lunes, 30 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 45

Pero, por desgracia, los acontecimientos conspiraban en su contra. Su  último  paciente  era  Valentina Foley,  de  cuatro  años  de  edad,  y  Paula comprendió  enseguida  por  qué  Jimena se  había  mostrado  preocupada  por  ella.  La  niña  no  estaba  aprovechando las lecciones de lenguaje para sordos como Paula esperaba.

—¿Estás  enfadada  conmigo?  —le  preguntó  la  pequeña  con  signos  al  final  de  la  sesión, con cara preocupada.

—No —le contestó Paula, dándole un abrazo.

—Pero no lo hago bien.

—No te preocupes. Solo necesitas practicar un poco más.

Valentina puso cara triste.

—¿Cómo? En casa, nadie quiere aprender.

Paula reprimió una maldición. Jesica Foley era una buena madre, pero tenía que ocuparse  de  otros  cuatro  niños,  además  de  Valentina.  Afrontar  la  sordera  de  su  hija  era  una  carga  demasiado  pesada  para  ella.  Llevarla a  la  clínica  dos  veces  por  semana  era  todo  lo  que  estaba  dispuesta  a  hacer.  Había  sido  imposible  convencerla  de  que  ella  también asistiera a clases. Se había negado en redondo.

—Aprenderé de Valentina—le había asegurado a Paula, pero la futilidad de su promesa era cada vez más evidente.

En cuanto a Damián Foley, tenía dos trabajos para intentar sacar adelante a su familia.  Había  ido  a  recoger  a  Valentina en  varias  ocasiones  y,  a  pesar  del  cariño  que  demostraba  por  su  hija,  todavía  parecía  empeñado  en  negarse  a  aceptar  que  su  discapacidad era permanente y que requería ciertos esfuerzos por su parte. Cuando le hablaba a la niña, subía la voz como si ello pudiera ayudarla a entenderlo.Los Foley no eran la primera familia a la que Paula había visto resistirse a asumir las  necesidades  de  un  hijo  sordo,  pero  eso  no  dejaba  de  entristecerla.  Como  en  su  propio caso y en el de Valentina, las cosas parecían empeorar cuando la sordera se producía repentina e inesperadamente.

—Nos  esforzaremos  más,  tú  y  yo  —le  dijo  a  Valentina—.  Y  hablaré  otra  vez  con  tu  mamá  sobre  las  clases.  Si  ella  no  puede  venir,  ¿Qué  te  parece  que  venga  tu  hermana  mayor? Tiene diez años, ¿No?

El semblante de la niña se iluminó.

—Martina vendrá. Sé que vendrá.

—Veré si puedo arreglarlo —le prometió Paula.

—Te quiero —dijo Valentina con gestos.

—  Yo también te quiero  —contestó  Paula—.  Ahora,  salgamos  fuera,  a  ver  si  ha  venido tu madre.

La  señora  Foley  estaba  sentada  en  su  coche,  con  el  motor  en  marcha.  Paula acompañó  a  Valentina al  coche,  pero  cuando  trató  de  hablar  con  su  madre,  esta  le  hizo  señas de que tenía prisa y arrancó antes de que pudiera decirle una palabra. Paula respiró  hondo  y  volvió  lentamente  a  la  clínica.  Al  parecer,  no  estaba  tan  recuperada como pensaba. Se sentía exhausta, pero quería asistir a la reunión semanal del personal. Jimena la observó un momento y vetó su plan.

—Estás pálida. Tienes que irte a casa.

—Voy  a  quedarme  —insistió  Paula—.  Dame  cinco  minutos  para  tomarme  una  taza  de café, y los veré en la sala de reuniones.

Había  pensado  que  Jimena se  conformaría  sin  discutir,  pero  se  equivocaba.  La  reunión acababa de empezar cuando la interrumpió la llegada de Pedro. Jimena le sonrió.

—Llegas justo a tiempo —dijo.

—¿Lo has llamado tú? —preguntó Paula, asombrada.

—Habíamos hecho un trato —dijo Jimena—. Yo lo llamaría si tú te negabas a seguir mis buenos consejos. Ahora vete a casa y descansa. Nos veremos por la mañana.

Paula  estuvo  tentada  de  quedarse  allí  plantada  y  negarse  a  marcharse,  pero  cambió  de  idea  al  ver  la  mirada  decidida  de  Pedro.  Podría  haber  expresado  su  disconformidad  allí  mismo,  pero  logró  abandonar  la  habitación  sin  hacerlo.  Al  día  siguiente, le diría a Jimena que era perfectamente capaz de decidir si podía aguantar una hora en una estúpida reunión de personal.

Mi Salvador: Capítulo 44

Paula declinó una invitación de la madre de Pedro para unirse a ellos en la cena del  domingo.  Todavía  se  sentía  confusa  por  lo  que  había  ocurrido  en  la  barca,  por  la  inesperada  visita  de  la  familia  y  por  las  cosas  que  él le  había  dicho  en  la  cocina.  Tenía  la  inquietante  sensación  de  que  estaba  enamorándose  perdidamente  de  un  hombre  al  que  apenas  conocía.  Y,  hasta  que  no  comprendiera  plenamente  su  relación,  no quería arriesgarse a enamorarse también de su familia.

—No lo entiendo —dijo Juana, cuando Paula trató de explicárselo—. Estás loca por él. Él está loco por tí. ¿Cuál es el problema?

—Es demasiado pronto —dijo ella sombríamente—. ¿Cómo puedo estar segura de lo que siento? Pedro no lo está. Me dijo claramente que yo ni siquiera sabía lo que sucedía en mi cabeza.

Juana se echó a reír.

—¿Y cómo reaccionaste tú?

—Me puse furiosa.

—Me lo imagino.

Paula la miró, con aflicción.

—Pero  ¿Y si tiene  razón?  ¿Y  si  me  hubiera  enamorado  de  cualquier  hombre  que  me hubiera sacado de entre los escombros? Es una posibilidad.

—¿Te has enamorado de Sergio?

Paula frunció el ceño ante aquella absurda pregunta.

—No, claro que no.

—Él también estaba allí —añadió Juana.

—Pero no fue él quien me rescató.

—Pero,  si  lo  hubiera  sido,  ¿Te habrías  enamorado de  él?  —preguntó  la  anciana,  escéptica.

Paula trató de imaginarse a sí misma enamorada del simpático y gigantesco amigo de Pedro. Había pasado algún rato con él desde el temporal y no había sentido el más leve atisbo de atracción, aunque era más guapo, en un sentido clásico, que Pedro.

—No —admitió lentamente—. Es un hombre muy agradable, pero no me dice nada.

—Bueno, parece que estamos llegando a alguna conclusión —dijo Juana, mirándola con expresión astuta—. ¿Tú eres la única mujer a la que Pedro ha rescatado?

—No —contestó Paula.

—¿Ya las demás las ha invitado a vivir con él?

— Yo no vivo con él —arguyó Paula—. Esto es solo temporal.

Juana hizo girar los ojos.

—Como quieras. ¿Pedro ha hecho esto alguna vez?

—No creo.

—Entonces, ¿Por qué crees que te lo sugirió?

Paula frunció el ceño.

— Si lo supiera, todo sería mucho menos complicado.

—A veces, el amor solo es complicado si nosotros lo complicamos.

—¿Qué significa eso?

—Significa, cariño, que el amor es sencillo. Resistirse a él es lo que lo complica. Tú  estás  buscando  excusas  para  no  enamorarte,  en  vez  de  aceptarlo  como  el  maravilloso regalo que es.

—¿No se supone que para eso hacen falta dos personas?

Juana sonrió.

—Es verdad  —dijo—.  Tal  vez  deba  explicárselo  a  Pedro cuando  me  lleve  a  casa  esta tarde.

—No te atreverás. No quiero que piense que nos hemos pasado el día hablando de él.   

—Pero eso es justamente lo que hemos hecho —dijo Juana.

—Entonces, será mejor que cambiemos de tema. ¿Qué tal te va con tu hermana? —dijo,  sabiendo  que  la  pregunta  distraería  a  Juana—.  No  puede  irte  tan  mal,  porque  tienes  muy  buen  aspecto.  Hasta te has  hecho  un  corte  de  pelo  distinto.  Muy  juvenil.  Pareces diez años más joven.

—Sé lo que intentas —respondió Juana, aunque parecía complacida por el cumplido—. Pero no se me va a olvidar lo de Pedro.

—Entonces,  supongo  que  tendré  que  acompañarlos  cuando  te  lleve  a  casa.  Para  proteger mis intereses.

—Si  quieres...  —dijo Juana con  desenfado—.  En  cuanto  a  mi  hermana,  está  completamente chiflada. ¿Sabes lo que ha hecho ahora?

Paula se  recostó  en  la  silla,  aliviada  por  no  tener  que  seguir  hablando  sobre  sus  sentimientos  hacia  Pedro.  Tal  vez  las  cosas  mejorarían  a  partir  del  lunes,  cuando  volviera al trabajo. Así no pasarían tanto tiempo juntos. Y pronto se mudaría. Esa sería la auténtica prueba, concluyó. Si había algo entre ellos, el hecho de que ella se mudara no pondría fin a su relación. Decidió empezar a buscar un apartamento en alquiler en cuanto saliera del trabajo el lunes.

Mi Salvador: Capítulo 43

—Mamá, ¿Sabes siquiera qué son los Dolphins? —preguntó Carolina.

—Claro  que  lo  sé  —dijo  su  madre,  indignada—.  Aunque  no  entiendo  cómo  a  la  gente puede gustarle más el béisbol que el fútbol.

Aquella era una   vieja   discusión   en   la   que   la   familia   entera   se   enzarzó   rápidamente.  Satisfecho  de  dejarlos  distraídos  por  el  momento,  Pedro se  escabulló  hacia la cocina justo a tiempo para oír que Paula preguntaba en tono afligido:

—¿Tú crees que hay algo malo en mí?

Sonia vió  que  su  hermano  estaba  en  el  umbral  y  frunció  el  ceño  antes  de  contestar:

—No hay nada de malo en tí. Mi hermano es un necio.

Pedro decidió  que  no  sería  bien  recibido  en  la  cocina.  Tenía  dos  opciones:  podía  en  trar y defenderse por segunda vez ese día, o volver al cuarto de estar y arriesgarse a  que  la  conversación  volviera  a  recaer  en  sus  planes  de  boda.  Optó  por  la  cocina,  a  pesar de todo.

—¿Necesitan  ayuda? —preguntó, uniéndose a Sonia y Paula.

—Todo está bajo control —dijo su hermana  —. Voy a poner la mesa en el comedor. Lo  haremos  al  estilo  buffet,  porque  en  la  mesa  no  cabemos  todos.  Los  niños  pueden  comer  en  el  patio  —deliberadamente,  dió  la  espalda  a  Paula  y  añadió—.  Aprovecha  la  ocasión para arreglar las cosas, hermanito. No sé lo que le has hecho, pero está claro que le ha dolido.

—No creo que pueda arreglarlo en unos minutos —dijo él.

—Inténtalo —le  ordenó  ella,  saliendo  por  la  puerta  de  la  cocina—.  Paula es  lo  mejor que te ha pasado nunca. No lo eches todo a perder.

Cuando estuvieron solos, Paula lo miró con nerviosismo.

—Me gusta tu familia —dijo.

—Siento que te hayan bombardeado a preguntas.

—No  importa  —ella  sonrió—.  De  todas  formas,  no  han  esperado  a  que  les  respondiera. Si te digo la verdad, casi no entendía lo que decían.

