viernes, 30 de abril de 2021

Inevitable: Capítulo 35

 Paula cerró el cuaderno. Pero cada rasgo de la cara de Pedro estaba grabado en su mente.


–Estoy listo para entrenar –dijo Ignacio, irrumpiendo en el salón.


Lo último que quería Paula era ir al entrenamiento. Cuanto menos tiempo pasara con Pedro, mejor. Ella era demasiado mayor para sentir algo así por él. Ni por nadie. Pero no podía escaparse. Era la entrenadora oficial, después de todo.


–Voy a por el bolso.


Por el camino, Paula miró a Ignacio por el espejo retrovisor.  Estaba sentado jugando a la videoconsola, pues siempre le gustaba hacerlo cuando iban en coche. Al menos, así el niño no le hablaba de Pedro. Ella debía concentrarse en sus cosas. No miraría a Pedro, ni lo admiraría. Y no dejaría que Ignacio lo invitara a cenar de nuevo. Llena de determinación, estacionó y sacó la bolsa de deporte del maletero. el niño salió corriendo delante de ella.


Vestido con pantalones cortos y una camiseta, Pedro estaba hablando con la madre de Damián, Silvana. Paula no dió crédito. Silvana se había puesto una falda corta y ajustada y una blusa escotada que dejaba poco a la imaginación. Además, estaba tan cerca de Pedro que casi aplastaba sus grandes senos contra él. Pero a él no parecía importarle. Seguía hablando con ella como si nada, sin intentar apartarse. Paula agarró la bolsa de deporte con fuerza. Un remolino de emociones hizo presa en ella. Se obligó a apartar la vista. No había razón para estar molesta ni celosa. Ella había tenido su oportunidad el lunes por la noche, pero la había rechazado. Y se alegraba mucho de que su sentido común hubiera ganado la partida a sus desaforadas hormonas. Sobre todo, cuando él había tardado tan poco en intentarlo con otra más… dispuesta. No debía darle más vueltas, se dijo. Sin embargo, como una polilla atraída por la luz, volvió a mirarlos. Nunca se había considerado masoquista, pero no podía evitarlo.


Silvana lo miró con una caída de pestañas llenas de rímel. Pedro sonrió. Era la misma clase de sonrisa seductora que había empleado con ella después de que Ignacio se hubiera ido a la cama. A Paula se le revolvió el estómago. Apresuró el paso. Ninguno de los dos reparó en ella. Estaban demasiado inmersos el uno en el otro. No era problema suyo, se repitió. Pedro era un hombre adulto, un atleta profesional. Sabía en qué se estaba metiendo. Debía de estar acostumbrado a que las mujeres se le echaran al cuello. Dejándolos atrás, se concentró en los niños. Siete de ellos habían hecho un círculo y se pasaban el balón, mientras Marcos corría en el centro, tratando de robárselo. Silvana soltó una risa aguda y coqueta. Era un sonido irritante, pensó Paula, haciendo una mueca. ¡Debía dejar de prestarles atención! Pero no podía. Sin duda, debía de estar todavía afectada porque David la hubiera engañado con su mejor amiga.


Inevitable: Capítulo 34

 Ella asintió.


–Hasta luego, entonces.


–Pedro…


Cuando la miró, ella se mordió el labio inferior. Él deseó besárselo hasta dejarla sin respiración.


–Gracias –dijo ella–. Por ayudar con el equipo. Y por ser tan amable con Ignacio.


Su cálida mirada era tan atractiva como su boca, pensó él.


–Tu sobrino es un niño excelente.


–Tenerte aquí es justo lo que necesitábamos… Lo que Ignacio necesitaba.


Su equivocación llamó la atención de Pedro. Tal vez, ella no estaba tan desinteresada como parecía. Esperaba que, al menos, Paula tuviera una buena opinión de él. Ganarse su respeto era una de sus prioridades, casi tanto como ganarse un beso suyo.


–Ha sido un placer –repuso él. Y lo dijo con toda sinceridad.


Era mejor que se fuera de allí antes de que hiciera cualquier cosa ridícula, se dijo Pedro. Paula era la clase de mujer que uno llevaba a casa para presentársela a su madre. La clase de mujer que soñaba con casarse, con tener una casa con jardín y un coche grande lleno de niños. Era, en definitiva, el tipo de fémina que él solía evitar. Debía irse antes de que las cosas se complicaran, se repitió a sí mismo. Ninguna mujer merecía que él pusiera en peligro lo que más le importaba del mundo, ni siquiera la atractiva y excitante Paula Chaves.





El miércoles por la tarde, Paula estaba dibujando en su cuaderno. Sus trazos eran rápidos, al ritmo de sus sentimientos. Estaba nerviosa, agitada. Había llenado casi medio cuaderno de dibujos en los últimos dos días. Algo increíble, teniendo en cuenta que no había dibujado nada desde que se había mudado a Wicksburg. Pero había tenido que retomarlo para poder distraer su mente de Pedro. Miró la hoja de papel de cerca. Era él. De nuevo. Si no pensaba en él, lo dibujaba. Ella hizo unos retoques más. Ese hombre tenía unas pestañas por las que muchas mujeres matarían. Ni con rímel era posible igualarlo. Dándole un toque más a la barbilla, levantó el lápiz. Imponente. No el dibujo, sino el hombre. La fuerza de su mandíbula, el seductor brillo de sus ojos, sus jugosos labios… Su temperatura subía solo de pensarlo. ¿Qué diablos estaba haciendo?, se reprendió a sí misma. Entonces, se dió cuenta… Otra vez estaba colada por él. Sin embargo, en aquella ocasión, era diferente de cuando había estado loca por Pedro en la adolescencia. Y era una sensación incluso más fuerte que cuando había empezado a salir con su exmarido. Qué estúpida.

Inevitable: Capítulo 33

 –Por eso quiero aprovechar el tiempo al máximo.


–El fútbol es tu prioridad.


–Es mi vida –afirmó él y miró la foto de la boda de Gonzalo. Tener a alguien esperándolo en casa debía de ser agradable, pero no quería dividir su atención. El fútbol lo era todo para él. Aunque tenía que reconocer que, en ocasiones, se sentía solo, a pesar de estar rodeado de gente. Pero eso no era razón para embarcarse en una relación seria–. Por eso, no empezaré a pensar en sentar la cabeza hasta que termine mi carrera.


Una imagen de Gonzalo con ropa militar y un gran rifle captó la atención de Pedro. Quizá, su amigo se pondría furioso si supiera que quería intentar algo con Paula. Ladeó un poco la foto para que aquel Gonzalo fuerte, alto y armado no los estuviera mirando de frente.


–¿Qué clase de deportes te gustan? –preguntó él, esbozando una radiante sonrisa.


–Ninguno.


–No parece muy divertido –señaló él, acercándose al sofá.


–Eso depende de cómo lo mires.


Abrazarla sería divertido, pensó Pedro y se sentó a su lado. Paula olía a fresas y a sol, a deliciosa y embriagadora ambrosía. Estaba deseando probarla. Sin embargo, ella parecía un poco tensa.


–¿No tienes ninguna de tus obras aquí? ¿Me quieres mostrar algo?


–¿Quieres ver mis grabados? –preguntó ella con desconfianza.


–Estaba pensando más en bocetos o cuadros, pero si tienes grabados y resulta que están en el dormitorio… –bromeó él.


Paula miró hacia el pasillo que conducía a las habitaciones. Tal vez, estaba más dispuesta a jugar de lo que había aparentado, se dijo él, lleno de excitación. Lo único que necesitaba era que le hiciera una señal para hacer el primer movimiento. O dejar que ella tomara la iniciativa. Eso sí que sería emocionante.


–Esta noche, no –repuso Paula, mirándolo a los ojos.


Su gozo en un pozo, pensó Pedro.


–Tal vez, en otra ocasión.


–Ya… veremos –dijo ella.


Sus palabras no parecían nada prometedoras, observó él. Y eso lo irritaba. Estaba acostumbrado a que las mujeres se pelearan por él, se lanzaran a sus brazos y le rogaran que las tocara, las besara, las desnudara. Pero Paula no quería tener nada que ver con él. Al menos, fuera del campo de fútbol. Lo mejor sería dar la noche por terminada, caviló. Una cosa era plantearse un reto y otra distinta darse cabezazos contra la pared. No debería coquetear con ella y, menos aún, desear besarla.


–¿Puedo hacer algo para hacerte cambiar de opinión?


–Esta noche, no –repitió ella, mirándolo con intensidad.


La misma respuesta. Al menos, era una mujer coherente.


–Se está haciendo tarde –dijo él y se puso en pie–. Daisy debe de estar preguntándose dónde estoy. Gracias por la cena. No había contado con disfrutar de una comida casera.


–Gracias por tu ayuda en el entrenamiento.


Pedro no estaba dispuesto a rendirse del todo.


–Siempre puedes invitarme a cenar más veces…


–¿Es que pretendes aprovecharte de la situación? –preguntó ella, arqueando una ceja.


–Es un mal hábito que tengo –admitió él. En realidad, no se consideraba a sí mismo un caballero, pero Paula se merecía todo su respeto–. Es hora de que me vaya. El próximo entrenamiento es el miércoles a las cinco en punto, ¿No?

Inevitable: Capítulo 32

 Sin embargo, Paula había creído a su hermano sin dudarlo… Bueno, le había convenido creerlo.


–Nunca pensé que le hubiera pasado nada malo a Squiggy.


–Lo siento –dijo Pedro con sinceridad–. Gonzalo no quiso decírtelo porque sabía lo mucho que la tortuga significaba para tí. Así que la enterramos él y yo en el parque una noche, después de que te hubieras ido a la cama.


–Debí adivinarlo.


–Eras pequeña. No tiene nada de malo creer algo, si nos hace feliz –opinó Pedro.


–¿Aunque sea mentira?


–Fue una mentira piadosa, para que no lo pasaras mal –replicó él–. Ya sabes que Gonzalo era muy protector contigo.


Paula asintió.


–Mi padre me dijo que es importante cuidar a los demás, sobre todo si son niñas –señaló Ignacio y se frotó la nariz.


–Y así es –aseguró Pedro–. Eso estaba haciendo tu padre con tu tía cuando Squiggy murió. Siempre lo ha hecho y supongo que seguirá haciéndolo con ella y tu madre.


–Yo haré lo mismo –afirmó el niño, enderezándose en su asiento.


–Todos deberíamos hacerlo –dijo Pedro, mirando al pequeño con orgullo.


A Paula se le llenó de ternura el corazón. Ese hombre era un encanto y, para colmo, sonaba sincero. Pero lo mismo le había pasado con David, se recordó a sí misma. Debía aceptar la cruda realidad y tomar las riendas de sus sentimientos. Imaginarse a Pedro como un príncipe azul no solo era peligroso, sino estúpido. Ella no iba a arriesgar su corazón por nadie nunca más.


Mientras Paula metía a Ignacio en la cama, Pedro se quedó viendo las fotos que había sobre la chimenea. Mostraban diferentes etapas de la vida de Gonzalo: En el ejército, en su boda, con su familia, en la graduación de la universidad. Eran todas cosas que él no había experimentado nunca. Sonaron pasos detrás de él.


–Creo que esta vez Connor sí se va a quedar dormido –dijo Paula.


Por fin. El niño era divertido y sabía mucho de fútbol, pero no lo había dejado un momento tranquilo en todo el día. Después de haberle dicho buenas noches, el pequeño todavía se había levantado dos veces más de la cama para verlo. Pedro había estado deseando quedarse a solas con ella. No le sentaría mal repetir eso de tocarle la pantorrilla y, si ella le devolviera la caricia, sería todavía mejor. Un poco de diversión no podía hacerle daño a nadie. Nadie tendría por qué saber lo que había pasado allí esa noche. Paula se sentó en el sofá.


–¿Estabas viendo las fotos de Gonzalo?


–Sí. Sigue teniendo el mismo aspecto de siempre, aunque parece que se ha convertido en un hombre de familia.


Muchos jugadores profesionales tenían esposa, hijos, incluso mascotas. Sin embargo, cuando Pedro había empezado a jugar, no había querido que nada se interpusiera en su carrera.


–Es difícil creer que Gonzalo solo tenga treinta años. Ha hecho mucho para su edad –comentó Paula con un poco de envidia–. Los dos han hecho grandes cosas.


–Yo tengo un año menos que él y me quedan cuatro años como futbolista nada más. Tal vez, cinco, si tengo suerte.


