho pedazos.
—Pues ocúpate de que sigan sólo hablando. Ese hombre te podría hacer mucho daño.
El sonido de aquellas palabras hizo que a Paula se le pusiera el vello de punta, pero no quiso demostrarlo. Se limitó a sonreír a su compañera y terminó de preparar el café de Pedro.
— ¿Te estaba advirtiendo contra mí? —le preguntó él cuando Paula le dejó la taza encima de la mesa.
—¿Cómo lo sabes?
—Invité a Lucía a salir en una ocasión —respondió—. Se puso demasiado posesiva, por lo que rompí con ella. De eso hace mucho tiempo. No dejes que te afecte lo que ella te diga, ¿de acuerdo?
Paula sonrió. De repente, todo tenía sentido. Pedro simplemente estaba interesado y Lucía celosa.
—No lo haré —prometió.
Al recordar la ingenuidad de aquel día Paula lanzó un gruñido. Se levantó de la silla y se puso a guardar las cosas que había comprado. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Con veinte años, había sido una completa ignorante. Para un hombre tan de mundo como Pedro, ella no había sido más que una niña. Si se hubiera imaginado cómo iban a salir las cosas, jamás habría...

¿A quién estaba engañando? Lanzó una amarga carcajada. Habría hecho lo mismo porque Pedro le fascinaba. A pesar del dolor y del sufrimiento, aún seguía haciéndolo. Era el hombre más guapo que había visto en toda su vida y recordaba los momentos de intimidad como si hubieran ocurrido el día anterior.
Acababa de volver a entrar en su órbita y había aceptado un trabajo que no debía. Estaba viviendo una mentira. Al recordar las razones que la habían llevado de vuelta a Billings, la sangre comenzó a hervirle. Pedro se había deshecho de ella como si fuera basura, de ella y del hijo que llevaba en sus entrañas. Le había dado la espalda y la había dejado sola, con una acusación de robo pendiendo sobre la cabeza.
No había regresado para volver a prender la llama de un viejo amor. Había vuelto para vengarse. Juan le había enseñado que todo el mundo tenía una debilidad de la que uno podía aprovecharse para los negocios. Algunas personas eran más hábiles que otras a la hora de ocultar su talón de Aquiles. Pedro era un maestro. Tendría que tener mucho cuidado si quería localizar el de él, pero, al final, terminaría derrotándolo. Tenía la intención de arrebatárselo todo, de colocarlo en la misma posición en la que él la había puesto a ella hacía seis años. Entornó los ojos y consideró las posibilidades. Una fría sonrisa le frunció los labios.
Paula ya no era una ingenua muchacha, profundamente enamorada de un hombre que no podía tener. En esta ocasión, tenía todos los ases en la mano y, cuando ganara la partida, iba a experimentar el placer más dulce desde los traicioneros besos de Pedro.

Atrapada en este Amor: Capítulo 7

-Yo recobré el sentido común dos días después y no pude encontrarte por ninguna parte, maldita seas...
¿Que recobró el sentido común? Paula prefería no pensar en aquello.
—Maldito seas tú también por haber escuchado a tu madre en vez de a mí. Espero que los dos hayan sido muy felices juntos.
— ¿Qué tuvo mi madre que ver con Pieres y contigo?
¡No lo sabía! A Paula costaba creerlo, pero su sorpresa parecía completamente sincera. ¡No sabía lo que había hecho su madre!
— ¿Cómo conseguiste que él confesara?
—Yo no lo conseguí. Le dijo a mi madre que tú eras inocente. Ella me lo dijo a mí.
— ¿Te dijo algo más?
—No. ¿Qué más podía haberme dicho?
«Que yo estaba esperando un hijo tuyo. Que tenía veintiún años y que no tenía ningún sitio al que ir. Que no podía arriesgarme a quedarme con mis tíos estando acusada de un robo», pensó ella con amargura.
