lunes, 19 de abril de 2021

Inevitable: Capítulo 8

 –Ya estoy bien –afirmó ella, preguntándose por qué su hermano Gonzalo habría hablado de su enfermedad con Pedro. Los dos amigos solo solían preocuparse por el fútbol y por las chicas, ella excluida, claro–. Tomo medicación a diario y me hago un análisis de sangre al mes, pero por lo demás soy una persona ordinaria.


–No, no lo eres –señaló él con gesto apreciativo–. No eres como las demás. Nunca lo has sido. Fue horrible que estuvieras enferma, pero siempre me admiró tu gran valor.


A Paula se le aceleró el corazón y se sonrojó. No debía dejarse engatusar por la palabrería seductora de un hombre guapo, ni siquiera si el tipo en cuestión había sido su amor platónico en la adolescencia. Hacía tiempo que ella había aprendido que la gente decía cosas que no pensaba. Mentían, incluso cuando hablaban de amor. Era hora de ir al grano, se dijo y le tendió las galletas a Pedro.


–Son para tí.


–¿Galletas? –preguntó él sorprendido, después de destapar la fiambrera.


–Son de chocolate –indicó ella, esperando que le gustaran.


–Son mis favoritas. Gracias.


–El hijo de Gonzalo, Ignacio, me ha ayudado a prepararlas. Tiene nueve años y le encanta el fútbol –informó ella–. Por eso he venido, para pedirte un favor.


–Aprecio tu honestidad. No todo el mundo es tan sincero cuando quiere algo. Hablemos dentro.


Ella titubeó, no muy segura de si era buena idea entrar en la casa. Hacía años, había creído en el amor verdadero. Pero la vida le había enseñado que esas cosas solo existían en los cuentos de hadas, a pesar de que Pedro le estuviera haciendo sentir cosas que había intentado enterrar en un recóndito rincón del corazón: Deseo, atracción, esperanza. Por otra parte, no podía evitar cierta curiosidad. Quería saber cómo era la casa de sus padres por dentro. Ella nunca había estado en ninguna de las mansiones de aquel barrio de lujo. Pedro se apoyó en la puerta, liberando a su pie derecho del peso del cuerpo. Tal vez, necesitaba sentarse, pensó ella.


–Claro –dijo ella. No quería que le doliera–. Me parece bien.


Dentro, los suelos eran de madera reluciente y había una lámpara de araña enorme colgada en el recibidor. Preciosas acuarelas adornaban las paredes. Estaba decorado con un gusto exquisito. Atravesaron una puerta en arco que daba al salón. Tapicería, cortinas y alfombras combinaban tonos amarillos y verdes, dándole un aspecto acogedor y hogareño. Había fotos familiares sobre la chimenea. Y una tamaño póster de Pedro con el uniforme del equipo nacional. Una novela abierta descansaba sobre la mesa.


–La casa de tus padres es preciosa.


–Gracias –repuso él, orgulloso.


Sin duda, Pedro debía de tener mucho que ver con esa casa, pues era una propiedad muy cara. Además, él siempre había mantenido una estrecha relación con sus padres.


–A mi madre le parecía demasiado grande, al principio. Pero la convencí de que se la merecía, después de tantos años de vivir en un pequeño departamento –explicó Pedro y señaló a un sofá–. Siéntate.


Paula se sentó sobre sus cómodos cojines, mucho más blanditos que los del sofá que había tenido en su antiguo piso de Chicago. Al vender la casa, se había deshecho también de los muebles, para no tener que pagar por su almacenamiento mientras estaba cuidando de Connor en casa de Brenda y Gonzalo. Daisy saltó a su lado.


–¿La dejas subirse al sofá?


–La dejan subirse en todas partes, menos en la mesa del comedor y en las encimeras de la cocina. Es de mis padres. La tienen muy mimada –comentó él y se sentó en una mecedora a su lado–. ¿Te importa si me como una galleta?


–Claro que no.


–¿Quieres una?


Las galletas olían bien, pero ya comería después con Ignacio, pensó ella. Era mejor no excederse con los dulces.


–No, gracias.

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