—No se han dado cuenta... —empezó a decir él, pero ella lo interrumpió.

—Ya  estoy  acostumbrada.  No  tienes  que  disculparte.  A  veces  me  gusta  que  la  gente se olvide de que soy sorda. Durante unos minutos, aunque me quede fuera de la conversación, me siento casi normal.

—Paula, tú eres normal —dijo él con firmeza, recordando la pregunta que ella le acababa de hacer a Sonia—. Que no puedas oír no significa que haya algo malo en tí.

Ella lo miró fijamente, sorprendida por su vehemencia.

—¿Lo dices de verdad?

—Claro que sí —dijo él enfáticamente—. Eres una mujer increíble. La mayoría de las  veces  me  olvido  de  que  no  oyes.  A  veces  tengo  que  recordarme  que,  en  ciertas  circunstancias, estás en desventaja —vió, desconcertado, que por las mejillas de Paula empezaban a rodas las lágrimas—. ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?

Ella le agarró una mano y le besó en la palma.

—Nada —murmuró—.  La  mayoría  de  la  gente  es  demasiado  solícita  conmigo. Nunca  olvidan  que  tengo  una  discapacidad  y  nunca  me  dejan  que  yo  lo  olvide.  Es  imposible ignorar que soy sorda, pero de vez en cuando es tan agradable poder fingir que no importa...

—A mí no me importa —dijo él—. Lo único que siento es que hayas perdido lo que tanto amabas: la música. Ni siquiera logro imaginar lo difícil que debió de ser para tí el aceptarlo.

—A veces, todavía oigo música dentro de mi cabeza —dijo ella, con el semblante lleno  de  melancolía.  Le  acarició  los  labios  con  un  dedo—.  ¿Sabes  qué  es  lo  que  de  verdad lamento? —él negó con la cabeza—. Que nunca podré oír el sonido de tu voz.

Pedro sintió el aguijón de las lágrimas quemándole los párpados.Tal vez, algún día, se atrevería a decirle lo que llevaba en el corazón.

Mi Salvador: Capítulo 42

—Debiste  de  pasar  mucho  miedo  durante  el  temporal  —dijo    Carolina compasivamente—. ¿Ya habías pasado algún huracán en Miami?

 Al mismo tiempo, Luciana decía:

—Tengo entendido que eres maestra. Yo también. Tenemos que comer juntas un día  y  comparar  experiencias  —se  dió  un  golpecito  en  la  enorme  barriga—.  Tendré  mucho tiempo cuando nazcan los niños.

—Eso es lo que tú te crees —dijo Daniela, estremeciéndose visiblemente—. ¡Dos niños al mismo tiempo! No quiero ni pensarlo.

—Pero yo la ayudaré —dijo su madre.

Las hermanas intercambiaron miradas piadosas.

—¿Qué? —preguntó la madre, indignada—. ¿Es que la abuela estorba?

Luciana se puso de pie y le plantó a su madre un beso en la mejilla.

—No, mamá, eres de gran ayuda. No podría arreglármelas sin tí.—Entonces, ¿Por qué me miran así tus hermanas? —preguntó.

—Porque son unas desagradecidas —dijo Luciana—. Saben que soy tu favorita.

Su madre chasqueó la lengua.

—Tú sabes que yo no tengo favoritos.

—¡Aparte de Pedro! —dijeron todas a coro.

Él las miró con el ceño fruncido. La  charla  continuó  a  ritmo  vertiginoso.  Paula,  sentada  en  mitad  del  griterío,  parpadeaba rápidamente, tratando de entender, pero Pedro comprendió por el modo en que giraba la cabeza de una persona a otra que no conseguía hacerlo. Todos hablaban a la vez. Pero,  cosa  rara,  ella  no  parecía  tan  frustrada  como  él  había  supuesto.  En  realidad,  sus  labios  se  habían  curvada  en  una  media  sonrisa  y  sus  ojos  brillaban  alegremente. Cuando sus miradas se encontraron, la sonrisa se desvaneció.

—Oh oh —murmuró Soniadetrás de él—. Es cierto que tienes un problema.

—Ya te lo dije.

—¿Por qué no rescato a Paula y me la llevo a la cocina? Parece un poco agobiada. Nosotras dos podemos sacar la comida, mientras tú luchas contra todas estas mentes inquisidoras.  Mamá  tiene  esa  mirada,  la  que  reserva  para  los  pretendientes  incautos.  Mi Gabriel todavía tiembla cuando la ve. Dice que nunca había pasado tanto miedo en toda su vida. Y creo Paula no está preparada para afrontarla.

—Fantástica idea —dijo Pedro, agradecido—. O mejor, ¿Por qué no la sacas por la puerta  de  atrás  y  te  la  llevas  a  cenar  a  algún  restaurante  bonito  y  tranquilo?  Puedes  traerla de vuelta cuando todo el mundo se haya ido.

—¿Y aguantar los reproches de mamá un mes entero? Ni lo sueñes.

Sonia   cruzó  la  habitación  y  se  inclinó  para  hablar  con  Paula.  Esta  asintió  y  se  levantó para seguir a la hermana mayor de Ricky. Cuando también la madre hizo amago de levantarse, Sonia le lanzó una mirada de advertencia que la dejó clavada en el sitio.Después de que Paula y Sonia salieran, la atención del grupo se centró en Pedro.

—No tengo nada que decir sobre el tema — anunció él antes de que empezaran. Miró  directamente  a  su  padre—.  ¿Qué  tal  van  los  Dolphins?  ¿Crees  que  este  año  tienen alguna posibilidad en la Super Bowl?

—¡Fútbol! —dijo  su  madre  desdeñosamente—.  Si  crees  que  hemos  venido  aquí  para hablar de fútbol, estás muy equivocado.

Pedro le plantó un beso en la mejilla.

—Ya sé a lo que habéis venido, pero dejen  en paz a Paula. La han asustado.

—Eso no es verdad —dijo su madre.

—Pues la aturden, entonces. ¿Es que no se dan cuenta de que, si hablan todos al mismo  tiempo,  no  puede  entenderlos?  Solo  puede  leer  los  labios  de  una  persona.  ¿Por  qué creen que no ha contestado a ninguna pregunta?

Su madre puso una expresión compungida.

—Oh,  lo  siento  mucho.  No  lo  había  pensado —se  levantó  de  un  salto—.  Voy  a  pedirle disculpas.

—Déjala en paz por ahora —le advirtió Pedro—. Que se quede un rato a solas con Sonia.

Su  madre  pareció  vacilar.  Era  evidente  que  le  disgustaba  la  idea  de  haber  ofendido inadvertidamente  a  Paula,  cuando  solo  pretendía  darle  la  bienvenida  a  la  familia.

—Haz  lo  que  te  dice  —dijo  el  padre,  tirando  de  la  mano  de  su  mujer  hasta  que  esta volvió a sentarse.

—Gracias —dijo  Pedro,  algo  sorprendido  por  el  apoyo  de  su  padre,  que  siempre estaba de acuerdo con todo lo que hacía su mujer.

—Bueno —dijo su madre, muy seria—. ¿Qué tal van los Dolphins?

 Sus hijas rompieron a reír.

Mi Salvador: Capítulo 41

Pero no estaba tan seguro como intentaba aparentar. La miradaque les dirigió su madre mientras se acercaba al coche no parecía tranquilizadora. Pedro había visto esa mirada  otras  veces,  dirigida  a  los  hombres  que  luego  se  habían  convertido  en  sus cuñados. Su madre se dirigió directamente a Paula.

—Tú debes de ser Paula—dijo, casi sacándola del coche para abrazarla—. Yo soy la  madre  de  Pedro.  Tenía  muchas  ganas  de  conocerte,  pero  mi  hijo  no  dejaba  de  decirme  que  tenía  que  esperar  hasta  que  te  recuperaras.  Pero  cuando  estás  mal  es  precisamente   cuando   más   necesitas   a   la   familia,   ¿No crees?   Los hombres  no  comprenden estas cosas.

Paula lanzó a Pedro una mirada desesperada.

— Supongo que no —murmuró, sin saber qué decirle a aquella desconocida que la trataba como si formara parte de su familia.

—Vamos,  ven  a  conocer  a  los  otros  —le  ordenó  la  mujer,  llevándola  hacia  la  entrada.Las  dos  desaparecieron  dentro  de  la  casa,  y  Pedro suspiró  aliviado.

 Salió  del  coche  lentamente.  De  todas  formas,  ya  no  podía  hacer  nada  por  salvar  a  Paula.  Si  conseguía escabullirse hasta el jardín, podría ocultarse hasta que pasara lo peor.

—Perdona,  hermanito  —dijo  Sonia ,  apareciendo  a  su  lado  cuando  doblaba  la  esquina  —. Entra. Paula te necesita.

—En realidad, creo que está un poco enfadada conmigo en este momento.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—Es  una  larga  historia  y  no  tengo  ganas  de  contártela.  Basta  con  decir  que  no  han elegido un buen momento para venir.

Sonia se echó a reír.

—Puede  que  sí.  Cuando  mamá  acabe  de  exponer  todas  tus  virtudes,  Paula ya  no  podrá resistírsete.

Por  supuesto,  los  motivos  del  enfado  de  Paula  nada  tenían  que  ver  con  los  que  suponía su hermana. Pero Pedro no la sacó de su error.

—¿Han venido todos? —le preguntó.

—Absolutamente todos, incluidos los niños —dijo Sonia—. Pero no te preocupes. Mamá ha traído comida suficiente para un regimiento.

—¿Se van a quedar a cenar?

—Bueno, claro. Mamá no va a perderse la oportunidad de conocer a una nuera en potencia. Lleva demasiado tiempo esperando este momento.

Pedro se preguntó si todavía podría escapar. Pero suspiró y abandonó la idea. Paula nunca lo perdonaría si la dejaba sola. Tal vez no comprendiera a las mujeres, pero eso lo sabía con absoluta certeza. Se volvió hacia su hermana.

—Una hora —declaró con firmeza—. Dentro de una hora te los llevarás a todos. Allie necesita descansar.

Sonia se rió.

—Qué bonito. Toda esa preocupación es muy conmovedora, pero algo me dice que no es Paula quien te preocupa. Quieres que nos marchemos antes de que empecemos a planear tu boda.

—Muérdete la lengua —le dijo él, y entró en la casa.

Encontró  a  Paula sentada  en  el  sofá,  entre  su  madre  y  su  padre.  Sus  hermanas  habían ocupado el resto de las sillas, y sus maridos permanecían de pie, contemplando incómodamente  la  escena,  tal  vez  recordando  cuando  se  habían  visto  en  similares  circunstancias. Nueve  niños,  todos  menores  de  diez  años,  corrían  de  habitación  en  habitación,  perseguidos alegremente por Apolo. Por una vez, Pedro envidió la sordera de Paula. El bullicio era intolerable.

—¡Apolo,  siéntate!  —le  gritó  al  perro. 

Este  se  tumbó  a  sus  pies,  moviendo  la  cola. Por desgracia, la orden no surtió efecto con los niños. Pedro  los miró con el ceño fruncido y señaló hacia la puerta—. ¡Fuera!

Gabriel, el marido de Sonia, le guiñó un ojo.

—Me los llevaré al patio. Sé que querrás quedarte aquí.

—No especialmente —dijo Pedro, viendo cómo se escabullía su cuñado.

