Pero, por desgracia, los acontecimientos conspiraban en su contra. Su último paciente era Valentina Foley, de cuatro años de edad, y Paula comprendió enseguida por qué Jimena se había mostrado preocupada por ella. La niña no estaba aprovechando las lecciones de lenguaje para sordos como Paula esperaba.
—¿Estás enfadada conmigo? —le preguntó la pequeña con signos al final de la sesión, con cara preocupada.
—No —le contestó Paula, dándole un abrazo.
—Pero no lo hago bien.
—No te preocupes. Solo necesitas practicar un poco más.
Valentina puso cara triste.
—¿Cómo? En casa, nadie quiere aprender.
Paula reprimió una maldición. Jesica Foley era una buena madre, pero tenía que ocuparse de otros cuatro niños, además de Valentina. Afrontar la sordera de su hija era una carga demasiado pesada para ella. Llevarla a la clínica dos veces por semana era todo lo que estaba dispuesta a hacer. Había sido imposible convencerla de que ella también asistiera a clases. Se había negado en redondo.
—Aprenderé de Valentina—le había asegurado a Paula, pero la futilidad de su promesa era cada vez más evidente.
En cuanto a Damián Foley, tenía dos trabajos para intentar sacar adelante a su familia. Había ido a recoger a Valentina en varias ocasiones y, a pesar del cariño que demostraba por su hija, todavía parecía empeñado en negarse a aceptar que su discapacidad era permanente y que requería ciertos esfuerzos por su parte. Cuando le hablaba a la niña, subía la voz como si ello pudiera ayudarla a entenderlo.Los Foley no eran la primera familia a la que Paula había visto resistirse a asumir las necesidades de un hijo sordo, pero eso no dejaba de entristecerla. Como en su propio caso y en el de Valentina, las cosas parecían empeorar cuando la sordera se producía repentina e inesperadamente.
—Nos esforzaremos más, tú y yo —le dijo a Valentina—. Y hablaré otra vez con tu mamá sobre las clases. Si ella no puede venir, ¿Qué te parece que venga tu hermana mayor? Tiene diez años, ¿No?
El semblante de la niña se iluminó.
—Martina vendrá. Sé que vendrá.
—Veré si puedo arreglarlo —le prometió Paula.
—Te quiero —dijo Valentina con gestos.
— Yo también te quiero —contestó Paula—. Ahora, salgamos fuera, a ver si ha venido tu madre.
La señora Foley estaba sentada en su coche, con el motor en marcha. Paula acompañó a Valentina al coche, pero cuando trató de hablar con su madre, esta le hizo señas de que tenía prisa y arrancó antes de que pudiera decirle una palabra. Paula respiró hondo y volvió lentamente a la clínica. Al parecer, no estaba tan recuperada como pensaba. Se sentía exhausta, pero quería asistir a la reunión semanal del personal. Jimena la observó un momento y vetó su plan.
—Estás pálida. Tienes que irte a casa.
—Voy a quedarme —insistió Paula—. Dame cinco minutos para tomarme una taza de café, y los veré en la sala de reuniones.
Había pensado que Jimena se conformaría sin discutir, pero se equivocaba. La reunión acababa de empezar cuando la interrumpió la llegada de Pedro. Jimena le sonrió.
—Llegas justo a tiempo —dijo.
—¿Lo has llamado tú? —preguntó Paula, asombrada.
—Habíamos hecho un trato —dijo Jimena—. Yo lo llamaría si tú te negabas a seguir mis buenos consejos. Ahora vete a casa y descansa. Nos veremos por la mañana.
Paula estuvo tentada de quedarse allí plantada y negarse a marcharse, pero cambió de idea al ver la mirada decidida de Pedro. Podría haber expresado su disconformidad allí mismo, pero logró abandonar la habitación sin hacerlo. Al día siguiente, le diría a Jimena que era perfectamente capaz de decidir si podía aguantar una hora en una estúpida reunión de personal.
lunes, 30 de abril de 2018
Mi Salvador: Capítulo 44
Paula declinó una invitación de la madre de Pedro para unirse a ellos en la cena del domingo. Todavía se sentía confusa por lo que había ocurrido en la barca, por la inesperada visita de la familia y por las cosas que él le había dicho en la cocina. Tenía la inquietante sensación de que estaba enamorándose perdidamente de un hombre al que apenas conocía. Y, hasta que no comprendiera plenamente su relación, no quería arriesgarse a enamorarse también de su familia.
—No lo entiendo —dijo Juana, cuando Paula trató de explicárselo—. Estás loca por él. Él está loco por tí. ¿Cuál es el problema?
—Es demasiado pronto —dijo ella sombríamente—. ¿Cómo puedo estar segura de lo que siento? Pedro no lo está. Me dijo claramente que yo ni siquiera sabía lo que sucedía en mi cabeza.
Juana se echó a reír.
—¿Y cómo reaccionaste tú?
—Me puse furiosa.
—Me lo imagino.
Paula la miró, con aflicción.
—Pero ¿Y si tiene razón? ¿Y si me hubiera enamorado de cualquier hombre que me hubiera sacado de entre los escombros? Es una posibilidad.
—¿Te has enamorado de Sergio?
Paula frunció el ceño ante aquella absurda pregunta.
—No, claro que no.
—Él también estaba allí —añadió Juana.
—Pero no fue él quien me rescató.
—Pero, si lo hubiera sido, ¿Te habrías enamorado de él? —preguntó la anciana, escéptica.
Paula trató de imaginarse a sí misma enamorada del simpático y gigantesco amigo de Pedro. Había pasado algún rato con él desde el temporal y no había sentido el más leve atisbo de atracción, aunque era más guapo, en un sentido clásico, que Pedro.
—No —admitió lentamente—. Es un hombre muy agradable, pero no me dice nada.
—Bueno, parece que estamos llegando a alguna conclusión —dijo Juana, mirándola con expresión astuta—. ¿Tú eres la única mujer a la que Pedro ha rescatado?
—No —contestó Paula.
—¿Ya las demás las ha invitado a vivir con él?
— Yo no vivo con él —arguyó Paula—. Esto es solo temporal.
Juana hizo girar los ojos.
—Como quieras. ¿Pedro ha hecho esto alguna vez?
—No creo.
—Entonces, ¿Por qué crees que te lo sugirió?
Paula frunció el ceño.
— Si lo supiera, todo sería mucho menos complicado.
—A veces, el amor solo es complicado si nosotros lo complicamos.
—¿Qué significa eso?
—Significa, cariño, que el amor es sencillo. Resistirse a él es lo que lo complica. Tú estás buscando excusas para no enamorarte, en vez de aceptarlo como el maravilloso regalo que es.
