miércoles, 29 de septiembre de 2021

La Heredera: Capítulo 25

 —Estoy casi segura que esta vez va en serio —añadió Ivana—. Es terrible.


Paula se sentó en la alfombra junto a ella y la rodeó con sus brazos. Ivana soltó el aire de una vez, y empezó a llorar. Se acurrucó y se hizo un ovillo sobre sí misma.


—Ya estoy mejor. Menos mal que te tengo a tí, Paula. Eres la única con la que puedo desahogarme a gusto.


Paula estiró las piernas y encendió la estufa eléctrica que había heredado al comprar el apartamento. Ivana acercó las manos al calor de la estufa, agradecida. 


—Cualquier otro me hubiera sermoneado al instante.


—La verdad es que no sé que hacer —dijo Paula—. El amor no es un tema que domine. De hecho, me sorprende que no sepas qué hacer. Siempre he admirado la manera en que controlas tu vida sentimental.


Ivana parpadeó y esbozó una tímida sonrisa.


—No trates de ser discreta, Paula. Siempre has pensado que soy una coqueta.


—Eso es algo que tiene mucho mérito —recordó Paula—. Durante la cena en casa de Diana, todo el mundo estaba de acuerdo en eso. Pedro Alfonso dijo que se necesitaba un toque mediterráneo para el arte de la seducción y que los ingleses carecíamos de él. Estuve tentada de ponerte como ejemplo de su error.


La expresión de Ivana se oscureció de pronto. Se instaló entre ellas un incómodo silencio.


—Te olvidas de todo eso cuando estás enamorada —murmuró.


—¿En serio? Tendré que creerte —señaló Paula, que sentía pena por Ivana—. ¿Y cómo estás tan segura de que este es el definitivo?


—No me hace caso —dijo Ivana, que se secó las lágrimas con el dorso de la mano.


—¿Y?


—Me he dado cuenta de que no me hace caso.


Paula no terminaba de entender todo aquello.


—Yo creía que la gente se fijaba en tí, igual que Pedro Alfonso durante la fiesta.


—¡Oh, Paula! No comprendes nada —estalló Ivana, mientras se ponía de pie de un salto.


—Bien, explícamelo.


Ivana empezó a caminar por la habitación.


—Sí que se fija en mí. Pero solo si llevo algo extravagante o si hago alguna locura. Puedo hacer que me mire si me empeño. Pero no logro fijar su atención. Se ríe y luego se vuelve en busca de algo que lo interese realmente.


—¿Estás segura?


—Desde luego —su voz sonaba triste—. Cree que soy una chica alegre, de pocas luces y sin corazón. No tiene la menor intención de perder el tiempo conmigo.


—Estoy segura de que puedes demostrarle que se equivoca.


—Eso pensaba. Nunca me había resultado difícil, pero esta vez... No lo sé. No puedo hacerlo. Y todo lo que intento me sale mal.


—¿Qué has intentado?


—Todo.


Ivana recorrió las estanterías, sacando libros al azar y devolviéndolos a su sitio sin ni siquiera abrirlos. Y colocándolos en desorden.


—Lo he llamado por teléfono y he dejado de hacerlo. He salido con otro hombre delante de sus narices. He aparecido de improviso en su puerta con una botella de champán.


—¿En serio?


Ivana se detuvo un momento y miró en torno.

 

—No es extraño —dijo—. Estamos en un nuevo siglo. ¿Por qué tiene que ser siempre el hombre quien corteje a la mujer? Si quieres algo, tienes que ir a buscarlo.


Paula recordó que esa clase de actitud era lo que siempre había apreciado más en Ivana. Si bien todo aquello la dejaba más bien fría, tenía que conceder el beneficio de la duda a su hermanastra.


La Heredera: Capítulo 24

 —Te has dado prisa —dijo Paula con sorpresa—. Estoy trabajando. Entra. Termino enseguida.


Ivana la besó en la mejilla y se frotó los brazos. Era una de las pocas personas que tenían acceso al departamento de Paula. Fue a la cocina y sacó un refresco de la nevera, mientras Paula tecleaba una dirección.


—¿Estás navegando en la red? —preguntó Ivana.


—Asuntos de trabajo.


—¿De veras? ¿De qué se trata?


—Busco información acerca de un posible cliente.


—Eso se parece al espionaje industrial —señaló Ivana interesada—. ¿Qué has averiguado?


—Pues lo más probable es que quiera ejercer un control absoluto sobre todo y no acepte nuestros consejos.


Apagó el ordenador y se giró para mirar a su hermanastra. Pese al tono alegre de su voz, su expresión era algo mohína.


—¿Qué te ocurre, bicho?


—Ya sabes —Ivana se encogió de hombros—. Todo y nada a un tiempo. ¿Qué vas a hacer con ese cliente tuyo? ¿Renunciar al dinero solo porque no quiera aceptar tus consejos?


—A veces me pregunto cuál de las dos es la implacable mujer de negocios.


Ivana se rió, pero pareció complacida.


—¿Y qué vas a hacer?


—Me gustaría renunciar —admitió Paula—, pero hay que ser realistas. La verdad es que la mitad de nuestros clientes saben perfectamente lo que tienen que hacer, pero no tienen agallas. Así que recurren a nosotros para justificar esas decisiones. Y la otra mitad, que realmente necesita nuestra ayuda, pelea cada punto hasta la extenuación.


—Así que este nuevo cliente no es especial.


—¡Oh, sí que lo es! —dijo Paula, que seguía pensando en la imagen de Pedro.


—Te ha pegado fuerte —dijo Ivana con curiosidad—. Nunca creí que eso llegara a pasar. 


Por un momento, esas palabras resonaron como el eco de Julián. Pero Paula lo soportó con firmeza.


—Es solo que, en este momento, tenemos mucho trabajo. Pero no podemos renunciar a nada. No me hagas caso, ya me las apañaré.


—¿Y podrás manejarlo a él? —dijo Ivana con malicia.


—Desde luego —replicó Paula, pero cruzó los dedos al decirlo.


—Ojalá yo pudiera —dijo de pronto Ivana.


—¿Qué?


—No se trata de ningún cliente ni nada por el estilo. Ese no es mi campo, pero...


Si le hubieran preguntado a su padrastro, hubiera dicho que Ivana todavía no había elegido su camino. Su madre estaba a la espera de que su hija anunciara su compromiso firme con un buen partido. Entre tanto, se ganaba la vida haciendo trabajos diversos para sus amigos. Había cocinado, ejercido de modelo, atendido las carpas en los partidos de polo y viajado en una discoteca ambulante. Había tenido una vida plena, llena de diversión, y nunca había ahorrado un penique. Pero ahora toda aquella diversión no parecía tan estupenda.


—¿Qué ha pasado, Ivana? —se inquietó Paula.


Ivana se tumbó sobre la alfombra persa que Paula se había regalado con su primer sueldo. Estaba temblado.


—El amor —balbució Ivana.


Paula no supo qué decir. Se sentía incapaz de ayudar. Ivana siempre se enamoraba.

La Heredera: Capítulo 23

 —¡Y en cuanto al sexo, ni siquiera sabes lo que es! —había dicho él.


Paula se había estremecido pero no supo responder en aquel momento. Siempre había guardado silencio en sus enfrentamientos, y eso había sacado de quicio a Julián.


—Ni siquiera podemos discutir. Te limitas a hacerte un ovillo y esperas que me calme. Tienes que luchar —él había intentado arreglar las cosas entre los dos.


Paula no sabía cómo hacerlo. Se limitaba a negar con la cabeza.


—Nunca me has deseado —había añadido, iracundo—.Te has limitado a hacerme un hueco en tu agenda de trabajo.


—No es cierto —replicó Paula, entre sollozos.


—Claro que sí. Nunca me has abrazado en medio de la calle ni me has besado.


—Lo hice... 


—No es verdad. Siempre te he besado yo a tí. ¡Admítelo! Yo te hice el amor. Tú solo me has correspondido en señal de buena educación.


Paula se sintió casi más traicionada que por la aventura de él con la recepcionista de la oficina. No había encontrado las palabras y había presenciado cómo todo su mundo se desmoronaba frente a ella. Después, él se había marchado para siempre. Ella y Julián fueron pareja. Y había sido él quien se había marchado el fin de semana con otra mujer. ¿Cómo se atrevía a echarle a ella las culpas? Habían pasado dos años desde entonces, y comprobó que podía recordar aquel episodio de su vida sin estremecerse. Había creído estar enamorada de él. Desde luego, entonces confiaba en él y se había mantenido fiel a esa relación. Pensaba en el reto que suponía la presencia de Pedro Alfonso. Nunca había acariciado la idea de engañar a Julián con otro hombre. Pero se preguntaba qué hubiera ocurrido entonces de conocer a alguien como Pedro. No al propio Pedro, desde luego. Apartó la vista del monitor y pasó a la siguiente pantalla. Había muchas páginas que hablaban de sus negocios. Tal y como él había dicho, su firma había empezado a destacar en el ámbito internacional dos años antes. Uno de los artículos lo explicaba. "El motor de la firma Alfonso y asociados es el joven Pedro Alfonso, de treinta y seis años. Se advierten en sus trabajos influencias eclécticas del viejo y el nuevo mundo, fruto del itinerario vital del señor Vitale. Si desea que su hogar responda al estilo colonial de Nueva Inglaterra o revivir el esplendor del viejo Singapur, Alfonso y asociados es su firma. Pero no espere llevar la voz cantante. El señor Alfonso tiene unas ideas muy concretas acerca de los edificios. En sus propias palabras, «Son monumentos a la espera de ser colonizados». No acepta órdenes, y eso algo que, hoy por hoy, se puede permitir". ¡Menuda sorpresa! No admitía órdenes pero, ¿Aceptaría consejos?


Sonó el timbre de la puerta. Era Ivana, que estaba quitándose el impermeable empapado por la lluvia. 

La Heredera: Capítulo 22

 —Es cierto. Está bien, te concedo el beneficio de mis desastrosos consejos. ¿Quieres venir a cenar algo de pasta?


—Eres un cielo.


La voz de Ivana era nasal, como si estuviera resfriada o hubiera contenido las lágrimas.


—¿Estás segura que no te importa revivir todo aquello? ¿No te molestará?


—Tan solo mi orgullo se sentirá herido —confesó Paula no muy convencida—. No, no me importa. Me hará bien recordar por qué no debo caer en esa trampa nunca más. 


Pero no era tan solo su orgullo. Julián la había herido en lo más profundo de su ser. En realidad, sabía que era una persona superficial y egoísta. Pero su corazón pensaba de otro modo. Y le decía que ella no era la clase de mujer a la que un hombre podría amar. Durante seis meses le había entregado todo su cariño a Julián Gould. E incluso le había abierto las puertas de su santuario privado, su casa. Y él la había abandonado sin el menor remordimiento. ¿Y qué esperaba? Nunca había dicho que la amara ni que esa posibilidad pudiera llegar a concretarse. Y la razón era que, desde el principio, había sabido que ella era una criatura que no estaba hecha para amar. Así que tendría que vivir sin amor. Al menos, sin esa clase de amor. A cambio recibía otras muchas compensaciones. Tenía su trabajo, su independencia y la tranquilidad que suponía vivir alejada de ese mundo. Ivana no aceptaría una solución así, desde luego, pero Paula se sentía agradecida por haberse liberado de la más cruel de las amenazas. No obstante, por alguna razón inexplicable, al tiempo que colgaba el auricular, la imagen de Pedro Alfonso apareció bailando frente a ella. Se estaba burlando. Tenía que dejar de pensar en él. Se levantó y paseó inquieta por la habitación, rascándose la cicatriz. Nunca le había ocurrido nada semejante, ni siquiera con Julián. Tenía que poner en su sitio a Pedro Alfonso. Le vino una idea a la cabeza. Volvió al ordenador y se conectó a Internet. Buscaría información acerca de su nuevo adversario. Resultó muy interesante. El piloto del teléfono parpadeó en dos ocasiones, pero estaba demasiado absorta para fijarse. Había un montón de información acerca de él. Incluso encontró una fotografía de Pedro con el torso desnudo, subiendo por un andamio con un casco sobre su pelo sedoso y cargando unos ladrillos al hombro. Paula miró la imagen con incredulidad. Era de gran calidad, revelaba un cuerpo de ensueño y provocó en ella una oleada de lascivia. Empujó la silla hacia atrás con violencia, como si unas manos invisibles hubieran tratado de agarrarla desde el monitor. ¿En qué estaba pensando? ¿Lujuria, ella? ¿Paula Chaves, mujer fría y calculadora, invadida por la lujuria? Ni siquiera Julián, que le había roto el corazón, había logrado arrancarle ese sentimiento. Se lo había reprochado en su última discusión. 

