domingo, 26 de abril de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 5

Pedro sabía lo de la casa porque se la había encontrado un día. La había interrogado muy bruscamente sobre Paula, pero ella se había negado a contarle nada. Pedro hizo un gesto de dolor al recordar la desesperación que sentía por encontrar a Paula. La anciana prácticamente había salido huyendo. Pedro pensó en seguirla, pero decidió que no merecía la pena. El pasado estaba muerto. Seguramente, Paula ya se habría casado y tendría una casa llena de niños.
Aquel pensamiento le dolía. Seguramente ella regresaría. De hecho, podía haber sido la propia Paula la que acaba de ver. Alguien tendría que ocuparse de todos los asuntos de Gladys tras su muerte. Sabía que Paula era el pariente más cercano de la anciana.
Se sentó y frunció el ceño. Sabía que Paula estaba en Billings. No sabía si lamentarse o alegrarse por ella. Sólo sabía que, una vez más, su vida se iba a volver a poner patas arriba.
Era demasiado esperar que Pedro saliera del edificio para encontrarse con ella. Tal vez ni siquiera estuviera en la ciudad. Como le ocurría a ella, sus negocios requerirían frecuentes viajes. Haría falta una gran coincidencia o la ayuda del destino para que ella se encontrara en aquellos momentos con el que había sido el objeto del deseo durante su adolescencia.
Tomó un autobús para dirigirse a la casa de su tía. Por suerte, aquella casa no tenía recuerdos para ella. Cuando vivía en Billings, su tía vivía en la reserva. Cuando salía con Pedro, los dos se veían en el ático que él tenía en el Sheraton, el edificio más alto de la ciudad. Los recuerdos le hicieron apretar los dientes. Tal vez había cometido un error al regresar.
 En la ciudad en la que había pasado su juventud, los recuerdos le dolían más.
Abrió la puerta con la llave que el señor Hammer, el de la inmobiliaria, le había mandado. El mes de septiembre era muy fresco en el sureste de Montana. No faltaba mucho tiempo para que empezara a nevar. Esperaba haberse marchado mucho antes de que cayeran los primeros copos.
La casa estaba fría, pero, afortunadamente, el señor Hammer le había encendido la estufa de gas. Incluso le había comprado algunos víveres. «La hospitalidad típica de Montana-pensó con una sonrisa. Allí, la gente se preocupaba de los demás. Todo el mundo era amable y simpático hasta con los turistas.
Observó los muebles de su tía, viejos pero funcionales y los objetos tradicionales de la cultura india que habían pertenecido a su tío. Había macetas por todas partes pero las plantas que contenían estaban muertas dado que habían tenido que pasar sin agua desde la muerte de su tía. Sólo quedaba con vida un philodendro, que Paula llevó a la cocina para regarlo. Entonces lo colocó sobre la encimera.
Cuando vio el teléfono en la pared, lanzó un suspiro de alivio. Iba a necesitarlo. También iba a depender de su máquina de fax y del ordenador. Gimenez podría llevárselo todo allí y ella podría colocarlo todo en biblioteca. La puerta de ésta tenía llave, lo que protegería su secreto en caso que los Alfonso se acercaran por allí.
A Paula  le preocupaba el tiempo que aquel proyecto fuera a llevarle, aunque era consciente de que los contratos de minerales eran su máxima prioridad en aquellos momentos. La empresa no podía expandirse sin ellos. Le llevara lo que le llevara, tendría que seguir adelante. Tendría que mantenerse al día con el negocio a través de Joaquín y esperar que todo siguiera su curso sin ella.
Lo peor de todo era estar separada de Franco. Se estaba convirtiendo en un niño hiperactivo en el colegio. Aparentemente, su estilo de vida estaba afectando al pequeño más de lo que había pensado. El trabajo se había interpuesto entre ellos hasta el punto de que Paula no podía ni siquiera sentarse a cenar con su hijo sin que el teléfono los interrumpiera. El niño estaba muy nervioso, igual que ella. Tal vez podría aprovechar el tiempo que iba a pasar en Billings para su propio beneficio y adelantar algo de trabajo para así poder disponer de más ratos de ocio con su hijo cuando regresara a casa.