—¿No se supone que para eso hacen falta dos personas?
Juana sonrió.
—Es verdad —dijo—. Tal vez deba explicárselo a Pedro cuando me lleve a casa esta tarde.
—No te atreverás. No quiero que piense que nos hemos pasado el día hablando de él.
—Pero eso es justamente lo que hemos hecho —dijo Juana.
—Entonces, será mejor que cambiemos de tema. ¿Qué tal te va con tu hermana? —dijo, sabiendo que la pregunta distraería a Juana—. No puede irte tan mal, porque tienes muy buen aspecto. Hasta te has hecho un corte de pelo distinto. Muy juvenil. Pareces diez años más joven.
—Sé lo que intentas —respondió Juana, aunque parecía complacida por el cumplido—. Pero no se me va a olvidar lo de Pedro.
—Entonces, supongo que tendré que acompañarlos cuando te lleve a casa. Para proteger mis intereses.
—Si quieres... —dijo Juana con desenfado—. En cuanto a mi hermana, está completamente chiflada. ¿Sabes lo que ha hecho ahora?
Paula se recostó en la silla, aliviada por no tener que seguir hablando sobre sus sentimientos hacia Pedro. Tal vez las cosas mejorarían a partir del lunes, cuando volviera al trabajo. Así no pasarían tanto tiempo juntos. Y pronto se mudaría. Esa sería la auténtica prueba, concluyó. Si había algo entre ellos, el hecho de que ella se mudara no pondría fin a su relación. Decidió empezar a buscar un apartamento en alquiler en cuanto saliera del trabajo el lunes.
—No lo entiendo —dijo Juana, cuando Paula trató de explicárselo—. Estás loca por él. Él está loco por tí. ¿Cuál es el problema?
—Es demasiado pronto —dijo ella sombríamente—. ¿Cómo puedo estar segura de lo que siento? Pedro no lo está. Me dijo claramente que yo ni siquiera sabía lo que sucedía en mi cabeza.
Juana se echó a reír.
—¿Y cómo reaccionaste tú?
—Me puse furiosa.
—Me lo imagino.
Paula la miró, con aflicción.
—Pero ¿Y si tiene razón? ¿Y si me hubiera enamorado de cualquier hombre que me hubiera sacado de entre los escombros? Es una posibilidad.
—¿Te has enamorado de Sergio?
Paula frunció el ceño ante aquella absurda pregunta.
—No, claro que no.
—Él también estaba allí —añadió Juana.
—Pero no fue él quien me rescató.
—Pero, si lo hubiera sido, ¿Te habrías enamorado de él? —preguntó la anciana, escéptica.
Paula trató de imaginarse a sí misma enamorada del simpático y gigantesco amigo de Pedro. Había pasado algún rato con él desde el temporal y no había sentido el más leve atisbo de atracción, aunque era más guapo, en un sentido clásico, que Pedro.
—No —admitió lentamente—. Es un hombre muy agradable, pero no me dice nada.
—Bueno, parece que estamos llegando a alguna conclusión —dijo Juana, mirándola con expresión astuta—. ¿Tú eres la única mujer a la que Pedro ha rescatado?
—No —contestó Paula.
—¿Ya las demás las ha invitado a vivir con él?
— Yo no vivo con él —arguyó Paula—. Esto es solo temporal.
Juana hizo girar los ojos.
—Como quieras. ¿Pedro ha hecho esto alguna vez?
—No creo.
—Entonces, ¿Por qué crees que te lo sugirió?
Paula frunció el ceño.
— Si lo supiera, todo sería mucho menos complicado.
—A veces, el amor solo es complicado si nosotros lo complicamos.
—¿Qué significa eso?
—Significa, cariño, que el amor es sencillo. Resistirse a él es lo que lo complica. Tú estás buscando excusas para no enamorarte, en vez de aceptarlo como el maravilloso regalo que es.
—¿No se supone que para eso hacen falta dos personas?
Juana sonrió.
—Es verdad —dijo—. Tal vez deba explicárselo a Pedro cuando me lleve a casa esta tarde.
—No te atreverás. No quiero que piense que nos hemos pasado el día hablando de él.
—Pero eso es justamente lo que hemos hecho —dijo Juana.
—Entonces, será mejor que cambiemos de tema. ¿Qué tal te va con tu hermana? —dijo, sabiendo que la pregunta distraería a Juana—. No puede irte tan mal, porque tienes muy buen aspecto. Hasta te has hecho un corte de pelo distinto. Muy juvenil. Pareces diez años más joven.
—Sé lo que intentas —respondió Juana, aunque parecía complacida por el cumplido—. Pero no se me va a olvidar lo de Pedro.
—Entonces, supongo que tendré que acompañarlos cuando te lleve a casa. Para proteger mis intereses.
—Si quieres... —dijo Juana con desenfado—. En cuanto a mi hermana, está completamente chiflada. ¿Sabes lo que ha hecho ahora?
Paula se recostó en la silla, aliviada por no tener que seguir hablando sobre sus sentimientos hacia Pedro. Tal vez las cosas mejorarían a partir del lunes, cuando volviera al trabajo. Así no pasarían tanto tiempo juntos. Y pronto se mudaría. Esa sería la auténtica prueba, concluyó. Si había algo entre ellos, el hecho de que ella se mudara no pondría fin a su relación. Decidió empezar a buscar un apartamento en alquiler en cuanto saliera del trabajo el lunes.
Mi Salvador: Capítulo 43
—Mamá, ¿Sabes siquiera qué son los Dolphins? —preguntó Carolina.
—Claro que lo sé —dijo su madre, indignada—. Aunque no entiendo cómo a la gente puede gustarle más el béisbol que el fútbol.
Aquella era una vieja discusión en la que la familia entera se enzarzó rápidamente. Satisfecho de dejarlos distraídos por el momento, Pedro se escabulló hacia la cocina justo a tiempo para oír que Paula preguntaba en tono afligido:
—¿Tú crees que hay algo malo en mí?
Sonia vió que su hermano estaba en el umbral y frunció el ceño antes de contestar:
—No hay nada de malo en tí. Mi hermano es un necio.
Pedro decidió que no sería bien recibido en la cocina. Tenía dos opciones: podía en trar y defenderse por segunda vez ese día, o volver al cuarto de estar y arriesgarse a que la conversación volviera a recaer en sus planes de boda. Optó por la cocina, a pesar de todo.
—¿Necesitan ayuda? —preguntó, uniéndose a Sonia y Paula.