Volvió a mirar a Paula. Parecía un poco aturdida por la lluvia de preguntas que caía sobre ella.

viernes, 27 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 40

¡Mujeres!  Pedro se  sentó  en  la  cubierta  y  se  preguntó  si  alguna  vez  llegaría  a  entenderlas.  Se  dijo  que  era  más  bien  improbable,  incluso  para  un  hombre  que  había  crecido con cuatro ruidosas hermanas.A  decir  verdad,  su  incapacidad  para  entender  las  complejidades  del  sexo  femenino  le  había  tenido  sin  cuidado  hasta  la  semana  anterior,  pero,  por  alguna  estúpida razón, deseaba comprender lo que le pasaba a Paula. Creía saber lo que la había hecho enfadar: lo que él veía como un comportamiento honroso,  al  parecer  la  exasperaba  terriblemente.  Y  él  empezaba  a  preguntarse  si  estaba  loco.  La  mujer  a  la  que  deseaba  se  le  había  ofrecido,  y  él  la  había  rechazado.  Quizá necesitara un psiquiatra.Hubiera dado cualquier cosa por beber algo fresco, pero no se atrevía a bajar al camarote y encontrarse con Paula. Esta parecía estar de un humor imprevisible, y él no era  un  santo.  La  siguiente  vez  que  se  le  ofreciera,  no  se  preocuparía  de  lo  que  era  correcto y decente.Oyó sus pasos subiendo las escaleras y se obligó a seguir mirando el mar, con los ojos  protegidos  por  las  gafas  de  sol.  Casi  se  cayó  del  asiento  al  sentir  un  chorro  de  agua helada sobre el pecho.

—Maldita sea, Paula—murmuró, y vió que a ella le brillaban los ojos de satisfacción.

—Pensé que tal vez te apetecería algo fresco —dijo ella dulcemente.

—Habría preferido bebérmelo, no que me lo derramaras por encima —refunfuñó él, pero aceptó la lata de tónica que ella le ofrecía—. Gracias.

—De nada. Si tienes hambre, puedo traer la comida.

La  miró  con  incertidumbre.  ¿Estaba  intentando  disculparse  por  su  reacción  anterior? ¿O querría envenenarlo de algún modo?

—Todavía  no  —  dijo,  quería  un  poco  más  de  tiempo  para  saber  de  qué  humor  estaba ella. Señaló el asiento contiguo al suyo—. ¿Quieres sentarte?

—Prefiero estar de pie.

—Como quieras.

Por  desgracia,  su  decisión  de  permanecer  de  pie  dejaba  sus  piernas  al  nivel  de  los ojos de Pedro. Este parecía incapaz de apartar la mirada de sus muslos, desnudos y ligeramente  bronceados,  mientras  se  preguntaba  qué  haría  para  mantener  aquel  tono  muscular, qué tacto tendría su piel y cómo sabría. Y otras muchas cosas en las que no tenía sentido pensar, se dijo secamente. Alzó la vista y vió que ella lo observaba con el ceño fruncido.

—¿Va todo bien? —le preguntó.

—Perfectamente —respondió él, irritado—. Todo va perfectamente.

— Sí, ¿Verdad? —murmuró ella con una sonrisa de satisfacción.

Luego  se  giró  y  se  acercó  a  la  proa  de  la  barca,  contoneando  las  caderas.  Ese  contoneo  era  deliberado,  pensó  Pedro,  como  todo  lo  demás.  Al  parecer  su  dulce,  vulnerable y valiente Paula estaba decidida a vengarse. Pedro pensaba  que  el  día  no  podía  ponerse  peor,  pero  se  equivocaba.  Cuando  llegaron a casa justo después de las cinco, se la encontraron llena de gente. Su familia se  había  cansado  de  esperar  una  invitación  para  conocer  a  la  misteriosa  invitada  y  había decidido presentarse sin más. Paula se alarmó. Cuando vió a Sonia y a los niños, enseguida adivinó quiénes eran los demás, y miró a Pedro con espanto.

—¿No podemos escaparnos?

—Hoy ya lo hemos intentado una vez y no ha salido muy bien —dijo él—. No será tan horrible.

—Para tí es fácil decirlo. Es tu familia.

—Lo que significa que yo me llevaré la peor parte del interrogatorio —dijo él—. Contigo se portarán bien.

Mi Salvador: Capítulo 39

—Esto  es  lo  primero  que  hago  cuando  vuelvo  de  una  operación  de  rescate  en  el  ex  tranjero —dijo.

Ella vió que las arrugas de preocupación de su cara empezaban a difuminarse. Sin pensarlo, le acarició la mejilla. Su piel estaba caliente por el sol y raspaba ligeramente porque empezaba a crecerle la barba. Paula no se dió cuenta del momento preciso en que vio la llama de deseo que había en sus ojos, pero en lugar de retirar la mano, trazó titubeante la línea de su boca. Él le agarró la mano con que lo estaba acariciando y se metió uno de sus dedos en la  boca  con  un  movimiento  lento  y  provocativo  que  hizo  que  a  ella  se  le  acelerara  el  corazón. Pedro la miraba fijamente a los ojos. Paula sintió que todo su mundo se reducía a la llama de sus ojos y a la sensación de aquella lengua sobre su dedo.

—¿Tienes  idea  de  lo  que  me  haces?  —  murmuró  él,  soltándole  la  mano  con  evidente desgana; ella, incapaz de hablar, sacudió la cabeza—. Quiero besarte.

—Pues hazlo —contestó ella, notando que se le aceleraba el pulso—. Por favor.

Él pareció vacilar un momento, como si temiera que Paula cambiara de opinión. Ella trató de acercarse más, pero Pedro la mantuvo a distancia, de modo que solo sus labios se tocaran.

—¿Por  qué?  —murmuró  ella,  trémula,  deseando  desesperadamente  lo que  él  no  parecía dispuesto a darle.

Sintió  que  los  labios  de  Pedro se  movían  sobre  los  suyos  y  comprendió  que  le  estaba  respondiendo.  Deseaba  saber  la  respuesta,  pero  más  aún  deseaba  sus  besos.  Dulces, tiernos besos. Besos urgentes, ansiosos. Nunca había imaginado que los besos pudieran ser tan diversos, tan deliciosos. Cuando él por fin la soltó, Paula casi temblaba de deseo. Parpadeando por el brillo del sol, lo miró fijamente.

—¿Por qué? —le preguntó otra vez.

 Él se metió las manos en los bolsillos y la miró con determinación.

—Porque no te he traído aquí para seducirte.

—Los planes pueden cambiar   —dijo ella,   intentando   infundir una nota desenfadada a su voz.

En la cara de Pedro, una sonrisa apareció y desapareció tan rápidamente que Paula no estaba segura de haberla visto.

—En este caso, no —dijo él, con expresión inflexible.

Luchando  todavía  contra  los  efectos  de  sus  besos,  ella  intentó  adoptar  una  actitud altiva.

—¿Te importa decirme por qué?

—Porque  no  voy  a  aprovecharme  de  tí,  de  la  situación  —declaró  él,  como  si  quisiera recordárselo a sí mismo, más que a ella.

Paula se puso rígida.

—Eso es muy noble, ¿Pero por qué tienes que ser tú quien lo decida?

—Porque tú no piensas con claridad.

—¿Ah, no? —dijo ella con calma, aunque empezaba a bullirle la sangre.

—No me mires así. Has pasado por una experiencia traumática.

—  Pero  el  cerebro  todavía  me  funciona  bastante  bien  —replicó  ella—.  Creo  que  aún soy capaz de tomar decisiones racionales.

—Puede que sí —dijo él—. Pero esto no tiene nada que ver con la razón, sino con las hormonas. Y ambas cosas se excluyen mutuamente.Su tono de superioridad la ofendió.

—Veamos.  Aclaremos  una  cosa  —dijo  ella,  intentando  controlar  su  furia—.  Tú,  que  eres  una  criatura  inteligente  de  sexo  masculino,  puedes  tomar  una  decisión racional por los dos, pero yo, una simple mujer, no puedo. ¿Es eso?

Él frunció el ceño.

—No sé por qué te lo tomas así. Yo solo trato de hacer lo correcto.

—Lo  que  tú  consideras  que  es  lo  correcto  —lo  corrigió  ella—.  Ese  es  el  razonamiento más ridículo, paternalista y machista que he oído en toda mi vida.

—Paula...

—¡Nada  de  Paula!  —gritó  ella—.  ¿O  quieres  que  haga  algo  irracionalmente  femenino y te tire por la borda?

Él la miró, impresionado.

—No te atreverás.

—No me pongas a prueba —contestó ella.

Paula se dió media vuelta, bajó las escaleras que llevaban a la cubierta inferior y se  metió  en  el  camarote.  Buscó  un  refresco,  lo  abrió  y  dió  un  larguísimo  trago  para  refrescarse la garganta seca y enfriar su acalorado humor. Pedro era  un  necio  machista.  Ella  se  había  mostrado  dispuesta  y  accesible,  y  la  había  rechazado.  Y  no  sabía  qué  la  irritaba  más:  que  se  le  hubiera  resistido  o  que  creyera que era incapaz de pensar por sí misma. Pero, en cualquier caso, el infierno se helaría antes de que le diera una segunda oportunidad.

Mi Salvador: Capítulo 38

Paula,  sentada  en  una  tumbona  en  el  patio  de  atrás,  lanzaba  subrepticias  miradas  a  Pedro,  que  estaba  tendido  en  una  hamaca,  a  su  lado.  Estaba  segura  de  que  fingía  dormir.  Pero  no  sabía  por  qué.  Había  estado  cabizbajo  y  distante  desde  que  habían  vuelto  de  la  visita  a  su  antigua  casa,  el  día  anterior.  Ella  se  sintió  aliviada  cuando se marchó al concierto de Joaquín. Pero, fuera lo que fuera lo que preocupaba a Ricky, no parecía haberlo resuelto a su  regreso,  pues  se  había  pasado  casi  toda  la  noche  fuera,  en  el  patio.  Paula lo  sabía  porque había mirado varias veces por la ventana y lo había visto sentado justo donde estaba en ese momento, con una botella de cerveza en la mesa que había a su lado. Cuando había salido al patio a primera hora de la mañana, la botella seguía allí.

—No hace falta que te quedes conmigo como si fuera una niña —le dijo.

Vió  que  sus  labios  se  movían  ligeramente,  sin  formar  ninguna  palabra,  y  lo  interpretó como un asentimiento.

—¿Hmm?

— Quiero decir que no hace falta que te preocupes por mí, si te apetece salir.

Él abrió los ojos y la miró.

—¿Quién ha dicho que me apetezca salir?

—Debes de estar un poco aburrido —dijo ella.

—No especialmente.

—Bueno, pues yo sí.

Él  se  levantó  tan  rápidamente  que  Paula pensó  que  le  tomaría  la  palabra  para  escapar.

— Tienes razón —dijo, y le tendió la mano—. Vámonos.

—¿Adonde?

— Vamos —dijo él, con un brillo retador en la mirada—. Confía en mí.

Paula se  levantó  de  un  salto,  sin  pensárselo  dos  veces.  Se  dijo  que  su  buena  disposición  era  natural.  Estaba  harta  de  estar  sentada  sin  hacer  nada.  La  noche  anterior había terminado todo el papeleo que Jimena le había llevado. Cualquier cosa que Pedro le  ofreciera  sería  preferible  a  aquella  inactividad.  Hizo  caso  omiso  de  la  vocecilla  que  le  decía  que  aquel  hombre  podía  tentarla  a  hacer  cosas  que,  de  otra  forma, nunca se le hubieran ocurrido. Antes  de  que  pudiera  hacerle  una  sola  pregunta,  él  agarró  el  bolso  de  Paula,  un  bote de bronceador y las gafas de sol de ambos.

