viernes, 16 de abril de 2021

Inevitable: Capítulo 4

Los ladridos de la perra resonaron por encima de la música que había puesto en el gimnasio en casa de sus padres. Pedro no miró a Daisy. La perra podía esperar. Primero, tenía que terminar su tabla de ejercicios. Tumbado debajo de las pesas, las levantó por encima de la cabeza una y otra vez, como le había enseñado su entrenador. Tenía la frente empapada en sudor. Se había quitado la camiseta hacía veinte minutos y tenía la piel desnuda pegada a la camilla de vinilo. Quería volver a su equipo en plena forma, para demostrarles que seguía mereciéndose su respeto y el puesto de capitán.


–¡Sí! –exclamó, apretando los dientes y levantando las pesas una vez más.


A continuación, se sentó, jadeante. No debía sobrepasarse, pues necesitaba dejar que su cuerpo sanara después de la operación. Maldita sea, pensó, mirándose el pie derecho, embutido en una bota ortopédica. Había sido culpa suya, se dijo, lleno de frustración. No había sido buena idea ponerse a alardear durante el partido amistoso en México. Como consecuencia, se había quedado fuera de juego, incapaz de correr y de dar patadas al balón. Los medios de comunicación le habían acusado de estar borracho o de resaca cuando se había lastimado. Pero no había sido así. Aunque lidiar con la prensa era parte de su trabajo, igual que lo era jugar en el campo. Había aparecido ante las cámaras, había admitido que se había lesionado por haber estado fanfarroneando delante de los fotógrafos y las fans y se había disculpado ante sus compañeros de equipo y sus seguidores. Reconocer la verdad no había hecho más que incrementar su imagen de chico malo, sobre todo, después de las tarjetas rojas que llevaba acumuladas, las peleas en que se había metido fuera del campo y las noticias sobre sus conquistas. Daisy, un pequeño chucho que sus padres habían rescatado de una perrera, ladró de nuevo, como si estuviera harta de que no le hicieran caso.


–Ven aquí –dijo Pedro y la tomó en sus brazos–. Ya sé que echas de menos a mamá y papá. Yo, también. Pero tienes que dejar de lloriquear. Se merecen unas vacaciones sin tener que preocuparse por tí o por mí.


Pedro les había regalado a sus padres un crucero en su treinta y dos aniversario de boda. Aunque les había comprado aquella mansión en la zona rica del pueblo y les ingresaba dinero en su cuenta cada mes, ambos seguían trabajando en los mismos puestos mal pagados que habían tenido toda la vida. También, conducían los mismos coches, a pesar de que él les había regalado vehículos nuevos en Navidad. El único capricho que se habían permitido sus padres había sido Daisy. La mimaban y malcriaban sin reparos. No habían querido dejársela a un cuidador para irse de vacaciones y, cuando se habían enterado de que su hijo estaba lesionado, le habían pedido que se ocupara del animal. Sus padres nunca le pedían nada, así que él no había dudado en aceptar. Aunque estar de vuelta en Wicksburg le traía malos recuerdos de la infancia. Además, echaba de menos la diversión de la gran ciudad, pero necesitaba tiempo para recuperarse del pie y rehacer su reputación. Había decepcionado a demasiada gente, sobre todo, a sí mismo. Había necesitado lesionarse para darse cuenta de sus excesos y de lo poco centrado que había estado.


–Voy a beber agua –dijo él, le dió una palmadita cariñosa en la cabeza a la perra y la puso en el suelo–. Luego, tengo que ducharme. Si no me afeito, voy a estar tan peludo como tú.


Entonces, le sonó el móvil. En la pantalla, apareció el nombre de su agente, Fernando Cochrane. Pedro miró el reloj. Eran las diez en punto, lo que significaba que eran las siete en Los Ángeles.

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