La Heredera: Capítulo 21

Afortunadamente, ella no podía sospechar lo inusual de esa confesión. ¿Y si le arrancaba más secretos? Eso era imposible. Nadie podía hacerlo hablar si él no quería. Siguió pensando en ello mientras Paula repasaba concienzudamente toda la estructura de su negocio. Finalmente, concluyó que ella no podría sonsacarlo. No era una decisión fácil. Desde luego, ella y Fernando podrían ayudar a Pedro. Estaba bastante segura de ello. Y él podía permitírselo. Se había sorprendido al comprobar la gran reputación que precedía a Pedro Alfonso en todo el mundo. Y no lograba entender cómo era posible que su familia pudiera hacer frente a sus honorarios. Confiaba en el buen sentido de su padre a la hora de afrontar los negocios. Si se hubiera tratado de cualquier otro, no hubiera dudado un instante en aceptar el encargo. Pero se trataba de Pedro Alfonso y no quería pasar ni un solo minuto a su lado. Y mucho menos, varios días seguidos. ¿Por qué razón Diana había insistido tanto en que se conocieran? Paula no podía explicarlo. No tenían nada en común. De hecho, parecía empeñado en herir su susceptibilidad a la menor ocasión. Finalmente, decidió consultarlo con Fernando.


—¿Qué opinas?


Era mayor que ella y llevaba toda la vida en el negocio. Sopesó el problema.


—Creo que podríamos hacernos con un sitio en el negocio. Si conseguimos que De la Court y Alfonso firmen con nosotros, tendremos en nómina dos pesos pesados.


—Temía que dirías eso —apuntó Paula.


—¿No te sientes capaz?


—No se trata de eso...


—Entonces no lo pensemos. No podemos desaprovechar una oportunidad así.


—Está bien —suspiró Paula. 


Esa misma noche se sentó en la mesa de despacho de su casa y redactó la propuesta. Mandó por correo electrónico el texto, con la sensación de estar quemando las naves. Sonó el teléfono. Era Ivana.


—¿Podríamos vernos? La otra noche apenas pudimos hablar.


—Claro —dijo Paula con sorpresa y añadió—: ¿Se trata de tu nueva conquista?


—No —respondió—, no se trata de eso. He pensado que podrías darme algunos consejos.


—¿Aconsejarte?


Ambas sabían el origen de la sorpresa. Ivana había tenido una adolescencia dulce y plácida, sin cicatrices ni rebeliones. Sus relaciones con el sexo opuesto siempre habían fluido sin la menor aspereza. Por el contrario, Paula había sufrido todo tipo de penalidades y todo lo relacionado con los hombres siempre se le había atragantado.


—Esta vez he encontrado a un hombre muy complicado —admitió Ivana, con tristeza y cierto dolor.


—Son mi especialidad —aseguró Paula—. Pero no sabría decirte cómo manejarlos.


—Podrías decirme qué es lo que no debo hacer.


—¡Vaya! —exclamó Paula—. Sí, supongo que sí. ¿Quieres aprender de mis errores?


—Ya has hecho bastante —señaló Ivana sobriamente.


Pero Paula no se sentía satisfecha. Ivana siempre la había apoyado, y se había volcado con ella cuando Julián Gould había decidido que ella dedicaba demasiado tiempo a su trabajo. 

lunes, 27 de septiembre de 2021

La Heredera: Capítulo 20

La reacción de Paula lo sorprendió. Hubiera esperado una verdadera explosión de cualquier mujer independiente. Sin embargo, ella parecía desconcertada. No dudaba de su independencia. ¿Acaso no sentía respeto hacia sí misma? En el momento en que esa idea cruzó su cabeza, Pedro tuvo la certeza de que había dado en el clavo.


—Parece como si fuera la primera vez que un hombre se sincera con usted —dijo con medida intención.


«Trata de decirme algo», pensó Paula. «¿Qué? Es posible que trate de decirme que no debo enamorarme de él». Se rehizo.


—No es la primera vez —ironizó—. Y si está interesado en mí, no dude en decirme toda la verdad. 


Esta vez fue Pedro quien pareció perdido. Paula saboreó esa breve victoria.


—En el caso de que quiera contratarme, desde luego.


—¿Acaso está usted flirteando conmigo, señorita Chaves?


—Creí que usted era el experto —señaló—. Usted debería saberlo — abrió la cartera y sacó la agenda—. Ahora, le diré lo que haremos —dijo enérgicamente—. Hábleme del negocio.


Pero Pedro no dijo nada. Ella sabía que estaba riendo. Lo miró un segundo de reojo.


—Los problemas del negocio. Los plazos de los distintos proyectos, el personal y todo eso. Después me iré y redactaré una propuesta. Si está de acuerdo, firmaremos —sacó un folleto de la cartera y se lo entregósegún los términos habituales. De lo contrario, no le cobraré nada.


—Puedo decidirme ahora mismo —dijo Pedro. Sus grandes ojos verdes brillaban y sonreían, pero Paula prefirió no mirar.


—Enhorabuena. Yo, en cambio, no puedo.


Paula se recostó sobre la silla giratoria de acero y se dispuso a tomar notas.


—Dígame, ¿De qué forma funciona su despacho? ¿Proyectos individuales o llevan una cartera de clientes? ¿Hasta qué punto decide acerca de los contratos? ¿Y en qué momento...?


Pedro respondió a todo de forma mecánica. Estaba impresionado. Ella se mostraba tan brillante, tan segura, tan perspicaz y tan inconsciente... Ni siquiera notaba las chispas que saltaban entre ellos. O puede que sí, pero no transmitía nada. No creía que fuera una cuestión de cobardía. Eso le recordó la idea de la baja autoestima de Paula. Resultaba asombroso. Necesitaba una aventura con un hombre que no la dejara tomarse la vida demasiado en serio. Alguien como él. Pero temía herirla. No era la clase de chica con las que acostumbraba a salir. Se paró a pensar en ello un momento. Al fin y al cabo, había expuesto sus términos. Ningún compromiso más allá del día a día. Los impulsos amorosos no eran para ellos. Conocía el camino a seguir y confiaba en no tropezar. Pero, ¿Acaso no había tropezado ya? Nunca hablaba acerca de sus orígenes. Y no sabía por qué razón se lo había contado a ella.

La Heredera: Capítulo 19

 —¿Es que nunca ha oído hablar del caos creativo?


—No —respondió y miró el reloj—. Estoy perdiendo el tiempo. No me necesita. Buenos días.


Paula se puso en pie. Pedro tiró el paraguas al suelo.


—No se marche, por favor. Sí que la necesito.


—¿Para qué? —preguntó ella con malicia.


Pedro sonrió con amabilidad. Sus ojos verdes se arrugaron un poco y su expresión adquirió cierta inocencia. Paula no se fiaba lo más mínimo.


—El negocio ha crecido más de lo esperado y necesita unas nuevas directrices.


—¿En serio? —contestó Paula sin bajar la guardia.


Alfonso se apoyó en la esquina de una mesa enterrada bajo un montón de planos. Llevaba desabrochadas las mangas de la camisa y revelaron unos antebrazos fuertes. Paula apartó la mirada. Tenía la boca seca. Pedro advirtió ese pequeño gesto y se sorprendió. Había empezado a pensar que no existía nada para aquella mujer, excepto su calculada inteligencia y su carácter frío. Ese leve estremecimiento lo dio ánimos, pero procuró no expresarlo.


—Nunca he querido un negocio a escala internacional —dijo abatido—. A pesar de las nuevas tecnologías, creo que son mayores los problemas que los beneficios.


—¿Dónde está ubicada la sede central? —preguntó Paula intrigada.


—En Milán. Empecé allí.


—¿Es usted italiano?


Pedro comprendió, al ver la sorpresa de Paula, que ella había pensado en él, a pesar de todo. Se sintió halagado.


—Soy un mestizo y marcó mis propias reglas.


Paula volvió a sufrir un ligero temblor y él lo acusó. Finalmente, no era una mujer tan fría como ella quería aparentar.


—¿Qué clase de mestizo?


—Un vagabundo —apuntó, y enseguida se escuchó relatando su vida—. Mi madre nació en un pueblo de la costa de Croacia. Mi padre estaba de vacaciones cuando se conocieron. Se marchó a Australia cuando yo tenía tres años. 


—¿Australia? —repitió Paula—. No tiene acento australiano.


—Salí de allí con catorce años —prosiguió—. He vivido en todas partes. Estudié en Boston, pero mi primer encargo llegó desde Italia. Milán es una gran ciudad y los italianos se interesan por sus edificios. Así que decidí instalarme allí.


—Suena como un auténtico flechazo.


—Y así fue —dijo con una sonrisa—. Es una constante en mi vida.


Paula se puso tensa. Pedro deseaba que abandonara esa actitud tan defensiva y que coqueteara con él sin miedo. Y no podía explicar por qué. Pero se limitó a sonreír sin mirarlo a la cara.


—¿Está seguro que todas las relaciones nacen de un impulso? ¿No es algo que uno planea con meticulosidad?


—Bueno, no lo sé —dijo irritado—. Supongo que necesitas una estrategia.


—¿De veras?


Paula trataba de aparentar aburrimiento, pero había algo en su forma de comportarse que intrigó a Pedro. Parecía avergonzada.


—En fin, supongo que lo primero es tener muy claro lo que quieres — dijo con calma. Ella no respondió—. Y qué puedes ofrecer a cambio — continuó con cautela.


Paula seguía en silencio, aunque la tensión era creciente. De pronto, Pedro añadió, sin estar muy seguro del motivo:


—Por ejemplo, en mi caso, el compromiso es algo estrictamente provisional. 

La Heredera: Capítulo 18

 —¡Disculpe! —llamó a la encargada, a la que todavía reprendían.


La chica la miró con hastío, titubeó y volvió su atención hacia el interior del despacho. Paula bajó el tono de su voz y, tal y como la habían enseñado, la proyectó igual que en el teatro.


—¡Disculpe! —repitió.


Todo el mundo se quedó de una pieza. Incluso los teléfonos dejaron de sonar. Entonces se abrió otra puerta.


—La señorita Chaves —dijo Pedro Alfonso, encantado—. Me preguntaba cuándo llegaría. Es tarde.


—Llevo aquí catorce minutos —precisó Paula—. Y un paraguas me ha mordido. ¿Podría usted liberarme?


—Vaya. Ya estaba al corriente de su tendencia —señaló mientras se abría paso.


—¿Qué tendencia? —preguntó Paula demudada.


—Y ahora en el trabajo —prosiguió—. ¿No es usted la enemiga mortal de los electrodomésticos y la porcelana, señorita Chaves?


Pedro la desenganchó y Paula recuperó la compostura.


—¿Le interesa un viejo paraguas? —preguntó escéptico.


—Creo —apuntó con reserva— que debería quitarlo de ahí antes de que alguna otra persona se enganche.


Él hizo una mueca. Había sido una consideración que nunca tendría en cuenta. Paula temblaba de rabia. Pedro llamó la atención de la chica de recepción con un dedo.


—¿Querrás deshacerte de este paraguas carnívoro, Tamara?


La chica ejecutó la orden al instante. Paula notó que ella lo miraba con auténtica veneración mientras se llevaba el paraguas. Aprovechó ese momento para dar un primer paso en calidad de asesora y reafirmar su posición.