Bajó los ojos para que Pedro no pudiera ver la amargura que había en ellos. Aquellas primeras semanas habían sido un infierno para ella, a pesar de que también la habían madurado y fortalecido. Se había hecho dueña de su propia vida y de su propio destino y, a partir de entonces, jamás había vuelto a tener miedo.
— ¿Había algo más? —insistió él.
—No. nada más —respondió Paula, levantando el rostro.
Sí lo había. Pedro lo presentía. Notaba un brillo peculiar en los ojos de Paula, algo parecido al odio. Él la había acusado injustamente y le había hecho daño con su rechazo, pero la ira que ella parecía sentir iba mucho más allá.
—El restaurante se llama Bar H Steak House — dijo—. Está al norte de la veintisiete, más allá del Sheraton.
Paula sintió una oleada de calor al escuchar la mención del hotel. Apartó los ojos rápidamente.
—Lo encontraré. Gracias por la recomendación.
— ¿Significa eso que, al menos, te vas a quedar unas semanas?
— ¿Por qué? Espero que no estés pensando en volver a retomar lo nuestro donde lo dejamos porque, francamente, Pedro, no tengo por costumbre tratar de remendar relaciones rotas.
— ¿Es que hay alguien más? —preguntó él muy serio.
— ¿En mi vida? Sí.
El rostro de Pedro no mostró nada, aunque pareció que se le reflejaba una sombra en el rostro.
—Tendría que habérmelo imaginado.
Paula no respondió. Simplemente se le quedó mirando muy fijamente. Vio que él le miraba la mano izquierda, por lo que ella le dio gracias a Dios por haber recordado quitarse su anillo de boda. Sin embargo, aún llevaba su anillo de compromiso, una alianza de esmeraldas y diamantes muy pequeños. Recordó que Juan se había reído cuando ella eligió algo tan barato.
Él había querido regalarle un diamante de tres quilates, pero ella había insistido en aquel anillo. Parecía haber pasado tanto tiempo ya...
— ¿Estás comprometida? —quiso saber Pedro.
—Lo estuve.
— ¿Ya no?
—No. Tengo un amigo especial y lo aprecio mucho, pero ya no quiero compromisos.
Deseó poder cruzar los dedos. En dos minutos había dicho más mentiras y verdades a medias que en los dos últimos años.
— ¿Por qué no ha venido tu amigo a acompañarte aquí?
—Necesitaba pasar un tiempo a solas. Además, sólo he venido para disponer de las cosas de la tía Gladys.
— ¿Dónde vives?
—En el este. Ahora, si me perdonas, tengo que meter estas cosas en el frigorífico.
—Hasta mañana —dijo Pedro, tras un momento de duda.
Presumiblemente, él comía en el restaurante en el que ella iba a trabajar.
—Supongo que sí. ¿Estás seguro de que no les importará darme trabajo sin referencias?
—Soy el dueño del restaurante —replicó él—. No tiene por qué importarles. El trabajo es tuyo, si lo quieres.
—Claro que lo quiero —contestó Paula. Abrió la puerta de la casa y dudó.
Dado que Pedro no conocía sus circunstancias, probablemente lo hacía por pena y culpabilidad, pero se sintió obligada a decir algo—. Eres muy generoso. Gracias.
—Generoso —repitió él con una amarga risa—. Dios mío... Jamás en toda mi vida he dado nada a menos que me conviniera o que me hiciera más rico. Tengo todo y no tengo nada.
Con eso, se dio la vuelta y se dirigió hacia su coche. Paula se quedó allí, mirándolo con ojos tristes.
A continuación, entró en la casa. La había turbado bastante volver a verlo después de tantos años. Dejó la bolsa sobre la mesa de la cocina y se sentó. Sin poder evitarlo, recordó la primera vez que se vieron.

En aquel momento, ella tenía veinte años. Tan sólo le faltaba una semana para cumplir los veintiún. Siempre había parecido más mayor de lo que en realidad era y el uniforme de camarera que llevaba se le moldeaba a cada curva de su esbelto cuerpo.