—¿Vamos a la playa? —preguntó ella, apresurándose tras él.

—Ya lo verás.

De  camino  hacia  cualquiera  que  fuese  su  destino,  Pedro se  paró  ante  una  tienda  de comestibles, entró corriendo y salió con una bolsa.

—La comida —dijo cuando ella lo miró con curiosidad.

Quince minutos después entraron en un embarcadero. Pedro la llevó a lo largo de un muelle hasta que llegaron ante una pequeña barca de pesca. Saltó dentro y le tendió la mano.

—Será tuya, me imagino —dijo ella mientras subía.

—Es de Sergio, pero tengo una llave. Hay cañas de pescar a bordo. Deja que guarde la  comida  en  el  frigorífico  y  zarparemos  —en  tornó  los  ojos—.  No  te  marearás,  ¿Verdad?

Paula sonrió.

—Ya es un poco tarde para preguntarlo, ¿No crees?

—  Sería  un  poco  tarde  si  estuviéramos  en  alta  mar.  Pero  aquí  todavía  hay  tenemos opciones.

—Que yo sepa, no me mareo.

—Que tú sepas —repitió él—. ¿Significa eso que nunca has montado en barco?

—Eso mismo —le confirmó ella.

—Bueno,  por  suerte  hoy  el  mar  está  como  un  espejo.  No  creo  que  te  marees.  ¿Sabes nadar?

—En una piscina —dijo ella.

—Te traeré un salvavidas —dijo él resueltamente.

Al cabo de unos minutos, Pedro puso en marcha el motor, quitó las amarras y se alejó  del  muelle.  Paula se  quedó  de  pie  junto  a  la  barandilla  y  contempló  cómo  desaparecía  el  embarcadero  mientras  se  adentraban  en  la  bahía.  La  brisa  olía  a  sal  y  tal  vez  a  algas  o  mangles.  El  beso  del  aire  contra  su  piel  desnuda  contrarrestaba  el  ardor del sol. Cuando  estuvieron  a  aproximadamente  una  milla  de  la  costa,  Pedro apagó  el  motor. La barca osciló suavemente cuando se sentó junto a Paula.

Mi Salvador: Capítulo 37

—Quédate  conmigo  un  rato.  Fuera  hace  un  calor  horroroso.  Necesito  quedarme  unos minutos aquí, con el aire acondicionado.

Paula la miró con preocupación.

—¿Estás bien? ¿Quieres beber algo? He traído agua mineral fría.

—Eso estaría muy bien —dijo Juana.

Pedro aprovechó  la  oportunidad  para  deslizarse  fuera  del  coche.  Tenía  pocas  esperanzas  de  encontrar  algo  de  valor  entre  los  escombros,  pero  era  preferible  que  Paula no viera rotas y cubiertas de barro las cosas que una vez había amado. Era  una  tarea  ingrata.  Pedro encontró  un  álbum  de  fotos,  pero  el  agua  había  destruido casi por completo las fotografías de su interior. De todo modos lo recogió, por si acaso podían salvarse una o dos fotografías. Encontró también un joyero, pero incluso antes de abrirlo comprendió que los saqueadores lo habían vaciado. Dentro solo había una vieja insignia de la Escuela Dominical y un anillo del instituto.Entre  las  ruinas  descubrió  algún  zapato  desparejado,  unos  cuantos  platos  intactos, una cacerola de hierro y un juego de cubiertos de acero inoxidable. Encontró también una cortina relativamente intacta, pero las demás estaban hechas jirones. Los sofás, las sillas y la televisión estaban completamente destrozados. Acababa de recoger un osito de peluche manchado de barro y sin un ojo cuando Paula se  le  acercó  y,  agarrando  el  muñeco  con  manos  temblorosas,  lo  abrazó  mientras  las lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas.

—Tendrá  mejor  aspecto  cuando  le  des  un  baño —dijo  Pedro con  optimismo—.  Y  estoy  seguro  que  Sonia podrá  coserle  un  ojo.  Los  niños  siempre  están  rompiendo  sus  peluches y luego no dejan de llorar hasta que se los arregla.

—Tengo  este  oso  desde  que  estuve  en  el  hospital,  cuando  perdí  el  oído  —dijo ella, con voz trémula—. Brownie y yo hemos pasado juntos por muchas cosas.

—Y han sobrevivido —dijo Pedro.

—Aunque un poco maltrechos —dijo ella, acariciando suavemente el peluche lleno de barro. Sacudió la cabeza—. No sabía qué esperaba encontrar, pero no era esto.

—El  otro  día,  cuando  te  sacamos,  no  estabas  en  condiciones  de  mirar  a  tu  alrededor — dijo él—. Estabas conmocionada.

—Sí, supongo que sí —dijo Paula, intentando recobrarse—. ¿Has encontrado algo más?

—He recogido algunas cosas —dijo él, mostrándoselas.

Paula las  miró  con  calma  hasta  que  vió  el  álbum  de  fotos.  Entonces,  empezó  de  nuevo a sollozar.

—Es como perder todo mi pasado. Como si nunca hubiera existido.

—No  seas  tonta  —dijo  Juana de  repente,  apareciendo  a  su  lado—.  Solo  eran  fotografías.  Los  recuerdos  se  llevan  en  el  corazón.  Esos  no  los  perderás  nunca.  Y  supongo  que  muchas  de  esas  fotografías  fueron  tomadas  por  personas  que  todavía  tendrán   los   negativos.   Llamaremos   a   tus   padres   y   a   tus   antiguos   amigos,   y   recompondremos el álbum.

Paula le dirigió una sonrisa desvaída.

—Gracias.

—¿Por qué? —dijo Juana—. No he hecho nada.

—  Has  venido  hasta  aquí.  Sé  que  no  ha  sido  por  casualidad.  Pedro te  llamó,  ¿Verdad?

—Tal  vez  mencionó  que  estabas  pensando  en  venir  —admitió  Juana—.  Pero  deberías habérmelo dicho tú.

—Fue una decisión repentina.Y no muy sensata.

—Te  equivocas  —dijo  Juana—.  Ha  sido  una  decisión  muy  valiente.  Siempre  es  mejor afrontar las cosas que nos dan miedo, para poder seguir adelante.

—Amén —dijo  Pedro—.  Ahora,  ¿Qué  les parece si  salimos  de  esta  sauna  y  nos  vamos a comer? ¿A un italiano, tal vez? —le guiñó un ojo a Juana.

—Estupendo —dijo esta.

Después de lanzar una última mirada atrás, Paula dejó escapar un hondo suspiro y se  dirigió  al  coche,  todavía  aferrada  a  su  osito.  Pedro puso  los  demás  objetos  en  el  maletero y luego las llevó a un restaurante cercano.

Juana pidió  pastrami  sin  mirar  siquiera  el  menú  y  contempló  horrorizada  a  Paula cuando esta pidió solo un consomé.

—Con eso no se alimenta ni un pajarito. Tienes que comer algo que te dé energía —le advirtió—. Debes recobrar fuerzas.Para sorpresa de Pedro, Paula hizo caso a su amiga.

—¿Qué me sugieres?

—Tortitas  de  patata  con  salsa  de  manzana  y  crema  agria  —dijo  Juana con  decisión,  y  luego  sonrió—.  Las  compartiremos,  y  tú  podrás  comerte  la  mitad  de  mi  pastrami.

—Hecho —dijo Paula.

Mientras comían, Pedro vió aliviado que el color retornaba a las mejillas de Paula y que sus ojos perdían su anterior languidez. Cuando se marcharon, volvía a sonreír otra vez. Al llegar a casa de Juana, le dió a la anciana un fuerte abrazo.

—Iré  a  verte  este  fin  de  semana  —dijo  Juana—,  y  empezaremos  a  hacer  esas  llamadas. Tú haz una lista con toda la gente con la que quieras contactar. ¡Y anímate!

—Yo me encargaré de eso —dijo Pedro.

Juana también lo abrazó.

—Cuento con ello, jovencito. Nuestra Paula te necesita.

Pedro sabía que era verdad, pero en el fondo no podía evitar preguntarse si esa necesidad sería solo temporal. ¿Qué ocurriría cuando Paula se recuperara del todo?¿Pero  no  era  una  estupidez  tener  miedo  del  momento  en  que  ella  estaría  lista  para marcharse y retomar nuevamente su vida?, se preguntó.Cuando esa noche volvió a casa después del tedioso concierto de Joaquín, se sentó en el patio trasero y se preguntó cómo era posible que Paula se le hubiera metido bajo la  piel  tan  rápidamente.  Los  acontecimientos  de  ese  día  lo  explicaban  en  parte.  No  creía haber conocido nunca a alguien tan valiente. Su fortaleza lo había cautivado.Pero esa misma fortaleza acabaría alejándola de él, y Pedro tendría que dejarla marchar porque sabía que Paula  necesitaba más que nadie valerse por sí misma. Sin embargo,, tal vez, con el tiempo, si tenía suerte, ella le permitiría quedarse a su lado.

Mi Salvador: Capítulo 36

Tenía las manos tan apretadas sobre el regazo que los nudillos se le pusieron blancos, y había arrugas de crispación alrededor de su boca.  Pedro giró  por  Dixie  Highway  y  luego  atravesó  el  estacionamiento de  lo  que  antes  había sido un pequeño centro comercial. La techumbre había desaparecido y las pocas ventanas que quedaban estaban tapadas con tablas decoradas con grafitis. Pedro puso una mano sobre la de Paula.

—¿Estás bien? No hace falta que continuemos.

— Sí, sí hace falta —dijo ella, crispada—. Ahora mismo. Vamos allá.

Cuanto más se internaban en la zona, mayor era la devastación que contemplaban. Al principio, solo había árboles y cristales rotos en el suelo, pero luego todas las casas, una tras otra, comenzaron a mostrar signos del destrozo causado por lo que se creía había sido un tornado provocado por el huracán.

—Oh, Dios —musitó Paula, con los ojos espantados—. Lo había olvidado. Donde tú vives es como si el temporal nunca hubiera tenido lugar, así que me decía a mí misma que no podía haber sido tan terrible como lo recordaba —lo miró a los ojos, abatida—. Pero  sí  lo  fue.  En  realidad,  esto  es  peor  de  lo  que  imaginaba.  No  ha  quedado  nada  en  pie.

—Vamos a dar la vuelta —dijo Pedro con decisión. No podía soportar el dolor de la mirada de Paula.

—No, por favor. Acabemos de una vez.

Él vaciló, pero la expresión de la joven no se alteró.

—De acuerdo —dijo Pedro, y dobló la esquina de la calle de Paula.El único modo de saber cuál era su casa era contar los montones de escombros a partir de la esquina. Cuando se detuvieron, Paula dejó escapar un gemido desconsolado al que rápidamente siguió un sollozo.

—Oh,  nena  —murmuró  él,  abrazándola  y  dejándola  llorar.  No  se  le  ocurría  qué  más podía hacer para reconfortarla.La mantuvo abrazada hasta que oyó un golpecito en la ventanilla del coche. Miró hacia fuera y vió que Juana los observaba con preocupación. Su cara colorada lo alarmó. Le hizo señas de que se montara en el asiento trasero para evitar el calor. Paula se incorporó, sorprendida, al ver que Juana entraba en el coche. Esta vió su cara desconsolada e intentó inclinarse sobre el asiento para darle un abrazo.

—Lo  peor  es  verlo  la  primera  vez  —le  dijo—.  Y  luego  empiezas  a  pensar  en  lo  agradable que será tener una casa nuevecita en lugar de la vieja.