—No. No lo tires. Devuélvaselo a quien lo trajo. Asegúrese de que lo guarda en un lugar seguro o tírelo a la basura.


Tamara se quedó quieta, sin saber qué hacer.


—Bien, adelante —ordenó Pedro—. Puede que se trate de algo nimio, pero para eso pagamos a la señorita. Devuélveselo a su dueño.


—Es suyo —balbució Tamara.


—Oh, claro —dijo desconcertado—. Desde luego. 


Paula lo tomó y se lo devolvió.


—En un lugar seguro o en la basura —recalcó. 


Alfonso había perdido la sonrisa.


—No quiero almacenarlo en mi despacho.


—Pues a la basura —ordenó Paula mirando en derredor.


—Está bien —dijo Pedro arrebatándole el paraguas y acompañándola a su despacho—. Ha sido de gran ayuda. Un millón de gracias.


Ese día no había rastro del pavo real de la fiesta. Vestía unos vaqueros desgastados y una camisa azul de algodón con el cuello desabrochado. Parecía ajeno al clima de octubre o al hecho de que tenía una cita. O quizá su reunión con ella no era tan importante. Paula se concentró en ese pensamiento en vez de considerar si el bronceado que lucía llegaba más allá de lo que dejaba entrever la abertura de la camisa. Tampoco quiso entrar a valorar su musculatura, mucho más visible en ropa de faena que a la luz de los candelabros en el salón de la casa de su padre. Pedro cerró la puerta tras él. Los ruidos del exterior se amortiguaron sin llegar a desaparecer. Paula tomó asiento y se volcó en el asunto que la había llevado hasta allí.


—Este sitio es espantoso —señaló.


—¿Qué?


—Espantoso —repitió—. Es un auténtico disparate, una jaula de grillos. Todos los expedientes están por el suelo y nadie contesta el teléfono.


Pedro estaba demasiado perplejo para articular palabra.


—No puedo creer que esta sea su idea de dirigir un negocio. 

La Heredera: Capítulo 17

 —¿Por qué seré tan patosa? —se preguntó, en voz alta.


—¿Acaso importa? No parece que eso afecte a su exitosa carrera.


Paula miró a su espalda. No se sentía adulada. Su guerra privada no había terminado. Receló de ese cumplido.


—¿Exitosa?


—Si cuenta con el señor de la Court entre sus clientes, es señal de éxito.


—¿Lo conoce?


—Tenemos muchas cosas en común. Compartimos ideas y visiones. Si él utiliza sus servicios, puede que yo también los necesite.


—Debería ser menos arrogante —espetó Paula, dolida. 


Pero Pedro seguía su propio razonamiento y no prestó atención a sus palabras.


—Parece que existe un problema en el despacho de Londres, pero no sé de que se trata. ¿Cree que podría ocuparse?


Paula estaba tentada de decir una serie de cosas de las que más tarde se habría arrepentido. Pero Roy la estaba enseñando a ser prudente.


—Eso depende —dijo.


—Una buena respuesta —sonrió Pedro—. Ni falsas promesas ni compromisos.


—Quiero decir que depende del problema —puntualizó sin enojo—. Lo he visto todo, desde un problema geriátrico hasta un director con tendencias homicidas. Puedo hacer sugerencias sobre nuevos productos. Pero no tengo la cura para la obsesión.


—Eso no será un problema —explicó—. No tenemos director en el despacho de Londres.


—Es una broma, ¿Verdad?


—¡Claro que no! —gritó él con fingido enojo—. Estamos en el siglo veintiuno, señorita Chaves. La era digital. Llegamos a cualquier parte del mundo con solo apretar un botón. Los directores son un anacronismo. ¿Está usted interesada?


—Bueno —dudó Paula—, tenemos muchos clientes en este momento.


—Yo creía que no —replicó él, exultante. 


Paula lo miró fijamente.


—Pero reconozco que sería todo un reto. Déjeme comprobar mi agenda y le daré una cita —Paula buscó su cartera debajo de la silla y sacó la agenda—. ¿Qué día le vendría bien?


Era una bravuconada, desde luego. Nunca creyó que la tomaría en serio, ¿O sí? 



Tres días más tarde todavía se hacía esa misma pregunta. Alfonso y Asociados tenía un pequeño y atestado despacho en un edificio de finales del dieciocho en Mayfair. Todas las sillas estaban cubiertas con periódicos y revistas. No había un solo sitio libre para sentarse. Los teléfonos no dejaban de sonar. El surtidor del agua estaba goteando y la máquina de café parecía a punto de explotar. Los empleados corrían de un lado a otro, gritando consignas incomprensibles. La chica al cargo de semejante caos estaba de pie, en el umbral de una puerta, aguantando el chaparrón.


—Genial —susurró Paula.


Tomó una pila de revistas de estilo y la dejó en el suelo. Se sentó a esperar en el hueco libre del sofá, pero se levantó de un salto. Se había sentado sobre un paraguas. Dos de los ganchos que sujetaban la tela se habían soltado y se habían enredado en su falda gris. Comprobó, mientras trataba de soltarse, que el paraguas seguía mojado. 

La Heredera: Capítulo 16

El platillo estaba lleno de café, pero Pedro no había derramado ni una gota al posar la taza sobre la estantería, por encima de su cabeza. Él le tendió un pañuelo.


—¿Qué es esto?


Tuvo que mirar hacia arriba. Estaba sentada en una silla muy baja y Pedro era muy alto. Sintió una punzada de dolor en el cuello y en su orgullo a partes iguales.


—Quizá quieras limpiarte la chaqueta —sonrió Alfonso—. O puedo hacerlo yo.


Paula le arrebató el pañuelo y frotó la mancha oscura en la solapa de su chaqueta.


—Gracias —dijo con un tono glacial.


—Ha sido un placer.


Paula emitió un sonoro gruñido, pero no dijo nada. Un hombre alto se volvió asombrado al oírlo.


—Lo lamento, Paula. ¿Preferías un chocolate?


Era Sergio Larsen, el marido de Ludmila. Parecía atónito. Seguramente, era la primera vez que escuchaba gruñir a una mujer.


—No —replicó Paula.


Sergio parpadeó. Pedro tomó la caja dorada de trufas y la pasó al resto de invitados. 


—No se preocupe. Solo intenta dejar las cosas claras —aseguró.


Paula estaba lívida. Ese comentario revelaba una insoportable carga de intimidad. Parecía que Pedro Alfonso estuviera en disposición de explicar a terceros cuáles eran sus sentimientos.


—Al menos, eso es lo que me ha dicho —añadió comprensivo.


Todo iba de mal en peor. «Puede leer mis pensamientos», pensó Paula. Guardaba silencio y se sentía profundamente conmocionada. Sergio no notó nada extraño. Sonrió y le tendió la mano.


—¿Alfonso, verdad? Soy Larsen. Leí su artículo acerca de los edificios inteligentes. Un trabajo excelente.


De pronto, Paula comprendió qué hacía Alfonso para su padre.


—¿Es usted ingeniero? —preguntó.


—Soy arquitecto.


—Es el arquitecto que ha diseñado el palacio imperial junto al río — explicó Larsen—. ¿No lo sabías?


—Lo siento —dijo Paula sin sentirlo—. No estoy al tanto de todo. Tengo un negocio propio y me ocupa la mayor parte del tiempo.


Sergio era banquero y lo sabía. No tardó en cantar las alabanzas de Paula, deshaciéndose en elogios hacia ella hasta que la anfitriona llamó su atención. Suspiró aliviada y sopesó la idea de tomar otra taza de café. Pero desistió. 

viernes, 24 de septiembre de 2021

La Heredera: Capítulo 15

 —Pues no me he divertido demasiado con el pretendiente de esta noche —dijo Paula—. Ha intentado interrogarme. ¿Por qué le desagrada tanto papá?


—¿Eso dice? —preguntó Diana, desconcertada.


—Desde luego. Y otra cosa —añadió—, tampoco le gusto yo por la misma razón, sea la que sea.


—No seas tonta, querida. Siempre crees que no le gustas a la gente y no es cierto.


—No es verdad, pero...


—El problema radica en que trabajas tanto que no sabes cómo tratar a las personas. Tu padre —advirtió Diana— está muy preocupado.


Paula se permitió una sonrisa. Diana la miró fijamente.


—Lo digo muy en serio.


—Si está preocupado es porque tú le has dicho que debe preocuparse —Paula se puso en pie—. Sabes que lo único de lo que papá y yo hablamos es de negocios.


Diana suspiró y murmuró entre dientes. Pero no podía negar la evidencia. Miguel Chaves podía no estar al corriente de las relaciones personales de su hija, pero conocía al dedillo todo lo concerniente a su negocio.


—¿No hablarás de negocios esta noche? —apuntó Diana, entre la súplica y la orden.


—De momento he resistido la tentación —señaló Paula—. Pero creí que te gustaría que estableciera nuevos contactos.


—Sí, pero no metas a tu padre.


—De acuerdo —rió Paula—. Si papá me acorrala, prometo hablar del estreno de la última obra de Cristian de Witt.


—A veces puedes ser un encanto si te lo propones —agradeció Diana—. Tengo que bajar a servir el café. No tardes.


Pero antes tenía que cumplir una misión. Pula arrinconó a Ludmila Larsen.


—Necesito un favor —murmuró.


Ludmila se desentendió del grupo y fue hasta el pasillo expectante.


—¿De qué se trata?


—Quiero que me lleves a casa. He venido en taxi y no quiero que Diana se preocupe en buscarme un acompañante.


Ludmila sonrió con complicidad, si bien se equivocaba al pensar en el presunto chófer del que Annis quería escapar.


—¿No te fías de Cristian de Witt? Está bien, puedes venir con nosotros. Pero nos iremos pronto.


—Cuanto antes, mejor —señaló Paula.


—Pobre Paula —bromeó—. ¿No te gusta tu hada madrina? Tomaremos un café rápido y nos iremos.


Todo el mundo estaba reunido en el salón. Diana indicó con la mano la librería, pero Paula hubiera adivinado cuál era su silla sin dificultad. La experiencia era un grado. Estaba lo suficiente alejada de su padre para evitar hablar de negocios y lejos de cualquier obra de arte que pudiera sufrir los efectos de su torpeza. Se sentó en una silla baja, en la esquina del salón. Alguien le tendió una minúscula taza de café, tan frágil como el cristal.


—Gracias.


Era un juego traído desde Japón. Cada pieza era única y en extremo delicada.


—Dije que te encontraría —susurró una voz conocida. 


Paula dió un respingo y la taza saltó del platillo produciendo un aterrador tintineo. Pedro tomó la taza y la dejó a un lado, fuera de su alcance.


—Eres un peligro para la vajilla —dijo.


—No solo para la vajilla —apuntó Paula en un ataque de sinceridad— . En una ocasión rompí un jarrón árabe de incalculable valor con el respaldo de la silla. El seguro se hizo cargo, pero desde entonces Diana procura mantenerme alejada. No quiere correr riesgos. Por eso me envía a este rincón.


—Bueno, entiendo que quiera minimizar el riesgo. Pero arrebatarnos tu presencia es una lástima.


Su voz era una caricia. Paula sintió cómo se ruborizaban levemente sus mejillas. Tragó saliva y desvió la mirada, avergonzada.


La Heredera: Capítulo 14

 —Bueno, puede que resulte un poco brusco —puntualizó Ivana—, pero se le olvida en cuanto termina la discusión.


Parecía que Pedro Alfonso había sido bastante asiduo a la residencia Chaves en los últimos tiempos. Si eso era cierto, ¿por qué razón le había costado tanto esfuerzo a Diana invitarlo a cenar? Antes de que Paula buscara una explicación, Ivana terminó su relato de los hechos.


—En todo caso has logrado hacer reír a Cristian.


—Ivana —repitió Paula—, soy una mujer de negocios y me gusta vivir sola. 


¿Por qué no resultaba convincente? Era la verdad. Pero en aquel ambiente perfumado, rodeada por vestidos de diseño, esa afirmación perdía consistencia. Y la amplia sonrisa de Ivana lo complicaba todo mucho más. No creía una sola palabra y Paula sintió ganas de gritar.