—Todo está bajo control —dijo su hermana —. Voy a poner la mesa en el comedor. Lo haremos al estilo buffet, porque en la mesa no cabemos todos. Los niños pueden comer en el patio —deliberadamente, dió la espalda a Paula y añadió—. Aprovecha la ocasión para arreglar las cosas, hermanito. No sé lo que le has hecho, pero está claro que le ha dolido.
—No creo que pueda arreglarlo en unos minutos —dijo él.
—Inténtalo —le ordenó ella, saliendo por la puerta de la cocina—. Paula es lo mejor que te ha pasado nunca. No lo eches todo a perder.
Cuando estuvieron solos, Paula lo miró con nerviosismo.
—Me gusta tu familia —dijo.
—Siento que te hayan bombardeado a preguntas.
—No importa —ella sonrió—. De todas formas, no han esperado a que les respondiera. Si te digo la verdad, casi no entendía lo que decían.
—No se han dado cuenta... —empezó a decir él, pero ella lo interrumpió.
—Ya estoy acostumbrada. No tienes que disculparte. A veces me gusta que la gente se olvide de que soy sorda. Durante unos minutos, aunque me quede fuera de la conversación, me siento casi normal.
—Paula, tú eres normal —dijo él con firmeza, recordando la pregunta que ella le acababa de hacer a Sonia—. Que no puedas oír no significa que haya algo malo en tí.
Ella lo miró fijamente, sorprendida por su vehemencia.
—¿Lo dices de verdad?
—Claro que sí —dijo él enfáticamente—. Eres una mujer increíble. La mayoría de las veces me olvido de que no oyes. A veces tengo que recordarme que, en ciertas circunstancias, estás en desventaja —vió, desconcertado, que por las mejillas de Paula empezaban a rodas las lágrimas—. ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
Ella le agarró una mano y le besó en la palma.
—Nada —murmuró—. La mayoría de la gente es demasiado solícita conmigo. Nunca olvidan que tengo una discapacidad y nunca me dejan que yo lo olvide. Es imposible ignorar que soy sorda, pero de vez en cuando es tan agradable poder fingir que no importa...
—A mí no me importa —dijo él—. Lo único que siento es que hayas perdido lo que tanto amabas: la música. Ni siquiera logro imaginar lo difícil que debió de ser para tí el aceptarlo.
—A veces, todavía oigo música dentro de mi cabeza —dijo ella, con el semblante lleno de melancolía. Le acarició los labios con un dedo—. ¿Sabes qué es lo que de verdad lamento? —él negó con la cabeza—. Que nunca podré oír el sonido de tu voz.
Pedro sintió el aguijón de las lágrimas quemándole los párpados.Tal vez, algún día, se atrevería a decirle lo que llevaba en el corazón.
—Claro que lo sé —dijo su madre, indignada—. Aunque no entiendo cómo a la gente puede gustarle más el béisbol que el fútbol.
Aquella era una vieja discusión en la que la familia entera se enzarzó rápidamente. Satisfecho de dejarlos distraídos por el momento, Pedro se escabulló hacia la cocina justo a tiempo para oír que Paula preguntaba en tono afligido:
—¿Tú crees que hay algo malo en mí?
Sonia vió que su hermano estaba en el umbral y frunció el ceño antes de contestar:
—No hay nada de malo en tí. Mi hermano es un necio.
Pedro decidió que no sería bien recibido en la cocina. Tenía dos opciones: podía en trar y defenderse por segunda vez ese día, o volver al cuarto de estar y arriesgarse a que la conversación volviera a recaer en sus planes de boda. Optó por la cocina, a pesar de todo.
—¿Necesitan ayuda? —preguntó, uniéndose a Sonia y Paula.
—Todo está bajo control —dijo su hermana —. Voy a poner la mesa en el comedor. Lo haremos al estilo buffet, porque en la mesa no cabemos todos. Los niños pueden comer en el patio —deliberadamente, dió la espalda a Paula y añadió—. Aprovecha la ocasión para arreglar las cosas, hermanito. No sé lo que le has hecho, pero está claro que le ha dolido.
—No creo que pueda arreglarlo en unos minutos —dijo él.
—Inténtalo —le ordenó ella, saliendo por la puerta de la cocina—. Paula es lo mejor que te ha pasado nunca. No lo eches todo a perder.
Cuando estuvieron solos, Paula lo miró con nerviosismo.
—Me gusta tu familia —dijo.
—Siento que te hayan bombardeado a preguntas.
—No importa —ella sonrió—. De todas formas, no han esperado a que les respondiera. Si te digo la verdad, casi no entendía lo que decían.
—No se han dado cuenta... —empezó a decir él, pero ella lo interrumpió.
—Ya estoy acostumbrada. No tienes que disculparte. A veces me gusta que la gente se olvide de que soy sorda. Durante unos minutos, aunque me quede fuera de la conversación, me siento casi normal.
—Paula, tú eres normal —dijo él con firmeza, recordando la pregunta que ella le acababa de hacer a Sonia—. Que no puedas oír no significa que haya algo malo en tí.
Ella lo miró fijamente, sorprendida por su vehemencia.
—¿Lo dices de verdad?
—Claro que sí —dijo él enfáticamente—. Eres una mujer increíble. La mayoría de las veces me olvido de que no oyes. A veces tengo que recordarme que, en ciertas circunstancias, estás en desventaja —vió, desconcertado, que por las mejillas de Paula empezaban a rodas las lágrimas—. ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
Ella le agarró una mano y le besó en la palma.
—Nada —murmuró—. La mayoría de la gente es demasiado solícita conmigo. Nunca olvidan que tengo una discapacidad y nunca me dejan que yo lo olvide. Es imposible ignorar que soy sorda, pero de vez en cuando es tan agradable poder fingir que no importa...
—A mí no me importa —dijo él—. Lo único que siento es que hayas perdido lo que tanto amabas: la música. Ni siquiera logro imaginar lo difícil que debió de ser para tí el aceptarlo.
—A veces, todavía oigo música dentro de mi cabeza —dijo ella, con el semblante lleno de melancolía. Le acarició los labios con un dedo—. ¿Sabes qué es lo que de verdad lamento? —él negó con la cabeza—. Que nunca podré oír el sonido de tu voz.
Pedro sintió el aguijón de las lágrimas quemándole los párpados.Tal vez, algún día, se atrevería a decirle lo que llevaba en el corazón.
Mi Salvador: Capítulo 42
—Debiste de pasar mucho miedo durante el temporal —dijo Carolina compasivamente—. ¿Ya habías pasado algún huracán en Miami?
Al mismo tiempo, Luciana decía:
—Tengo entendido que eres maestra. Yo también. Tenemos que comer juntas un día y comparar experiencias —se dió un golpecito en la enorme barriga—. Tendré mucho tiempo cuando nazcan los niños.