Preparó café y sonrió al ver lo ordenada que estaba la pequeña cocina. Los tapetes de ganchillo, que su tía era tan aficionada a hacer, estaban por todas partes. Mientras se servía una taza de café, Paula decidió que no iba a venderlos con la casa. Se quedaría con algunos objetos personales de la casa y, por supuesto, con el legado que el tío Cuervo Andante había dejado para el pequeño Franco.
Mientras observaba con cariño la hermosa bolsa de flechas que había sacado de un cajón, recordó cuando se sentaba sobre las rodillas de su tío y él le contaba historias del pasado. Había tantas cosas inexactas sobre la cultura india... Lo que recordaba con más claridad eran las enseñanzas sobre dar y compartir que su tío le había explicado y que eran inherentes a la cultura de los indios Crow. La riqueza se compartía entre los componentes de cada tribu. El egoísmo resultaba prácticamente desconocido. Nadie pasaba hambre o frío en el pasado. Hasta los enemigos recibían alimento e incluso se les dejaba marchar si prometían no volver a enfrentarse a los Crow. Ningún enemigo era atacado si entraba en un asentamiento desarmado y con intenciones de paz porque se admiraba profundamente el valor.
Valor... Paula derramó el café. Iba a necesitar mucho valor. Recordó el rostro de Ana Alfonso y se echó a temblar. Tenía que recordar que ya no era una adolescente muy pobre. Tenía casi veintiseis años y era rica mucho más que los Alfonso. Debía tener en cuenta que, económica y socialmente, era igual a los Alfonso.
Pensó que resultaba irónico que su gente pareciera obsesionada en creer que el dinero y el poder eran las respuestas que podían hacer soportable la vida. Sin embargo, a su tío jamás le habían importado las posesiones o el dinero. Se había sentido siempre muy satisfecho de trabajar como guardia de seguridad para los Alfonso y había sido uno de los hombres más felices que Paula había conocido jamás.
—Wasicum —murmuró, utilizando una palabra Sioux con la que se denominaba . Literalmente, significaba «No te puedes librar de ellos” Lanzó una carcajada. Parecía ser completamente cierto. La palabra con la que los Crow denominaban  era mahistda, que literalmente significaba «ojos amarillos». Nadie sabía por qué. Tal vez al primer blanco que vieron tenía problemas de hígado. Ellos mismos se llamaban Absaroka, el pueblo de los pájaros con cola de tenedor. De niña, a Paula le encantaba los enormes cuervos de Montana. Podría ser que a los antepasados de los Crow les hubiera ocurrido lo mismo.
Se terminó el café y se llevó la maleta al dormitorio de invitados. Paula  jamás había dormido allí. Había tenido demasiado miedo de volver a encontrarse con los Alfonso como para regresar a Billings.
Cuando colocó todas sus cosas, Paula salió de la casa y tomó el autobús para ir a una pequeña tienda de ultramarinos que había a poca distancia de allí y adquirir algunas viandas. Hacía años que no había hecho algo tan ordinario. En su casa tenía doncellas y un ama de llaves que se ocupaban de ese tipo de cosas. Sabía cocinar, pero no practicaba muy a menudo. Sonrió al recordar que la tía Gladys solía regañarla por su falta de habilidades domésticas.
Decidió regresar andando. Al pasar por el enorme parque de Billings, suspiró por su belleza. En verano allí se celebraban conciertos y cenas al aire libre. Siempre había algo programado. Billings era una ciudad bastante grande, que se extendía entre los Rimrocks y el río Yellowstone. Al oeste, estaban las montañas Rocosas, al sureste, el Big Horn y las montañas Pryor. A Paula le gustaban mucho los campos que rodeaban la ciudad, adoraba la ausencia de hormigón y acero. Las distancias resultaban aterradoras para los del este, pero ciento cincuenta kilómetros no eran nada para un habitante de Montana.

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