—No estoy buscando una relación —dijo a viva voz.


—Ve a por él, chica —la animó Ludmila Larsen.


Era una nueva vecina y había entrado en el círculo de amistades hacía unos pocos meses. Paula le devolvió una sonrisa y resolvió tener un encuentro con ella tan pronto como la habitación se vaciara.


—Escucha —prosiguió Ivana—, no creo que tengas acceso al tocador de mamá. Ven a mi cuarto y te prestaré un poco de colorete.


Paula aceptó. Ivana le prestó un espejo de mano y un estuche de maquillaje. Después de un momento, su hermanastra se armó con los pinceles y comenzó a extender un poco de color sobre sus mejillas con mano experta. Diana miró a su alrededor.


—¿Está todo en orden? Ivana, los Larsen han preguntado por la guía acerca de Ecuador.


—Está en el estudio —respondió Ivana—. Iré a buscarla.


—Dásela a Ludmila, querida. Ha bajado al salón.


Ivana se marchó y Paula se puso un poco de sombra de ojos a modo de experimento. Se echó hacia delante para ver el efecto, pero no lo encontró demasiado llamativo.


—¿Por qué Ivana parece una auténtica estrella y yo solo parezco un payaso de circo?


—Práctica —explicó Diana y le quitó el estuche.


Diana le pasó un algodón y Paula se quitó el maquillaje del párpado con cuidado.


—Podría conseguirte un pase para Cosmic Works —tanteó Diana—. Te enseñan a resaltar los rasgos que te favorecen y todo eso.


—No tengo tiempo.


Diana suspiró, pero no puso reparos. Prefirió atacar por otro flanco.


—¿Qué te ha parecido tu compañero de mesa?


Paula la miró reflejada en el espejo, en silencio. 


—En otra época te habrían quemado en la hoguera por bruja.


—Una bruja buena, querida —sonrió Diana—. Sabes que solo busco lo mejor para tí.


Y era cierto. En calidad de madrastra, solo había cometido un error. Mientras Julián había formado parte de su vida, no le había resultado difícil mantenerla a raya. Pero desde que habían roto, Diana se había emperrado en buscarle una pareja. Y Paula se debatía entre el cariño y la desesperación.


—Tu versión de la felicidad para la mujer se reduce a un hombre alto, moreno y apuesto, que tome todas las decisiones y te caliente la cama por las noches.


—Te lo tomas demasiado a pecho —rió Diana—. Solo quiero que te diviertas un poco. 

La Heredera: Capítulo 13

 —La veré después del juego de las sillas —dijo Pedro con gracia.


—Lo estaré esperando —replicó Paula.


Pedro la miró a los ojos y Paula comprendió que el juego seguía en pie. Resultaba atractivo, arrogante y astuto. Desde luego, Diana se había superado esa noche. De algún modo, los hombres que la acompañaron a los postres resultaron, por contraste, insípidos. Era una locura. Agradeció la señal de su madrastra para que las mujeres abandonaran la mesa. Todas se congregaron en el dormitorio de Diana para retocarse el peinado o realzar el brillo de los labios. Y para hablar de los hombres, desde luego.


—Es un auténtico bombón —dijo Ludmila Larsen.


—Y esta noche su corazón pertenece a Paula —señaló Ivana con malicia.


—Compórtate —la recriminó Paula.


—¿Te has pasado la noche a su lado y aún no estás loca por él? — suspiró Ivana.


—No es mi tipo —dijo Paula, que no podía dejar de pensar en su aire romántico.


—Mamá no podrá soportarlo —rió Ivana.


—Claro que sí.


Ivana se deshizo de su acompañante y fue a sentarse en la otomana que había al fondo de la suntuosa habitación de Diana.


—En serio, mamá se va a disgustar mucho. No tienes ni idea de lo que ha luchado para que accediera a venir esta noche.


—Creía que había sido idea de papá.


—Ya conoces a mamá —dijo Ivana—. Seguramente, creyó que sería más fácil así. Solo sé que lleva planeando este encuentro durante semanas. Él ha rechazado un montón de invitaciones. Por eso esperó al último momento para invitarte.


—Ya entiendo —suspiró Paula.


—¿Y ni siquiera se te ha acelerado el pulso un poquito, ni un segundo?


Paula no estaba dispuesta a confesar que se había sentido desnuda frente a él; ni que su corazón había retumbado como un martillo pilón durante más tiempo del que nunca podría admitir. Así que adoptó el tono más frío que pudo.


—¿Qué pulso?


—No me salgas con esas —resopló Ivana—. Eres tan dulce como mamá y yo.


—No en lo referente a presuntos vuelcos al corazón —dijo Paula con paciencia.


—No te creo.


Paula rodeó a su hermana por la cintura y la llevó hasta el espejo de cuerpo entero. Aparte de la cicatriz, su traje azul marino resultaba todavía más serio frente a los hombros desnudos de Ivana. Su hermanastra apenas le llegaba a la barbilla. Era menuda, frágil y extraordinariamente bonita. Ivana se separó un poco.


—Estás un poco pálida —reconoció, ajena a cualquier otra diferencia.


Paula no pudo reprimir una carcajada.


—Te juro que me puse un poco de maquillaje, pero me he lavado la cara y me temo que ha desaparecido.


—¿Cuándo te has marchado corriendo de la mesa? —preguntó Ivana—. Me he dado cuenta. Y no parecía que Cristian tuviese nada que ver. Más bien creo que Pedro te ha hecho enfadar.


Paula no respondió.


—No deberías hacerle mucho caso —continuó Ivana—. Se implica tanto en las discusiones que no se controla, pero no tiene mala intención.


Paula la miró con incredulidad. 

La Heredera: Capítulo 12

 —¿Y qué otra cosa puede hacer un hombre si lo primero que le dice es que es usted una adicta al trabajo? —dijo Pedro—. Se suponía que había venido para hacer contactos.


Paula lo miró detenidamente. La mirada de Pedro era muy intencionada. Parecía expectante. Ella no supo qué decir.


—Y además, me ha confesado que las citas le aburren —sentenció Pedro.


—Buena jugada —gritó Aldana.


Paula se sentía derrotada y hundida. Hizo algo que no repetía desde que era una niña. Empujó la silla hacia atrás, que chirrió sobre el suelo y se levantó.


—Discúlpenme.


Y acto seguido, se marchó. 




Paula se refugió en su antigua habitación. Había un viejo sicomoro, cuyas hojas golpeaban el cristal de la ventana y creaba extrañas formas a la luz de la luna. Podía verlas desde la cama. Estaba terminando el otoño y las ramas estaban casi desnudas. Se estremeció. Ese árbol estaba tan desnudo como ella misma. ¿Por qué le había permitido a Pedro Alfonso acercarse tanto? Fue hasta la ventana y apoyó la frente contra el cristal helado. No recordaba haberse sentido antes tan furiosa, tan confusa y perdida. Ni siquiera cuando Julián la había acusado de no aportar nada al movimiento contracultural. Entonces, se había limitado a empaquetar sus cosas y abandonar el departamento que compartían para regresar a su propia torre de marfil. Desde ese momento, había defendido su hogar del mundo exterior y su corazón del acoso de los hombres. Y siempre se había salido con la suya. ¿Cómo era posible que Pedro Alfonso hubiera derribado su coraza con una simple ocurrencia? Se llevó los dedos a las sienes. Notó la rugosidad de su cicatríz bajo la yema de su dedo índice. La frente le ardía. Normalmente nunca olvidaba la cicatriz, pero ni siquiera había pensado en ello durante la cena. Trató de recuperar la calma. Había un pequeño aguamanil en la esquina. Se lavó la cara con agua fría. La sensación del agua fresca le vino bien. Se miró en el espejo. Había demasiado luz. Se adivinaba con demasiada claridad la piel arrugada desde la ceja hasta la frente. Igual que cuando su madre la había levantado del suelo y había retrocedido ante la espantosa visión. Había pasado mucho tiempo, pero el recuerdo seguía vivo en su memoria. «Vamos, cara cortada» se dijo para infundirse ánimos, «Puedes superarlo. Ya lo has hecho antes. No volverás a ver a Pedro Alfonso después de esta noche. No vale la pena enfadarse. No es más que otro proyecto a corto plazo». Se secó la cara y se cubrió la cicatriz con el flequillo. Después de arreglarse el vestido regresó al salón. No fue tan malo como había temido. Después del segundo plato, Diana había sugerido que todos cambiaran de asiento y los hombres se habían mezclado. 

La Heredera: Capítulo 11

 —¿Las citas la aburren?


—No me gustan las competiciones —explicó Paula.


—¿Qué? —preguntó Pedro con incredulidad—. Ha debido salir con gente muy rara.


Paula se estremeció. «Está insinuando que soy tan excéntrica que ningún hombre normal saldría conmigo», pensó. Eso le dolió. Claro que la razón era que ella misma temía que fuera verdad. Pero estaba acostumbrada a ocultar sus sentimientos en público.


—No lo crea. Eran tipos bastante convencionales.


—Los compadezco —dijo Pedro.


Paula sintió la ira en su interior. Rechazó el dolor que sentía y se acusó por haber sacado a la luz el tema frente al hombre más atractivo de la velada. La mujer de su izquierda preguntó algo y él se inclinó sin apartar los ojos de Paula. Se dibujó una tímida sonrisa en la comisura de su boca, pero no era agradable.


—Dudo que la señorita Chaves esté de acuerdo con usted. Acaba de confesarme que no acepta invitaciones. Y no creo que le guste flirtear.


Pedro se recostó sobre su silla para permitir que las dos mujeres pudieran hablar. Paula pensó que él no había sido justo. Se suponía que su enfrentamiento era privado. Y él lo sabía. Pero se dispuso a un nuevo combate.


—¿Flirtear? ¿Yo? —repitió, como el eco—. ¿Por qué no?


—Bueno, me acaba de pedir que no siguiera por ese camino —recordó Pedro.


La mirada de Paula echaba chispas. Pero antes de que pudiera contraatacar, Pedro se había dirigido a un amplio círculo de comensales, que atendían su discurso.


—Y estoy seguro de que tiene razón —prosiguió—. Flirtear requiere una cierta elegancia mediterránea de la que los ingleses carecen. Sin entrar a valorar el carácter personal de cada uno. 


«Se está burlando de mí. Y quiere que todos participen», se dijo Paula. Estaba tan furiosa que no podía pensar en otra cosa. La otra mujer desaprobó la actitud de Pedro. Ella la conocía. Era un pez gordo de los medios de comunicación.


—Le decía a Pedro que la seducción es un arma que ha caído en desgracia.


—Pero yo le he dicho a Aldana que usted no estaría de acuerdo —añadió Pedro con los ojos fijos en ella.


—¿Por qué? —preguntó Paula con sorpresa—. Yo también lo creo. No he visto ninguna señal que me indicara lo contrario esta noche, ¿Y usted?


Aldana se quedó boquiabierta. Pedro Alfonso la ignoró, se sentó muy erguido y dejó de sonreír.


—Tampoco he advertido que usted lo lamentara —dijo con crispación.


Paula estaba muy indignada, pero se sentía muy bien.


—No puede esperar seducir a una chica si la interroga como si se tratara de una entrevista de trabajo.


Aldana ahogó una carcajada cómplice.


—Esa ha sido buena, Pedro —señaló. 

miércoles, 22 de septiembre de 2021

La Heredera: Capítulo 10

El monólogo explicativo del actor duró hasta que se cambió la vajilla para servir el segundo plato. Los camareros aparecieron con grandes bandejas repletas de carne mechada en hojaldre. Paula suspiró. Se había educado en ese ambiente y sabía que durante el primer plato se conversaba con el vecino de la derecha y que en el segundo se atendía al comensal de la izquierda. Así pues, la tregua había terminado. Aprestándose a la lucha, se volvió hacia Pedro Alfonso y exhibió una amplia sonrisa demasiado convencional.