—Eso es lo que tú te crees —dijo Daniela, estremeciéndose visiblemente—. ¡Dos niños al mismo tiempo! No quiero ni pensarlo.
—Pero yo la ayudaré —dijo su madre.
Las hermanas intercambiaron miradas piadosas.
—¿Qué? —preguntó la madre, indignada—. ¿Es que la abuela estorba?
Luciana se puso de pie y le plantó a su madre un beso en la mejilla.
—No, mamá, eres de gran ayuda. No podría arreglármelas sin tí.—Entonces, ¿Por qué me miran así tus hermanas? —preguntó.
—Porque son unas desagradecidas —dijo Luciana—. Saben que soy tu favorita.
Su madre chasqueó la lengua.
—Tú sabes que yo no tengo favoritos.
—¡Aparte de Pedro! —dijeron todas a coro.
Él las miró con el ceño fruncido. La charla continuó a ritmo vertiginoso. Paula, sentada en mitad del griterío, parpadeaba rápidamente, tratando de entender, pero Pedro comprendió por el modo en que giraba la cabeza de una persona a otra que no conseguía hacerlo. Todos hablaban a la vez. Pero, cosa rara, ella no parecía tan frustrada como él había supuesto. En realidad, sus labios se habían curvada en una media sonrisa y sus ojos brillaban alegremente. Cuando sus miradas se encontraron, la sonrisa se desvaneció.
—Oh oh —murmuró Soniadetrás de él—. Es cierto que tienes un problema.
—Ya te lo dije.
—¿Por qué no rescato a Paula y me la llevo a la cocina? Parece un poco agobiada. Nosotras dos podemos sacar la comida, mientras tú luchas contra todas estas mentes inquisidoras. Mamá tiene esa mirada, la que reserva para los pretendientes incautos. Mi Gabriel todavía tiembla cuando la ve. Dice que nunca había pasado tanto miedo en toda su vida. Y creo Paula no está preparada para afrontarla.
—Fantástica idea —dijo Pedro, agradecido—. O mejor, ¿Por qué no la sacas por la puerta de atrás y te la llevas a cenar a algún restaurante bonito y tranquilo? Puedes traerla de vuelta cuando todo el mundo se haya ido.
—¿Y aguantar los reproches de mamá un mes entero? Ni lo sueñes.
Sonia cruzó la habitación y se inclinó para hablar con Paula. Esta asintió y se levantó para seguir a la hermana mayor de Ricky. Cuando también la madre hizo amago de levantarse, Sonia le lanzó una mirada de advertencia que la dejó clavada en el sitio.Después de que Paula y Sonia salieran, la atención del grupo se centró en Pedro.
—No tengo nada que decir sobre el tema — anunció él antes de que empezaran. Miró directamente a su padre—. ¿Qué tal van los Dolphins? ¿Crees que este año tienen alguna posibilidad en la Super Bowl?
—¡Fútbol! —dijo su madre desdeñosamente—. Si crees que hemos venido aquí para hablar de fútbol, estás muy equivocado.
Pedro le plantó un beso en la mejilla.
—Ya sé a lo que habéis venido, pero dejen en paz a Paula. La han asustado.
—Eso no es verdad —dijo su madre.
—Pues la aturden, entonces. ¿Es que no se dan cuenta de que, si hablan todos al mismo tiempo, no puede entenderlos? Solo puede leer los labios de una persona. ¿Por qué creen que no ha contestado a ninguna pregunta?
Su madre puso una expresión compungida.
—Oh, lo siento mucho. No lo había pensado —se levantó de un salto—. Voy a pedirle disculpas.
—Déjala en paz por ahora —le advirtió Pedro—. Que se quede un rato a solas con Sonia.
Su madre pareció vacilar. Era evidente que le disgustaba la idea de haber ofendido inadvertidamente a Paula, cuando solo pretendía darle la bienvenida a la familia.
—Haz lo que te dice —dijo el padre, tirando de la mano de su mujer hasta que esta volvió a sentarse.
—Gracias —dijo Pedro, algo sorprendido por el apoyo de su padre, que siempre estaba de acuerdo con todo lo que hacía su mujer.
—Bueno —dijo su madre, muy seria—. ¿Qué tal van los Dolphins?
Sus hijas rompieron a reír.
Al mismo tiempo, Luciana decía:
—Tengo entendido que eres maestra. Yo también. Tenemos que comer juntas un día y comparar experiencias —se dió un golpecito en la enorme barriga—. Tendré mucho tiempo cuando nazcan los niños.
—Eso es lo que tú te crees —dijo Daniela, estremeciéndose visiblemente—. ¡Dos niños al mismo tiempo! No quiero ni pensarlo.
—Pero yo la ayudaré —dijo su madre.
Las hermanas intercambiaron miradas piadosas.
—¿Qué? —preguntó la madre, indignada—. ¿Es que la abuela estorba?
Luciana se puso de pie y le plantó a su madre un beso en la mejilla.
—No, mamá, eres de gran ayuda. No podría arreglármelas sin tí.—Entonces, ¿Por qué me miran así tus hermanas? —preguntó.
—Porque son unas desagradecidas —dijo Luciana—. Saben que soy tu favorita.
Su madre chasqueó la lengua.
—Tú sabes que yo no tengo favoritos.
—¡Aparte de Pedro! —dijeron todas a coro.
Él las miró con el ceño fruncido. La charla continuó a ritmo vertiginoso. Paula, sentada en mitad del griterío, parpadeaba rápidamente, tratando de entender, pero Pedro comprendió por el modo en que giraba la cabeza de una persona a otra que no conseguía hacerlo. Todos hablaban a la vez. Pero, cosa rara, ella no parecía tan frustrada como él había supuesto. En realidad, sus labios se habían curvada en una media sonrisa y sus ojos brillaban alegremente. Cuando sus miradas se encontraron, la sonrisa se desvaneció.
—Oh oh —murmuró Soniadetrás de él—. Es cierto que tienes un problema.
—Ya te lo dije.
—¿Por qué no rescato a Paula y me la llevo a la cocina? Parece un poco agobiada. Nosotras dos podemos sacar la comida, mientras tú luchas contra todas estas mentes inquisidoras. Mamá tiene esa mirada, la que reserva para los pretendientes incautos. Mi Gabriel todavía tiembla cuando la ve. Dice que nunca había pasado tanto miedo en toda su vida. Y creo Paula no está preparada para afrontarla.
—Fantástica idea —dijo Pedro, agradecido—. O mejor, ¿Por qué no la sacas por la puerta de atrás y te la llevas a cenar a algún restaurante bonito y tranquilo? Puedes traerla de vuelta cuando todo el mundo se haya ido.