–No es mucho.


Los equipos usaban y tiraban a los jugadores. Pero Pedro no estaba preparado para que eso le sucediera a él aún. Tampoco quería estar de baja demasiado tiempo, ni que lo sentaran en el banquillo.

Inevitable: Capítulo 31

 –¿Quieres que se lo cuente yo o lo haces tú? –inquirió Pedro.


–Hazlo tú. Tengo curiosidad por conocer tu versión de la historia.


–Puede que te sorprenda lo que recuerdo –advirtió Pedro y miró al niño–. Tu tía se presentó ante nosotros con lágrimas en la cara. Tenía una caja de zapatos y nos dijo que su amada Squiggy había muerto. Quería hacer un agujero para enterrarla.


–Antes de que sigas, déjame recordarle a Ignacio que solo tenía siete años cuando pasó eso.


–¿Y qué pasó? –preguntó Ignacio con interés.


–Tu padre y yo cavamos un agujero. Una tumba para el ataúd de Squiggy.


–Caja de zapatos –clarificó ella.


–Paula dejó la caja de zapatos en el agujero y echó unos dientes de león encima. Mientras tu padre y yo echábamos tierra, ella tocó una canción con la armónica. Luego, dijo unas palabras. Gonzalo recitó una breve plegaria –recordó Pedro–. Entonces, tu tía clavó en la tumba una cruz hecha de palitos de piruleta y puso más dientes de león sobre la montaña de tierra.


–Fue un funeral precioso –asintió Paula.


–Sí –afirmó Pedro–. Hasta que nos dijiste que Squiggy no estaba muerta en realidad y que teníamos que desenterrarla para que no se muriera.


Ignacio miró a Paula como si fuera una especie de extraterrestre.


–¿Dices que algunos videojuegos son violentos y enterraste una tortuga viva?


–Algunos juegos no son apropiados para niños de nueve años – se defendió ella–. Y a Squiggy no le pasó nada malo. Por suerte. ¿En qué había estado pensando para hacer aquello?, se dijo a sí misma.


–Pero fue una carrera contrarreloj –comentó Pedro, sonriendo–. Gonzalo y yo estábamos seguros de que nos echarían la culpa a nosotros, si Squiggy moría.


Entonces, las miradas de Pedro y Paula se entrelazaron. Y, durante un instante, algo pasó entre ellos. Tal vez, fuera la magia delrecuerdo compartido, pensó ella y bajó la vista.


–Pero tu padre y Pedro no tuvieron problemas. Sacaron a Squiggy viva y coleando.


Sin embargo, aquella fue la última vez que Paula celebró un entierro. Sus padres se aseguraron de eso.


–Ah –repuso Ignacio–. En el colegio, la señorita Wilson nos ha contado que las tortugas viven más tiempo que los humanos. ¿Qué le pasó a Squiggy?


–Se escapó –contestó Paula–. Tu padre y yo crecimos en una casa junto a un parque y un bonito lago. Solíamos ver tortugas por allí. Gonzalo me dijo que Squiggy se sentía sola y que había huido para vivir con las otras tortugas. Yo me quedé muy triste, pero tu padre me dijo que debería alegrarme por la felicidad de Squiggy.


Pasaron unos instantes de silencio. Ignacio miró a Pedro.


–¿Qué le pasó a Squiggy en realidad?


Paula se quedó boquiabierta. Pedro se quedó callado.


–Squiggy no se escapó –adivinó el niño y soltó un grito sofocado–. ¡Se murió!


Pedro asintió, sin dejar de mirar a Paula.


–Pensé que lo habrías imaginado.

miércoles, 28 de abril de 2021

Inevitable: Capítulo 30

 –Yo nunca he sacado a un perro a pasear –dijo Ignacio.


–Podrías sacar a Daisy algún día, si quieres –sugirió Pedro.


–Si a mi tía le parece bien…


La mirada suplicante de su sobrino no le dejó elección a Paula, aunque eso significara tener que ver a Pedro fuera de los entrenamientos.


–Claro, buscaremos un momento para sacar a pasear a Daisy.


–Así podrás ir viendo lo que significa ocuparse de un perro. También podrías aprovechar para comprobar lo que piensa Tom. Los perros y los gatos no siempre se llevan bien.


Sus palabras eran justo lo que necesitaba escuchar un niño de nueve años ansioso por tener perro, pensó Paula, encantada. Le prepararía cajas y cajas de galletas de chocolate para recompensarlo. Pedro le sonrió. Un agradable estremecimiento la recorrió de arriba abajo. Como no tuviera cuidado, él se iba a dar cuenta, se dijo. Y eso no sería bueno.


–No, pero gatos, sí. Y peces, un pájaro y reptiles.


–¿Te ha hablado tu tía de Squiggy? –preguntó él al niño, tras darle un trago a su té.


Paula se atragantó con el pan y tosió.


–¿Recuerdas a Squiggy?


–Cuando uno tiene que cavar una tumba y desenterrarla el mismo día, es difícil olvidarlo.


–¿Desenterraste una tumba? –quiso saber Ignacio, quedándose boquiabierto.


–Tu padre y yo. La tumba de Squiggy.


–¿Quién es Squiggy? –inquirió el muchacho.


Pedro le guiñó un ojo a Paula. Oh, no, se dijo ella. Él parecía a punto de escupir toda la historia, así que era mejor que lo hiciera ella misma.


–Squiggy era mi tortuga –explicó ella–. No una cualquiera. Era…


–La mejor tortuga de la galaxia –dijo Pedro, terminando la frase por ella–. Y la más rápida.


Paula se quedó mirándolo perpleja. Esas eran las mismas palabras que ella siempre había respondido cuando alguien le había preguntado por Squiggy.


–No puedo creer que te acuerdes –dijo Paula. Todo aquello había pasado cuando ella había tenido solo siete años.


–Te dije que me acordaba de muchas cosas.


–Tu tía solía darle lechuga de comer. Y la sacaba a pasear.


–Puede que Squiggy fuera muy rápida, pero esos paseos duraban mucho –recordó ella, asintiendo.


–No ibas muy lejos –observó Pedro.


–No –admitió ella–. Espera un momento. ¿Cómo lo sabes?


–Tu madre nos mandaba vigilarte.


Sus padres y su hermano siempre habían sido sobreprotectores con ella. Paula no tenía ni idea de que Pedro también había formado parte de la conspiración.


–Y ustedes me acusaban de seguirlos por todas partes.


–Nos seguías.


Paula le sacó la lengua. Él hizo lo mismo. Ignacio rió. Aquella conversación había despertado la memoria de ella. Cuando era pequeña, solía hablar con Pedro cada vez que él estaba allí con Gonzalo. Con la pubertad, se había vuelto más tímida.


–¿Por qué desenterraron la tumba de Squiggy? –preguntó Ignacio.


Pedro miró a Paula a los ojos. Ella no fue capaz de apartar la mirada.


Inevitable: Capítulo 29

 –Es verdad –afirmó ella y notó cómo Pedro la miraba con curiosidad. Sin embargo, decidió ignorarlo. No quería comentar nada acerca de su ex delante de Ignacio. Por mucho que David la hubiera traicionado, el niño le tenía cariño y no quería que la oyera hablar mal de él–. Pero ahora sí iré a todos tus partidos.


Paula tomó el salero. El guiso era uno de sus platos favoritos, pero no tenía ni pizca de hambre. Quizá, con un poco más de sal… Pedro cubrió su mano sobre el salero. Ella se quedó petrificada.


–Hemos pensado lo mismo –dijo él, sonriendo.


Sin embargo, Paula se sintió incapaz de pensar. Maldición. Aquel hombre tenía un efecto demasiado poderoso sobre su cuerpo. Pero pensaba demostrarle que nadie jugaba con ella, se dijo y apartó la mano con brusquedad, cediéndole el salero.


–No, tú lo tenías primero –dijo él, acercándoselo.


–Gracias –dijo ella.


–Había olvidado contarte que Pablo tiene un cachorrito, tía Paula – comentó Ignacio con entusiasmo–. Seguro que a Tom le gustaría tener un perro. Así no estaría tan solo.


Oh, no. Paula sabía muy bien adónde quería llegar su sobrino. Ignacio había usado la misma táctica para convencerle de que le comprara un juego de ordenador. Pero una cosa era comprar un objeto inanimado y otra, muy distinta, tener que ocuparse de un ser vivo.


–Tom casi nunca está solo –puntualizó ella y le pasó la sal a Pedro–. Yo trabajo en casa.


–Pero tú no juegas a perseguirlo por toda la casa –objetó el niño–. Cuando yo no estoy, el gato se pasa todo el día tumbado.


–¿No persigues a Tom? –preguntó Pedro con tono burlón.


Paula le dió un trago a su vaso de té helado para intentar refrescarse la sangre, pero no lo consiguió. Aquel hombre le hacía subir la temperatura de forma alarmante.


–Los perros rompen cosas –apuntó Pedro–. No lo olvides. Y manchan. Ibas a tener que encargarte de limpiarlo.


–¿Limpiar sus cacas? –preguntó el niño con gesto de asco.


De acuerdo, igual no era tan malo tener allí a Pedro, pensó Paula. Su comentario había sido perfecto para hacer entrar en razón al niño. O, al menos, eso esperaba ella.


–Sí, tendrías que hacerlo tú –corroboró ella–. Además, tus padres son los que tienen que decidir si quieren un perro. Es una gran responsabilidad.


–Enorme –afirmó Pedro–. Yo estoy cuidando a Daisy, la perra de mis padres. No sabía que algo tan pequeño pudiera dar tanto trabajo. Siempre quiere que le preste atención o que la saque a pasear.

Inevitable: Capítulo 28

 –¿Necesitas ayuda? –preguntó Pedro, gritando desde el salón.


–No, gracias –repuso ella, molesta consigo misma por haber estado pensando esas cosas.


Estaba deseando que Pedro se fuera. No, no era cierto. Ignacio lo estaba pasando en grande con él. Y el equipo lo necesitaba. Eso significaba que ella también lo necesitaba. No era lo mismo leer un par de libros que recibir lecciones directas de Pedro Alfonso sobre cómo entrenar. Darle de cenar era lo menos que podía hacer para agradecerle su dedicación. Además, él no tenía la culpa de ser tan guapo y seductor. Aquella sonrisa, aquellos ojos brillantes, sus músculos perfectos, sus cálidas manos… Debía tener cuidado y no dejarse engatusar, se repitió una vez más.


–Voy a ganar –gritó Ignacio, riendo.


–No tan rápido. Todavía no estoy muerto.


–Espera y verás.


Al oír el alegre tono de su sobrino, Paula se relajó. Los niños necesitaban una influencia masculina en su vida. Aunque fuera una influencia perjudicial para ella. Llevaba mucho tiempo sin estar con ningún hombre y, sin duda, eso explicaba su reacción ante Pedro, caviló ella, aliñando la ensalada. El temporizador del horno sonó.


–La cena está lista –dijo Paula, llevando una jarra de té helado en la mano.


Ignacio se sentó en su lugar habitual y señaló la silla de enfrente, al lado de donde solía sentarse Paula.


–Siéntate ahí, Pedro –indicó el niño–. Las otras sillas son de mi madre y de mi padre.


Pedro se sentó. Aunque tenía espacio para seis comensales, la mesa parecía más pequeña con él allí, pensó Paula. Ignorando su incomodidad, llenó los vasos y se sentó al lado del invitado. Cuando sus piernas se rozaron, a ella se le aceleró el pulso todavía más y se apresuró a apartar la suya, doblándola debajo de la silla.


–Estas son mis favoritas –dijo Ignacio, tomando dos galletas saladas del plato.


–Huele muy bien –comentó Pedro, tomando una.


–Gracias –repuso ella.


Mientras ella servía el guiso de carne, Paula removió la ensalada. Sus brazos se rozaron, incendiando la carne que tocaban.


–Lo siento –dijo él.


–No pasa nada –mintió ella.


Paula odiaba la manera en que su cuerpo reaccionaba al tocarlo. Se apartó un poco, proponiéndose que no se repitiera. Mientras comían, los dos varones se enzarzaron en una animada charla sobre la futura temporada de fútbol.


–¿Cuál es tu equipo favorito? –le preguntó Pedro a Paula.


–Solo veo los partidos en los que juega Ignacio…


–Eso era cuando vivías con David. Desde que te fuiste de aquí, no has venido a ninguno –le recriminó el niño.

