domingo, 26 de abril de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 3

Probablemente no sabía por qué Gonzalez lo odiaba tanto o por qué trataba deliberadamente de estropear sus acuerdos. Había sorprendido a todos cuando Juan había sido invitado a tomar parte en la junta de accionistas de Alfonso Properties. Alfonso lo había planeado todo para poder vigilar los acuerdos comerciales de Gonzalez, pero esto también había beneficiado a Juan, por lo que había aceptado. Naturalmente, Joaquín iba a las reuniones, pero jamás se mencionaba el nombre de Paula.
—No crees que pueda hacerlo, ¿verdad? —le preguntó ella.
—No —respondió Joaquín  con sinceridad—. Alfonso es una empresa familiar. Él tiene el cuarenta por ciento y su madre el cinco. Eso significa que tendrás que hacerte con el diez por ciento de su tío abuelo y con el resto de las acciones. No creo que ninguno de ellos sea lo suficientemente valiente como para enfrentarse a Pedro.
—Espero tenerlas cuando se vuelvan a reunir en la próxima junta —afirmó ella—. Seguro que el señor Haden se sorprenderá mucho cuando me presente allí, acompañada de tí.
—Ten cuidado de que no te salga el tiro por la culata. No lo subestimes. Juan jamás lo hizo.
—No lo haré. Bueno, ¿qué tenemos esta tarde? Tengo que irme de compras —dijo, señalando el caro traje que llevaba puesto—. Paula Chaves jamás se podría permitir prendas así. No quiero que nadie piense que he prosperado.
—El que engaña se enreda en una tela de araña.
—Te aseguro que no hay peor enemigo que una mujer burlada. No te preocupes, Don. Sé lo que hago.
—Eso espero —replicó él, encogiéndose de hombros.
El tono de voz de Joaquín estuvo persiguiendo a Paula durante todo el día. Mientras metía las ropas que se había comprado en una maleta que le había prestado el señor Smith, Franco la contemplaba tumbado en la cama con el ceño fruncido.
—¿Por qué tienes que marcharte? —le preguntó el pequeño—. Siempre te estás marchando. Nunca estás aquí.
Paula  sintió el aguijonazo de la culpabilidad. Su hijo tenía razón, pero no podía admitirlo.
—Por negocios, mi amor —respondió, mirándolo con adoración.
El niño no se parecía en nada a ella. Era el vivo retrato de su padre, desde el cabello claro a los profundos ojos castaños . Suponía que, también como Pedro, iba a ser muy alto.
Pedro. Paula suspiró y se dio la vuelta. Lo había amado tanto, con toda la pasión de su joven vida. Él le había arrebatado castidad y corazón y, a cambio, le había dado sufrimiento y vergüenza. La madre de Pedro había hecho todo lo posible para terminar lo que podría haber sido una historia de amor sincero. Pedro siempre se habría sentido culpable por ella.
Probablemente lo habría estado aún más si hubiera sabido que sólo tenía veintiún años comparados con los veinticuatro de él. Ella le había mentido y le había dicho que tenía veinticuatro, aunque incluso así, él había dicho que era como si estuviera sacándola de la cuna. No obstante, la pasión que sintió por ella había conseguido derrotar su autocontrol. En ocasiones, Paula había pensado que la había odiado precisamente por eso, por hacerlo vulnerable.
Con toda seguridad, la madre de Pedro la odiaba. El hecho de que Paula hubiera estado viviendo con sus tíos abuelos en la reserva Crow y el hecho de que su tío abuelo fuera un anciano muy respetado en ella había resultado completamente escandaloso para la señora Ana Zolezzi  Alfonso. Ana pertenecía a la flor y nata de la ciudad y no dejaba de hacer gala de ello. Que su hijo se atreviera a avergonzarla saliendo con la sobrina de uno de sus empleados había sido demasiado para ella, en especial cuando ya había elegido una esposa para él. Se trataba de una tal Gimena Martínez, una muchacha cuya familia tenía muchas propiedades en Alberta, Canadá, y que podía remontar sus orígenes hasta los tiempos en los que estos aún vivían en la regia Inglaterra. Ana  ni siquiera se había molestado en preguntarle a Paula si era india. Lo había dado por sentado, cuando, en realidad, no le unían lazos de sangre alguno con el tío Cuervo Andante.
En la familia de Pedro, Ana juraba que eran franceses, pero Paula había escuchado en una ocasión que entre los antepasados de Pedro habían sido alemanes  por parte de su padre.
Algún día, Franco Gonzalez tendría que saber la verdad sobre quién era su padre. Paula no ansiaba en absoluto que llegara aquel momento. Por el momento, el niño pensaba que Juan Gonzalez había sido su padre y, en muchos sentidos, así había sido. Se lo había ganado por derecho propio.
A menudo se había preguntado por qué Pedro aparentemente jamás se había parado a pensar en la posibilidad de que Paula se quedara embarazada durante su breve romance. Suponía que todas las mujeres con las que él había estado habían tomado la píldora, por lo que había dado por sentado que lo mismo le ocurría a ella. En realidad, jamás había estado en condiciones de preguntar, ni la primera vez ni las otras. Algunas veces. Paula soñaba con él, en el fiero placer que él le había enseñado a compartir. Jamás le había hablado a Henry de aquellos sueños ni quería compararlo con él. No habría sido justo. Juan era un amante generoso y hábil, pero Paula nunca había alcanzado con él el placer que Pedro le había proporcionado sin esfuerzo aparente.
Franco se abrazó a su lagarto de juguete.
—¿No te parece que Barry el lagarto es muy bonito? —le preguntó—. El señor Gimenez me ha dejado acariciar a Tiny. Dice que deberías dejarme que tuviera una iguana, mami. Son muy buenas mascotas.
Al oír a su hijo hablar tan maduramente, Paula  se echó a reír. Su hijo tenía casi seis años y aprendía muy rápidamente. Sabía que Pedro no se había casado. Durante un instante, se preguntó lo que Ana Alfonso pensaría de su nieto, aunque sabía que resultaba poco probable que la mujer lo apreciara. Después de todo, era hijo de Paula. Además, un nieto estropearía la imagen de juventud que estaba dispuesta a transmitir.
— ¿No puedo tener una iguana? —insistió el niño.
—Puedes acariciar a Tiny cuando te lo permita el señor Gimenez.
—¿El señor Gimenez no tiene nombre?
—Nadie tiene el valor de preguntárselo —respondió Paula, riendo.
Franco  se echó también a reír. Paula se preguntó si ella habría sido tan feliz de niña como su hijo. La prematura muerte de sus padres había dejado sus secuelas. Por suerte, había tenido a la tía Gladys y al tío Cuervo Andante para que cuidaran de ella.
—Ojalá pudiera marcharme contigo —se quejó el niño.
—Ya lo harás algún día muy pronto. Luego, te llevaré a la reserva Crow para que puedas conocer a tus primos .

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