—¿Y aguantar los reproches de mamá un mes entero? Ni lo sueñes.
Sonia cruzó la habitación y se inclinó para hablar con Paula. Esta asintió y se levantó para seguir a la hermana mayor de Ricky. Cuando también la madre hizo amago de levantarse, Sonia le lanzó una mirada de advertencia que la dejó clavada en el sitio.Después de que Paula y Sonia salieran, la atención del grupo se centró en Pedro.
—No tengo nada que decir sobre el tema — anunció él antes de que empezaran. Miró directamente a su padre—. ¿Qué tal van los Dolphins? ¿Crees que este año tienen alguna posibilidad en la Super Bowl?
—¡Fútbol! —dijo su madre desdeñosamente—. Si crees que hemos venido aquí para hablar de fútbol, estás muy equivocado.
Pedro le plantó un beso en la mejilla.
—Ya sé a lo que habéis venido, pero dejen en paz a Paula. La han asustado.
—Eso no es verdad —dijo su madre.
—Pues la aturden, entonces. ¿Es que no se dan cuenta de que, si hablan todos al mismo tiempo, no puede entenderlos? Solo puede leer los labios de una persona. ¿Por qué creen que no ha contestado a ninguna pregunta?
Su madre puso una expresión compungida.
—Oh, lo siento mucho. No lo había pensado —se levantó de un salto—. Voy a pedirle disculpas.
—Déjala en paz por ahora —le advirtió Pedro—. Que se quede un rato a solas con Sonia.
Su madre pareció vacilar. Era evidente que le disgustaba la idea de haber ofendido inadvertidamente a Paula, cuando solo pretendía darle la bienvenida a la familia.
—Haz lo que te dice —dijo el padre, tirando de la mano de su mujer hasta que esta volvió a sentarse.
—Gracias —dijo Pedro, algo sorprendido por el apoyo de su padre, que siempre estaba de acuerdo con todo lo que hacía su mujer.
—Bueno —dijo su madre, muy seria—. ¿Qué tal van los Dolphins?
Sus hijas rompieron a reír.
Mi Salvador: Capítulo 41
Pero no estaba tan seguro como intentaba aparentar. La miradaque les dirigió su madre mientras se acercaba al coche no parecía tranquilizadora. Pedro había visto esa mirada otras veces, dirigida a los hombres que luego se habían convertido en sus cuñados. Su madre se dirigió directamente a Paula.
—Tú debes de ser Paula—dijo, casi sacándola del coche para abrazarla—. Yo soy la madre de Pedro. Tenía muchas ganas de conocerte, pero mi hijo no dejaba de decirme que tenía que esperar hasta que te recuperaras. Pero cuando estás mal es precisamente cuando más necesitas a la familia, ¿No crees? Los hombres no comprenden estas cosas.
Paula lanzó a Pedro una mirada desesperada.
— Supongo que no —murmuró, sin saber qué decirle a aquella desconocida que la trataba como si formara parte de su familia.
—Vamos, ven a conocer a los otros —le ordenó la mujer, llevándola hacia la entrada.Las dos desaparecieron dentro de la casa, y Pedro suspiró aliviado.
Salió del coche lentamente. De todas formas, ya no podía hacer nada por salvar a Paula. Si conseguía escabullirse hasta el jardín, podría ocultarse hasta que pasara lo peor.
—Perdona, hermanito —dijo Sonia , apareciendo a su lado cuando doblaba la esquina —. Entra. Paula te necesita.
—En realidad, creo que está un poco enfadada conmigo en este momento.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Es una larga historia y no tengo ganas de contártela. Basta con decir que no han elegido un buen momento para venir.
Sonia se echó a reír.
—Puede que sí. Cuando mamá acabe de exponer todas tus virtudes, Paula ya no podrá resistírsete.
Por supuesto, los motivos del enfado de Paula nada tenían que ver con los que suponía su hermana. Pero Pedro no la sacó de su error.
—¿Han venido todos? —le preguntó.
—Absolutamente todos, incluidos los niños —dijo Sonia—. Pero no te preocupes. Mamá ha traído comida suficiente para un regimiento.
—¿Se van a quedar a cenar?
—Bueno, claro. Mamá no va a perderse la oportunidad de conocer a una nuera en potencia. Lleva demasiado tiempo esperando este momento.
Pedro se preguntó si todavía podría escapar. Pero suspiró y abandonó la idea. Paula nunca lo perdonaría si la dejaba sola. Tal vez no comprendiera a las mujeres, pero eso lo sabía con absoluta certeza. Se volvió hacia su hermana.
—Una hora —declaró con firmeza—. Dentro de una hora te los llevarás a todos. Allie necesita descansar.
Sonia se rió.
—Qué bonito. Toda esa preocupación es muy conmovedora, pero algo me dice que no es Paula quien te preocupa. Quieres que nos marchemos antes de que empecemos a planear tu boda.
—Muérdete la lengua —le dijo él, y entró en la casa.
Encontró a Paula sentada en el sofá, entre su madre y su padre. Sus hermanas habían ocupado el resto de las sillas, y sus maridos permanecían de pie, contemplando incómodamente la escena, tal vez recordando cuando se habían visto en similares circunstancias. Nueve niños, todos menores de diez años, corrían de habitación en habitación, perseguidos alegremente por Apolo. Por una vez, Pedro envidió la sordera de Paula. El bullicio era intolerable.
—¡Apolo, siéntate! —le gritó al perro.
Este se tumbó a sus pies, moviendo la cola. Por desgracia, la orden no surtió efecto con los niños. Pedro los miró con el ceño fruncido y señaló hacia la puerta—. ¡Fuera!
Gabriel, el marido de Sonia, le guiñó un ojo.
—Me los llevaré al patio. Sé que querrás quedarte aquí.
—No especialmente —dijo Pedro, viendo cómo se escabullía su cuñado.
Volvió a mirar a Paula. Parecía un poco aturdida por la lluvia de preguntas que caía sobre ella.
—Tú debes de ser Paula—dijo, casi sacándola del coche para abrazarla—. Yo soy la madre de Pedro. Tenía muchas ganas de conocerte, pero mi hijo no dejaba de decirme que tenía que esperar hasta que te recuperaras. Pero cuando estás mal es precisamente cuando más necesitas a la familia, ¿No crees? Los hombres no comprenden estas cosas.
Paula lanzó a Pedro una mirada desesperada.
— Supongo que no —murmuró, sin saber qué decirle a aquella desconocida que la trataba como si formara parte de su familia.
—Vamos, ven a conocer a los otros —le ordenó la mujer, llevándola hacia la entrada.Las dos desaparecieron dentro de la casa, y Pedro suspiró aliviado.