Inevitable: Capítulo 27

Paula se había quedado perpleja cuando Pedro había dicho que no tenía planes para esa noche. Había esperado que tuviera una chica o dos esperándolo. Tal vez, tuviera novia en Phoenix…


–Dile que puede venir, tía Paula –insistió el muchacho, mirándola con ojos de corderito–. Es lo menos que podemos hacer por Pedro, después de que está entrenándonos.


A Paula se le ocurrieron cientos de razones para no invitarlo, pero también tenía un gran motivo para hacerlo… Ignacio.


–Será un placer que cenes con nosotros –afirmó ella, pensando que cualquier cosa merecía la pena con tal de ver sonreír así a su sobrino. Además, solo sería una cena. Nada más–. Tenemos bastante comida.


–Gracias –repuso Pedro–. Estoy harto de comer carne a la plancha.


–¿Sabes cocinar? preguntó Ignacio con ojos como platos.


–Si no cocino, no como –explicó Pedro–. Cuando me mudé a Inglaterra, tenía que cocinar, fregar y lavarme la ropa solo.


Sus palabras sorprendieron a Paula, pues había esperado que tuviera un equipo de empleados a su servicio o que comiera fuera todos los días.


–Yo también tendré que aprender –comentó Ignacio con gesto serio.


–Estás en ello –lo animó Pedro–. Ya haces unas estupendas galletas de chocolate.


–Sí –afirmó el niño con una sonrisa de satisfacción.


–Cuando alguien te hace un cumplido, tienes que decir «Gracias» –le reprendió su tía.


–¿Aunque sea verdad? –quiso saber Ignacio.


Pedro sonrió.


–Sobre todo, si es verdad.


–De acuerdo, gracias –dijo el niño, encogiéndose de hombros.


Invitar a Pedro a casa era justo lo que Ignacio necesitaba. Sin embargo, ¿Sería buena idea para ella? De acuerdo, tenía que admitir que le gustaba estar cerca de él… Pero eso no significaba nada. ¿O sí?



La cocina olía a especias, verduras y carne al horno. Sin embargo, Paula no estaba concentrada en las ollas. No podía dejar de pensar en cómo Pedro le había tocado la pierna. Apoyándose en la encimera, suspiró. Ese hombre era… Debía dejar de soñar despierta, se reprendió a sí misma. Era una divorciada de veintiséis años, no una adolescente. Y sabía que no debía enamorarse de Pedro Alfonso. Ese tipo tenía bastante encanto para derretir a cualquiera, menos a ella, se dijo. Dejó la masa de galletas sobre la mesa. El sonido de risas y disparos de la videoconsola llegaba desde el salón. Las carcajadas de Pedro eran profundas y sonoras y aterciopeladas como el chocolate. ¿Sabría igual que sonaba?, se preguntó. Cuando iba a meter la bandeja de galletas para que se cocieran, lo hizo con demasiada fuerza y sonó un golpe contra la puerta del horno.

Inevitable: Capítulo 26

 –¿Crees que, diciéndoselo, dejarán de hacerlo? –preguntó ella.


–No, son todavía muy jóvenes. Empezarán a darse cuenta de lo que se supone que deben hacer –respondió él–. Solo lo integrarán mediante la práctica y con el tiempo.


El campo de juego bullía de energía. Ignacio le pasó el balón a Damián, que tiró por encima de la cabeza del portero. ¡Gol!


–¡Sí! –gritó Pedro–. Así se hace.


Los niños se chocaron las manos.


–El gol ha sido posible gracias a que Ignacio se ha colocado bien. Tiene buena intuición, igual que su padre –comentó él con una sonrisa.


–¿Te gustaría estar jugando?


–Siempre quiero jugar –repuso él, encogiéndose de hombros–. Pero es mucho mejor estar aquí que estar en el sofá de mi padre, con la perra en el regazo.


En el estacionamiento, un grupo de padres esperaban para recoger a sus hijos. Paula se miró el reloj. ¡Había perdido la noción del tiempo!


–La hora terminó hace cinco minutos.


–Qué rápido –dijo Pedro y sopló el silbato–. Quiero que todo el mundo dé una vuelta al campo para relajar los músculos. No corran, solo vayan a buen paso.


Los niños obedecieron, unos más rápidos que otros.


–Lo han hecho muy bien –observó él.


–Y tú –opinó ella.


–Es la primera vez que entreno a alguien.


–Pues lo has hecho de maravilla –repitió Paula. Ella no podría haberlo hecho igual. Era una suerte que hubiera hecho caso a Ignacio y hubiera ido a hablar con Pedro para convencerlo de que ayudara al equipo–. He aprendido mucho. Y los niños se han divertido.


–Cuando tienes ocho o nueve años, el fútbol siempre es divertido.


–¿Y cuando tienes veintinueve? –preguntó ella con curiosidad.


–Hay más presión, pero no me quejo. Es lo que siempre he querido hacer.


–Tienes suerte –señaló Paula. Ella no podía decir lo mismo. Tal vez, algún día, podría realizar su sueño… –Gonzalo dice que has luchado mucho para llegar adonde estás.


–Gonzalo es muy amable. Pero la verdad es que la motivación puede obrar milagros en un chiquillo.


–Tú querías ser jugador profesional.


–Quería salir de Wicksburg –admitió él–. No sacaba buenas notas porque me gustaba más darle a la pelota que estudiar. Por eso, no conseguí ninguna beca para estudiar fuera.


–Un muchacho de pueblo con grandes sueños.


–Eso es –repuso él con una seductora sonrisa.


Los niños se fueron acercando y Pedro se despidió de ellos chocándoles la palma de la mano.


–Han hecho un buen trabajo. Practiquen en casa. Pueden ir aprendiendo a controlar la pelota sin que se les caiga al suelo. Ahora, recojan los conos y los balones para que podamos irnos. No sé ustedes, pero yo tengo hambre.


Cuando trajeron las pelotas, Paula las fue guardando en una bolsa. Luego, los muchachos se fueron con sus padres. Ignacio estaba sonriendo de oreja a oreja.


–Ha sido muy divertido.


–Lo has hecho muy bien –lo felicitó Pedro.


–Correr tanto me ha dado hambre –le dijo el niño a su tía.


–He dejado la cena preparada en casa –repuso ella.


–¿Quieres cenar con nosotros, Pedro? –lo invitó Ignacio–. La tía Paula siempre hace comida de sobra.


Pasar más tiempo con Pedro no le pareció buena idea a Paula. Sin embargo, quería hacerlo por Ignacio.


–Eres muy amable por invitarlo. Claro que tenemos comida suficiente, aunque es probable que tu entrenador tenga otros planes.


–Esta noche estoy libre –afirmó Pedro–. Pero no quiero molestar…


–No molestas –se apresuró a decir Ignacio y miró a su tía para que lo corroborara.

lunes, 26 de abril de 2021

Inevitable: Capítulo 25

Su contacto la había sorprendido y, al mismo tiempo, su suavidad al sujetarla le había hecho desear… Más. Y, cuando se había colocado detrás de ella, con su fuerte cuerpo presionándole la espalda, para ayudarle a aprender los pases de balón… Paula tragó saliva. Había sido agradable sentir el contacto físico de un hombre, pero debía tener cuidado. No tenía la intención de salir con nadie. Y menos cuando tenía que ocuparse de Ignacio.


–Buen tiro, Pablo –aplaudió Pedro y miró a Paula–. Gracias por tu apoyo.


–Soy yo quien debería darte las gracias. Los niños han aprendido mucho hoy. Más de lo que yo podría haberles enseñado en todo el curso.


–Gracias por el cumplido –repuso él–. Pero tú también serás capaz de hacerlo cuando llegue el momento.


Paula lo dudaba. Todos los niños, menos dos, rodearon la pelota. Pedro hizo una mueca.


–Ha pasado algo, pero no sé qué –comentó él, mirando el campo. Señaló al grupo de jugadores–. ¿Ves cómo están todos apiñados y concentrados solo en el balón?


Ella asintió.


–Tienen que ocupar sus posiciones –indicó él y señaló al niño más rápido, Damián–. Ese chico solo quiere la pelota. En vez de jugar en el centro, donde debería estar, está en el área izquierda. ¿Y ves a ese chico pelirrojo, Mauro…?


–Marcos –le corrió ella.


–Sí, Marcos. Están todos en la misma área, Marcos, Damián y esos de allí.


Los conocimientos de Pedro sobre fútbol impresionaron a Paula. De acuerdo, era jugador profesional. Pero se estaba tomando la molestia de comentarle cada detalle a ella y de hacer correcciones a los chicos. Debería haber llevado un cuaderno de notas, pues aquello era como asistir a un curso elevado de técnicas de fútbol, pensó.


–¿Y qué se puede hacer en este caso? –quiso saber ella.


–Esto –respondió él y se llevó el silbato a la boca.


Cuando sopló, Paula no pudo evitar preguntarse a qué sabrían sus labios. Lo más probable era que su contacto fuera tan agradable como el de sus manos, adivinó. Incluso, igual, mejor. No debía pensar en eso, se reprendió a sí misma. Los niños se quedaron petrificados.


–No estamos jugando al balón prisionero –les gritó Pedro–. No persigan la pelota. Repártanse. Ocupen sus posiciones. Intentémoslo de nuevo.


Los niños obedecieron. Pedro los dirigió para que no volvieran a apiñarse. Los aplaudía cuando hacían algo bien y los corregía cuando cometían errores. Paula se inundó de calidez mientras lo contemplaba, aunque se obligó a centrar la mirada en los niños nada más. El juego en el campo le recordaba a un acordeón. A veces, estaban esparcidos. Otras veces, estaban todos juntos alrededor de la pelota.


Inevitable: Capítulo 24

 Los niños los rodearon con miradas expectantes. Fue una sensación desconcertante para él y, de pronto, se sintió como si fuera a salir al campo de juego por primera vez.


–Hola, chicos, soy Pedro. Voy a ayudar en los entrenamientos durante un tiempo. ¿Están listos para jugar al fútbol?


Nueve o diez cabezas, de todos los tamaños y colores, asintieron con entusiasmo. Genial. Pedro sonrió. Iba a ser muy fácil, se dijo.


–Quiero que me digan sus nombres y cuánto tiempo llevan jugando.


Cada niño respondió. Valentín. Ramiro. Damián. Pablo. Marcos. Pedro no iba a poder recordar tantos nombres. No pasaba nada, podía llamarlos «Muchacho» y ya estaba.


–Vamos con ello.


–¿Puedes enseñarnos a fingir una falta? –preguntó un niño rubio con largo flequillo.


Algunos jugadores fingían que los habían lastimado para que el árbitro pitara falta al equipo contrario y les concediera un penalti.


–No. Eso no se hace.


–¿Y si es la Copa del Mundo? –preguntó un chico con el pelo cortado a cepillo.


–Cuando estés jugando la Copa del Mundo, sabrás lo que tienes que hacer –contestó él y dió una palmada–. Vamos a calentar.


Los niños se quedaron clavados en el sitio. A juzgar por sus rostros, no tenían ni idea de qué estaba hablando.


–Hagan una fila recta detrás del primer cono que hay en el lado izquierdo.


Los niños se movieron hacia allá, aunque la fila no tenía nada de recto. Dos pequeños se daban codazos, peleándose por estar ambos delante de Ignacio. Otros dos estaban haciéndose la zancadilla. Los del final se estaban dispersando. Las cosas no estaban saliendo como Pedro había planeado. Se pasó la mano por el pelo y miró a Paula. Ella le dedicó una sonrisa provocativa.


–Adelante. Todos tuyos.


El tiempo pasó volando. Paula no había sabido qué esperar de aquella experiencia, pero tuvo que reconocer que a Pedro se le daban bien los niños. Había conseguido amansar a los pequeños mediante ejercicios de calentamiento y pases de balón. Y se había volcado en la tarea lleno de entusiasmo, ganándose a todos los jugadores. Por suerte, el entrenamiento solo duraba sesenta minutos, dos días a la semana, pensó. Porque, cuando estaba en acción, aquel hombre parecía más sexy que nunca. Y peligroso. Mientras él había estado centrado en los niños, ella había aprovechado para contemplarlo. Y había intentando no derretirse ante su atractivo. Pero no era fácil. Sobre todo, cuando no podía dejar de pensar en lo que había sentido cuando él le había tocado la pantorrilla.

Inevitable: Capítulo 23

 –Suena complicado.


–Es fácil.