El semblante dolorido de Paula no se iluminó ante esa perspectiva.

—¿Por qué no se quedan las dos aquí, en el coche, con el aire acondicionado? —sugirió Pedro—. Yo daré una vuelta y veré si queda algo que merezca la pena rescatar.

—Yo también voy —dijo Paula rápidamente.

Juana intercambió una mirada con Pedro y luego apretó la mano de Paula.

miércoles, 25 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 35

Al ver a Paula concentrada en sus papeles, en la mesa de la cocina, Pedro se felicitó  por  su  brillante  idea  de  llamar  a  Jimena.  Después  de  lanzarle  una  última  mirada,  se  quitó la camisa y salió fuera para podar los matorrales que amenazaban con ocultar el patio delantero. Estaba  absorto  en  la  tarea  cuando  sintió  que  no  estaba  solo.  Paula se  había  sentado  en  los  escalones  de  entrada,  con  los  brazos  alrededor  de  las  piernas  y  la  barbilla  sobre  las  rodillas.  Parecía  de  nuevo  completamente  abatida.  Pedro dejó  la  podadora y se sentó a su lado.

—No quería distraerte —dijo ella.

—¿Y entonces qué querías? —se burló él—. ¿Contemplar un poco el panorama? — deliberadamente, miró su pecho sudoroso.

Paula reaccionó con el previsible embarazo.

—Claro que no. Solo estaba... —su voz se desvaneció.

—¿Inquieta otra vez? —preguntó él dulcemente.

— No exactamente —ella lo miró a los ojos—. He estado pensando...

—¿En qué? —dijo él al ver que no continuaba.

—Creo que debo ir a mi casa.

Él la miró con incredulidad.

—¿Qué? ¡De eso nada!

—Tengo  que  hacerlo.  Tu  hermana  lo  mencionó  el  otro  día  y  Jimena me  lo  ha  dicho  hoy.

Él se levantó con frustración y dio unos pasos por el patio.

—Pues las dos son unas inconscientes — declaró—. ¿Cómo se les ocurre sugerirte una cosa así?

Paula lo agarró de las manos y lo hizo detenerse, con expresión frustrada.

—¿Qué dices? —le preguntó.

Él repitió lo que había dicho y luego añadió:

—No es una buena idea.

—Yo creo que sí —dijo ella alzando la barbilla con determinación—. Quizá pueda recuperar  alguna  cosa.  Y,  aunque  no  pueda,  tengo  que  enfrentarme  a  lo  que  ocurrió.  Tengo que superarlo y seguir adelante. ¿Me llevarás?

Él pareció debatirse entre la sensatez de lo que ella le decía y su propio miedo a que no estuviera preparada.

—No lo sé, Paula.

—Encontraré otro modo de ir, si no quieres llevarme.

Pedro comprendió  que  lo  haría.  Iría,  con  o  sin  él.  Y  no  iba  a  permitir  que  pasara  por aquello ella sola.

—Yo te llevaré —dijo finalmente—. ¿Cuándo?

—Ahora —dijo ella, y se puso en pie para enfatizar su resolución.

Pedro suspiró.

—De acuerdo. Dame solo un minuto para lavarme un poco y ponerme una camisa.

—No vamos a una fiesta —protestó ella—. Seguramente nos pondremos perdidos de polvo.

—Dame un minuto —insistió.

Ya en el interior de la casa, hizo una rápida y desesperada llamada a Juana.

—¿Tú crees que está preparada?

—Si ella lo dice, no hay más que hablar. Los veré allí —dijo la anciana con decisión.

—¿Quieres que vaya a recogerte? —le ofreció Pedro.

—No,  porque  entonces  se  enteraría  de  que  me  has  llamado.  Será  mejor  que  aparezca sin más.

—Gracias, Juana. Eres un encanto.

—Luego  puedes  invitarnos  a  comer.  Estoy  deseando  comerme  un  buen  plato  de  pastrami con carne.

—Pues lo tendrás —le prometió Pedro—. Hasta luego.

Para dar tiempo a que Juana llegara a su antiguo vecindario en transporte público, Pedro decidió  darse  una  ducha  en  vez  de  lavarse  rápidamente,  y  se  tomó  su  tiempo  para secarse el pelo, vestirse y afeitarse. Cuando volvió a salir, Paula daba vueltas por el patio con impaciencia.

—Has tardado —gruñó.

—¿Así  es  como  me  agradeces  que  me  ponga  guapo?  —se  acercó  a  ella—.  Mira,  hasta huelo bien..

Ella sonrió de mala gana al oler su loción de afeitar.

—Huele  muy  bien.  Pero  me  temo  que  los  bichos  que  habrá  correteando  por  losescombros no sabrán apreciarlo.

—Mientras tú si sepas... —dijo él.

Cuanto más se acercaban al antiguo vecindario de Paula, más crecía en ella la ansiedad.

Mi Salvador: Capítulo 34

Paula las tomó, pero al ver la primera, con la cara de una niña con una lágrima en la  mejilla,  se  le  puso  tal  nudo  en  la  garganta  que  prefirió  dejarlas  a  un  lado  para mirarlas más tarde, cuando estuviera a solas.

—Te quieren mucho —dijo Jimena con signos—. Todo estamos deseando que vuelvas.

—Podría volver mañana mismo —se apresuró a decir Paula.

Jimena levantó las manos.

—Nada de eso. Ya me ha advertido tu amigo que no puedes volver hasta el lunes. Y no se hable más.

—Pedro Alfonso no controla mi vida.

— Pero se preocupa por tí de corazón. Hazle caso —sonrió—. Además, si a mí un hombre tan guapo me ofreciera quedarme en su casa, te aseguro que no me lo pensaría dos veces.

—Eso  lo  dices  porque  tienes  elección  —  se  quejó  Paula—.  Pero  yo  no  tengo  ninguna.

—Solo serán unos pocos días más —le recordó Jimena —. Todo esto ha sido horrible. No solo por las heridas físicas, sino también por el daño emocional. ¿Has vuelto a ir a tu casa?

Paula negó con la cabeza. Aun a riesgo de que algún saqueador se llevara lo poco que pudiera salvarse, todavía no se sentía capaz de hacerlo.

—Pues debes ir —le dijo Jimena—. Tienes que superarlo. Tú sabes mejor que nadie la importancia de seguir adelante.

Aquella alusión a las semanas que había pasado lamentándose por su sordera, en lugar de afrontarla, le hizo pensar en todo el horror de ese tiempo perdido.

—Sé que tienes razón, pero temo que el recuerdo del huracán sea superior a mis fuerzas. Fue espantoso.

—¿Has pensado en hablar con un psicólogo?

— No. Me las arreglaré. Me encontraré   mejor con el tiempo.

—¿Y si no?

 —Entonces veré a alguien. Te lo prometo.

Jimena se quedó un rato más, contándole cotilleos sobre el personal y hablándole de los progresos de sus pacientes.

—Tenemos que hablar de Karen Foley — dijo, refiriéndose a uno de los casos más problemáticos   de   Paula—.   No   está   progresando   como   esperábamos, pero ya lo discutiremos cuando vuelvas el lunes —luego sacó de la cartera unos cuantos artículos e informes y se los entregó—. Material de lectura —dijo—. Y un poco de papeleo. Pero haz solo lo que te apetezca.

—Gracias —  dijo  Paula sinceramente. 

Tal  vez  no  se  sentiría  tan  inútil  si  por  lo  menos podía solucionar un poco del interminable papeleo que conllevaba su trabajo. Acompañó  a  Jimena hasta  la  puerta,  le  dio  un  abrazo  y  luego  la  miró  alejarse,  sin  poder ocultar la añoranza que sentía.Notó que Pedro se acercaba. Él le pasó un brazo por los hombros y, cuando Paula levantó la vista, dijo:

—Solo unos pocos días más.

Ella suspiró.

—Lo sé.

Pero parecía sentirse atrapada en el limbo para siempre.

Mi Salvador: Capítulo 33

Aparte de  la  vigilancia  de  Pedro,  lo  único  que  impidió  que  Paula volviera  al  tra-bajo el jueves fue la visita inesperada de su jefa, a primera hora de la mañana. Pedro,  con  aire  satisfecho,  hizo  pasar  a  Jimena Dayton  a  la  cocina  mientras  Paula,  enfurruñada, saboreaba su tercera taza de café y echaba un vistazo al periódico. Su humor  pareció  mejorar  en  cuanto  vió  a  la  enérgica  mujer  que  dirigía  la  clínica  de  educación especial.

—Jimena, no sabía que ibas a venir —dijo, acompañándose de signos.

Jimena era sorda de nacimiento, pero nunca lo había considerado un obstáculo para lograr  sus  sueños.  En  el  instituto  había  sido  una  alumna  brillante;  se  había  licenciado  como  la  primera  de  su  promoción  en  la  universidad  y,  más  tarde,  había  montado  su  propia clínica en su Miami natal.

—Tu amigo me llamó ayer por la tarde y me dijo que estabas preocupada —dijo, señalando a Pedro—. Dice que el único modo de que te quedes en casa es ponerte al día sobre tus alumnos. Y he decidido venir en persona.

—La dejo para que charlen tranquilamente —dijo Pedro, tras observar la escena con evidente satisfacción.

Paula lo miró, todavía enfurruñada.

—Gracias.

—No  hay  de  qué.  Que  se diviertan.  Jimena,  ¿Te  apetece  un  café  antes  de  que  me  marche?

Jimena respondió con signos y Pedro pareció sorprendido.

—Jimena no habla —dijo Paula—, salvo con signos. Dice que ella misma se servirá el café, si le dices dónde está.

—Pero hablé con ella por teléfono —dijo él.

Jimena sonrió y respondió con las manos. Paula hizo la traducción.

—Dice que en realidad hablaste con su ayudante, que le hace de intérprete.

—¿Así que las palabras eran suyas, pero la voz era la de su ayudante?

Paula asintió.

—Exactamente.

—¿Pero puede leer en los labios?

Jimena le dió un golpecito en el brazo, sonriendo, y asintió. Pedro le dirigió una de sus devastadoras sonrisas.

—Bueno, pues el café está allí. Y esta mañana compré unos dulces de guayaba.

Jimena puso una expresión extasiada mientras decía con signos:

—¡Qué maravilla!

Pedro sonrió.

—Creo que lo he entendido. Si necesitan algo, me lo dicen.

En cuanto se fue, Jimena miró a Paula con evidente fascinación.

—Chica, ¿Dónde lo has encontrado? Es un verdadero bombón. ¿Y fue él quien te rescató?  ¿Cómo  has  acabado  viviendo  en  su  casa?  No  me  extraña  que  no  quisieras  quedarte  en  mi  casa,  teniendo  a  un  hombre  como  ese  esperándote  con  los  brazos  abiertos —sus manos volaban, lanzándole a Paula aquella batería de preguntas.

—No está mal —respondió esta cautelosamente.

—¿Es que estás ciega, además de sorda? —preguntó la otra, poniéndose una mano sobre el corazón—. Todavía tengo el pulso acelerado.

—Eso es porque casi no sales —dijo Paula—. Trabajas demasiado.

—Igual que tú —respondió Jimena —. Si al final decides no quedártelo, dímelo.

Paula pensó en decirle que Pedro no era de su propiedad, pero se calló. Aunque no lo fuera, no quería cedérselo a otra mujer. Solo la idea de sorprenderlo con otra hacía que se le encogiera el estómago.Frunció el ceño.