Salió del coche lentamente. De todas formas, ya no podía hacer nada por salvar a Paula. Si conseguía escabullirse hasta el jardín, podría ocultarse hasta que pasara lo peor.
—Perdona, hermanito —dijo Sonia , apareciendo a su lado cuando doblaba la esquina —. Entra. Paula te necesita.
—En realidad, creo que está un poco enfadada conmigo en este momento.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Es una larga historia y no tengo ganas de contártela. Basta con decir que no han elegido un buen momento para venir.
Sonia se echó a reír.
—Puede que sí. Cuando mamá acabe de exponer todas tus virtudes, Paula ya no podrá resistírsete.
Por supuesto, los motivos del enfado de Paula nada tenían que ver con los que suponía su hermana. Pero Pedro no la sacó de su error.
—¿Han venido todos? —le preguntó.
—Absolutamente todos, incluidos los niños —dijo Sonia—. Pero no te preocupes. Mamá ha traído comida suficiente para un regimiento.
—¿Se van a quedar a cenar?
—Bueno, claro. Mamá no va a perderse la oportunidad de conocer a una nuera en potencia. Lleva demasiado tiempo esperando este momento.
Pedro se preguntó si todavía podría escapar. Pero suspiró y abandonó la idea. Paula nunca lo perdonaría si la dejaba sola. Tal vez no comprendiera a las mujeres, pero eso lo sabía con absoluta certeza. Se volvió hacia su hermana.
—Una hora —declaró con firmeza—. Dentro de una hora te los llevarás a todos. Allie necesita descansar.
Sonia se rió.
—Qué bonito. Toda esa preocupación es muy conmovedora, pero algo me dice que no es Paula quien te preocupa. Quieres que nos marchemos antes de que empecemos a planear tu boda.
—Muérdete la lengua —le dijo él, y entró en la casa.
Encontró a Paula sentada en el sofá, entre su madre y su padre. Sus hermanas habían ocupado el resto de las sillas, y sus maridos permanecían de pie, contemplando incómodamente la escena, tal vez recordando cuando se habían visto en similares circunstancias. Nueve niños, todos menores de diez años, corrían de habitación en habitación, perseguidos alegremente por Apolo. Por una vez, Pedro envidió la sordera de Paula. El bullicio era intolerable.
—¡Apolo, siéntate! —le gritó al perro.
Este se tumbó a sus pies, moviendo la cola. Por desgracia, la orden no surtió efecto con los niños. Pedro los miró con el ceño fruncido y señaló hacia la puerta—. ¡Fuera!
Gabriel, el marido de Sonia, le guiñó un ojo.
—Me los llevaré al patio. Sé que querrás quedarte aquí.
—No especialmente —dijo Pedro, viendo cómo se escabullía su cuñado.
Volvió a mirar a Paula. Parecía un poco aturdida por la lluvia de preguntas que caía sobre ella.
viernes, 27 de abril de 2018
Mi Salvador: Capítulo 40
¡Mujeres! Pedro se sentó en la cubierta y se preguntó si alguna vez llegaría a entenderlas. Se dijo que era más bien improbable, incluso para un hombre que había crecido con cuatro ruidosas hermanas.A decir verdad, su incapacidad para entender las complejidades del sexo femenino le había tenido sin cuidado hasta la semana anterior, pero, por alguna estúpida razón, deseaba comprender lo que le pasaba a Paula. Creía saber lo que la había hecho enfadar: lo que él veía como un comportamiento honroso, al parecer la exasperaba terriblemente. Y él empezaba a preguntarse si estaba loco. La mujer a la que deseaba se le había ofrecido, y él la había rechazado. Quizá necesitara un psiquiatra.Hubiera dado cualquier cosa por beber algo fresco, pero no se atrevía a bajar al camarote y encontrarse con Paula. Esta parecía estar de un humor imprevisible, y él no era un santo. La siguiente vez que se le ofreciera, no se preocuparía de lo que era correcto y decente.Oyó sus pasos subiendo las escaleras y se obligó a seguir mirando el mar, con los ojos protegidos por las gafas de sol. Casi se cayó del asiento al sentir un chorro de agua helada sobre el pecho.
—Maldita sea, Paula—murmuró, y vió que a ella le brillaban los ojos de satisfacción.
—Pensé que tal vez te apetecería algo fresco —dijo ella dulcemente.
—Habría preferido bebérmelo, no que me lo derramaras por encima —refunfuñó él, pero aceptó la lata de tónica que ella le ofrecía—. Gracias.
—De nada. Si tienes hambre, puedo traer la comida.
La miró con incertidumbre. ¿Estaba intentando disculparse por su reacción anterior? ¿O querría envenenarlo de algún modo?
—Todavía no — dijo, quería un poco más de tiempo para saber de qué humor estaba ella. Señaló el asiento contiguo al suyo—. ¿Quieres sentarte?
—Prefiero estar de pie.
—Como quieras.
Por desgracia, su decisión de permanecer de pie dejaba sus piernas al nivel de los ojos de Pedro. Este parecía incapaz de apartar la mirada de sus muslos, desnudos y ligeramente bronceados, mientras se preguntaba qué haría para mantener aquel tono muscular, qué tacto tendría su piel y cómo sabría. Y otras muchas cosas en las que no tenía sentido pensar, se dijo secamente. Alzó la vista y vió que ella lo observaba con el ceño fruncido.
—¿Va todo bien? —le preguntó.
—Perfectamente —respondió él, irritado—. Todo va perfectamente.
— Sí, ¿Verdad? —murmuró ella con una sonrisa de satisfacción.
Luego se giró y se acercó a la proa de la barca, contoneando las caderas. Ese contoneo era deliberado, pensó Pedro, como todo lo demás. Al parecer su dulce, vulnerable y valiente Paula estaba decidida a vengarse. Pedro pensaba que el día no podía ponerse peor, pero se equivocaba. Cuando llegaron a casa justo después de las cinco, se la encontraron llena de gente. Su familia se había cansado de esperar una invitación para conocer a la misteriosa invitada y había decidido presentarse sin más. Paula se alarmó. Cuando vió a Sonia y a los niños, enseguida adivinó quiénes eran los demás, y miró a Pedro con espanto.
—¿No podemos escaparnos?
—Hoy ya lo hemos intentado una vez y no ha salido muy bien —dijo él—. No será tan horrible.
—Para tí es fácil decirlo. Es tu familia.
—Lo que significa que yo me llevaré la peor parte del interrogatorio —dijo él—. Contigo se portarán bien.
—Maldita sea, Paula—murmuró, y vió que a ella le brillaban los ojos de satisfacción.