—¿Lleva mucho tiempo en Londres?


—Muy conmovedor.


—¿Qué? —preguntó Paula hierática.


—Pero no funcionará y lo sabe.


—¿A qué se refiere? —dijo en un tono muy poco apropiado.


—Si vamos a hablar, cuénteme algo que no sepa. ¿Qué clase de trabajo lleva en su consultoría? ¿Por qué se hizo usted adicta al trabajo? Y no tema preguntarme sobre mi vida. Las conversaciones de protocolo me aburren infinitamente.


—De todas formas, no estamos obligados a hablar —respondió Paula enfurecida.


—Hagamos un trato —señaló Alfonso—. Cuénteme un solo secreto y le diré todo lo que quiera saber acerca de mí.


—Yo no quiero saber nada...


Paula estaba acalorada, pero enseguida comprendió que la estaba tomando el pelo otra vez. ¡Había mordido el anzuelo! Respiró hondo antes de contestar.


—En cualquier caso, no tengo secretos.


No parecía muy animada, ni su voz invitaba a seguir por ese camino. Pedro Alfonso la miró con detenimiento.


—Sí que los tiene.


—¿Qué?


—Mujer misteriosa —recordó con un hilo de voz.


—No escondo ningún misterio —atajó ella—. Y si está intentando flirtear conmigo, le ruego que no insista.


Pero él no contestó y siguió esperando.


—No me gustan esta clase de juegos —replicó.


Pedro asumió en silencio la decisión de Paula, que se sintió aliviada.  Desde que la había visto entrar por la puerta, se había sentido irremediablemente atraído hacia ella. Su visión lo había perturbado y había experimentado una extraña sensación, como si siempre la hubiese estado esperando o como si ella hubiera surgido de un pasado en común, remoto e idílico. De hecho, había llegado a creer que ya se conocían. Pero sabía que nunca le habían presentado a la hija de Miguel Chaves. Y en el momento de las presentaciones, había tenido la certeza de que ese encuentro sería especial. Paula Chaves no era el tipo de mujer por la que solía sentirse atraído. Por alguna razón, desde el primer apretón de manos, ella lo había catalogado como un enemigo. Por otro lado, si bien no rehusaba el enfrentamiento, parecía acusar las réplicas que ella misma se había buscado. Y eso no lo agradaba. Si un hombre iba a la guerra, no podía andarse con miramientos. Puede que se comportara así por ser hija de un millonario. Y aún así, su mirada escondía un montón de secretos. Se sorprendió al comprender lo mucho que deseaba conocer ese misterio. Lo deseaba desde lo más profundo de su ser. Y tendría que ser muy cauteloso.


—Está bien —dijo—, sin secretos. Hábleme de su trabajo, si le está permitido.


Paula refrenó una réplica desagradable y adoptó un tono frío y formal.


—Estuve a prueba, en calidad de consultora, con Baker Consulting. Hace seis meses, decidí abrir mi propio negocio con un colega.


—¿Por esa razón se ha vuelto una adicta al trabajo?


De pronto, ella sonrió abiertamente. Sus ojos se iluminaron. Pedro estaba fascinado.


—No, siempre he sido una adicta al trabajo —y el brillo de sus ojos se desvaneció—. ¿Podríamos hablar de algo que me interese a mí?


«Ponte en guardia para el próximo asalto» pensó Pedro. Pero antes de cambiar de tema, necesitaba saber algo con urgencia.


—¿Quién es su socio? ¿Es la razón por la que ha llegado tarde?


Paula resolvió poner fin a la insistencia de su interlocutor, aunque fuera lo último que hiciera en la vida. Se echó hacia atrás en su silla y suspiró.


—No salgo con nadie porque no quiero hacerlo —explicó con voz cansina—. En sus propias palabras, me aburre. 


No era cierto. Pero Paula no estaba de humor para pensar en ello. Y menos cuando pensaba que había dado en el blanco. Puede que no hubiera acertado el centro de la diana, pero había hecho daño. Los grandes ojos verdes bizquearon un momento.


La Heredera: Capítulo 9

 —Claro —rió Pedro—. No se lo tomó demasiado bien. Le dije que había ciertas cosas que uno podía guardar para uso personal, pero no los grandes edificios. Pertenecen a la gente.


—Podía haberle dado una apoplejía —señaló Paula divertida.


—Vaya, es muy sincera —dijo Alfonso.


—Soy su hija.


Se miraron. Pedro parecía desconcertado y eso no lo agradaba. Paula estaba rebosante. Unos segundos después, Alfonso había recuperado la sonrisa.


—Eso es indudable —admitió—. Tendrá que perdonarme si no demuestro tanta sinceridad como ustedes.


—Querrá decir tanta brusquedad —puntualizó Paula.


—Los dos se expresan con mucha claridad.


—¿De veras?


—Claro como el agua —señaló.


Paula no sabía qué pensar y esa idea le producía cierto desasosiego. Se sintió aún más intranquila cuando el señor Alfonso prosiguió.


—Aunque usted es más camaleónica que su padre.


—¿Qué?


—Me gusta el cambio. El azul turquesa le sienta muy bien.


Paula, de modo instintivo, se echó hacia atrás como si él hubiera querido tocar el pañuelo de seda que le cubría el pecho. Esa reacción lo sorprendió y ella se dio cuenta. Hubiera querido darse una bofetada.


—No se desilusione —dijo—, pero es prestado.


—No estoy desilusionado.


—¿Qué es exactamente lo que hace para mi padre? —preguntó hastiada—. Sé que trabaja para él, pero ¿Está en nómina?


—En cierto modo.


—Ya veo que no me lo quiere contar —comprendió Paula—. ¿Por qué?


—Es un asunto confidencial.


—Así que mi padre está a punto de llevárselo de su actual empresa — sonrió Paula. 


—No. Soy mi propio jefe y eso no va a cambiar. Si bien supongo que robar empleados es algo habitual para su padre.


—¿Acaso no lo hacen todos?


—Dígamelo usted —replicó él con curiosidad—. ¿No se dedica a eso?


—Si todavía no sabe cómo funciona, no creo que yo pueda ayudarlo —rió Paula.


Paula creyó que él también reiría, pero no lo hizo. De hecho, se instaló entre ellos un desagradable silencio.


—Desde luego, es usted la hija de Miguel Chaves.


—¿Es que espera que me disculpe por algo así? —replicó Paula nerviosa.


—No. Claro que no. Pero...


Antes de que pudiera continuar, el servicio había comenzado a servir la cena. Paula concentró su atención en el pastel de queso, mientras que Pedro Alfonsop era reclamado por la mujer de su izquierda. Agradeció esa tregua. A su lado, la enorme personalidad de Cristian de Witt no le infundía ningún temor.


—¿Quiénes son todos esos? —preguntó Witt, mientras sonreía a sus admiradoras.


—Invitados habituales —contestó Paula—. Gente de Chaves Electronics, compañeras de mi madrastra y algunos vecinos.


—¿Ha ido a ver Totality?


De pronto, Paula cayó en la cuenta de con quien hablaba. Era el protagonista de una nueva obra que había recibido unas críticas inmejorables. Estuvo a punto de chasquear los dedos.


—No he tenido tiempo, pero figura entre mi lista de prioridades —y añadió—: Ahora que lo pienso, ¿Por qué no está actuando esta noche?


—Nos trasladamos al West End —explicó él, con una sonrisa—. Estrenamos el próximo jueves, siempre que el director tenga tiempo de organizarse.


—¿Y tendrá que volver a ensayar toda la obra? 

La Heredera: Capítulo 8

El comedor era un auténtico cuadro. La mesa estaba cubierta por un mantel inmaculado. En las paredes y sobre las mesas auxiliares, Diana había dispuesto ramos de flores naturales. Sobre los aparadores de madera noble brillaban los candelabros de plata maciza, las copas de cristal de bohemia y la cubertería bañada en oro. A pesar de que había tarjetas con los nombres de los invitados, ejercía de anfitriona e interrumpía cada conversación para señalar a cada cual su asiento. Saludó a Ivana y la indicó que se sentara entre dos caballeros de mediana edad enzarzados en un una discusión de negocios. De ese modo, subrayaba el hecho de que Ivana no necesitaba su ayuda para encontrar pareja. Paula miró la disposición de la mesa y se sobresaltó. Allí estaba él. Puede que hubiera uno o dos hombres francamente atractivos, pero el único depredador de aquella jungla aguardaba detrás de su silla junto a un asiento vacío. Irradiaba seguridad y confianza. Su vitalidad resultaba desconcertante. Tenía la boca seca. De pronto, él la miró. Sus ojos se encontraron. Ella suspiró. A cierta distancia, parecía aún más fuerte que de cerca. Al menos a los ojos de una mujer que, como ella, tenía más experiencia en los negocios que con los hombres. Diana, desde luego, le estaba indicando que ocupara el asiento libre.


—Nos volvemos a encontrar.


—Sí —musitó Paula.


El corazón le latía con fuerza y sentía fuertes mareos. Se giró para conocer a su otro vecino de mesa. Se trataba del rubio fornido que había visto antes de la cena, hipnotizando a tres bellezas. Su pelo brillaba como el oro que recubría las porcelanas de Diana.


—Hola —dijo él, con su mejor sonrisa.


—Hola, soy Paula.


—Encantado de conocerla, Paula —replicó, antes de que una de las chicas que todavía lo rodeaban reclamara su atención. 


De hecho, las tres mujeres se resistían a abandonarlo pese a que Diana, desde la presidencia, insistía en que recuperasen sus sitios.


—Estupendo —balbució Paula.


Trató de leer la tarjeta, pero estaba del revés. ¿Habrían sido presentados? A Paula le resultaba familiar, pero no recordaba su nombre. Empezó a divagar. Podía tratarse del hijo de alguno de los socios de su padre, un empleado, un amigo de la infancia o algún socio del Club de Vela. De pronto, escuchó una voz profunda que le susurraba al oído.


—Cristian de Witt. Habló en la radio el miércoles, ayer estuvo en televisión y será portada de los periódicos el fin de semana. Deber ser usted la única que no lo ha reconocido.


Paula se volvió de un salto. El señor Alfonso la miraba con tanta intensidad que la obligó a pestañear. Por un momento, solo pudo pensar en lo cerca que estaban el uno del otro. Y lo fácil que resultaría tocar su rostro, apoyar la mejilla sobre su hombro e incluso besarlo. O recibir un beso suyo. Ese pensamiento la hizo reaccionar. Adoptó un tono excesivamente áspero.


—No tengo tiempo para seguir los programas de cotilleos.


Pedro Alfonso no le quitaba ojo. Paula procuró alejar de su mente cualquier pensamiento sobre la cercanía de sus cuerpos y fortaleció su ánimo. Pero él asintió y se mostró de acuerdo. Eso la alivió, y respiró más tranquila.


—¿Desde cuándo es usted una adicta al trabajo, señorita Chaves?


Ella echó un rápido vistazo a su padre, que presidía la cena. Estaba sin resuello, rodeado por mujeres, no por empresarias.


—Es algo genético —respondió Paula.


—Desde luego —admitió él, centrando su atención en su jefe—. El vendaval Miguel Chaves.


Había algo en su tono de voz que la incomodaba. Según Diana, había sido idea de su padre invitarlo a la fiesta.


—¿Acaso no le gusta mi padre? —preguntó.


—Tenemos nuestras discrepancias.


—¿Sobre qué? —preguntó intrigada.


—Muchas cosas. Edificios, mi puntualidad, derechos y obligaciones acerca de la propiedad.


—¡Demonios! —exclamó con admiración—. ¿Le ha recordado a mi padre cuáles son sus obligaciones?


—Yo no creo en la propiedad —dijo.


—Usted no cree...


Estaba sin habla. Miguel Chaves era un capitalista en toda regla y tenía muy desarrollado el sentido de la propiedad.


—En el momento en que crees poseer algo, quieres encerrarlo en una caja para que nadie más lo disfrute. Esa es una vida rastrera.


—¿Y le ha dicho eso mismo a mi padre? 