—Tú estás casada y tienes un niño recién nacido.

—Pero  tengo  amigas  —dijo  la  otra  con  fervor—.  Y  me  estarían  eternamente  agradecidas  si  les  presentara  a  un  hombre  como  Pedro.  El  otro  día,  cuando  me  llamó,  me  impresionó  mucho  cómo  se  preocupaba  por  tí.  Y  cuando  volvió  a  llamarme  para  concertar esta visita, pensé que tenía que verlo con mis propios ojos —aunque Paula no dijo  nada,  Jimena pareció  comprenderla  de  pronto  —.  ¿Nada  de  bromas  con  eso,  eh?  Bueno. Pero si encuentras a otro como él, dímelo.

— Lo haré —prometió Paula—. Ahora cuéntame cómo van las cosas en la clínica.

—Tus pacientes te echan muchísimo de menos. Te han dibujado unas tarjetas y me  han  pedido  que  te  las  diera —dijo  Jimena,  sacando  de  su  cartera  un  montón  de  cartulinas pintadas con colores brillantes.

Mi Salvador: Capítulo 32

—Entonces tendrás que convencerla de lo contrario —dijo Pedro—. ¿Y conoces a alguien que tenga más labia que tú? Aparte de mí, claro.

Sergio pareció animarse.

—Pues no.

—Bueno, pues si quieres recuperarla, lucha por ella. ¿Quieres recuperarla?

El semblante de Sergio volvió a adquirir una expresión lastimera.

—No puedo convertirme en un ratón de oficina, ni siquiera por ella.

—Tal vez puedan llegar a un acuerdo.

—¿A qué acuerdo?

—No lo sé. Eso es cosa de ustedes.

—Pues  a  mí  no  se  me  ocurre  ninguno  —  dijo Sergio—.  Pero  hablemos  de  tí  y  de  la  bella Paula. ¿Dónde está?

 —Durmiendo.

— ¿Ella está en la cama y tú estás aquí? Estás perdiendo facultades.

—Piérdete —gruñó Pedro.

—¿Es esa la respuesta de un hombre maduro? — se mofó Sergio.

—No, es la respuesta de un hombre que no puede más. ¿Sabes qué? Me voy a dar una ducha y nos iremos a dar una vuelta por la ciudad. ¿Qué te parece?

—Por mí, bien. No tengo nada mejor que hacer.

—Bien. Entonces, está decidido.

Una noche en la ciudad le probaría que no estaba realmente enganchado a Paula. Seguramente,  antes  de  que  acabara  la  noche,  encontraría  a  una  docena  de  mujeres  más  guapas,  más  accesibles  y  menos  vulnerables.  Morenitas  de  largas  piernas  con  sonrisas  sofocantes.  Por  desgracia,  cuando  cruzó  la  puerta  trasera  de  la  casa  se  encontró  a  su  invitada  inclinada  frente  al  horno.  La  visión  era  demasiado  tentadora  como para no prestarle atención. Se quedó disfrutando de ella durante un largo minuto y de su mente se esfumó cualquier pensamiento sobre morenitas de largas piernas.  Paula se irguió finalmente y, al verlo, dió un respingo.

—Perdona —se disculpó él, con la voz ronca.

—No sabía que habías entrado.

—Todavía me cuesta acordarme de que no me oyes. ¿Qué hay en el horno?

—La cena. Encontré una pieza de carne en el congelador. He hecho un asado.

Él frunció el ceño.

—Pensaba que estabas durmiendo.

Ella también frunció el ceño.

—Lo estaba, pero ya no.

—Deberías habérmelo dicho. Sergio está aquí, íbamos a salir.

Paula no pareció molestarse.

—Bueno.

—Si hubiera sabido que   estabas  cocinando, te  lo habría dicho   —dijo él,   poniéndose ala defensiva.

—No hay  problema.  Yo  cenaré  un  poco  de  asado.  Tú  puedes  comerte  las  sobras  cuandote apetezca.

A Pedro  no le gustó que accediera a verlo marchar tan fácilmente, como si no le importara nada.

—Supongo  que  podríamos  cenar  y  luego  salir  —dijo,  irritado—.  ¿Hay  suficiente para Sergio?

—Hay suficiente para un ejército, pero no se queden por mí. Debería habértelo dicho antes.

—Nos  quedaremos  —dijo  él,  preguntándose  qué  diría  Sergio de  aquel  repentino  cambio de planes.

—Bueno. Pondré otro plato. ¿Salgo yo a decírselo o sales tú?

—Yo lo haré —dijo Pedro. Si su amigo iba a empezar a reírse, no quería que Paula se preguntara el porqué—. ¿Cuánto queda para la cena?

—Media hora.

—Perfecto. Se lo diré a Sergio y luego me daré una ducha y me cambiaré de ropa.

La reacción de su amigo no fue exactamente la que Pedro había temido.

—¿Asado? —repitió,  mirando  ávidamente  hacia  la  puerta  de  la  cocina—.  ¿Un  asado de verdad, no congelado?

—Uno de verdad.

—Maldita sea, chico, si no te casas tú con ella, lo haré yo.

Pedro frunció el ceño.

—Ni lo sueñes —dijo con fiereza.

Sergio fingió estar sorprendido.

—¿Me estás amenazando?

—¿Es que no ha quedado claro? —replicó Pedro—. Si no, debo de estar perdiendo facultades.

—Mensaje recibido —dijo Sergio con mirada maliciosa.

Pedro pensó  que  sería  mejor  que  se  diera  una  ducha  y  volviera  a  la  cocina  en  tiempo récord. Aunque no sabía si quería proteger a Paula... o sus propios intereses.

Mi Salvador: Capítulo 31

—Ya lo pensaré —dijo.

Él sonrió.

—Dímelo si no se te ocurre nada, porque yo tengo unas cuantas ideas al respecto.

—Sí —murmuró ella—. Me lo imagino.

—Grandes ideas — enfatizó él, manteniendo la mirada firmemente clavada en su boca, aunque se decía a sí mismo que se estaba comportando como un idiota... otra vez.

Paula no se arredró y lo miró directamente a los ojos.

—¿Te importaría explicarte un poco mejor?

—Oh, creo que será mejor dejarlo a la imaginación.

—Algo me dice que la tuya es un poco calenturienta —dijo ella.

—Desde que nos conocimos —admitió él—. Desde que nos conocimos.

Cuando  llegaron  a  casa  y  Paula  se  metió  en  su  habitación  para  echar  una  siesta,  Pedro  estaba  en  tal  estado  de  excitación  que  tuvo  que  cambiarse  de  ropa  y  salir  a  segar el césped, confiando en quedar exhausto antes de volver a verla a la hora de la cena.Estaba acalorado, sudoroso y cubierto de briznas de hierba cuando oyó el ruido de la puerta de un coche al cerrarse. Gruñó al considerar las posibilidades. Fuera quien fuera, no quería ver a nadie.

—Eh, Pedro, ¿Estás ahí? —gritó Sergio mientras doblaba la esquina de la casa con un paquete de seis cervezas en la mano.

Pedro agarró una antes de que su amigo acabara de acomodarse en una tumbona, a su lado.

—Estás  hecho  un  asco  —dijo  Sergio después  de  mirarlo  un  momento—.  ¿Cómo  es-peras conquistar a la bella dama con ese aspecto?

—En  realidad,  espero  tener  un  aspecto  y  un  olor  tan  asquerosos  que  no  le  den  ganas ni de mirarme —dijo él.

—¿Y eso?

—Porque es peligrosa —dijo Pedro sin pensarlo.

—¿Cómo que es peligrosa? ¿Es que anda dormida con un cuchillo de carnicero en la mano, o algo así?

—No.

—Entonces, ¿Qué?

—Existe, eso es todo —gruñó Pedro, dando un largo trago a la cerveza helada.

—Vaya —dijo Sergio con un silbido—. Lo tienes crudo, amigo mío.

—Qué va.

—Claro  que  sí.  Estás  pensando  en  mucho  más  que  en  llevártela  a  la  cama,  ¿Verdad?

Pedro frunció el ceño.

—No seas ridículo. Yo no creo en el «y fueron felices y comieron perdices». Ya lo sabes.

—Pues no es tan malo. Quizá deberías pensártelo.

Si  Sergio le  hubiera  sugerido  que  se  tirara  por  un  puente,  Pedro no  se  habría  quedado más sorprendido.

—Y me lo dice un tipo que huyó del matrimonio antes de que la tinta de la licencia se secara...

—Yo no huí. Huyó ella. Y estamos hablando de tí, no de mí.

Pedro advirtió algo raro en la expresión de su amigo.

—¿Pasa algo con Nadia y contigo? ¿La has visto?

—Anoche —admitió Tom de mala gana.

—¿Intencionadamente o te la encontraste por ahí?

—No. Fui a verla.

—¿De veras? —Pedro no ocultó su sorpresa—. ¿Y?

— Y nada.

—¿No ocurrió nada? ¿Te echó? ¿Qué pasó?

 —Hablamos durante cinco o diez minutos. Y luego apareció su novio.

—Uf, lo siento, amigo.

—El  tipo  llevaba  un  traje  de  rayas,  por  el  amor  de  Dios  —continuó  Sergio—.  Es  contable, ya sabes, de uno de esos bufetes de abonos. Un verdadero chupatintas. Qué aburrimiento —  intentó  voluntariosamente  poner  cara  de  desdén,  pero  resultaba  evidente que estaba dolido.

—Lo siento —dijo Pedro otra vez —. ¿Crees que va en serio?

—Es exactamente lo que ella siempre ha dicho que quería.

—¿Pero  tú  crees  que  va  en  serio?  —insistió  Pedro—.  ¿Saltaban  chispas  y  esas  cosas?

—¿Y eso qué importa? Si a Nadia se le mete en la cabeza que ese tipo es lo que le conviene, encontrará algún modo de convencerse de que le gusta.

lunes, 23 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 30

Cuando esta se hubo ido, Pedro se dió cuenta que Paula lo estaba observando.

—¿Qué? —preguntó.

—¿Puedo preguntarte  algo? —él  asintió,  aunque  la  expresión  de  su  cara  lo  alarmaba  un  poco—.  No  creerás  en  esa  idea  de  que,  por  salvarle  la  vida  a  alguien,  te  conviertes en responsable de esa persona, ¿Verdad?

—Claro que no —dijo él sin vacilar.

—Entonces, ¿Por qué eres tan protector conmigo?

Él se encogió de hombros.

—Por  costumbre,  supongo.  Siempre  he  intentado  proteger  a  mis  hermanas.  Así  me  educaron.  Mi  padre  me  metió  en  la  cabeza  que  un  hombre  debe  cuidar  de  las  mujeres de su vida: de su madre, de su esposa, de sus hermanas... de todas.

Ella lo miró con incredulidad.

—¿Eso es todo?

Pedro estaba  tan  poco  convencido  como ella  de  la  sinceridad  de  su  respuesta,  pero no quería admitir que hubiera algo más. No se sentía capaz de decirle que nunca antes había sentido esa necesidad de cuidar a una mujer, de protegerla... hasta de él mismo. Lo que sentía por Paula estaba muy lejos de lo que sentía por las mujeres de su familia. Tal vez porque la necesidad de protegerla estaba mezclada con los celos y el deseo.

—Por supuesto —dijo él, mintiendo descaradamente—. ¿Qué más podría haber?

Ella se encogió de hombros.

—No  tengo  ni  idea,  pero  es  un  alivio  saberlo,  porque  así  no  me  sabe  tan  mal  decirte que lo encuentro extremadamente irritante.