Pedro se le había quedado mirando desde el primer momento, mientras ella servía las mesas. Paula  se había sentido muy nerviosa ante tantas atenciones. Él irradiaba confianza y una cierta arrogancia. Solía entrecerrar un ojo y levantar la barbilla como si estuviera declarando la guerra a la persona a la que estuviera estudiando. En realidad, tal y como Paula  descubrió más tarde, se debía a la dificultad que tenía para enfocar objetos lejanos, pero era demasiado testarudo para ir al oftalmólogo.
La mesa en la que él estaba sentado estaba asignada a otra camarera. Paula vio cómo fruncía el ceño al ver que se le acercaba la otra muchacha. Después de decirle algo a la joven, se trasladó a otra mesa que estaba en el territorio de Paula.
La idea de que un hombre como Pedro pudiera estar interesado en ella le produjo un hormigueo de excitación por todo el cuerpo. Ella se le acercó con una suave sonrisa y se sonrojó al ver que él le devolvía el gesto.
—Eres nueva aquí —le dijo con voz profunda y sensual.
—Sí —susurró ella—. He empezado esta misma mañana.
—Me llamo Pedro Alfonso. Desayuno aquí casi todas las mañanas.
Paula reconoció el nombre inmediatamente. Casi todas las personas de Billings sabían quién era.

Atrapada en este Amor: Capítulo 6

Al llegar a la calle en la que se encontraba la casa de su tía, agarró con fuerza la bolsa de la compra. Se acababa de percatar que el elegante Jaguar que estaba aparcado allí no lo había estado cuando se marchó. Tal vez el de la inmobiliaria había ido a buscarla.
Se sacó la llave de los vaqueros. No vio la figura que la esperaba en el porche de la casa hasta que subió los escalones. Entonces, se detuvo en seco. El corazón le dio un vuelco.
Pedro Alfonso era tan alto como el señor Gimenez, pero las comparaciones terminaban allí. Pedro resultaba misterioso y peligroso, a pesar del traje de tres piezas que llevaba en aquel momento. Cuando dio un paso al frente, Paula sintió una oleada de calor por todo el cuerpo a pesar de la angustia de los últimos seis años.
Estaba mucho más ...  La nariz era recta, la boca sensual. Llevaba un sombrero vaquero ligeramente inclinado sobre la ancha frente. En los dedos sostenía un cigarrillo. No había podido dejar de fumar.
— Me pareció que eras tú —dijo sin preámbulo alguno, con voz dura y cortante—. Desde la ventana de mi despacho se ve la estación de autobuses.
Tal y como Paula había esperado. Se recordó que era más madura, más rica y que Pedro no tenía ya ningún poder sobre ella.
— Hola Pedro—dijo—. Me sorprende verte aquí, en los barrios bajos.
—Billings no tiene barrios bajos. ¿Por qué estás aquí?
—He regresado por la plata de tu familia —le espetó ella— Se me olvidó la última vez.
Pedro  realizó un gesto de incomodidad. Se metió una mano en el bolsillo y se pegó un poco más la fina tela de los pantalones a los poderosos músculos de sus largas piernas. Paula tuvo que esforzarse para no mirar. Desnudo, aquel cuerpo era un milagro de perfección, piel y vello , que dibujaba el contorno del torso y del esbelto vientre y que le espolvoreaba las piernas….
— Después de que te marcharas —admitió de mala gana—. Pieres le dijo a mi madre que tú no habías tenido nada que ver con el robo.
Paula recordó que, supuestamente, Facundo Pieres era el cómplice del que ella había estado enamorada y con el que se había estado acostando. Sólo un estúpido celoso podría haberse imaginado que ella hubiera podido pasar de Pedro a Facundo pero, dado que Ana había pagado a éste último para que se inventara la historia, los detalles que ella le había dado eran casi perfectos. A pesar de lo evidente que resultaba todo, Pedro la había creído capaz de cometer una infidelidad y actos criminales. El amor sin confianza no era amor. Incluso había llegado a admitir que el único interés que había sentido por ella había sido puramente sexual.