–Tal vez, para una estrella del fútbol.


¿Con que una estrella? A Pedro le sorprendió que lo viera así. Pero no le disgustó.


–También es fácil para un niño de nueve años.


Ella lo siguió hasta donde estaban colocados los conos.


–Primero, quiero que corras alrededor de la parte exterior.


–Los chicos saben hacerlo solos.


–Quiero que vean cómo se hace de la forma correcta.


Pedro contempló cómo corría alrededor de los conos con movimientos de gacela.


–¿Ahora qué?


–Hacia atrás.


Paula volvió al punto de partida y le dió una vuelta a los conos hacia atrás. Pedro le fue diciendo qué debía hacer, ya fuera saltar entre los conos o agacharse para tocarse la punta de las zapatillas. Las mejillas se le fueron sonrosando por el esfuerzo. Los pechos se le movían con los movimientos. Aquella había sido una de las mejores ideas que había tenido jamás, se felicitó en silencio y sonrió, satisfecho consigo mismo.


–Ponte delante de los conos y avanza arrastrando los pies de lado.


Paula hizo algo parecido a un paso de breakdance.


–Deja que te enseñe –se ofreció él y se acercó. Se agachó y le tocó la pantorrilla derecha. Al momento, a ella se le contrajeron los músculos. Su piel era tan suave como parecía–. Tranquila. No voy a hacerte daño.


–Eso dicen todos –murmuró ella.


Pedro no tenía ni idea de a qué se refería ni de quiénes eran «Todos», aunque se propuso averiguarlo.


–Acerca este pie al otro, en vez de cruzar la pierna por detrás – indicó él y le levantó el pie para mostrarle cómo tenía que hacer el movimiento–. Así.


Ella se sonrojó todavía más.


–Podrías habérmelo dicho nada más.


–Sí, pero así ha sido más divertido –repuso él, poniéndose en pie.


–Depende de lo que entiendas por divertido.


Paula recorrió los conos arrastrando los pies, bajo la atenta mirada de Pedro.


–¿Algo más?


Había más, pensó él. Pero, para el primer día de entrenamiento, eso era todo.


–Algunos pases de balón –sugirió ella.


Se oyeron las voces de niños acercándose.


–Te enseñaré eso cuando llegue el momento –contestó él–. Ya está aquí el equipo.


–¿Estás nervioso?


–No hay razón para estarlo. Son niños.


–¿Estás acostumbrado a estar con niños de ocho y nueve años? –preguntó ella, mirándolo con gesto pensativo.


–No, pero he sido niño.


–Ya.


Él le guiñó un ojo y ella sonrió. Entonces, una chispa inesperada surgió entre ellos. Algún niño eructó y comenzó a reír. Aquello sirvió para romper de golpe la conexión que Pedro había sentido con Paula. No era algo que él buscara, ni siquiera lo deseaba. Una cosa era coquetear y otra, bien distinta, era meterse en algo serio. Además, no podía meterse en líos de faldas, al menos, durante su estancia en Wicksburg.


–Han llegado los Defeeters.

Inevitable: Capítulo 22

 –Me gusta estar con Ignacio –repuso ella y se miró el reloj–. Tenemos que prepararnos. Los chicos están al llegar.


Él hubiera preferido seguir indagando sobre aquella interesante mujer, pero habría más ocasiones para eso, pensó.


–¿Dónde pongo los conos?


–¿A tí qué te parece? –preguntó él a su vez, poniéndola a prueba.


Ella levantó la barbilla, sin arredrarse.


–Dímelo tú, que eres el entrenador.


–Oficialmente, la entrenadora eres tú –puntualizó él. Paula había firmado como encargada del puesto ante la liga de fútbol. Además, él no iba a estar allí toda la temporada–. Yo solo soy tu ayudante.


–Puede que yo sea la entrenadora oficial, pero mientras estés aquí tú, mi tarea principal es ocuparme de las meriendas.


–Eso es casi tan importante como entrenar –aseguró él–. La merienda era mi parte favorita cuando niño.


Sin embargo, con Paula allí, eso iba a cambiar. Sin querer, bajó la vista a sus piernas, interminables, y se fijó en un lunar que tenía en la pantorrilla. Se preguntó a qué sabría su piel.


–Pedro…


Él hizo un esfuerzo para volver a mirarla a la cara. Parecía molesta.


–¿Qué hago con los conos?


Maldición. Era la segunda vez que lo sorprendía mirándola, pensó Pedro. Pero no podía evitarlo. Se preguntó qué aspecto tendría en biquini… O desnuda. Muy bueno, seguro. Aunque imaginarla sin ropa no era buena idea. Tenía que enfocarse en el entrenamiento.


–Dos líneas verticales con una horizontal que las una por arriba. Cinco conos a cada lado.


Paula dejó la bolsa de deporte en el suelo.


–Mientras lo hago, prepara tu silla y siéntate para no cargar de peso el pie. No querrás que nada entorpezca tu recuperación.


Dicho aquello, Paula se dió media vuelta y se alejó meneando las caderas y los rizos al viento.


Pedro sacó la silla de la bolsa y la abrió. Pero no se sentó. No le dolía el pie. Pensó en cómo iba a plantear el entrenamiento. No podría servirles de ejemplo a los niños, debido a su lesión. Necesitaba a alguien que les enseñara en la práctica a los niños lo que tenían que hacer. Alguien como…


–Paula.


–Un momento –dijo ella y dejó el último cono sobre el césped–. ¿Qué quieres?


A ella. Aunque eso no era posible, se recordó a sí mismo. Sin embargo, no pudo evitar forjarse un pícaro plan.


–Te voy a necesitar para mostrarle a los niños qué hacer durante los calentamientos y los ensayos.


Ella abrió los ojos como platos.


–No he hecho nada de eso antes. No tengo ni idea de qué quieres.


Quería acostarse con ella. Tan sencillo como eso, reconoció él para sus adentros. Si las circunstancias hubieran sido diferentes…


–Te lo enseñaré.


–Bu-bueno.


Su falta de entusiasmo le hizo sonreír.


–Es fútbol, no un camino a la guillotina.


–Quizá, desde tu punto de vista, no –replicó ella–. Dime, pues.


–Quiero que los chicos hagan un calentamiento dinámico. Tienen que dividirse en dos grupos. La mitad se colocará en la parte exterior de los conos y la otra mitad, en la interior. Cada vez tendrán que hacer algo distinto para calentar los músculos.

Inevitable: Capítulo 21

 –Es verdad que no había contado convertirme en entrenador durante mi estancia en Wicksburg. Pero quiero hacerlo por Gonzalo y por su hijo –admitió él. 


También lo hacía por ella, pero prefirió guardárselo para sus adentros.


–¿Y si sale a la luz?


Eso mismo se había preguntado en varias ocasiones Pedro. Era posible que alguien pasara por allí, lo reconociera y lanzara la noticia. Pero estaba dispuesto a correr el riesgo. Además, ¿Qué tenía de malo ayudar a un puñado de críos? El servicio a la comunidad era algo positivo, ¿No?


–Ya veré lo que hago, si se da el caso. Mientras, no olvides que no soy el entrenador definitivo, solo estoy echando una mano.


Pedro esperaba que su puntualización fuera tenida en cuenta. Esperó que ella dijera algo, que le enumerara una lista de razones por las que no era buena idea que ayudara a los Defeeters. Sin embargo, lo único que hizo Paula fue mostrarle su bolsa de deporte.


–He traído balones y conos. También, tengo una carpeta con número de teléfono de emergencias y datos personales de los jugadores –informó ella–. ¿Dónde quieres poner los conos? – preguntó, sin más preámbulos–. Nunca he estado en un entrenamiento antes.


Esa era una de las razones por las que Pedro quería ayudar. No solo iba a trabajar con los niños. Además, iba a enseñar a Paula lo que tenía que hacer para que lo sustituyera cuando él tuviera que irse. No quería que los Defeeters se quedaran colgados y sin entrenador para la liga de otoño.


–Te lo mostraré.


Caminaron hacia el campo. El olor a hierba fresca lo inundó. Para él, era un aroma tan embriagador como el perfume de una mujer. Inhaló, llenándose de entusiasmo por la tarea que tenía por delante. Desde que se había operado el pie, había estado apartado del fútbol y de las mujeres. Al menos, una de las dos cosas iba a cambiar, pensó, lanzándole una mirada a Paula. Bueno, más o menos.


–Me gusta estar de vuelta –señaló él.


–¿En el pueblo?


–En este campo –repuso él. Durante los últimos once años, había estado jugando en estadios repletos, con hinchas de caras pintadas y pechos desnudos, mujeres en minifalda pidiendo autógrafos… Nada que ver con aquello–. No importa si estoy en un colegio de primaria o en un estadio a rebosar… en el campo de juego siempre me siento como en casa.


Paula lo miró con un atisbo de nostalgia en los ojos.


–Yo me sentía igual en el taller de pintura al que iba de vez en cuando en Chicago –recordó ella con el rostro iluminado–. Alquilaban estudios por horas. Olía a pintura y a disolvente y eso me encantaba. Disfrutaba mucho allí, siempre me quedaba hasta el último minuto.


Al contemplar el cambio de su expresión, Pedro pensó que así era como quería verla siempre.


–¿Tienes aquí algún sitio para pintar? –preguntó él con voz ronca.


–No. Es solo un pasatiempo para mí. Ahora no tengo mucho espacio para eso, con mi trabajo de diseño gráfico y con Ignacio.


A Pedro no le gustó cómo le quitaba importancia a algo que le hacía tan feliz.


–Pero si te gusta…

viernes, 23 de abril de 2021

Inevitable: Capítulo 20

Sonó la puerta de un coche. Pedro volvió la cabeza y vió a Paula saliendo de su utilitario. Él esperaba que se alegrara de verlo. La había notado muy reticente cuando había anunciado que él mismo entrenaría a los Defeeters. Cuando le había explicado la razón, que no había encontrado a nadie más, ella había sonreído con resignación. Pero no había parecido contenta por la noticia. La contempló mientras cerraba la puerta del coche. Deseó poder tocarle aquellos rizos dorados que se movían con el viento y parecían tan suaves como la seda. Paula comenzó a acercarse con una bolsa de deporte al hombro. Estaba sola. Quizá, su sobrino estuviera enfermo, pensó. Bueno, al menos ella se había presentado y eso lo hacía feliz. El tiempo era perfecto, cálido y agradable. Y Paula llevaba una camiseta ajustada y unos pantalones cortos que resaltaban su delicioso cuerpo a la perfección. Tenía los pechos turgentes, las piernas largas y firmes. Y su cutis mostraba su piel tal cual, pálida, sin maquillaje. La pequeña Paula Chaves era un bombón, se dijo él, sonriendo. Entrenar a los Defeeters cada vez le estaba resultando más atractivo. Cuando sus ojos se encontraron, ella apretó los labios. Maldición. Lo había sorprendido mirándola embobado, casi cayéndosele la baba, comprendió Pedro y tragó saliva, sintiéndose culpable. Además, al observar la reacción de ella, le quedó clara otra cosa: Paula ya no estaba loca por él. No le sorprendía. Los enamoramientos de adolescencia eran pasajeros. Y los de la edad adulta, también. Sin embargo, no entendía por qué ella parecía disgustada de verlo. Después de todo, iba a entrenar a los niños. No esperaba que se lanzara a sus pies pero, al menos, una sonrisa… Paula se detuvo un momento, mirando al campo de fútbol. Titubeó y, cuando Pedro creía que iba a dirigirse en sentido opuesto a él, comenzó a acercarse.


–Hola –saludó él.


–Hola.


–¿Dónde está Ignacio?


–Hemos invitado a comer a un amigo de su equipo. Vienen los dos juntos caminando. Estarán a punto de llegar.


–Vaya, es un niño con suerte. Su primer día de entrenamiento y lleva un amigo a casa.


–Quería que fuera especial para él.


A Pedro le gustaba lo mucho que Paula se esforzaba por su sobrino. Parecía que ella estaba centrada en los demás. Se preguntó si, a veces, haría algo para sí misma.


–El primer día de entrenamiento siempre es muy excitante. Es cuando se conoce al nuevo entrenador, se pone de manifiesto quién ha mejorado durante las vacaciones, se hacen amigos con nuevos miembros del equipo. Al menos, así lo recuerdo yo.


–Lo único que sé es que Ignacio lleva semanas esperando este día. Ha escrito cartas y correos electrónicos a sus padres, contando los días para que empezara el entrenamiento. Sin embargo, no han contestado desde hace dos días. Deben de estar en algún sitio sin acceso a Internet.