—Pensé que tal vez te apetecería algo fresco —dijo ella dulcemente.
—Habría preferido bebérmelo, no que me lo derramaras por encima —refunfuñó él, pero aceptó la lata de tónica que ella le ofrecía—. Gracias.
—De nada. Si tienes hambre, puedo traer la comida.
La miró con incertidumbre. ¿Estaba intentando disculparse por su reacción anterior? ¿O querría envenenarlo de algún modo?
—Todavía no — dijo, quería un poco más de tiempo para saber de qué humor estaba ella. Señaló el asiento contiguo al suyo—. ¿Quieres sentarte?
—Prefiero estar de pie.
—Como quieras.
Por desgracia, su decisión de permanecer de pie dejaba sus piernas al nivel de los ojos de Pedro. Este parecía incapaz de apartar la mirada de sus muslos, desnudos y ligeramente bronceados, mientras se preguntaba qué haría para mantener aquel tono muscular, qué tacto tendría su piel y cómo sabría. Y otras muchas cosas en las que no tenía sentido pensar, se dijo secamente. Alzó la vista y vió que ella lo observaba con el ceño fruncido.
—¿Va todo bien? —le preguntó.
—Perfectamente —respondió él, irritado—. Todo va perfectamente.
— Sí, ¿Verdad? —murmuró ella con una sonrisa de satisfacción.
Luego se giró y se acercó a la proa de la barca, contoneando las caderas. Ese contoneo era deliberado, pensó Pedro, como todo lo demás. Al parecer su dulce, vulnerable y valiente Paula estaba decidida a vengarse. Pedro pensaba que el día no podía ponerse peor, pero se equivocaba. Cuando llegaron a casa justo después de las cinco, se la encontraron llena de gente. Su familia se había cansado de esperar una invitación para conocer a la misteriosa invitada y había decidido presentarse sin más. Paula se alarmó. Cuando vió a Sonia y a los niños, enseguida adivinó quiénes eran los demás, y miró a Pedro con espanto.
—¿No podemos escaparnos?
—Hoy ya lo hemos intentado una vez y no ha salido muy bien —dijo él—. No será tan horrible.
—Para tí es fácil decirlo. Es tu familia.
—Lo que significa que yo me llevaré la peor parte del interrogatorio —dijo él—. Contigo se portarán bien.
Mi Salvador: Capítulo 39
—Esto es lo primero que hago cuando vuelvo de una operación de rescate en el ex tranjero —dijo.
Ella vió que las arrugas de preocupación de su cara empezaban a difuminarse. Sin pensarlo, le acarició la mejilla. Su piel estaba caliente por el sol y raspaba ligeramente porque empezaba a crecerle la barba. Paula no se dió cuenta del momento preciso en que vio la llama de deseo que había en sus ojos, pero en lugar de retirar la mano, trazó titubeante la línea de su boca. Él le agarró la mano con que lo estaba acariciando y se metió uno de sus dedos en la boca con un movimiento lento y provocativo que hizo que a ella se le acelerara el corazón. Pedro la miraba fijamente a los ojos. Paula sintió que todo su mundo se reducía a la llama de sus ojos y a la sensación de aquella lengua sobre su dedo.
—¿Tienes idea de lo que me haces? — murmuró él, soltándole la mano con evidente desgana; ella, incapaz de hablar, sacudió la cabeza—. Quiero besarte.
—Pues hazlo —contestó ella, notando que se le aceleraba el pulso—. Por favor.
Él pareció vacilar un momento, como si temiera que Paula cambiara de opinión. Ella trató de acercarse más, pero Pedro la mantuvo a distancia, de modo que solo sus labios se tocaran.
—¿Por qué? —murmuró ella, trémula, deseando desesperadamente lo que él no parecía dispuesto a darle.
Sintió que los labios de Pedro se movían sobre los suyos y comprendió que le estaba respondiendo. Deseaba saber la respuesta, pero más aún deseaba sus besos. Dulces, tiernos besos. Besos urgentes, ansiosos. Nunca había imaginado que los besos pudieran ser tan diversos, tan deliciosos. Cuando él por fin la soltó, Paula casi temblaba de deseo. Parpadeando por el brillo del sol, lo miró fijamente.
—¿Por qué? —le preguntó otra vez.
Él se metió las manos en los bolsillos y la miró con determinación.
—Porque no te he traído aquí para seducirte.
—Los planes pueden cambiar —dijo ella, intentando infundir una nota desenfadada a su voz.
En la cara de Pedro, una sonrisa apareció y desapareció tan rápidamente que Paula no estaba segura de haberla visto.
—En este caso, no —dijo él, con expresión inflexible.
Luchando todavía contra los efectos de sus besos, ella intentó adoptar una actitud altiva.
—¿Te importa decirme por qué?
—Porque no voy a aprovecharme de tí, de la situación —declaró él, como si quisiera recordárselo a sí mismo, más que a ella.
Paula se puso rígida.
—Eso es muy noble, ¿Pero por qué tienes que ser tú quien lo decida?
—Porque tú no piensas con claridad.
—¿Ah, no? —dijo ella con calma, aunque empezaba a bullirle la sangre.
—No me mires así. Has pasado por una experiencia traumática.
— Pero el cerebro todavía me funciona bastante bien —replicó ella—. Creo que aún soy capaz de tomar decisiones racionales.
—Puede que sí —dijo él—. Pero esto no tiene nada que ver con la razón, sino con las hormonas. Y ambas cosas se excluyen mutuamente.Su tono de superioridad la ofendió.
—Veamos. Aclaremos una cosa —dijo ella, intentando controlar su furia—. Tú, que eres una criatura inteligente de sexo masculino, puedes tomar una decisión racional por los dos, pero yo, una simple mujer, no puedo. ¿Es eso?
Él frunció el ceño.
—No sé por qué te lo tomas así. Yo solo trato de hacer lo correcto.
—Lo que tú consideras que es lo correcto —lo corrigió ella—. Ese es el razonamiento más ridículo, paternalista y machista que he oído en toda mi vida.
—Paula...
—¡Nada de Paula! —gritó ella—. ¿O quieres que haga algo irracionalmente femenino y te tire por la borda?
Él la miró, impresionado.
—No te atreverás.
—No me pongas a prueba —contestó ella.
Paula se dió media vuelta, bajó las escaleras que llevaban a la cubierta inferior y se metió en el camarote. Buscó un refresco, lo abrió y dió un larguísimo trago para refrescarse la garganta seca y enfriar su acalorado humor. Pedro era un necio machista. Ella se había mostrado dispuesta y accesible, y la había rechazado. Y no sabía qué la irritaba más: que se le hubiera resistido o que creyera que era incapaz de pensar por sí misma. Pero, en cualquier caso, el infierno se helaría antes de que le diera una segunda oportunidad.
