lunes, 27 de abril de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 7

-Yo recobré el sentido común dos días después y no pude encontrarte por ninguna parte, maldita seas...
¿Que recobró el sentido común? Paula prefería no pensar en aquello.
—Maldito seas tú también por haber escuchado a tu madre en vez de a mí. Espero que los dos hayan sido muy felices juntos.
— ¿Qué tuvo mi madre que ver con Pieres y contigo?
¡No lo sabía! A Paula costaba creerlo, pero su sorpresa parecía completamente sincera. ¡No sabía lo que había hecho su madre!
— ¿Cómo conseguiste que él confesara?
—Yo no lo conseguí. Le dijo a mi madre que tú eras inocente. Ella me lo dijo a mí.
— ¿Te dijo algo más?
—No. ¿Qué más podía haberme dicho?
«Que yo estaba esperando un hijo tuyo. Que tenía veintiún años y que no tenía ningún sitio al que ir. Que no podía arriesgarme a quedarme con mis tíos estando acusada de un robo», pensó ella con amargura.
Bajó los ojos para que Pedro no pudiera ver la amargura que había en ellos. Aquellas primeras semanas habían sido un infierno para ella, a pesar de que también la habían madurado y fortalecido. Se había hecho dueña de su propia vida y de su propio destino y, a partir de entonces, jamás había vuelto a tener miedo.
— ¿Había algo más? —insistió él.
—No. nada más —respondió Paula, levantando el rostro.
Sí lo había. Pedro lo presentía. Notaba un brillo peculiar en los ojos de Paula, algo parecido al odio. Él la había acusado injustamente y le había hecho daño con su rechazo, pero la ira que ella parecía sentir iba mucho más allá.
—El restaurante se llama Bar H Steak House — dijo—. Está al norte de la veintisiete, más allá del Sheraton.
Paula sintió una oleada de calor al escuchar la mención del hotel. Apartó los ojos rápidamente.
—Lo encontraré. Gracias por la recomendación.
— ¿Significa eso que, al menos, te vas a quedar unas semanas?
— ¿Por qué? Espero que no estés pensando en volver a retomar lo nuestro donde lo dejamos porque, francamente, Pedro, no tengo por costumbre tratar de remendar relaciones rotas.
— ¿Es que hay alguien más? —preguntó él muy serio.
— ¿En mi vida? Sí.
El rostro de Pedro no mostró nada, aunque pareció que se le reflejaba una sombra en el rostro.
—Tendría que habérmelo imaginado.
Paula no respondió. Simplemente se le quedó mirando muy fijamente. Vio que él le miraba la mano izquierda, por lo que ella le dio gracias a Dios por haber recordado quitarse su anillo de boda. Sin embargo, aún llevaba su anillo de compromiso, una alianza de esmeraldas y diamantes muy pequeños. Recordó que Juan se había reído cuando ella eligió algo tan barato.
Él había querido regalarle un diamante de tres quilates, pero ella había insistido en aquel anillo. Parecía haber pasado tanto tiempo ya...
— ¿Estás comprometida? —quiso saber Pedro.
—Lo estuve.
— ¿Ya no?
—No. Tengo un amigo especial y lo aprecio mucho, pero ya no quiero compromisos.
Deseó poder cruzar los dedos. En dos minutos había dicho más mentiras y verdades a medias que en los dos últimos años.
— ¿Por qué no ha venido tu amigo a acompañarte aquí?
—Necesitaba pasar un tiempo a solas. Además, sólo he venido para disponer de las cosas de la tía Gladys.
— ¿Dónde vives?
—En el este. Ahora, si me perdonas, tengo que meter estas cosas en el frigorífico.
—Hasta mañana —dijo Pedro, tras un momento de duda.
Presumiblemente, él comía en el restaurante en el que ella iba a trabajar.
—Supongo que sí. ¿Estás seguro de que no les importará darme trabajo sin referencias?
—Soy el dueño del restaurante —replicó él—. No tiene por qué importarles. El trabajo es tuyo, si lo quieres.
—Claro que lo quiero —contestó Paula. Abrió la puerta de la casa y dudó.
Dado que Pedro no conocía sus circunstancias, probablemente lo hacía por pena y culpabilidad, pero se sintió obligada a decir algo—. Eres muy generoso. Gracias.
—Generoso —repitió él con una amarga risa—. Dios mío... Jamás en toda mi vida he dado nada a menos que me conviniera o que me hiciera más rico. Tengo todo y no tengo nada.
Con eso, se dio la vuelta y se dirigió hacia su coche. Paula se quedó allí, mirándolo con ojos tristes.
A continuación, entró en la casa. La había turbado bastante volver a verlo después de tantos años. Dejó la bolsa sobre la mesa de la cocina y se sentó. Sin poder evitarlo, recordó la primera vez que se vieron.

En aquel momento, ella tenía veinte años. Tan sólo le faltaba una semana para cumplir los veintiún. Siempre había parecido más mayor de lo que en realidad era y el uniforme de camarera que llevaba se le moldeaba a cada curva de su esbelto cuerpo.
Pedro se le había quedado mirando desde el primer momento, mientras ella servía las mesas. Paula  se había sentido muy nerviosa ante tantas atenciones. Él irradiaba confianza y una cierta arrogancia. Solía entrecerrar un ojo y levantar la barbilla como si estuviera declarando la guerra a la persona a la que estuviera estudiando. En realidad, tal y como Paula  descubrió más tarde, se debía a la dificultad que tenía para enfocar objetos lejanos, pero era demasiado testarudo para ir al oftalmólogo.
La mesa en la que él estaba sentado estaba asignada a otra camarera. Paula vio cómo fruncía el ceño al ver que se le acercaba la otra muchacha. Después de decirle algo a la joven, se trasladó a otra mesa que estaba en el territorio de Paula.
La idea de que un hombre como Pedro pudiera estar interesado en ella le produjo un hormigueo de excitación por todo el cuerpo. Ella se le acercó con una suave sonrisa y se sonrojó al ver que él le devolvía el gesto.
—Eres nueva aquí —le dijo con voz profunda y sensual.
—Sí —susurró ella—. He empezado esta misma mañana.
—Me llamo Pedro Alfonso. Desayuno aquí casi todas las mañanas.
Paula reconoció el nombre inmediatamente. Casi todas las personas de Billings sabían quién era.

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