—Me pareció extraño que la policía no viniera detrás de mí —replicó ella.
—Resultó imposible encontrarte.
No era de extrañar. Juan se la había llevado a una isla del Caribe durante su embarazo, acompañada del señor Gonzalez. Nadie había sabido su verdadero nombre. Todos la conocían como Pau Gonzalez. Se alegraba de que se hubieran tomado aquellas medidas. Había tenido miedo de que los Alfonso trataran de encontrarla aunque sólo fuera para avergonzarla.
—Me alegra saberlo —dijo ella, con un cierto sarcasmo—. No me habría gustado ir a la cárcel.
El rostro de Pedro se hizo más severo. Frunció el ceño mientras estudiaba el rostro de Paula.
—Estás más delgada de lo que yo recordaba — dijo—. Mayor.
—Voy a cumplir veintisiete años. Tú ahora tienes veintiocho, ¿no?
Pedro asintió y, entonces, la miró de arriba abajo. Se sentía como si volviera a morirse por dentro. Seis largos años. Recordaba haber visto lágrimas en aquel joven rostro y el sonido de su voz despreciándolo a él. También recordaba los exquisitos momentos en la cama con ella, cómo el cuerpo de Paula se encendía bajo el calor del suyo y la voz se le quebraba al gemir de placer contra su garganta...
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —le preguntó.
—Lo suficiente para deshacerme de la casa.
—¿No la vas a conservar? —quiso saber, odiándose por haber sentido la curiosidad suficiente como para hacer aquella pregunta.
—No, no creo que me quede. Tengo demasiados enemigos en Billings como para sentirme cómoda.
— Yo no soy tu enemigo.
— ¿ No Pedro? —Replicó ella, levantando la barbilla—. No es así como recordaba.
— Tenías veintiún  años. Eras demasiado joven. Jamás te lo pregunté, pero estoy seguro de haberte quitado la virginidad.
Paula se sonrojó. Pedro  recibió aquella reacción con una ligera sonrisa.
— Veo que así fue.
— Fuiste el primero —dijo ella—, pero no el último— añadió con una sonrisa—. ¿O acaso creíste que iba a ser imposible encontrarte un sustituto?
Pedro sintió un aguijonazo en su orgullo, pero no reaccionó. Se terminó el cigarrillo y lo arrojó al jardín.
— ¿Dónde has estado los últimos seis años?
—. Por ahí Mira, la bolsa me pesa bastante. ¿Tienes algo que decir o se trata tan sólo de una visita para ver con cuánta rapidez me puedes echar de la ciudad?
— He venido a preguntarte si necesitabas trabajo. Sé que tu tía no te ha dejado nada más que facturas. Yo tengo un restaurante. Hay un puesto libre para una camarera.
Paula  pensó que aquello era demasiado. Pedro le estaba ofreciendo un trabajo de camarera cuando, sin ningún esfuerzo, podría comprar el restaurante entero. Se preguntó si lo haría por remordimientos de conciencia o por renovado interés. Fuera como fuera, no le haría ningún daño aceptarlo. Le daba la sensación de que así iba a poder ver con frecuencia a los Alfonso, lo que encajaba perfectamente con sus planes.
—Muy bien —dijo ella—. ¿Tengo que rellenar una solicitud?
—No. Sólo tienes que presentarte a trabajar a las seis en punto de la mañana. Me parece recordar que, cuando nos conocimos, trabajabas en un café.
—Así es.
Los ojos de Paula se cruzaron con los de Pedro  y, durante un instante, los dos compartieron el recuerdo de aquel primer encuentro. Ella le derramó café encima y, cuando fue a secarle la ropa, las chispas saltaron entre ambos. La atracción fue instantánea, mutua y... arrebatadora.
—De eso hace mucho tiempo —comentó Pedro, con gesto ausente y una cierta amargura en sus ojos castaños—. Dios mío... ¿por qué tuviste que huir?