La Heredera: Capítulo 7

Las dos hermanas se quedaron mudas, mirándola fijamente.


—¿Por qué razón parece tan sorprendida siempre que dice algo así?


—Somos su banco de pruebas —rió Ivana—. Se comporta exactamente igual conmigo.


Ivana levantó la ceja. Era un gesto heredado de su padre, igual que su altura y su nariz romana, rasgos poco femeninos que Paula había aprendido a utilizar en su favor.


—Cuando mamá me ha visto esta noche me ha preguntado si no temía resfriarme con este vestido —apuntó Paula entre risas.


Giró sobre sí misma con gracia. Pedro Alfonso estaba entretenido en la otra punta del salón. Y no precisamente por ella, a pesar de su nueva imagen. No era un buen augurio para los planes de Lynda.


—¿Y vas a resfriarte?


—¿Aquí? Querida —y paseó la mirada con malicia—, aparte de la calefacción y la chimenea, ¿no notas el calor que desprenden todas esas miradas?


—Desde luego.


Paula no prestaba mucha atención al discurso de su hermana. Pedro Alfonso miraba hacia ellas y no atendía a su interlocutor. Estaba midiendo la distancia que los separaba y Annis pensó que no tardaría en acercarse. Esa idea aceleró levemente su pulso. Conocía esa sensación. Intentaba dominarse frente a un hombre que podría ver a través de su cuerpo, igual que los demás. Pensó que eso no sería un problema, pero no le resultaba agradable pasar desapercibida siempre que estaba con Ivana. Hizo un esfuerzo y retomó el hilo del discurso de su hermanastra.


—Buscaré a alguien que me dé calor —dijo Ivana, y, cruzó los dedos.


—Buena suerte.


No la necesitaba. Ivana saltaba de una relación a otra con absoluta despreocupación, sin compromisos ni ataduras. Paula admiraba su facilidad para manejar a los hombres. A ella le había costado mucho tiempo entablar una relación y más aún terminarla. Ivana se mostraba siempre apasionada; tan pronto como la pasión desaparecía, daba por zanjado el asunto con exquisitas formas. Nunca había reproches ni enfados y el ego masculino nunca quedaba dañado.


—Eso espero —titubeó Ivana—. Ese chico me pone nerviosa. 


—Eso no es normal en tí.


—Sí, ya lo sé. Pero la vida está llena de nuevas experiencias —Ivana se encogió de hombros—. ¿Y quién es el príncipe azul de esta noche?


—¿Crees que estaría aquí sola, sin protección, si hubiera algún candidato esta noche?


Contra su voluntad, Paula miró en dirección a Pedro Alfonso. Sin ningún recato, estaba repasando con la mirada a Ivana, igual que si fuera un coche nuevo o un juguete exclusivo. Paula sintió ganas de golpearlo.


—Ya sabes que si tuvieras un hombre —señaló Ivana— mamá te dejaría en paz.


Paula levantó la mano, pero Ivana rectificó a tiempo.


—Está bien. Ya sé que tienes mucho trabajo y que no te queda tiempo para nada más. A mí no tienes que convencerme. Pero, ¿Quién es el candidato de esta noche?


—No estoy segura —dudó Paula—. Supongo que mi compañero demesa durante la cena.


Paula no sabía por qué había mentido a su hermana, pero no quería que ella lo supiera. Y menos cuando Alfonso estaba mirándola con tanto descaro.


—¿Quieres que lo distraiga? —preguntó Ivana, de pronto.


—Creo que puedo ocuparme de todo, gracias.


—Desde luego, no te falta práctica.


Paula recibió el golpe sin pestañear. Ivana no era consciente de lo doloroso que resultaba para ella todo aquello. El anuncio de que la cena estaba servida la salvó de una situación comprometida.


—Es la hora —suspiró Ivana—. Sea quien sea, ten un poco de piedad. 

La Heredera: Capítulo 6

 Paula siguió mirando a Diana con cariño. Sabía que no tenía salida.


—Sí —admitió —, tienes razón. Me arreglaré y procuraré esforzarme. Pero nada de juntarme con tu ejército de candidatos.


Diana soltó una carcajada y le soltó el brazo.


—No olvides tu copa.


Una vez sentada frente al espejo del tocador de su madrastra, Paula comprendió que Diana había vuelto a jugársela. «Es más lista que yo» se dijo, mirando su reflejo. Siempre que discutía con su madrastra sobre estos temas, terminaba recriminándose su falta de memoria. ¿Cuándo aprendería? Esa noche acabaría en los brazos del caballero elegido. Sin embargo, a pesar de las apariencias, Pedro Alfonso no cuadraba con el modelo. Después de su primer encuentro, no sabía qué pensar. Claro que no tenía por qué ser culpa suya. Puede que él ni siquiera estuviera al tanto de las artimañas de su madrastra. Conocía muy bien a Diana. Puede que no hubiera explicado nada a Pedro, salvo que quedaba un sitio libre en la mesa y que necesitaba a alguien para hacer compañía a su inteligente hijastra. Eso mismo les había dicho al escultor, al novelista y al aspirante a diputado. Los candidatos solían ser hombres con un futuro prometedor y una alarmante escasez de capital. Esa era la razón principal por la que aceptaban salir con la hija de Miguel Chaves, a pesar de su carácter difícil y hosco. Se preguntaba cómo se ganaría la vida Pedro Alfonso. Y si había logrado hacerlo cambiar de opinión acerca de salir con la poco atractiva hija del millonario. Se miró en el espejo. Fruncía el ceño y estaba horrible. Se inclinó hacia delante y suavizó el gesto. Disponía de un verdadero arsenal para mejorar su aspecto. No era la primera vez que acudía a una fiesta con su traje azul marino. Tomó prestado un pañuelo de seda transparente, pintado a mano, que reflejaba los colores del impresionismo al moverse. Eligió unos pendientes color turquesa traídos por Diana desde Marruecos. No tenía tiempo para maquillarse, y tampoco se le daba bien. Se limitó a peinarse hacia delante para ocultar la cicatriz, se secó los mechones húmedos que caían sobre el cuello y se dio un poco de color en los labios. Se estiró la chaqueta y regresó al campo de batalla. Afortunadamente, su primer encuentro resultó amistoso. Ivana, que contaba con unos espléndidos veintitrés años y que derrochaba tanto encanto como su madre, era una de sus mejores amigas.


—¡Paula! —gritó, mientras iba a su encuentro.


Todo el mundo miró en su dirección, incluido Pedro Alfonso. Parecía interesado, pero ese interés siempre solía dirigirse hacia Ivana Chaves desde el momento en que entraba en escena. Esa noche estaba especialmente radiante. Llevaba un vestido ajustado que producía mareos entre los hombres y que dejaba al descubierto sus preciosas piernas. Ivana abrazó a Paula efusivamente.


—Hola, cerebro.


Paula besó a su hermana sin tanto entusiasmo.


—Hola, bicho. ¿Qué tal te trata la vida?


—Genial. ¿Qué estás...?


Diana interrumpió a su hija.


—Hablaremos de nuestras cosas más adelante. Hay alguien a quien quiero que Paula conozca.


—¿Otro candidato? —preguntó Paula escéptica.


Ivana exhibió una amplia sonrisa. Conocía tan bien como Paula las tramas que urdía su madre. Solo que ella sabía cómo atajar los intentos de su madre para emparejarla.


—¡Dale un respiro, madre! —dijo—. Trabaja mucho. Y ha tenido un día duro.


Por un momento, Diana pareció disgustada.


—Creía que ibas a hablar con la cocinera —apostilló.


—Lo hice —replicó Ivana, impertérrita—. Te avisarán en cuanto la cena esté lista.


Diana se rindió. Seguían llegando invitados y era consciente de que no podría separarlas hasta que se hubieran revelado las últimas novedades.


—Ya hablaremos más tarde —dijo, y añadió mirando a Paula—: Estás preciosa, querida. 

lunes, 20 de septiembre de 2021

La Heredera: Capítulo 5

 —Olvídelo, señor Alfonso —dijo con tono neutro—. No ha tenido suerte. Además de no salir con hombres, tampoco disfruto con este tipo de juegos. Si me disculpa, tengo que hablar con mi madrastra.


Paula todavía echaba chispas cuando alcanzó a Diana. Su madrastra la besó en la mejilla. Los ojos, abiertos de para en par, rebosaban inocencia.


—Es un placer verte, querida. He visto que tu padre te buscaba. ¿Qué tal te ha ido con el encantador Pedro?


—Supongo que es el candidato de esta noche —ironizó Paula.


Diana jugueteó con el collar de oro entre sus dedos, pero no respondió.


—Tu padre me lo pidió. Creo que trabajan juntos.


—Y apuesto a que se sentará a mi lado durante la cena.


Su madrastra no lo desmintió. Un nuevo pensamiento desagradable acudió a su mente, surgido de experiencias previas.


—¿Y es posible que mi departamento quede de camino a su casa?


Diana tampoco negó esa posibilidad. Parecía preocupada.


—Querida...


Paula apenas podía contener la rabia. La presencia de Pedro Alfonso la había conmocionado más que ninguna otra de las citas a ciegas a las que se había visto sometida. No sabía por qué, pero odiaba esa situación.


—Así que él se ofrecerá a llevarme y se supone que yo debo aceptar y estar agradecida. Y tendré que salir con él la próxima vez que me llame — Paula estaba temblando—. Dime, Diana, ¿Ya le has dado mi número de teléfono?


A pesar de un elegante vestido de noche y de un conjunto de joyas valorado en varios millones, Diana parecía una chiquilla de cuatro años descubierta en flagrante delito.


—No. Pero querida...


—Diana, te quiero mucho. Pero, ¿Podrías dejar de entrometerte en mi vida?


Parecía muy agitada. Paula nunca había reaccionado con tanta vehemencia. Era cierto que no había salido con todos esos hombres más de una vez. Pero al menos, había mostrado un talante más resignado. Diana nunca había visto a su hijastra, siempre tan comedida, reaccionar con tanta pasión. Al menos cuando se trataba de los hombres.


—Pero tu padre deseaba invitar a todos esos empresarios. Así que pensé, ¿Por qué no? —dijo Diana, con sus grandes ojos azules muy abiertos—. Si quieres empezar una carrera en solitario, necesitarás hacer algunos contactos que puedan ayudarte a despegar.


Paula la miró fijamente. Ese argumento estaba tan cercano a lo que ella misma había dicho poco antes, que pensó que Diana había estado espiándola. Le había salido el tiro por la culata. Sus labios se crisparon sin querer. Levantó las manos en señal de rendición.


—Está bien. He venido a hacer contactos. Dejémoslo así —sentenció con severidad—. Y pienso volver sola a casa.


—De acuerdo —aceptó Diana aliviada—. Supongo que has venido directamente desde la oficina.


—¿Cómo lo has adivinado? —bromeó Paula, bebió un poco de champán.


—Siempre estás tensa cuando estás cansada.


Esa era una verdad absoluta. No podía negarlo.


—Ojalá no te pusieras las cosas tan difíciles, cariño —dijo Diana con ternura—. ¿No podrías intentar relajarte y pasarlo bien por una vez?


—Me repites eso mismo desde que cumplí catorce años.


—Pues ya va siendo hora de que te concedas una oportunidad.


Paula abrió la boca dispuesta a replicar, pero Diana se adelantó.


—Deberías subir a mi habitación y refrescarte un poco —dijo con mimo—. Eso hará que te sientas mejor. Ponte unos pendientes o lo que sea. Y luego baja y procura ser amable con la gente.


Una carcajada sobrevoló el salón. Provenía del grupo que charlaba junto a la chimenea, entre los que se encontraba su padre. Diana puso su mano sobre la mano de Paula. Su expresión era seria.


—No lo estropees, Paula. Hace mucho que tu padre no se divierte. 