—Ya lo he notado.

—¿De modo que no te importa que tu actitud me moleste?

—No, porque es necesaria —dijo él—. Vuelve a decírmelo dentro de una semana, cuando estés bien.

—Ya estoy bien.

—Solo  hasta  cierto  punto  —reconoció  Pedro—.  Pero  si  yo  no  te  vigilara,  te  pondrías  a  hacer  un  montón  de  cosas.  Volverías  al  trabajo  y  te  pondrías  a  buscar  un  sitio donde vivir y a preocuparte por Juana y por tus otros vecinos.

—¿Cómo lo sabes, si apenas me conoces?

—Te  conozco  lo  suficiente.  Y  lo  que  no  he  deducido  yo  solo,  me  lo  ha  contado  Juana.

 Los ojos de Paula brillaron de indignación.

—¿Están complotados? —le preguntó.

—Claro que sí. Y, antes de que me lo preguntes, también he hablado con tu jefa. Jimena me ha contado muchas cosas. Eres hiperactiva, Paula Chaves. Eso está muy bien en  general,  pero  bajo  estas  circunstancias...  —se  encogió  de  hombros—.  Digamos  que  he decidido protegerte de tí misma.

—No tienes derecho a fisgar a mis espaldas ni a meterte en mi vida.

—Pues lo he hecho.

Ella frunció el ceño.

—¿Cómo puedes decirme eso?

—Alguien tenía que hacerlo —le dió unos golpecitos en la mano para consolarla—. Podría haber sido peor.

—No sé cómo.

—Podría haber decidido utilizar la artillería pesada.

Ella lo miró, confundida.

—¿La artillería pesada? ¿Qué quieres decir con eso?

—Podría haberte dejado en manos de mi madre. Y ahora estarías inmovilizada en una  cama,  viendo  telenovelas  —ella  dejó  escapar  una  carcajada  sin  poder  evitarlo.  Pedro sonrió—. ¿Está claro? —le preguntó.

—Oh, sí.

—Pues estás en deuda conmigo —añadió.

—Eso parece.

Pedro se inclinó hacia ella.

—¿Y qué vas a darme a cambio de lo que he hecho por tí?

Paula pareció luchar consigo misma. Se humedeció los labios, empezó a inclinarse hacia delante y luego retrocedió y se recostó en la silla dando un hondo suspiro.

Mi Salvador: Capítulo 29

Sus  palabras  tuvieron  el  efecto  deseado.  Pedro volvió  la  cabeza  en  dirección  a  ella justo cuando Paula agarraba un par de braguitas y le preguntaba:
—¿Qué te parecen?

Un  rojo  encarnado  se  extendió  por  sus  mejillas,  pero  luego  sus  miradas  se  encontraron y fue como si él le hubiera leído el pensamiento. Paula percibió el instante preciso en que Pedro comprendió lo que estaba tramando.

—¿Por qué no te las pruebas y me las enseñas? —le sugirió él. Luego eligió unos cuantos  sujetadores  de  encaje  de  un  expositor  cercano  y  se  los  entregó—.  Y  estos  también.

«Jaque mate», pensó Paula con un suspiro. No era lo bastante atrevida como para seguirle el juego.

—Me  lo  llevo  todo  —le  dijo  a  la  dependienta,  dándole  las  dos  bragas  y  unas  cuantas  más  un  poco  menos  provocativas.

Luego  miró  la  selección  de  sujetadores  de  Pedro y eligió tres. Fingió no notar que había elegido perfectamente la talla. Se acercó al mostrador para pagar, pero un cosquilleo en la nuca le indicó que él la había seguido. Se volvió y vió sus ojos brillantes.

—Este  también  —le  dijo  él  a  la  dependienta  mientras  le  entregaba  un  juego  de  braguitas y sujetador de encaje negro—. Pero pagaré yo.

Paula tragó  saliva  al  ver  el  brillo  desafiante  de  sus  ojos,  pero  justo  cuando  se  disponía a protestar, él dijo dulcemente:

—Ahórrate la saliva, cariño.

 Mientras  lo  observaba,  desalentada,  él  miró  a  su  alrededor,  agarró  un  camisón  extremadamente escueto de color azul turquesa y lo añadió al montón. Sonrió a Paula.

—Estoy deseando ver cómo te sienta este color.

La dependienta parecía ajena a la creciente irritación de Paula. Estaba demasiado ocupada envolviendo las prendas.

—Gracias —alcanzó a decir cuando se marchaban—. Vuelvan otra vez.

—Ni en un millón de años —murmuró Paula.

Pedro sonrió.

—¿Pasa algo?

—Nada —dijo ella.

—Ya tienes lo que querías, ¿No?

«Y más», pensó ella sombríamente.

—¿No necesitarás comprar alguna otra cosa, ya que estamos aquí? —preguntó él alegremente.

—No, creo que ya he terminado.

—Bien,  porque  yo  estoy  hambriento.  Todas  esas  compras  me  han  abierto  el  apetito —la  miró  fijamente  a  los  ojos,  de  tal  modo  que  Paula sintió  como  si  le  saliera  vapor  de  la  piel—.  ¿Tú  tienes  hambre?  —le  preguntó,  dejando  claro  que  no  hablaba  precisamente de comida—. ¿O prefieres volver a casa y meterte en la cama?

Ella estuvo a punto de desmayarse.

—¿Cómo? —dijo cuando logró recuperar el aliento.

—Te  preguntaba  si  estás  demasiado  cansada  para  que  nos  paremos  a  comer  —contestó  él,  sin  tratar  siquiera  de  ocultar  la  sonrisa  irónica  que  se  extendía  lentamente por su cara.
—Me apetece comer —dijo ella.

Y  lo  primero  que  pediría  sería  un  vaso  enorme  de  té  con  hielo,  porque  tenía  la  garganta seca. O quizá debía pedir un cubo de agua helada y echárselo por la cabeza. Tal vez así se le enfriarían los pensamientos y las hormonas. Y aprendería a no jugar a juegos peligrosos con un hombre que conocía las reglas mucho mejor que ella. Pedro debería haberse sentido muy satisfecho de sí mismo, pero en lugar de ello se  sentía  acalorado  y  nervioso,  y  era  por  su  culpa.  Podía  haber  salido  vencedor  en  el  juego de la tienda de lencería, pero era evidente que Paula sería la última en reír. Se había sentado en el restaurante, con aire frío y tranquilo, mientras que él no dejaba  de  pensar  en  llevársela  a  casa  y  probarle  todas  aquellas  monadas  que  había  comprado.  Había  sido  una  mala  idea  por  su  parte,  porque  le  había  prometido  que  su  relación  sería  estrictamente  platónica.  Estaba  dispuesto  a  mantener  esa  promesa  o  morir en el intento, y esto último empezaba a parecerle lo más probable. Le tocó la mano para llamar su atención y luego señaló el menú.

—¿Qué vas a tomar?

—Me apetece algo picante —dijo ella lentamente, mirando su boca—. ¿Y a tí?

Pedro  pasó un mal rato intentando concentrarse.

—Creo que las quesadillas llevan jalapeños —dijo por fin, fingiendo que no había notado el tono sugerente de su voz—. ¿Quieres que compartamos una de aperitivo?

—Claro.

—¿Y qué más?

—Me  apetece  una  hamburguesa  de  queso,  pero  no  creo  que  pueda  comerme  una  entera —dijo ella.

—Pues la compartiremos también.

—¿Será suficiente para tí?

—Sí —dijo él—. Sobre todo, si tomamos algo de postre.

—Yo no quiero —dijo ella—. Con toda esta inactividad, no me atrevo.

A él se le ocurrió una forma de quemar unas cuantas calorías, pero se resistió a la tentación de decírselo, ni siquiera en broma. Se suponía que no debía pensar en esas cosas.  Pero  eso  era  como  decirle  a  un  jurado  que  olvidara  un  testimonio  incendiario  después  de  haberlo  oído.  Aunque  no  dejaba  de  repetirse  que  sus  pensamientos  hacia  Paula debían  ser  limpios  y  puros,  se  veía  perseguido  constantemente  por  imágenes  eróticas.Intentó concentrarse en la cuestión de la comida.

—Ya veremos si te apetece después de la hamburguesa —dijo, y luego llamó a la camarera.

Mi Salvador: Capítulo 28

A mediados de semana, Paula estaba a punto de volverse loca. Deseaba desesperadamente  volver  al  trabajo,  pero  tanto  Pedro como  el  médico  se  oponían  tajantemente a que lo hiciera.

—Prometo  que  me  quedaré  sentada  —dijo  mientras  los  dos  hombres  la  miraban  con  escepticismo  al  final  de  su  revisión  del  miércoles.  Frunció  el  ceño  y  repitió—.  Lo  prometo.

—Eso no basta —dijo el doctor y luego miró a Pedro—. Cuide de que se quede en casa por lo menos este fin de semana. Después, supongo que no le hará daño regresar al trabajo —volvió a mirar a Paula—. Pero solo media jornada, ¿Está claro?

—Por el amor de Dios, enseño lenguaje para sordos, no aeróbic.

—Das clases a niños, ¿Verdad? —preguntó Pedro.

—Sí.

Él miró al médico.

—¿Ha visto alguna vez a un niño que se esté quieto?

—Los míos no, desde luego —admitió el doctor.

—Los que yo conozco, tampoco —dijo Pedro.

—Bueno, mis alumnos están muy bien educados —arguyó ella. Pero, a juzgar por la expresión de los dos hombres, estaba perdiendo el tiempo—. En fin, no importa.

Salió de la consulta sin decir una palabra más. Cuando llegaron al coche de Pedro, estaba que echaba chispas.

—Sabes que esto no es asunto tuyo, ¿No? —le dijo, entrando en el coche y dando un portazo.

Él no pareció muy impresionado por sus palabras.

—¿Quieres que vayamos a comer? —le preguntó mientras se sentaba al volante.

Al  parecer,  no  tenía  intención  de  entrar  en  la  discusión  que  ella  estaba  deseando  provocar.

—No, no quiero ir a comer. Quiero volver a mi trabajo. Mis alumnos me necesitan. No es conveniente que tengan que adaptarse a alguien nuevo.

—Lo siento. Ya has oído al médico.

—Eres un traidor. Sabes que estoy lo bastante bien como para ir a trabajar.

—Ah,  eso  no  me  toca  decidirlo  a  mí  —  dijo  él,  con  fingida  inocencia—.  Para  eso  son las revisiones: para que el médico decida si el paciente está bien.

—Yo podría haberlo convencido, si tú hubieras mantenido la boca cerrada.

—Lo dudo —dijo él—. Y, en cuánto a la comida...

—Olvídate de la comida —exclamó ella, casi gritando—. No podrás detenerme si mañana decido volver al trabajo.

—¿Y  cómo  llegarás?  Todavía  tienes  el  coche  en  el  taller.  Creo  que,  por  ahora,  estás a mi merced.

—Puedo  alquilar  un  coche  o  llamar  a  un  taxi,  si  es  necesario.  Y  tú  no  puedes  vigilarme  las  veinticuatro  horas  del  día.  Tarde  o  temprano,  tendrás  que  irte  a  trabajar.

Él sonrió.

—A  menos  que  haya  un  desastre  natural  en  alguna  parte,  tengo  el  resto  de  la  semana libre.