–¿Estás preocupada?


Paula se encogió de hombros, sin poder ocultar su ansiedad.


–Gonzalo me avisó de que podía pasar. Pero Ignacio está deseando saber lo que piensa su padre de que tú los entrenes.


–Espero satisfacer las expectativas de tu sobrino –comentó él, pasando por alto que ella no hubiera respondido a su pregunta.


–No es necesario que hagas esto, si no estás convencido.


Eso no era lo que Pedro había esperado escuchar. Sin embargo, Paula no parecía la clase de persona que pudiera tragarse lo que pensaba. Y parecía compungida. Deseó poder tranquilizarla.


Inevitable: Capítulo 19

Paula no se sentía tan lista. No estaba segura de cómo interpretar su reacción a la presencia de aquel hombre. Bueno, tal vez, era normal, pues era muy guapo. Impresionante. Pero había aprendido a que no debía dejarse engatusar por el encanto y las sensuales sonrisas de un varón.


–Pensé que ibas a llamar –comentó ella, enderezando la espalda.


–Decidí que era mejor pasarme.


–No era necesario que te molestaras en venir. Habría bastado con una llamada.


–Para él, no –replicó Pedro, señalando a su sobrino.


Ignacio sonrió. Parecía alegre y despreocupado, como deberían estar todos los niños de su edad.


–Gracias –dijo Paula, llena de gratitud.


–Mira esto –llamó Ignacio.


–Te estoy mirando –afirmó Pedro, observando cómo el niño hacía malabares con la pelota muy concentrado–. Sigue así.


–No ha dejado de hablar de tí durante los últimos dos días – informó ella en voz baja–. Me alegro mucho de que hayas venido. Por él, claro.


–Pues yo también.


–¿Has encontrado entrenador para los Defeeters? –preguntó Ignacio.


–No del todo. Pero tengo a alguien que puede ir echando una mano por el momento.


–¡Lo sabía! –gritó Ignacio a pleno pulmón.


El corazón de Paula se inundó de calidez. Pedro había cumplido con su promesa, incluso había hecho más de lo que ella había esperado. Aunque, para su propia tranquilidad, quizá hubiera sido mejor no volverlo a ver…


–¿Quién nos va a entrenar?


Pedro esbozó una de sus seductoras sonrisas de medio lado, la misma que solía derretir a Paula cuando había sido adolescente.


–Yo.




El lunes por la mañana de la semana siguiente, Pedro entró en el estacionamiento de la escuela de primaria de Wicksburg. Jugar al fútbol era uno de los buenos recuerdos que tenía de ese lugar. Esperaba que el entrenamiento fuera bien. Además, tenía ganas de ver a Paula. En cuanto a los chicos, ¿Qué problemas podía darle un grupito de pequeños de nueve años? Pedro se colgó al hombro la silla plegable de camping que había llevado para la ocasión. No le gustaba tener que sentarse durante las prácticas, pero su pie no aguantaría una hora sobre el suelo. Su prioridad número uno era curarse. Debía andarse con cuidado a la hora de entrenar a los Defeeters. No solo por su pie. Tal vez, su agente y el dueño de su equipo no estuvieran de acuerdo con ello, pues podía llamar la atención de los medios de comunicación. Por eso, había enviado un correo electrónico a todos los padres de los niños, pidiéndoles que guardaran discreción.

Inevitable: Capítulo 18

 –Aunque no lo creas, tu tía también sabe algunas cosas sobre fútbol –aseguró ella. Había encontrado un libro sobre cómo entrenar y había visto unos cuantos vídeos–. ¿Qué te parece si practicamos un poco más y nos vamos a cenar a la pizzería?


–Está bien –repuso Ignacio, sin entusiasmo.


Una vieja ranchera azul estacionó delante de la casa. El motor hacía un ruido horrible, hasta que se paró. La puerta del conductor se abrió. Era Pedro. A Paula se le aceleró el corazón y el estómago se le encogió por los nervios. No la había engañado. Seguía siendo el mismo muchacho amable que había sido en el instituto, pensó ella, viendo cómo se acercaba. Llevaba un polo blanco con el logo del Fuego, unos pantalones cortos y el pelo muy bien peinado. También, se había afeitado. Aun así, ella sabía que no debía bajar la guardia. Aquel hombre era peligroso. La única razón por la que se alegraba de verlo era Ignacio.


–Es él –dijo el niño con admiración–. Pedro Alfonso.


–Sí, es él.


Pedro se acercó a la puerta de su jardín.


–Hola.


–Hola –respondió Paula, conteniéndose para no acercarse también.


–Tú debes de ser Ignacio –dijo Pedro, mirando al muchacho.


Ignacio asintió. Paula lo miró con ternura. Pedro debía de saber lo importante que ese momento era para su sobrino.


–Encantado de conocerle, señor Alfonso –saludó el pequeño, tendiéndole la mano.


–Llámame Pedro –ofreció él, sonriendo y estrechándole la mano.


–De acuerdo, Pedro –dijo el niño con ojos abiertos de par en par.


–Parece que has estado practicando –indicó Pedro–. Es bueno hacerlo todos los días.


Ignacio solo asintió. Estaba impactado de tener a su héroe allí. Paula no podía culparlo. Ella también lo estaba.


–Veamos lo que sabes hacer –propuso Pedro, acercándole la pelota al niño con el pie izquierdo.


Ignacio le dió unos cuantos toques al balón con las rodillas y los pies, sin dejar que cayera al suelo.


–Lo haces muy bien –le animó Pedro.


Entusiasmado, el niño continuó.


–Me recuerda a Gonzalo –comentó Pedro, mirando a Paula.


–Son idénticos.


A Ignacio se le escapó la pelota y salió corriendo tras ella.


–Volveré a intentarlo.


–Cuanto más practiques, mejor lo harás –aconsejó Pedro.


–Eso dice mi tía Paula.


Cuando Pedro la miró, a ella se le aceleró el pulso.


–Tu tía es una mujer muy lista.

Inevitable: Capítulo 17

Al recordar las palabras de Pedro, cuando le había prometido que llamaría pronto, se sintió ridícula y patética por habérselo creído. De acuerdo, solo habían pasado dos días. Pero a ella le estaban empezando a parecer una eternidad. ¿Sería Pedro una de esas personas que no acostumbraban a cumplir sus promesas? El tiempo lo diría, pero esperaba que no, por el bien de Ignacio.


–A tu maestra le gustó el trabajo que hiciste del libro –comentó ella, parando la pelota.


–Eso creo.


–Te ha puesto sobresaliente.


–¿Estás segura de que no ha llamado? –preguntó Ignacio, ignorándola.


No había dejado de preguntarle lo mismo durante las últimas cuarenta y ocho horas.


–Llevo el móvil aquí mismo –indicó ella, dándose una palmadita en el bolsillo del pantalón.


–¿Has comprobado si tienes mensajes?


–Sí.


Lo había comprobado muchas veces. Y no tenía ningún mensaje de Pedro. Ni de nadie. No había hecho muchos amigos en Chicago y los que había tenido en Wicksburg habían seguido siendo amigos de su ex marido cuando ella se había ido. Por eso, había perdido las ganas de quedar con ellos. Además, odiaba la forma en que la miraban, como si le tuvieran lástima.


–Solo han pasado dos días.


–Parece una eternidad.


–Lo sé –admitió ella.  Cada vez que sonaba el teléfono, se llenaba de nervios, pensando que podía ser Pedro. Y no le gustaba que le pasara eso con ningún hombre, aunque esperara que la llamara para darle noticias sobre el entrenador de su sobrino–. Pero las cosas buenas requieren su tiempo.


Ignacio le dió una patada al balón.


–Eso dicen mis padres. Intento tener paciencia, pero me cuesta.


–Sé que es difícil. Tenemos que darle su tiempo a Pedro.


Ignacio asintió. Paula rezó para que Pedro llamara. No quería que el niño se desilusionara como le había pasado a ella tantas veces. Sobre todo, porque solo tenía nueve años y sus padres estaban al otro lado del océano.


–Igual Pedro se ha olvidado.


–Dale el beneficio de la duda –sugirió ella, corriendo detrás del balón.


Ignacio no dijo nada.


–Tu padre quiere ver vídeos de tus jugadas –señaló Paula, tratando de hacerle pensar en otra cosa–. Está deseando saber cómo le va a vuestro equipo esta temporada.


Cuando el balón llegó a Ignacio, el niño lo tocó dos veces con el pie antes de lanzarlo de nuevo.


–La próxima vez, solo un toque con el pie –aconsejó ella.


–Eso dice mi padre –repuso el niño con sorpresa.

Inevitable: Capítulo 16

 Pedro dejó el móvil sobre la mesa, entendiendo por qué Paula había recurrido a él.


–¿Qué voy a hacer? –le preguntó a la perra, que ni se inmutó–. Eso, haz como si no me oyeras. Es lo mismo que han hecho todos con los que acabo de hablar.



Bueno, no tanto. Sus llamadas habían resultado en cuatro invitaciones a cenar y cinco propuestas de que fuera a dar charlas a diversos equipos de fútbol. Pero no había conseguido lo que se había propuesto.


–Tengo que encontrarle un entrenador a Paula.


Daisy se estiró.


De pronto, la pantalla llamó su atención. El partido estaba en su punto álgido. Pedro se llenó de ansiedad. Echaba de menos la acción del campo, la adrenalina que le impulsaba a correr más deprisa, a regatear el balón y a marcar gol. Entonces, se acordó con nostalgia de sus días de niño, cuando una pelota y un poco de césped eran lo único necesario para poder jugar. La tarjeta de Paula estaba sobre la mesa. Sintió la urgencia de llamarla. Necesitaba hablar con ella. Tomó el móvil, marcó los tres primeros dígitos de su número y volvió a colgar. Sería una estupidez llamarla en ese momento. Podía decirle que tenía ganas de escuchar su voz, pero ¿Y si ella se espantaba al sentirse acosada? No se parecía a las mujeres con las que él había salido. Y eso le gustaba. Había disfrutado mucho más hablando con ella en el salón de su padre, comiendo galletas, que cenando con ninguna de sus novias anteriores en un restaurante de moda. Quería hablar con ella, sí. Aunque, si la llamaba, tendría que admitir que no había podido encontrarle entrenador. Eso le hacía sentir mal, pues él no era la clase de persona que fracasaba cuando se proponía una misión. Sin embargo, sabía que Paula no se molestaría, que le daría las gracias por intentarlo y se ocuparía ella misma de hacer de entrenadora para el equipo de su sobrino. Se la imaginó con un silbato colgado alrededor del cuello, dirigiendo a un grupo de niños. Después de lo que Paula había pasado de pequeña, podía enfrentarse a cualquier cosa y él lo sabía. Se entregaría a los niños por completo. De todas maneras, no era justo. Ella ya hacía bastante al cuidar de su sobrino, caviló Pedro, sin poder quitarle el ojo de encima a la tarjeta de visita. Se enderezó en su asiento. No iba a dejar que las negativas de la gente lo detuvieran.


–Puede que haya echado mi carrera a perder, pero no pienso meter la pata con esto –dijo, hablando solo–. Encontraré un entrenador para esos niños.




Dos días después, Paula estaba en el patio delantero de su casa, lanzándole un balón a Ignacio. El cielo estaba despejado, pero los ojos de su sobrino estaban poblados de nubarrones grises. Los entrenamientos comenzarían a la semana siguiente y los Defeeters seguían sin entrenador. Pedro no había llamado. Ella le dió una patada al balón y la pelota fue a la otra punta del jardín, lejos del alcance del niño.


–Lo siento.