Paula, desde su metro setenta, miró a los ojos de su madrastra. Siempre le había agradecido casarse con Miguel Chaves y haberla acogido a ella. Eran completamente diferentes, pero Diana nunca había escatimado el cariño hacia ella en favor de Ivana, su propia hija. No solo eso, sino que había conseguido hacer reír a su padre de nuevo. Bajo su influencia, Miguel había regresado a casa por las noches, después del trabajo. Incluso había empezado a prestar atención a su hija y había descubierto, con asombro, que era interesante. Había comprendido que era algo más que una adolescente huraña y enfermizamente tímida. Y había empezado a quererla. 


La Heredera: Capítulo 4

 —Desde luego —admitió él con sorna—. ¿Cómo se me ha podido pasar?


«No le gusto» pensó Paula. Era algo recíproco.


—Es algo que ocurre en todas las familias.


—Si usted lo dice —dijo él secamente.


—¿No tiene usted familia, señor Alfonso? —preguntó Paula en tono de desafío.


—No, si se trata de discutir mis asuntos financieros.


—Quizá por eso sea usted un adicto al trabajo —añadió Paula con mala fe.


Paula creyó haber encontrado su punto débil. Pedro sopesó la pregunta con detenimiento.


—¿Cree que no tengo nada mejor que hacer? —y negó con la cabeza—. No, esa no es la razón. A diferencia de usted, yo sí salgo con mujeres.


Paula se sintió tan desconcertada que no acertó a decir nada. Entonces descubrió el brillo maléfico en esos ojos verdes, que volvían a sonreír. Eso la hizo enrojecer de nuevo. No parecía haber tregua entre ellos. Procuró olvidar el azoramiento y ahogar la desagradable sensación que le producía haber sido derrotada en su propio terreno.


—Cada uno a lo suyo —dijo sucintamente, y dió media vuelta.


Pedro le cortó el paso con firmeza.


—Estoy de acuerdo —señaló—. ¿Y cuál es su juego? ¿Se divierte fingiendo que hace negocios respaldada por el dinero de la familia? ¿A eso se dedica?


Paula estaba tan indignada que parecía a punto de estallar.


—Estoy aquí para hacer contactos —vociferó—. En este trabajo tienes que aprovechar cada oportunidad.


Se sintió aliviada al pensar que muchos de sus colegas creían en ello a pies juntillas. El hecho de que ella y su socio Fernando no actuaran así no invalidaba ese principio.


—Esta noche hay un montón de oportunidades para hacer negocios — admitió Pedro Alfonso. 


En boca de él aquello sonaba como algo repugnante. Paula recordaba cómo se había sentido al ver a todos aquellos tiburones en la entrada.


—¿Y a qué se dedica exactamente? —preguntó Alfonso sin mucho interés.


—Soy consultora.


—Muy impresionante —dijo inexpresivo.


¿Por qué seguía teniendo la impresión de que se burlaba de ella? Paula decidió combatirlo con sus mismas armas.


—¿Y qué hace exactamente en el proyecto de mi padre?


—Lo mantengo a raya —sonrió Alfonso.


—¿Qué?


Paula estaba asombrada. Desde luego, era un hombre inteligente. La gente no trataba con tanta familiaridad a su padre. Así pues, no era un empleado. Y de ser un consejero no mostraba mucho respeto hacia su jefe.


—Discúlpeme, pero me cuesta creerlo —dijo enfadada.


—No me extraña —señaló—. Es testarudo como una mula.


La mayor parte de los que habían trabajado con Miguel Chaves se habían sentido intimidados. De lo contrario, no habían durado mucho.


—¿Quiere eso decir que su relación con mi padre está en las últimas? —preguntó Paula.


—¡No! ¿Por qué? Él quiere al mejor y ese soy yo. Solo necesita un poco de tiempo para comprenderlo —indicó Pedro Alfonso.


Paula parpadeó, incrédula. Se sentía totalmente desarmada ante la aplastante seguridad de Pedro Alfonso.


—Quizás sea algo propio de la familia —sopesó provocativamente.


—¿El qué? —preguntó Paula a la defensiva.


—La permanente necesidad de confrontación.


Ella trató de fulminarlo con la mirada. Pedro levantó una ceja. Se estaba divirtiendo; se sentía seguro y estaba dispuesto a competir con ella. ¡Esa maldita mirada! Paula tenía ganas de patear el suelo. Se limitó a dejar de fingir que no sabía lo que él intentaba hacer. Solo quería provocarla y tomarla el pelo. 

La Heredera: Capítulo 3

 —Mire, no sé que le habrá contado Diana, pero permítame que ponga las cosas claras.


Pedro la miraba sin salir de su asombro.


—Tengo veintinueve años, vivo para mi trabajo y no salgo con hombres.


Alfonso tenía los pómulos altos y los ojos verdes. No parpadeó, y eso era muy significativo.


—No es nada personal —añadió Paula enseguida.


Pensó que no había actuado con demasiado tacto. Los ojos verdes de él se entrecerraron hasta casi dibujar una línea recta y estrecha.


—Es un alivio —dijo Pedro con sequedad.


La respuesta hizo que Paula se estremeciera. La voz de Alfonso revelaba un leve acento extranjero, muy sensual. Y era más alto que ella, algo poco habitual. Eso la desconcertaba.


—No quiero dar una falsa impresión. Me gusta dejar las cosas claras. Eso es todo —divagó Paula sin mucho aplomo—. A veces, Diana puede resultar engañosa.


Él no dijo nada. Mantuvo el tipo con enorme entereza. Paula ya no tenía más excusas. Trató de ser sincera.


—Creo que soy una adicta al trabajo —admitió.


Hizo un gesto de desesperación. Demasiado elocuente para un salón repleto de obras de arte. Paula derramó el champán que contenía su copa, al tiempo que un plinto dorado se desequilibraba a causa del golpe. Pedro Alfonso lo sujetó y la miró con una amplia sonrisa.


—¿Fue idea de Diana que nos conociéramos? —preguntó Paula intrigada.


Estaba colocando la escultura abstracta sobre el pedestal que Paula había golpeado sin querer. La miró de arriba abajo con sus grandes ojos verdes.


—A causa de nuestros intereses en común, supongo —señalóPedro.


Hablaba con solemnidad, pero Paula sabía que estaba bromeando. Sus dudas se desvanecieron. Su primera intuición había sido correcta, después de todo. Se sentía extrañamente decepcionada. No deseaba creer que él fuera el tipo de hombre que se cita con la hija de un millonario. 


—¿De veras? —suspiró.


—Yo también soy un adicto al trabajo —admitió con amabilidad.


Pedro Alfonso le tendió la mano. En contra de su voluntad, ella la aceptó. Era como si él la hubiera hipnotizado. Ese segundo apretón, diferente al primero en presencia de su padre, llevaba implícito un mensaje. Fascinada, bajó los ojos. Aquella mano era morena y fuerte. Parecía que hubiera pasado muchas horas trabajando al sol. Sus dedos desnudos eran tan pálidos como el agua e igual de delicados. ¿Qué podía significar? Confusa, levantó la vista y lo miró directamente a los ojos. Hubo un breve silencio. De pronto él asintió. Era como una respuesta a una pregunta no formulada. Paula también pensó que él la estaba juzgando, igual que se juzga a una chica desconocida en la pista de baile de una discoteca. Y parecía gustarle lo que veía. Era completamente ridículo. Se estaba burlando de ella otra vez. Paula, instintivamente, retiró la mano. Giró medio cuerpo y empezó a hablar al azar.


—Si es un adicto al trabajo, ¿Qué hace en una fiesta? —preguntó—. Todavía quedan cuatro horas útiles para trabajar.


No había sido un comentario muy atinado y Pedro Alfonso no se rió.


—Yo podría preguntarle lo mismo —replicó, cadencioso.


—Es mi familia —dijo Paula sin más.


No quería admitir que su madrastra la había engañado para hacerla venir. Eso la haría pasar por tonta.


—Diana no suele dar muchas explicaciones por teléfono —añadió—. Además, hace casi seis meses que no veo a mi padre. Desde el último balance de la empresa.


Pedro Alfonso buscó al anfitrión con la mirada. Estaba charlando animadamente junto a la chimenea. Alfonso se mordió la lengua.


—¿Trabaja para Chaves? Creí entender que era independiente.


—Lo soy —replicó enfurecida—. Pero todavía tengo acciones en la empresa. 

La Heredera: Capítulo 2

Los planes de su padre para el nuevo centro que pensaba construir eran, cuanto menos, extravagantes. La noticia había impresionado a los medios de comunicación y sus rivales se habían quedado sin habla. Su propia familia lo había hostigado durante meses con preguntas.


—Bien, aquí tienes a tu misteriosa mujer, Alfonso —dijo Miguel con satisfacción—. Mi hija, Paula.


—¿Misteriosa mujer? —repitió Paula, cada vez más encendida.


El galán se adelantó al padre de Paula antes de que prosiguiera su discurso.


—Llega tarde, empapada y preocupada —señaló.


Muy a su pesar, de manera instintiva, Paula se llevó la mano a la nuca y se tocó el pelo mojado. Alfonso siguió el gesto con la mirada. Ella se ruborizó un poco.


—El hecho de que llegue tarde no es ningún misterio —dijo con brusquedad—. El tiempo pasa volando, eso es todo.


—Seguro que ustedes dos tienen mucho en común —anunció su padre.


Dirigió a su hija una sonrisa cómplice antes de desaparecer. Paula conocía esa sonrisa. Significaba que todo marchaba según lo planeado. Y estaba segura que todo lo había urdido Diana antes de organizar la velada. Apretó los dientes en silencio.


—No parece muy contenta de estar conmigo —tanteó Alfonso divertido.


Su voz era como una caricia. Paula arqueó la espalda como un gato ante el peligro. Podía ver su imagen reflejada en el espejo oval veneciano del siglo dieciocho. Era uno de los hallazgos de Diana. El marco dorado, rematado con volutas, parecía hecho a la medida del perfil romántico de Pedro Alfonso. En ningún caso parecía destinado a alguien como ella. Llevaba el pelo corto, muy negro, pegado a la cabeza como un casco a causa de la lluvia. La única ventaja era que ocultaba la terrible cicatriz que le cruzaba el rostro desde una ceja hasta la raíz del pelo. Al darse cuenta de su aspecto, frunció el ceño con desagrado y advirtió que él estaba riéndose de ella. Paula recompuso el gesto a toda prisa.


—Siempre procuro ver el lado positivo de las cosas —dijo.


—Estoy seguro —respondió Alfonso con escepticismo.


Paula juntó las cejas, visiblemente irritada. Era un gesto característico que no lograba dominar. Resultaba demasiado explícito y eso la sacaba de quicio.  Hizo un esfuerzo para no perder la calma y olvidar el cansancio acumulado. Sabía que no iba vestida para la ocasión y que la lluvia había borrado cualquier huella de maquillaje sobre su cara. Y era consciente que el émulo de Lord Byron que la acompañaba se había fijado en cada detalle. Incluso procuró ocultar su decepción al comprobar que la prometida cena en familia se había revelado como otra fiesta para encontrarle un marido. Después de todo, Pedro Alfonso no tenía la culpa.


—Discúlpeme —dijo Paula—. Tengo el síndrome del viernes por la noche —se arregló el traje, buscó su mejor sonrisa y trató de recuperar el hilo de la conversación.


—¿Qué es lo que mi padre cree que tenemos en común?


—Para serle sincero —dijo con ironía— fue la señora Chaves quien pensó que deberíamos estar juntos.


—Vaya sorpresa —musitó Paula.


—¿Perdone?


—Olvídelo —dijo, sin darle mucha importancia.


—Siente un gran respeto hacia usted —señaló Pedro.


«No tanto como para aceptar que pueda vivir sin un hombre», pensó Paula. Hubo un incómodo silencio entre ellos.


—No, en serio. La admira mucho —prosiguió Alfonso—. Me estaba contando lo inteligente que era.


—Es muy amable por su parte —acertó a decir Paula sin mucho convencimiento.


—Y no es muy usual.


De pronto, Paula comprendió que no era capaz de fingir. En parte era culpa del cansancio. Pero sobre todo se debía a la seductora voz de Alfonso, que la arrastraba sin remedio. Estaba perdiendo el control.


