miércoles, 14 de abril de 2021

Te Quise Siempre: Epílogo

Internet era algo que nunca dejaba de sorprenderle. Había buscado en Google la frase Los encantos de una pequeña ciudad y se vió transportado en el tiempo por un vídeo de baja calidad en el que una chica ganaba el Concurso Nacional de Redacción. Empezaba hablando con voz temblorosa, pero poco a poco fue adquiriendo seguridad en sí misma. Hablaba de las cosas divertidas que sucedían en los pueblos pequeños, como la ocasión en que se había corrido la voz de que el Presidente iba a ir a Sugar Maple Grove. Hablaba de picnics, de Blue Rock, de comer helados en las calurosas noches de verano.  Después, contó la historia de un muchacho enfermo de cáncer, de cómo todo el pueblo unido había apoyado a la familia y había recaudado dinero para la terapia. Y, finalmente, mirando directamente a la cámara, una cámara que probablemente no sabía siquiera que estaba allí, respiró profundamente y dijo: «¿Quieren saber cuál es el verdadero encanto de un pueblo pequeño? El amor». Pedro detuvo el video justo en ese instante y encontró en los rasgos de aquella chiquilla pelirroja y pecosa a la mujer que sería en el futuro. Allí estaba, oculta, la semilla de la valentía con la que afrontaría su vida, la valentía con la que acabaría persiguiéndole a él hasta hacerle ver que necesitaba su amor. Hacía ya tres años que se habían casado. Él había dejado FREES para dedicarse a lo que más le había gustado desde siempre. Junto con Paula, había montado una escuela junto a las Green Mountains, a menos de veinte kilómetros de donde había nacido. La escuela se llamaba Higher Ground y estaba especializada en la formación de escaladores para operaciones de rescate. Pronto había conseguido una gran reputación. Hacía lo que más le gustaba. Paula se encargaba de la administración mientras continuaba con su labor de investigación para el Instituto de Historia. Trabajaban juntos, vivían juntos y el amor crecía día a día. Era la vida perfecta, el sueño de cualquier hombre hecho realidad.

 

—Pedro, ¿Qué estás haciendo?

 

Paula se acercó a él y se apoyó en su hombro.

 

—No podía dormir.

 

Ella miró por encima del hombro a la pantalla del ordenador y se rió.

 

—Por Dios, Pedro, esto no es lo que los hombres suelen buscar en Internet en mitad de la noche.

 

—¿Y qué sabes tú de cómo son los hombres, señora Alfonso?

 

—Sé que ninguno es como tú —respondió abrazándole.


No había nada más excitante que aquello, que amar a otra persona. De joven, lo que le había excitado había sido el peligro, el riesgo. Se había dejado engañar por las apariencias. Pero no se arrepentía. Le había hecho falta ser de esa manera para poder reconocer la verdad.


 —Era bastante mona por aquel entonces, ¿Verdad? —dijo ella.


 —Y todavía lo eres —respondió él.

 

—Ya lo sé.

 

Ambos se rieron. Le encantaba la confianza que tenía en ella misma, su radiante belleza y el descaro que tenía por saber que él la amaba por encima de todo.


 —Era una empollona —dijo ella—. Pero una empollona muy guapa.


 —Va a ser como tú —apuntó él—, así que tendrá suerte de que esté yo aquí. Así podré protegerla.

 

—No sabemos si va a ser niño o niña.

 

—Yo sí —dijo él—. Va a ser niña. Siempre he querido proteger a alguien. He nacido para eso.

 

—¿Para proteger?

 

—Para ser padre.

 

—Sí. Has nacido para eso. Y, por cierto… Sobre esto de ser padre…

 

—¿Qué pasa?

 

—Creo que va a ser antes de lo que creías. Siento algo aquí dentro que… 


Pedro era un hombre que había mirado a los ojos de la muerte sin inmutarse, que podía colgarse a cientos de metros sobre el suelo sin tener vértigo, que había vivido siempre al límite. Pero ella era la única que sabía que, sobre todo, era un hombre. Ella era la única que conocía sus debilidades, la única capaz de pillarle desprevenido. Pero aquella noche no sucedería.

 

—No te preocupes, Paula Alfonso—susurró él—. Estoy aquí contigo.

 

—No finjas… Estás muerto de miedo —dijo ella echándose a reír.

 

Ella era la única persona en el mundo que podía ver en su interior. En el pasado, la arrogancia y la osadía de la juventud le habían alejado de toda su familia. Había pensado que necesitaba otras cosas: excitación, emoción, aventuras. Pero la naturaleza del amor estaba en saber perdonar a las personas por sus errores y hacerles ver que sólo existe una aventura que vale la pena. Pedro se puso de pie y tomó la mano de Paula. La miró fijamente. Y la palabra que vino a sus labios, a su mente y a su corazón no fue un grito de guerra, sino una afirmación.


 —Honor —dijo en voz baja.


Y entonces, tomó a su esposa en brazos, ella le pasó las suyos alrededor del cuello, y sintiendo la dulce respiración de ella contra su pecho, Pedro Alfonso tomó sin miedo el camino que conducía hacia el futuro. 






FIN

1 comentario:

  1. Me encanta como Paula terminó minando todas sus defensas. Hermosa historia!

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