Ignacio no dijo nada y salió corriendo detrás de la pelota. Ella sabía lo que estaba pensando. El equipo necesitaba a alguien que entendiera de fútbol más que ella, alguien que pudiera enseñar a jugar a los chicos y se supiera las reglas de memoria, sin tener que recurrir a un libro cada dos por tres.

miércoles, 21 de abril de 2021

Inevitable: Capítulo 15

Después de cenar, Pedro se retiró a la sala de audiovisuales. Allí, tenía todo lo que necesitaba: Portátil, teléfono, galletas de chocolate, la tarjeta de visita de Paula y una televisión de setenta pulgadas donde estaban retransmitiendo un partido de fútbol. En cuando encontrara un entrenador para el equipo del sobrino de Lucy, la llamaría para darle la buena noticia. Oír su dulce voz al otro lado del auricular sería recompensa más que suficiente. Se rió de sus propios pensamientos. Debía de estar necesitado de atención femenina, pensó. Sin embargo, le había gustado volver a ver a Paula. Ella le había hecho pensar en el pasado. Muchos de sus recuerdos de la infancia que había pasado en Wicksburg eran como pesadillas que intentaba olvidar. Pero había otros, pocos, que le hacían sonreír. Aunque a su padre le gustaba más el fútbol americano, nunca había intentando influenciarlo para que cambiara de deporte. No solo eso, sino que había hecho todo lo que había podido para que su hijo triunfara en el fútbol. No habría llegado tan lejos sin la ayuda de su padre y de su madre. Pero no habían sido los únicos que lo habían apoyado. También, había sido afortunado de jugar en el equipo de fútbol del colegio, en la misma liga en la que el hijo de Gonzalo estaba. Le había servido para aprender las reglas básicas y para practicar. Cuando había empezado a jugar con equipos profesionales, el jefe de su padre, el señor Buckley, le había comprado zapatillas de las buenas dos veces al año. El señor Chaves, padre de Gonzalo y Paula, también lo había ayudado, llevándolo en coche a las competiciones que eran en otras ciudades cuando sus propios padres habían tenido que trabajar.


A Pedro no le sorprendía que Paula se ocupara del hijo de Gonzalo. Los Chaves siempre habían sido una gente muy leal. En primaria, cuando sus compañeros se habían metido con él, Gonzalo siempre lo había defendido, incluso antes de que hubieran jugado en el mismo equipo. Luego, se habían hecho buenos amigos. Sin embargo, cuando se había ido de Wicksburg, él no había querido mirar atrás. Había concentrado todos sus esfuerzos y energía en el fútbol. Ya que el destino lo había llevado de vuelta al pueblo, lo menos que podía hacer por su viejo amigo Gonzalo era encontrarle un entrenador a su hijo. Así que apretó el botón de silencio de la televisión y tomó el móvil. No le llevaría mucho tiempo hacer un par de llamadas, pensó. Dos horas más tarde, colgó el teléfono después de la última llamada. No podía creerlo. Hablara con quien hablara, todos le daban la misma respuesta: Un no. Solo cambiaban las razones.


Inevitable: Capítulo 14

 –Supongo que debe de estar muy ocupado.


–Pedro está tratando de recuperarse y mantenerse en forma – explicó ella, sin poder evitar que le subiera la temperatura al recordarlo con pantalones cortos y empapado en sudor–. No planea quedarse mucho tiempo en el pueblo. Tal vez, un mes o así. Quiere volver a jugar con su equipo cuanto antes.


–Supongo que a mí me pasaría lo mismo –comentó Ignacio.


Pobre chico. Estaba intentando encajar la noticia de la mejor manera, pensó su tía y deseó que las cosas pudieran ser diferentes.


–Todavía hay tiempo para encontrar un entrenador para los Defeeters.


–Eso dijiste la semana pasada –repuso el muchacho, acariciándole la cabeza al gato–. Y hace dos semanas.


–Es verdad, pero ahora tenemos ayuda para encontrarlo – aseguró ella. Esperaba que Pedro se tomara en serio su propuesta y diera señales de vida… por los niños–. Lo peor que puede pasar es que sea yo la entrenadora.


Ignacio asintió.


–Gracias –dijo ella, enternecida porque estuviera dispuesto a entrenar con ella.


–Gracias a tí –contestó el pequeño–. Pase lo que pase, tenerte a tí de entrenadora es mejor que no jugar.


–Lo haré lo mejor que pueda, si no hay nadie más.


–Habrá alguien –afirmó Ignacio con confianza.


–¿Cómo lo sabes?


–Si Pedro Alfonso dice que va a encontrarnos un entrenador, lo hará.


Paula, sin embargo, había sufrido demasiados desengaños en su vida como para tener tanta fe en una persona. Pedro había parecido sincero y entregado, pero lo mismo le había pasado con otros hombres antes. Era mejor que su sobrino no tuviera demasiadas esperanzas, para que no se desilusionara si él no daba señales de vida.


–Dijo que lo intentaría –puntualizó su tía.


–¿Has comprobado si tienes mensajes en el contestador?


Paula sonrió ante su insistencia. Ella misma también se había preguntado cuándo llamaría Pedro. Sin embargo, era mejor que tanto el niño como ella fueran realistas.


–Acabo de verlo hace dos horas.


–¿Dos horas? Ha tenido tiempo de encontrar cinco entrenadores.


Paula lo dudaba.


–Lo único que Pedro Alfonso tiene que hacer es chasquear los dedos y la gente va a él corriendo.


A Paula no le costaba imaginarse a las mujeres corriendo hacia el imponente Pedro. Pero no estaba tan segura de que lo mismo le sucediera con los entrenadores. A menos que fueran entrenadoras.


–Comprueba el contestador de tu móvil –insistió Ignacio.


–Dale tiempo a Pedro para chasquear los dedos. Sé que es importante para tí, pero debes tener paciencia.


–Podrías llamarlo tú.


Nada de eso, pensó ella.


–Dijo que llamaría él. No sería educado meterle prisa –señaló ella. Además, tampoco quería darle la impresión a Pedro de que estaba interesado en él–. Vamos a darle un día o dos, ¿De acuerdo?


–Vale –aceptó el niño con reticencia.


–¿Qué te parece si nos tomamos unas galletas con leche mientras me cuentas cómo te ha ido en el cole?


–Bien –dijo él y la miró–. ¿Es verdad que Pedro tiene un campo de fútbol en su jardín?


Por mucho que Paula quisiera, iba a ser imposible quitarse a Pedro de la cabeza, admitió para sus adentros con resignación.

Inevitable: Capítulo 13

 –Sí, yo sé –señaló él, mordiéndose el labio para no sonreír. Esa mujer iba a ser todo un reto. Y divertido, pensó.


Pedro la acompañó al coche, un utilitario blanco de cuatro puertas.


–Gracias por la visita y por las galletas –dijo él–. Te llamaré para contarte lo del entrenador y para ir a ver al equipo de tu sobrino.


–Aquí tienes mi número de móvil –indicó ella, tendiéndole una tarjeta que sacó del bolso.


–Diseñadora gráfica independiente –leyó él en la tarjeta–. ¿Así que sigue gustándote el arte?


–¿Lo recuerdas? –preguntó ella con incredulidad y, al mismo tiempo, complacida.


–Te sorprendería saber todo lo que recuerdo.


Paula abrió la boca, pero no dijo nada. Bien, había despertado su interés, adivinó Pedro. Se alegraba, pues ella había hecho lo mismo con él.


–No te preocupes, son cosas buenas.


Ella se sonrojó.


–Hablamos luego –dijo él. No quería hacerla sentir incómoda–. Ahora tienes que trabajar.


–Sí –repuso ella y sacó las llaves del coche–. Espero… tu llamada.


–No tardaré. Te lo prometo –aseguró él. Y lo cierto era que estaba deseando volver a hablar con ella.




Esa tarde, la puerta principal se abrió como si un tornado hubiera aterrizado en Wicksburg. Paula se quedó en el salón, esperando ver aparecer a su sobrino. Ignacio entró corriendo, con el pelo rubio revuelto. Era delgado y fibroso, igual que había sido Gonzalo de pequeño. Sus ojos estaban llenos de determinación.


–Hola –saludó Paula, sabiendo que lo que quería su sobrino era que le contara cómo le había ido con la estrella de fútbol. Ella no había podido quitarse de la cabeza su encuentro con Pedro Alfonso, sin embargo, y no tenía ganas de empezar la conversación hablando de él–. ¿Cómo te ha ido en el cole? Hoy tenías un examen de ortografía, ¿No?


El niño cerró la puerta de un portazo, haciendo temblar la casa. Era mejor ir al grano, pensó Paula, pues Ignacio estaba demasiado excitado.


–Esta mañana he ido a casa de los señores Alfonso. A Pedro le han gustado nuestras galletas.


–¿Va a ser nuestro entrenador? –inquirió Ignacio con ansiedad.


Esa era la parte que Paula había estado temiendo.


–No, pero se ha ofrecido a buscarles uno –contestó ella–. También va a hacerles una visita.


Una sucesión de emociones relámpago se dibujaron en el rostro del pequeño. Tristeza, rabia, sorpresa y, al fin, una expresión pensativa.

Inevitable: Capítulo 12

Estaba contento de haber vuelto a ver Paula Chaves. Sentado en el salón, Pedro esperaba que ella volviera con Daisy del jardín, pues la perra había tenido que salir a hacer sus necesidades. Ella se había ofrecido a sacarla, para que él no tuviera que levantarse. Y él había aceptado con tal de tenerla un poco más en su casa. Estaba impresionado por cómo había cambiado esa chica. En el pasado, había sido tímida, con pecas, grandes ojos azules, largas trenzas y un color amarillento de piel. Pero se había convertido en una mujer segura de sí misma, dulce y atractiva, con el pelo rubio y corto y esos mismos ojos del color del cielo. Paula había ido a verlo porque quería algo de él, era cierto. Pero le había llevado galletas y había sido sincera y directa en su petición. Era algo que él apreciaba y respetaba. Aquella mujer había conseguido alegrarle el día. Algunas mujeres eran manipuladoras y trataban de jugar con él para conseguir sus propósitos. Paula ni siquiera había ido a buscar algo para sí misma, sino para su sobrino. Eso era algo… Nuevo para él. Daisy entró corriendo en el salón y saltó al sofá. Paula se sentó a su lado.


–Siento haber tardado. La perra tenía ganas de correr un poco antes de hacer sus cosas.


–Gracias por sacarla –dijo él y pensó en algo para retenerla un poco más–. Debes de tener sed. Te traeré algo para beber. ¿Café? ¿Agua? ¿Un refresco?


Hacía años, Gonzalo le había contado a Pedro que le gustaba a su hermana, para que fuera amable con ella. Y él lo había sido. En el presente, tenía curiosidad por saber si seguiría gustándole.


–Gracias, pero tengo que irme –contestó ella, tomando su bolso.


Paula era distinta de las mujeres que Pedro solía frecuentar. La mayoría mataría por aceptar una invitación suya. Sin embargo, ella no parecía impresionada, ni siquiera dispuesta a quedarse. Y había estado deseando salir al jardín con Daisy, dejándolo a él en la casa. Era interesante, pensó él. Estaba acostumbrado a que su encanto y su fama derrumbaran las resistencias de cualquier fémina. Pero no funcionaban con Paula. En cierta manera, le parecía un reto. Yle gustaba.


–Me gustaría que me hablaras más de Gonzalo.


–Quizá en otra ocasión.


–¿Tienes prisa por irte?


–Tengo que trabajar antes de que Ignacio llegue a casa del colegio –afirmó ella, aferrándose a su bolso.


Resignándose, Pedro se prometió que volvería a verla.


–Te acompañaré a la puerta –se ofreció él, poniéndose en pie.


–No es necesario. Tu pie necesita descanso. Sé dónde está la puerta.


–Mi pie está bien.


–Puedo encontrar la salida sola –repitió ella, mirándolo con determinación.


–Lo sé, pero yo quiero acompañarte –insistió él.


–Tú sabrás –repuso ella, encogiéndose de hombros, tras una pausa.

Inevitable: Capítulo 11

 –Dices que a tu sobrino le encanta el fútbol –comentó él al fin.


–Sí. A su padre y a él. Tienen las camisetas de su equipo preferido. Es divertido. Aunque su madre, Brenda, protesta porque se levantan a horas intempestivas para ver los partidos desde Europa en directo.


Paula hizo una pausa. ¿Por qué le estaba contando todo eso a Pedro? A él no le importaba.


–Es genial que les guste tanto –repuso él con gesto pensativo–. Hacía mucho que no venía al pueblo, pero estoy seguro de que sigue habiendo gente interesada en el fútbol por aquí. Preguntaré a mis conocidos a ver si alguien quiere hacer de entrenador del equipo de tu sobrino.


Ella abrió la boca, sorprendida. No había esperado que él le ofreciera ayuda.


–Estaría muy bien. Si no es mucha molestia, claro.


–Nada de eso. Será un placer. Cualquier cosa por… Gonzalo.


Por supuesto, lo hacía por su hermano, no por ella, caviló Paula, decepcionada.


–Gracias.