—Sí que lo es —replicó súbitamente—. Diana es muy hábil a la hora de vender un producto.


—¿Qué?


Paula clavó en aquel hombre una mirada hosca. No era la primera vez que se encontraba en una situación así. La experiencia la había enseñado que solo había un camino. Tenía que adoptar una postura firme desde el principio y no desviarse. Tomó aire y actuó en consecuencia. 

La Heredera: Capítulo 1

Paula Chaves se quedó de piedra cuando cruzó el vestíbulo de la casa de su padre. No la habían invitado a una cena íntima y familiar. Se trataba de una fiesta en toda regla. Las mujeres vestían sus mejores galas, los camareros llevaban uniforme y, junto a su padre, el candidato de esa noche sonreía para terminar con su soltería. ¡Y menudo candidato! Se fijó en él en el momento en que cerraban la puerta principal. Hablaba con su padre en el otro extremo del salón. Ambos miraron en su dirección para ver quien había llegado. Por un momento, se olvidó de su padre, de la alcahueta de su querida madrastra Diana y del resto del mundo. Era un hombre alto, apuesto y su expresión revelaba una cierta malicia. Pero ninguno de estos rasgos fue la causa de que ella se quedara sin aire. Se trataba de lo que ella denominaba «la mirada»; era la mirada de un hombre que no la convenía. Conocía, por propia experiencia, esa mirada. Desde que su madrastra la había introducido en su círculo, no había hecho otra cosa que escapar de esa expresión en los ojos que caracterizaba a todos los hombres que había conocido. ¿Por qué razón se empeñaba Lynda en presentarle a esa clase de tipos? Parecía obvio que su padre la había estado esperando. Sin duda, seguía las instrucciones de Diana. Dijo algo al oído del joven galán y pareció aliviado. Tenía que haberse dado cuenta de lo que iba a pasar, pero ahora era demasiado tarde para dar marcha atrás. Esa tarde, por teléfono, Diana se había comportado con demasiada naturalidad.


—Ven a cenar esta noche, querida. Hace mucho tiempo que no te vemos.


Paula, que llegaba tarde a su próxima cita, había aceptado sin pararse a pensar. Ahora estaba de pie, en la entrada. Vestida con un sobrio traje de chaqueta, parecía el patito feo rodeado de todos los cisnes de Londres. Llevaba el pelo mojado. Entretanto, el candidato cruzaba entre la multitud para rescatarla. Algo que ella no deseaba. «Pon tu mejor sonrisa a un perfecto viernes noche» pensó. Sintió la imperiosa necesidad de gritar, pero se reprimió. Miró la figura del hombre que se aproximaba con determinación. Al igual que el resto de los invitados vestía de etiqueta. Sin embargo, se distinguía de ellos gracias a un chaqué de cuello alto, con un suave brocado de plata que brillaba a la luz de las velas. Los faldones se ajustaban a sus estrechas caderas con tanta gracia que resultaba tan adulador como atractivo. Todo el conjunto, coronado por unos ojos almendrados, le daban un aire exótico levemente peligroso. A los ojos de ella no cabía duda de que todo formaba parte de un plan detallado. Un pavo real caminando entre todos esos cisnes. ¿Quién demonios sería? Llegó a la altura de Paula y la tomó de la mano.


—A través de una gran sala concurrida —dijo—. Siempre supe que ocurriría así.


Su voz era como melaza oscura. Era cálida, profunda y terriblemente sensual. El tipo de voz en que Paula podía hundirse plácidamente, sin prisas. Ella retiró la mano y lo obsequió con una sonrisa glacial.


—Hola, muñeca —dijo su padre, que apareció en ese momento.


Desde que Paula se había convertido en una mujer de negocios independiente, su padre utilizaba con ella un tono de falsa camaradería, que apenas ocultaba la gratitud que sentía por no tener que admitir determinados sentimientos.


—Hola, papá —replicó Paula, tan fría como el cristal de la copa que sujetaba en la mano.


—Te presento a Pedro Alfonso. Estaba deseando conocerte.


«Seguro que sí», pensó Paula con amargura. Se preguntaba si lo que había impulsado a Pedro Alfonso a ir a su encuentro era la oportunidad de hacer negocios con su padre o su condición de heredera. Miguel Chaves la sacó de dudas.


—Trabaja en el proyecto de la central.


—¡Ah! El Palazzo Chaves —comprendió Paula. 

La Heredera: Sinopsis

Paula Chaves sabía perfectamente cuál era la razón por la que los hombres la perseguían: ¡El dinero de su padre! El inquietante y guapísimo Pedro Alfonso era el primer hombre que estaba consiguiendo tentarla. ¿Sería solo un rompecorazones que estaba jugando con sus sentimientos?


A Pedro le gustaba controlar las situaciones; ya fueran en el terreno personal o en el de los negocios, pero su primer encuentro con Paula lo había dejado intranquilo, y no porque fuera una importante heredera, sino porque lo había hecho pensar en algo impensable: ¡El matrimonio! 

viernes, 17 de septiembre de 2021

El Candidato Ideal: Epílogo

Paula corría por la playa con el pelo revuelto por el viento.


—¡Vamos, Bobby!


El cariñoso perro corría tras ella, en dirección a la casa. Su marido la esperaba en su casa de la playa con tan sólo una toalla anudada alrededor de la cintura y el pelo aún mojado por el agua de la ducha.


—¿Cómo está mi abogada favorita esta mañana?


—Deseando no tener que volver al trabajo dentro de una semana —dijo ella, abrazando su torso desnudo.


Pedro arqueó una ceja, incrédulo.


—¿Acaso deseas quedarte aquí para siempre y ser el asociado más joven de la historia de Archer Law?


Paula sonrió mientras acariciaba el cuello de Pedro. Aún le parecía raro, incluso después de tanto tiempo.



—Pues sería aún más feliz si me hubieras esperado para ducharte.


—Me ducharé otra vez si vienes conmigo —propuso él.


—¡Pero te quedarás arrugado! No sé si soportaré vivir con alguien arrugado, al menos no por ahora. Dentro de cincuenta años, cuando yo también lo esté... —dijo ella arrugando la nariz.


—Mmm —Pedro recorrió su cuello besándolo—. Me encanta saber que dentro de cincuenta años seguirás aquí conmigo.


—Y estaría cincuenta más, si pudiera.


Una versión en pequeño de Paula apareció saltando entre las dunas con Bobby a su lado.


—¡Olivia! ¿De dónde vienes?


—¡Papá me ha enviado a buscar a Bobby! —dijo con una vocecita adorable.


—Es que lo echaba de menos —dijo Pedro, mirando sonriente a su mujer.


—Ya me imagino. Lleva a Bobby dentro, Olivia, y enseguida iré a hacerte un batido de plátano.


—¡Yuju! —grito Olivia, arrastrando al paciente perro con ella.


Los dos siguieron con la vista a su querida hija hasta que Pedro se giró hacia Paula.


—Una vez me preguntaste que por qué había venido a este mundo...


—Sí —dijo Paula, besándolo suavemente en los labios—. Y no supiste darme una respuesta convincente.


—Ahora lo sé. Vine a este mundo por tí.


Paula abrió mucho los ojos y se apartó un momento para mirarlo.


—Me parece un motivo muy convincente.


—Es muy simple. Como tú dijiste que viniste al mundo para poner orden en el caos...


—Y el mejor ejemplo de caos del mundo eres tú... —dijo Paula, sintiendo que aquélla era la pieza definitiva del puzzle.


—Exacto. Yo estaba en un momento de caos y tú fuiste mi calma. Yo vine para encontrarte, y tú para encontrarme a mí.


Ella lo miró con los ojos tan brillantes como si estuvieran llenos de lágrimas.


—Me encanta esa explicación.


—Y a mí me encantas tú.


Paula lo rodeó con sus brazos hasta que se fundieron en tal abrazo que no se podía distinguir dónde acababa uno, y dónde empezaba el otro. El destino había decidido que fuera así.








FIN



El Candidato Ideal: Capítulo 71

 —Pedro, acabas de divorciarte y yo acabo de rechazar una propuesta de matrimonio. Así que, aparte de que el momento es terrible...


—¿Y eso por qué? Sin esta mezcla de errores y malentendidos no hubiéramos sabido en qué punto estamos realmente. En otro momento podíamos habernos sentido atraídos el uno por el otro y tal vez hubiéramos hablado, paseado... pero ahora...


—¿Ahora?


Él se inclinó los pocos centímetros que le faltaban para llegar hasta sus labios. Era el momento que ella había imaginado tantas veces, pero tuvo que apartarse demasiado pronto. Tenía que saberlo.


—¿Y Carla?


—¿Quién? —preguntó Pedro, con la mente aún confusa por su dulce sabor.


—Carla. Te la presenté y has bailado con ella.


—Sí, claro. Carla —asintió él sin más—. ¿Qué pasa con ella?


—¿Te... te gustó?


Él agarró a Paula por los hombros deseando poder sacudir todos aquellos sinsentidos de su cabeza.


—Claro que me gusta, pero no tengo ni idea de qué quieres decir.


—Preparé esta noche para que la conocieras a ella. O a alguien. A la persona perfecta, la que te hiciera feliz —susurró ella, entre temblores.


¿Pero no se daba cuenta de a quién tenía entre los brazos?


—¿Esperabas que me enamorase de la mujer de mis sueños esta noche?


—Sí —admitió ella.


—Pero, ¿No te das cuenta de que era demasiado tarde?


—¡No!, nunca es demasiado tarde.


—¿Y qué hago metido en este estúpido ascensor en lugar de admirar a las diversas y maravillosas mujeres que me has preparado en la fiesta?


—No lo sé.



—¿No lo sabes?


Ella sacudió la cabeza, pero él creyó ver una chispa en sus ojos, un pequeño signo de esperanza al que tal vez ella no quisiera creer. Y no se sorprendía del todo. Simplemente tenía que demostrarle lo que sentía para que pudiese creerlo. La tomó en sus brazos y la besó contra la pared del ascensor, y aquel fue el beso de un hombre que sabía lo que quería, que tenía en brazos a la mujer de sus sueños, que sabía que por fin la había encontrado. Cuando se separó de sus labios, las lágrimas y temblores de Paula habían desaparecido. En su lugar había una mujer que sabía lo que estaba ocurriendo.


—Estás aquí por mí.


—Estoy aquí por tí —admitió él.


—Porque me quieres a mí.


—Porque te quiero a tí.


—Porque... —ella acabó perdiendo los nervios.


—Porque yo, Pedro Alfonso, romántico empedernido, te amo a tí, Paula Chaves, tonta racionalista.


—Oh, Pedro. ¿Estás seguro? ¿Lo dices en serio?


Le tomó la cara entre las manos y le dijo:


—Te amo más de lo que pensé que podía amar a nadie.


—Yo también te quiero, te quiero, te quiero —dijo, gritando de la emoción y lanzándose a sus brazos con tanta fuerza que él se tambaleó, y con él la cabina del ascensor.


—Tranquila, cariño. No sé cuánta excitación puede aguantar este ascensor.


—No me importa —dijo ella, por fin levantando su preciosa mirada hacia él—. Si el ascensor se cayera ahora, moriría la mujer más feliz del mundo.


—Cariño, si el ascensor se cayera, aterrizaría dos pisos más abajo, así que serías la mujer con la pierna rota más feliz del mundo.


—Pero tú amortiguarías mi caída.


—Eso depende.


—¿De qué?


—De mi recompensa por ser un héroe.


Paula sonrió de oreja a oreja antes de besarlo tan apasionadamente que a él le costó mantenerse en pie y no ceder ante la avalancha de besos que se le vinieron encima. Quería reír y llorar a la vez en los fuertes brazos de Pedro. Ese momento se convirtió en el más feliz de su vida. Y mientras las lágrimas de alegría corrían por su rostro, pensó que había sido el destino lo que la había llevado a amar tanto aquel viejo ascensor, sabiendo que le sería útil un día, y ¡Había estado en lo cierto!