A  Paula aquello  no  le  hizo  ninguna  gracia.  Pedro  parecía  empeñado  en  impedirle  hacer cualquier cosa que fuera un poco fatigosa. Desde  que  el  sábado  había  llevado  a  Juana de  vuelta  a  casa,  no  había  dejado  de  atosigarla. Se comportaba peor que sus padres cuando perdió el oído. Quizá si en sus atenciones hubiera habido algo un poco seductor, Paula las habría aceptado  con  mejor  talante.  Pero  Pedro la  trataba  como  a  una  hermana.  En  realidad,  como a una hermana tonta. Lo miró fijamente y notó que tenía la mandíbula tensa. Bien, si era a eso a lo que quería jugar, se lo haría pagar caro.

—Ya que estamos aquí, quiero hacer una cosa —dijo inocentemente.

—¿Qué? —preguntó él, aliviado porque la cuestión del trabajo quedara apartada por el momento.

—Ir de tiendas. Tengo que comprar unas cuantas cosas.

—¿Ropa? ¿Maquillaje? ¿Qué?

 —De  todo —dijo  ella,  viendo,  divertida,  cómo  desaparecía  el  entusiasmo  de  su  expresión.

Cuando  acabara  con  él,  se  arrepentiría  de  haberle  impedido  volver  al  trabajo, la llevaría directamente a la clínica y la abandonaría allí.

—¿Y todo lo que te llevó Sonia?

—Sonia fue muy generosa, pero todavía necesito algunas cosas.

—Bien —dijo  él,  tenso—.  Iremos  al  centro  comercial,  pero  solo  una  hora,  Pau.  Nada más. No debes estar de pie mucho rato.

—Con una hora bastará —dijo ella, sonriendo.

Cuando   estacionaron y   entraron   en   el   centro   comercial,   Paula se   dirigió   directamente  a una tienda de lencería.  «Hagámosle   sudar   un   poco»,   pensó   triunfalmente  al  ver  el  semblante  afligido  de  Pedro.  Era  evidente  que  no  sabía  si  acompañarla a la tienda o buscar un sitio donde sentarse a una distancia prudencial.

—¿Vienes? —preguntó ella dulcemente, dejando claro el desafío.

—Claro —él echó a andar a su lado de mala gana.

Se  quedó  de  pie  en  medio  de  las  hileras  de  sujetadores  de  encaje  y  braguitas,  con  un  aspecto  tan  atemorizado  como  si  acabaran  de  dejarlo  solo  en  una  habitación  llena de bebés llorando a pleno pulmón. Paula sonrió  a  la  dependienta  de  veintitantos  años  que  no  dejaba  de  lanzar  subrepticias miradas a su atractivo acompañante. Finalmente, le volvió la espalda y le dijo a Paula con cierto retintín:

—¿Cómo  ha  conseguido que  entrara?  La  mayoría  de  los  hombres  ni  siquiera  se  acercan por aquí.

—Es mi guardaespaldas  —contestó  ella en tono confidencial—.   No puede apartarse de mi lado.

La joven abrió mucho los ojos.

—Vaya. No sé de qué la protegerá, pero a mí no me importaría que estuviera a mi lado día y noche.

Paula alzó la voz.

—Créeme, querida, no es tan divertido como piensas.

Mi Salvador: Capítulo 27

Pedro pareció  aliviado  por  su  decisión.  Y  Juana se  mostró  encantada  ante  la  idea  de pasar una tarde lejos de su hermana. Se presentó con una cesta de picnic llena de comida.

—Pero si había planeado preparar algo de cena —dijo Paula al verla.

—Tú  tienes  que  descansar,  y  no  estar  de  pie  delante  del  fogón.  Además,  no  he  traído casi nada.

Paula se echó a reír cuando empezó a sacar el contenido de la cesta. La idea de «casi  nada»  de  su  antigua  vecina  consistía  en  pollo  frito,  ensalada  campera,  ensalada  de col y tarta de limón casera, su favorita.

—Bueno, ya veo que no se van a morir de hambre —dijo Pedro, mirando la comida con evidente envidia—. Quizá podría...

—Quedarte —lo  invitó Juana—.  Hay  comida  suficiente  y  yo  tengo  algunas preguntas que hacerte.

Él la miró desconcertado.

—¿Sobre qué?

—Sobre tus intenciones hacia esta señorita, por ejemplo.

Pedro le lanzó a Paula una mirada de pánico y retrocedió.

—Creo que esas preguntas ya me las hará mi madre.

Juana lo miró fijamente.

—Sí, pero ella seguro que deja que te escabullas, ¿Verdad?

—Espero que sí —contestó él.

—Bien,  pues  yo  soy  más  dura,  jovencito.  Hoy  puede  que  te  escapes,  pero  te  estaré esperando.

Paula se echó a reír ante la expresión horrorizada de Pedro.

—No  lo  dudo  —dijo  él—.  Volveré  a  tiempo  para  llevarte  a  casa,  Juana.  Ni  se  te  ocurra llamar a un taxi o tomar el autobús.

Ella sonrió.

—¿Bromeas? ¿Pudiendo hacerte todas esas preguntas embarazosas de camino a casa?

—Ahora que lo pienso, será mejor que llaméis a un taxi   —respondió Pedro.

—Demasiado tarde —le dijo Paula mientras lo acompañaba hasta la puerta—. Que te diviertas con tu familia.

—Y  tú  con  Juana.  Volveré  pronto. 

Cuando  desapareció,  Paula se  dió  la  vuelta  y  se  encontró a Juana observándola.

—Te gusta, ¿Verdad? —le preguntó su amiga con preocupación.

—Solo un poco —admitió Paula.

—Ten cuidado —la advirtió Juana—. Ese tiene el diablo en los ojos.

—Pero también tiene el corazón de un ángel —replicó Paula—. Y los brazos de un héroe.

—Oh, pequeña —dijo Juana—. No mezcles el heroísmo con el amor.

—Yo no he dicho nada de amor —declaró Paula.

—No hace falta que lo digas. Lo llevas escrito en la cara.

Si  eso  era  cierto,  Paula solo  podía  rezar  para  que  Pedro no  fuera  tan  diestro  leyendo la cara de la gente como lo era Juana. 

Mi Salvador: Capítulo 26

Pedro se quedó pensativo y luego pareció llegar a una conclusión.

—Yo creo que sería muy divertido.

 —Pues no —declaró su tío.

—Pero  tú  la  rescataste,  ¿Verdad?  Eres  un  héroe.  Todos  mis  amigos  lo  dicen.  Tengo muchas ganas de que vengas a mi concierto el jueves, para que te vean.

—Basta ya —dijo Pedro, avergonzado de hablar de sus heroicidades.

—No  te  preocupes  —le  dijo  Paula,  y  sonrió  a  Joaquín—.  Me  imagino  que  debe  de  parecerte muy divertido, pero no lo fue, créeme. Yo estaba muy asustada hasta que tu tío vino a salvarme. Es realmente un héroe.

—¡Lo  sabía!  —gritó  Joaquín,  exultante,  y  salió  corriendo,  sin  duda  para  repetir  la  historia.

Mateo y Ramiro se marcharon corriendo tras él.

—Parece  que  has  hecho  una  conquista  —  dijo  Pedro—.  ¿Por qué no me habías  contado lo de la música?

—Porque no ha salido  la  conversación  —  dijo  ella,  encogiéndose  de  hombros—. Además, procuro no pensar mucho en ello.

—Lo  siento.  Renunciar  a  algo  a  lo  que  querías  dedicar  tu  vida  debe  de  ser  muy  duro.

—Lo fue —dijo ella en un tono que indicaba que deseaba zanjar la cuestión.

Pedro captó  la  indirecta  y  la  condujo  hacia  las  gradas.  Paula notó  que  gran  cantidad de miradas especulativas se posaban sobre ellos mientras subían hacia donde se encontraba Sonia. Pedro trató de colocarla junto a su hermana, pero esta sacudió la cabeza.

—Ah, no, Pedro. Tú te sientas aquí, a mi lado, para que pueda taparte la bocaza, por  si  se  te olvida  —dirigió  a  Paula una  mirada  de  disculpa—.  No  es  que  no  quiera  sentarme contigo.

—Lo comprendo —dijo Paula con una sonrisa—. Perfectamente.

—Entonces ya te habrá puesto al corriente de su abominable comportamiento.

—Jura que se ha reformado —dijo Paula en tono confidencial.

—¡Ja! Eso lo creeré cuando lo vea.

—Vale.  Cuando  acaben de  burlarse  de  mí,  me  gustaría  concentrarme  en  el  partido — dijo Pedro.

Sonia chasqueó la lengua con desaprobación.

—Ese es el problema: la concentración. Estamos aquí para divertirnos. Nada más.

—No hay nada malo en querer ganar — dijo él, poniéndose a la defensiva.

—Sí, si quieres ganar a toda costa. Ahora pórtate bien. Le estás dando una mala impresión a Paula.

Él frunció el ceño.

—¿Y a tí qué te importa si...?

—Me  importa  porque  ella  me  gusta  —dijo  su  hermana,  guiñándole  un  ojo  a  la  joven.

Pedro abrazó a Paula por el hombro.

—A mí también me gusta —dijo, mirándola a los ojos.

La  cálida  aceptación  de  Sonia y  el  destello  de  deseo  de  la  mirada  de  Pedro se  combinaron para hacer que Paula se sintiera aturdida. Aquello era lo que siempre había anhelado: cariño y sentimiento de pertenencia. Si el huracán había sido una pesadilla, aquello... aquello era un sueño.Suspiró y al instante Pedro la tomó de la barbilla y observó su cara.

—¿Estás bien?  ¿Tienes calor?  ¿Estás cansada?  ¿Quieres que  te  traiga  algo  de  beber? ¿Una tónica?

Aquella lluvia de solícitas preguntas la hizo sonreír.

—Estoy bien. Deja de preocuparte. Ya te lo diré, si necesito algo o quiero irme a casa. Te lo prometo.

Paula observó la sonrisa de satisfacción de Sonia y sintió ganas de devolvérsela.

—Bueno,  Pedro—empezó  a  decir  su  hermana,  con  expresión  inocente—,  ¿Irán  mañana a cenar a casa de mamá?

Paula contuvo  el  aliento  mientras  esperaba  que  Pedro contestara.  ¿Estaría  listo  para someterse al escrutinio del resto de su familia? ¿Y ella, lo estaba?

—¿Qué dices tú, Pau? —preguntó él, con expresión neutra.

—Lo que tú decidas. Es tu familia. Tal vez podríamos hablarlo cuando lleguemos a casa.

La cara de él se iluminó.

—Buena idea.

—En  fin,  espero  que  vayas,  Pau—dijo  Sonia—.  Todo  el  mundo  está  deseando  conocerte.

—Ya me lo imagino —murmuró Pedro en voz demasiado baja para que su hermana lo oyera.

Pero Paula le leyó los labios y le sonrió.

—Sonia no te ha oído —dijo—. Pero yo sí.

—¿Es  que  no  es  ya  bastante  malo  tener  una  madre  con  ojos  en  el  cogote?  ¿También tengo que conocer a una mujer que puede leerme el pensamiento?

—No te he leído el pensamiento —dijo ella—, sino los labios.

—Me da igual —dijo él con fastidio—. Estoy condenado.

Sonia se volvió hacia él con mirada maliciosa.

—Sí, hermanito, es posible que realmente lo estés.

Al final, Paula decidió no ir a la cena de los Alfonso. Empezaba a pensar que Pedro estaba asustado por lo rápido que estaban sucediendo las cosas entre ellos. Lo cierto era que ella no estaba menos confundida, y decidió que un día separados les iría bien a los dos.

—Pero estarás sola —protestó él.

—No, si llamas a Juana y la traes aquí.