–Me has preparado galletas y me has regalado un céntimo de la suerte –observó él, jugando con la moneda en sus manos–. ¿Qué vas a darme si te ayudo a encontrar un entrenador?


–¿Mi gratitud? –sugirió ella, preguntándose si estaría tomándole el pelo.


–No está mal, pero solo para empezar.


–¿Más galletas?


–Siempre me han gustado, sobre todo si son de chocolate – contestó él–. ¿Y qué más?


Su inconfundible tono de coqueteo hizo sentir incómoda a Paula. No estaba dispuesta a seguirle el juego.


–No estoy segura de qué más podrías querer de mí.


Pedro posó los ojos en sus labios.


–Se me ocurren un par de cosas.


A ella también se le ocurrían. Seguro que podría derretirse con un solo beso de aquel hombre. Sin embargo, Paula sabía que los hombres no eran de fiar. Apostaría cualquier cosa a que Pedro Alfonso no solo jugaba en el campo de fútbol. Y ella solo podía perder. Pero no iba a dejar que le rompieran el corazón de nuevo. Ni hablar. Era hora de enderezar la conversación.


–¿Por qué no me haces una lista? –propuso ella con tono amistoso y una sonrisa desapegada. Pedro iba a buscar un entrenador para el equipo de su sobrino. Pero, si pensaba que ella iba a echarse a sus pies, se equivocaba de cabo a rabo–. Pero primero encuentra un entrenador.


Pedro sonrió, guiñándole un ojo.


–Siempre me pareciste una niña genial, Paula Chaves, pero ahora me gustas todavía más.


De acuerdo, se sentía atraída por él, admitió Paula para sus adentros. A cualquier mujer con sangre en las venas le pasaría lo mismo. Era un hombre imponente. Pero ella no era tonta. Conocía a los de su clase. Pedro Alfonso solo podía traerle problemas. Después de que él visitara a los Defeeters, no quería volverlo a ver.

lunes, 19 de abril de 2021

Inevitable: Capítulo 10

 –Se alistó después del instituto –contó Paula. Los gastos médicos de su operación habían dejado a sus padres sin ahorros para la universidad de Gonzalo. A veces, ella se sentía culpable–. Allí, conoció a su esposa, Brenda.


–Así que tiene que pasar un año lejos de su hogar y de su hijo – dijo Pedro, pasándose la mano por el pelo–. Debe de ser difícil.


–Hacen lo que tienen que hacer –opinó Paula con el estómago encogido.


–Aun así…


–Tú te fuiste de casa para ir a Florida y a Inglaterra.


–Para jugar al fútbol, no para defender a mi país. Y me lo pasé en grande. Dudo que Gonzalo y su esposa puedan decir lo mismo.


Paula recordó cómo, con lágrimas en los ojos, Ignacio le había contado que le había parecido oír llorar a su madre al otro lado del teléfono.


–En eso, tienes razón.


–Respeto mucho lo que Gonzalo, su esposa y todos los soldados están haciendo. Son verdaderos héroes.


–Así es –afirmó Paula, sin estar segura de si él hablaba de corazón o no.


–Así que te ha tocado quedarte en Wicksburg.


–Antes, vivía en Chicago –explicó ella. Gonzalo la había acusado de huir cuando su matrimonio se había roto. Y, tal vez, su hermano había tenido razón–. Me mudé aquí el mes pasado.


–Para cuidar a tu sobrino.


–Sí. No podía negarme, sobre todo, después de lo que ha hecho por mí.


–Era muy protector contigo.


–Y lo sigue siendo.


–No me sorprende –comentó él, levantando la pierna para apoyarla en un taburete–. ¿Has dejado a tu novio en Chicago o ha venido contigo?


–Yo… no tengo novio –balbuceó ella, sorprendida por la pregunta.


–Entonces, necesitas un entrenador de fútbol y un novio –señaló él, sonriendo–. Espero que tu hermano te explicara las cualidades que debe tener cada uno.


Gonzalo siempre le había dado consejos, pero ella no siempre los había seguido. Debería haberlo escuchado antes de haberse casado con su ex, pero ya no podía cambiar el pasado.


–Solo necesito un entrenador –aseguró ella. Lo último que quería era mezclarse de nuevo con un hombre–. Estoy muy ocupada con Ignacio. Es mi prioridad. Bastante trabajo tengo con hacer que esté alegre, no cabizbajo y tristón todo el día.


–Quizá, podríamos presentarle a Daisy –propuso Pedro–. Parece un alma en pena desde que se fueron mis padres.


–Yo me siento igual con Ignacio –admitió ella–. Nada parece gustarle… Lo suficiente.


Pedro se inclinó hacia delante y le agarró la mano, envolviéndola de calidez.


–Eh. Has venido a hablarme de su equipo. Eso dice mucho de tí. Gonzalo y su familia, sobre todo, Ignacio, tienen suerte de tenerte.


Sus palabras fueron como un bálsamo para Paula. Aunque su contacto la hacía sentir más inquieta que cómoda. Intentó ignorarlo.


–La afortunada soy yo.


–Tal vez, puedas contagiarme algo de tu buena suerte.


–¿Lo dices por tu lesión?


–Sí, y por otras cosas.


Pedro no le soltaba la mano. Paula llevaba años sin ser tocada por un hombre. Era… Agradable. Pero era mejor no acostumbrarse, se dijo a sí misma. Con reticencia, apartó la mano y agarró su bolso.


–Tengo justo lo que necesitas –afirmó ella y sacó un céntimo del bolsillo interior–. Mi abuela decía que esto es lo único que hace falta para tener buena suerte.


–Gracias –repuso él y la aceptó, con un brillo de humor en los ojos.


Hubo un largo silencio.

Inevitable: Capítulo 9

 –No puedo recordar la última vez que alguien me preparó galletas –señaló él, tomando una.


–¿Y tu madre?


–No paso tanto tiempo con mis padres, a causa del fútbol. Ahora estoy cuidándoles el perro mientras están de vacaciones.


Daisy se paseó en el sofá y se acurrucó junto a Paula, posando la cabeza en su regazo.


–Le gustas.


–Es muy cariñosa –dijo Paula, acariciando al animal.


–Es cariñosa cuando quiere –repuso él y mordió una galleta–. Deliciosa.


Paula esperaba que las galletas cumplieran su función de soborno. Intentó reunir todo su valor. Ya no podía echarse atrás.


–Como te había dicho, mi sobrino…


–¿Quiere un autógrafo? –preguntó él, dejando la fiambrera con galletas sobre la mesa.


–A Ignacio le encantaría que le firmaras el balón, pero lo que quiere de veras es que entrenes a su equipo –continuó ella. Era mejor ir al grano y no perder más tiempo–. Me ha pedido que te pregunte si puedes ser entrenador de los Defeeters.


–¿Yo? ¿Entrenador?


–Sé que debe de ser imposible para tí ahora mismo.


Él se miró el pie lesionado.


–Sí, no es buen momento. Espero volver con mi equipo dentro de un mes o así.


–Seguro que podrás hacerlo. Gonzalo dice que eres uno de los mejores futbolistas del mundo.


–Gracias. Es que… Se supone que debo ser discreto mientras esté aquí. Y no salir en la prensa. Si entreno al equipo de tu sobrino, los medios de comunicación lo convertirían en un circo –explicó él y bajó la vista a la perra–. Siento no poder ayudarte.


–No pasa nada. Ya le he dicho a Ignacio que lo más probable era que no pudieras.


Paula había sabido que Pedro nunca habría aceptado. Era famoso y estaba acostumbrado a viajar por todo el país y por el extranjero. Su estilo de vida no tenía nada que ver con aquel lugar. Sin embargo, quizá, podía conseguir que aceptara hacer otra cosa que no le quitara tanto tiempo.


–Pero, si tienes una hora o dos, a Ignacio y sus compañeros les encantaría que les dieras una charla sobre el fútbol.


Hubo un largo silencio. Ella lo había puesto en un compromiso con su petición. Pero no había tenido elección, pues su principal objetivo había sido ayudar a su sobrino.


–Eso sí puedo hacerlo.


–Gracias –repuso ella, aliviada.


–Será un placer hablar con ellos, firmar balones, posar para unas fotos… Lo que los niños quieran.


–Genial, gracias –repitió ella, esperando que eso aplacaría a Ignacio.


–¿Y quién va a ser su entrenador?


–No lo sé –admitió ella–. Los entrenamientos empiezan la semana que viene, así que tengo poco tiempo para encontrar a alguien. Siempre puedo hacerlo yo, si no hay más remedio.


–¿Juegas al fútbol? –preguntó él, sorprendido.


Paula no había podido practicar ningún deporte cuando había estado enferma y, en el presente, seguía prefiriendo el arte al ejercicio físico.


–No, pero he leído mucho sobre el tema y he visto vídeos en Internet, para aprender.


–A Gonzalo se le dan muy bien los niños. ¿Por qué no los entrena él?


–Gonzalo lleva años siendo entrenador de los Defeeters, pero ahora está en el extranjero con una misión del ejército. Su esposa y él han sido destinados fuera. Yo me estoy haciendo cargo de Ignacio hasta que vuelvan, dentro de un año.


–Gonzalo me dijo que planeaba alistarse y utilizar su paga para estudiar en la universidad –comentó Pedro, pensativo–. Pero, desde que me fui de Wicksburg, no sé nada de él.


Inevitable: Capítulo 8

 –Ya estoy bien –afirmó ella, preguntándose por qué su hermano Gonzalo habría hablado de su enfermedad con Pedro. Los dos amigos solo solían preocuparse por el fútbol y por las chicas, ella excluida, claro–. Tomo medicación a diario y me hago un análisis de sangre al mes, pero por lo demás soy una persona ordinaria.


–No, no lo eres –señaló él con gesto apreciativo–. No eres como las demás. Nunca lo has sido. Fue horrible que estuvieras enferma, pero siempre me admiró tu gran valor.


A Paula se le aceleró el corazón y se sonrojó. No debía dejarse engatusar por la palabrería seductora de un hombre guapo, ni siquiera si el tipo en cuestión había sido su amor platónico en la adolescencia. Hacía tiempo que ella había aprendido que la gente decía cosas que no pensaba. Mentían, incluso cuando hablaban de amor. Era hora de ir al grano, se dijo y le tendió las galletas a Pedro.


–Son para tí.


–¿Galletas? –preguntó él sorprendido, después de destapar la fiambrera.


–Son de chocolate –indicó ella, esperando que le gustaran.


–Son mis favoritas. Gracias.


–El hijo de Gonzalo, Ignacio, me ha ayudado a prepararlas. Tiene nueve años y le encanta el fútbol –informó ella–. Por eso he venido, para pedirte un favor.


–Aprecio tu honestidad. No todo el mundo es tan sincero cuando quiere algo. Hablemos dentro.


Ella titubeó, no muy segura de si era buena idea entrar en la casa. Hacía años, había creído en el amor verdadero. Pero la vida le había enseñado que esas cosas solo existían en los cuentos de hadas, a pesar de que Pedro le estuviera haciendo sentir cosas que había intentado enterrar en un recóndito rincón del corazón: Deseo, atracción, esperanza. Por otra parte, no podía evitar cierta curiosidad. Quería saber cómo era la casa de sus padres por dentro. Ella nunca había estado en ninguna de las mansiones de aquel barrio de lujo. Pedro se apoyó en la puerta, liberando a su pie derecho del peso del cuerpo. Tal vez, necesitaba sentarse, pensó ella.


–Claro –dijo ella. No quería que le doliera–. Me parece bien.


Dentro, los suelos eran de madera reluciente y había una lámpara de araña enorme colgada en el recibidor. Preciosas acuarelas adornaban las paredes. Estaba decorado con un gusto exquisito. Atravesaron una puerta en arco que daba al salón. Tapicería, cortinas y alfombras combinaban tonos amarillos y verdes, dándole un aspecto acogedor y hogareño. Había fotos familiares sobre la chimenea. Y una tamaño póster de Pedro con el uniforme del equipo nacional. Una novela abierta descansaba sobre la mesa.


–La casa de tus padres es preciosa.


–Gracias –repuso él, orgulloso.


Sin duda, Pedro debía de tener mucho que ver con esa casa, pues era una propiedad muy cara. Además, él siempre había mantenido una estrecha relación con sus padres.


–A mi madre le parecía demasiado grande, al principio. Pero la convencí de que se la merecía, después de tantos años de vivir en un pequeño departamento –explicó Pedro y señaló a un sofá–. Siéntate.


Paula se sentó sobre sus cómodos cojines, mucho más blanditos que los del sofá que había tenido en su antiguo piso de Chicago. Al vender la casa, se había deshecho también de los muebles, para no tener que pagar por su almacenamiento mientras estaba cuidando de Connor en casa de Brenda y Gonzalo. Daisy saltó a su lado.


–¿La dejas subirse al sofá?


–La dejan subirse en todas partes, menos en la mesa del comedor y en las encimeras de la cocina. Es de mis padres. La tienen muy mimada –comentó él y se sentó en una mecedora a su lado–. ¿Te importa si me como una galleta?


–Claro que no.


–¿Quieres una?


Las galletas olían bien, pero ya comería después con Ignacio, pensó ella. Era mejor no excederse con los dulces.


–No, gracias.

Inevitable: Capítulo 7

Estaba irresistible con el pelo húmedo y revuelto, como si no hubiera tenido tiempo de peinárselo. Afeitarse tampoco parecía ser parte de su rutina mañanera. Tenía el pecho desnudo y musculoso, brillante por el sudor, como si hubiera estado haciendo gimnasia. Y llevaba un tatuaje en el brazo derecho y en la parte posterior de la muñeca izquierda. Sus abdominales perfectos continuaban hasta perderse bajo sus pantalones cortos y ajustados. A Paula se le quedó la boca seca. Se obligó a levantar la vista y mirarlo a los ojos. Sus pestañas oscuras parecían todavía más largas y densas que cuando había estado en el instituto, pensó ella. ¿Cómo era posible? Los años le habían sentado bien. Era más imponente todavía, sus atractivos rasgos se habían definido y acentuado con el tiempo. Aunque parecía que se le había roto la nariz, pero eso le daba más carácter, lo hacía parecer… Rebelde, viril. Peligroso.


–Eres tú –dijo Paula con el corazón acelerado.


–Soy yo –afirmó él con una sonrisa desarmadora–. Me alegro de encontrarte en mi puerta, aunque no me lo esperaba.


Paula se quedó sin palabras. Volvió a posar la vista en aquellos abdominales hechos para pecar.


–¿Estás bien? –preguntó él.


–Estaba esperando… –comenzó a decir ella.


–Ver a uno de mis padres.


Ella asintió.


–Yo esperaba que hubieras venido a verme a mí.


–Y así es –respondió ella, pensando en Ignacio. No podía dejar que los nervios la traicionaran, ya que estaba a punto de cumplir con la primera parte de su misión: ver a Pedro cara a cara–. Pero pensé que ellos abrirían, ya que tú estás lesionado.


–Lo habrían hecho, si hubieran estado en casa –comentó él con voz sensual, cálida y profunda–. Soy Pedro Alfonso.


–Lo sé.


–Pues estoy en desventaja, porque yo no sé quién eres tú – repuso él con tono de coqueteo.


–Quiero decir que te conozco, pero hace mucho que no nos vemos –clarificó ella. 


Estaba acostumbrada a que los hombres intentaran ligar con ella y, aunque normalmente la molestaba, en Pedro le gustaba. La hacía sentir deseada y atractiva.


–Déjame mirarte bien a ver si eso me refresca la memoria –pidió él y la recorrió con la vista con gesto de aprobación–. He visto antes esa sonrisa tan bonita. Y esos ojos brillantes y azules.


A Paula le temblaron las rodillas. Sintió mariposas en el estómago. Sin embargo, se obligó a mantener la compostura. Ya no estaba en el instituto, se reprendió a sí misma y se enderezó.


–Soy Paula –se presentó ella y se aclaró la garganta–. Paula Chaves.


–Paula –repitió él, frunciendo el ceño–. ¿La hermana pequeña de Gonzalo Chaves?


Ella asintió.


–La misma sonrisa y los mismos ojos azules, pero todo lo demás ha cambiado –observó él y la contempló con atención de nuevo–. Mírate.


Paula se encogió, esperando oírle comentar lo enferma y horrible que había estado antes de que le hicieran el transplante de hígado.


–La pequeña Paula se ha hecho mujer –señaló él con una sonrisa.


¿Pequeña?, pensó ella, confusa. No había sido pequeña. Bueno, sí, tal vez, cuando se habían conocido en primaria. Pero, luego, su enfermedad la había convertido en una ballena hinchada, enorme y amarillenta.


–Hace unos trece años que no nos vemos, yo creo –comentó ella.


–Demasiado tiempo –dijo él.


¿Qué estaba pasando? ¿Estaba coqueteando con ella o eran imaginaciones suyas?


–Parece que la vida te trata bien –dijo ella–. Excepto por tu pierna…


–Es el pie. Pero no es grave.


–Te han operado.


–Nada serio –replicó él–. Parece que el transplante de hígado consiguió lo que Gonzalo esperaba. Él siempre se preocupaba mucho por tu salud.

Inevitable: Capítulo 6

 –Al menos, no me meteré en problemas cuidando a un perro. Además, en Wicksburg nunca pasa nada.


–Hay mujeres…


–Aquí, no –le interrumpió Pedro–. Sé lo que se espera de mí. En la ciudad, es otra cosa, ¿Cómo voy a rechazar a todas esas bellezas?


Fernando suspiró.


–Recuerdo a ese chico al que solo le interesaba el fútbol. Antes, no le dabas importancia a nada más.


–Y sigue siendo así –afirmó Pedro, sintiéndose como un chico pueblerino que había conseguido triunfar en el deporte y salir al mundo gracias a ello–. El fútbol es mi vida. Por eso, quiero limpiar mi reputación.


–No lo olvides, las acciones valen más que las palabras –le recordó su agente.


Después de colgar, Pedro se quedó mirando el teléfono y suspiró. Había firmado su contrato con Fernando con solo dieciocho años. Y los consejos de su agente siempre habían sido muy sabios.


–Yo solo me he metido en esto. Ahora tengo que salir solito también –dijo él en voz alta, mirando a Daisy.


Entonces, sonó el timbre. Daisy salió corriendo hacia la puerta, ladrando como un perro feroz. ¿Quién podía ser?, se preguntó Pedro, sin levantarse del sillón. No esperaba a nadie. Tal vez, quienquiera que fuera se iría, pensó. Lo último que necesitaba en ese momento era compañía.




Paula titubeó delante de la puerta. Se controló para no apretar el timbre por tercera vez. Quería terminar cuanto antes con aquella misión abocada al fracaso, pero no quería parecer grosera ni ponerse demasiado pesada. Al otro lado de la puerta, se oía el constante ladrido de un perro, pero nadie abría. Tal vez, la casa era tan grande que necesitaban tiempo para llegar a la entrada, pensó, agarrando con fuerza la fiambrera que llevaba con las galletas. O, quizá, no había nadie. Se puso de puntillas y miró a través de la pequeña ventana coloreada que había en la parte superior de la puerta de madera. Había luz dentro. Tenía que haber alguien. Si no, estarían las luces apagadas. Era lo lógico. Aunque, si eran tan ricos como para vivir en esa mansión, tal vez gastar electricidad no era un problema para ellos. Maldición. No quería tener que volver más tarde. Entonces, al imaginarse a Ignacio sonriente con su camiseta de fútbol, su nivel de ansiedad cedió. Volvería más tarde si era necesario, se dijo ella. No dejaría de intentarlo hasta que consiguiera hablar con Pedro Alfonso. El animal ladró con más agitación. ¿Sería señal de que alguien se aproximaba para abrir?, se preguntó ella. Lo más probable era que no, pero podía llamar una última vez al timbre antes de rendirse. La puerta se entreabrió. Una perra pequeña gris salió y le olisqueó los zapatos. Acto seguido, levantó dos patas sobre sus pantalones vaqueros.


–Abajo, Daisy –ordenó un hombre con pantalones cortos de deporte y una bota ortopédica en la pierna derecha–. Es inofensiva.


La perra, tal vez, pero él, no, pensó Paula. Pedro Alfonso. Era tan guapo…

viernes, 16 de abril de 2021

Inevitable: Capítulo 5

 –Muy temprano te has levantado –dijo Pedro al contestar.


–Me levanto a las seis para librarme del tráfico –repuso Fernando–. Me han llegado noticias de que hiciste una aparición pública el otro día. Pensé que habíamos quedado en ser discretos.


–Tenía hambre –se excusó Pedro–. Era la cena anual de la estación de bomberos y pensé que sería buena idea apoyar su causa y, al mismo tiempo, comerme unos espaguetis. Me pidieron que firmara autógrafos y que posara para unas fotos. No pude negarme.


–¿Había periodistas?


–Del semanario local nada más –respondió Pedro, con la botella de agua en una mano, y se dirigió hacia el salón, seguido de cerca por Daisy. Intentó no apoyar mucho el pie derecho. Hacía solo unos pocos días que había dejado las muletas–. Les dije que no quería entrevistas, pero el fotógrafo tomó algunas fotos de los asistentes, así que puede que salga en alguna.


–Esperemos que dé una imagen positiva de tí –señaló Fernando.


–Estuve hablando con personas que conozco desde niño – explicó él. Algunas de esas personas lo habían tratado como si hubiera sido basura antes de que hubiera entrado en el equipo de fútbol. Luego, lo habían aceptado, cuando había demostrado que podía ser un gran atleta–. Y me rodearon un montón de niños.


–Suena bien –admitió Fernando–. Pero debes cuidar tu imagen. Bastantes problemas hemos tenido ya. Los de arriba no están contentos con el tema de la lesión.


–Déjame adivinar. Quieren a un buen chico, no a un rebelde que colecciona tarjetas rojas en vez de goles.


–Eso es –repuso Fernando–. No es oficial, pero he oído rumores de que McElroy quiere cederte a otro equipo.


McElroy era el dueño del Phoenix Fuego y se preocupaba mucho por sus jugadores.


–¿En serio?


–Lo he escuchado de varias fuentes.


Maldición. Mientras Fernando mencionaba el nombre de un par de equipos, Pedro se dejó caer en el sillón de su padre. Daisy saltó a su regazo.


–He cometido errores. Me he disculpado. Me estoy recuperando y me mantengo alejado de la prensa. No veo por qué no podemos olvidar todo el asunto de la lesión de una vez.


–No es tan fácil. Eres uno de los mejores jugadores de fútbol que existen. Antes de que te operaran el pie, podrías haber jugado en cualquier equipo de primera del mundo –comentó Fernando–. Pero McElroy cree que la mala imagen que das no beneficia al equipo. Hoy en día, el marketing es lo más importante.


–Sí, lo sé. Estar lesionado y hacerme mayor van en mi contra – reconoció Pedro, que ya tenía veintinueve años–. Pero, si es así, ¿Por qué va a querer contratarme un equipo extranjero?


–No te transferirían hasta junio. Ningún equipo ha dicho que esté interesado en tí por el momento.


Eso dolía, se dijo Pedro. Y él era el único culpable de la situación en la que estaba.


–La buena noticia es que los de la Liga Mayor de Fútbol no quieren perder a un jugador nacional tan bueno como tú. McElroy no lo tiene tan fácil –continuó Fernando–. Creo que lo que quiere es recordarte quién manda y quién tiene el control de tu contrato.


–Quieres decir, de mi futuro.


–Así es –dijo Fernando y suspiró.


–Mira, entiendo por qué McElroy está disgustado. Y lo mismo digo del entrenador Fritz. No he manejado muy bien la situación hasta ahora –admitió Pedro–. Sé que no he sido un ángel. Pero no soy el diablo, tampoco. No es posible que nadie haga todo lo que la prensa me achaca. Los diarios lo exageran todo.


–Es verdad, pero la gente está preocupada. Debes ser cuidadoso y comportarte mientras estés recuperándote.


–Lo haré. Quiero jugar en la Liga Mayor de Fútbol. Y en mi país. Si McElroy no me quiere, mira a ver si le intereso al Indianápolis Rage o a otro club norteamericano.


–McElroy no va a dejar que un jugador como tú se vaya con otro equipo de la liga nacional –observó Fernando, como si fuera obvio–. Si quieres jugar en tu país, tendrá que ser con el Fuego.


–Entonces, tendré que abrillantar mi imagen hasta que reluzca – replicó Pedro, acariciando a la perra.


–Sí, ciégame con su brillo, Pedro.


–Lo haré.


Todo el mundo quería algo de él, pensó Pedro. Le fastidiaba tener que probarse a sí mismo delante de McElroy y los hinchas de su equipo.