Ella vió que las arrugas de preocupación de su cara empezaban a difuminarse. Sin pensarlo, le acarició la mejilla. Su piel estaba caliente por el sol y raspaba ligeramente porque empezaba a crecerle la barba. Paula no se dió cuenta del momento preciso en que vio la llama de deseo que había en sus ojos, pero en lugar de retirar la mano, trazó titubeante la línea de su boca. Él le agarró la mano con que lo estaba acariciando y se metió uno de sus dedos en la boca con un movimiento lento y provocativo que hizo que a ella se le acelerara el corazón. Pedro la miraba fijamente a los ojos. Paula sintió que todo su mundo se reducía a la llama de sus ojos y a la sensación de aquella lengua sobre su dedo.
—¿Tienes idea de lo que me haces? — murmuró él, soltándole la mano con evidente desgana; ella, incapaz de hablar, sacudió la cabeza—. Quiero besarte.
—Pues hazlo —contestó ella, notando que se le aceleraba el pulso—. Por favor.
Él pareció vacilar un momento, como si temiera que Paula cambiara de opinión. Ella trató de acercarse más, pero Pedro la mantuvo a distancia, de modo que solo sus labios se tocaran.
—¿Por qué? —murmuró ella, trémula, deseando desesperadamente lo que él no parecía dispuesto a darle.
Sintió que los labios de Pedro se movían sobre los suyos y comprendió que le estaba respondiendo. Deseaba saber la respuesta, pero más aún deseaba sus besos. Dulces, tiernos besos. Besos urgentes, ansiosos. Nunca había imaginado que los besos pudieran ser tan diversos, tan deliciosos. Cuando él por fin la soltó, Paula casi temblaba de deseo. Parpadeando por el brillo del sol, lo miró fijamente.
—¿Por qué? —le preguntó otra vez.
Él se metió las manos en los bolsillos y la miró con determinación.
—Porque no te he traído aquí para seducirte.
—Los planes pueden cambiar —dijo ella, intentando infundir una nota desenfadada a su voz.
En la cara de Pedro, una sonrisa apareció y desapareció tan rápidamente que Paula no estaba segura de haberla visto.
—En este caso, no —dijo él, con expresión inflexible.
Luchando todavía contra los efectos de sus besos, ella intentó adoptar una actitud altiva.
—¿Te importa decirme por qué?
—Porque no voy a aprovecharme de tí, de la situación —declaró él, como si quisiera recordárselo a sí mismo, más que a ella.
Paula se puso rígida.
—Eso es muy noble, ¿Pero por qué tienes que ser tú quien lo decida?
—Porque tú no piensas con claridad.
—¿Ah, no? —dijo ella con calma, aunque empezaba a bullirle la sangre.
—No me mires así. Has pasado por una experiencia traumática.
— Pero el cerebro todavía me funciona bastante bien —replicó ella—. Creo que aún soy capaz de tomar decisiones racionales.
—Puede que sí —dijo él—. Pero esto no tiene nada que ver con la razón, sino con las hormonas. Y ambas cosas se excluyen mutuamente.Su tono de superioridad la ofendió.
—Veamos. Aclaremos una cosa —dijo ella, intentando controlar su furia—. Tú, que eres una criatura inteligente de sexo masculino, puedes tomar una decisión racional por los dos, pero yo, una simple mujer, no puedo. ¿Es eso?
Él frunció el ceño.
—No sé por qué te lo tomas así. Yo solo trato de hacer lo correcto.
—Lo que tú consideras que es lo correcto —lo corrigió ella—. Ese es el razonamiento más ridículo, paternalista y machista que he oído en toda mi vida.
—Paula...
—¡Nada de Paula! —gritó ella—. ¿O quieres que haga algo irracionalmente femenino y te tire por la borda?
Él la miró, impresionado.
—No te atreverás.
—No me pongas a prueba —contestó ella.
Paula se dió media vuelta, bajó las escaleras que llevaban a la cubierta inferior y se metió en el camarote. Buscó un refresco, lo abrió y dió un larguísimo trago para refrescarse la garganta seca y enfriar su acalorado humor. Pedro era un necio machista. Ella se había mostrado dispuesta y accesible, y la había rechazado. Y no sabía qué la irritaba más: que se le hubiera resistido o que creyera que era incapaz de pensar por sí misma. Pero, en cualquier caso, el infierno se helaría antes de que le diera una segunda oportunidad.
Mi Salvador: Capítulo 38
Paula, sentada en una tumbona en el patio de atrás, lanzaba subrepticias miradas a Pedro, que estaba tendido en una hamaca, a su lado. Estaba segura de que fingía dormir. Pero no sabía por qué. Había estado cabizbajo y distante desde que habían vuelto de la visita a su antigua casa, el día anterior. Ella se sintió aliviada cuando se marchó al concierto de Joaquín. Pero, fuera lo que fuera lo que preocupaba a Ricky, no parecía haberlo resuelto a su regreso, pues se había pasado casi toda la noche fuera, en el patio. Paula lo sabía porque había mirado varias veces por la ventana y lo había visto sentado justo donde estaba en ese momento, con una botella de cerveza en la mesa que había a su lado. Cuando había salido al patio a primera hora de la mañana, la botella seguía allí.
—No hace falta que te quedes conmigo como si fuera una niña —le dijo.
Vió que sus labios se movían ligeramente, sin formar ninguna palabra, y lo interpretó como un asentimiento.
—¿Hmm?
— Quiero decir que no hace falta que te preocupes por mí, si te apetece salir.
Él abrió los ojos y la miró.
—¿Quién ha dicho que me apetezca salir?
—Debes de estar un poco aburrido —dijo ella.
—No especialmente.
—Bueno, pues yo sí.
Él se levantó tan rápidamente que Paula pensó que le tomaría la palabra para escapar.
— Tienes razón —dijo, y le tendió la mano—. Vámonos.
—¿Adonde?
— Vamos —dijo él, con un brillo retador en la mirada—. Confía en mí.
Paula se levantó de un salto, sin pensárselo dos veces. Se dijo que su buena disposición era natural. Estaba harta de estar sentada sin hacer nada. La noche anterior había terminado todo el papeleo que Jimena le había llevado. Cualquier cosa que Pedro le ofreciera sería preferible a aquella inactividad. Hizo caso omiso de la vocecilla que le decía que aquel hombre podía tentarla a hacer cosas que, de otra forma, nunca se le hubieran ocurrido. Antes de que pudiera hacerle una sola pregunta, él agarró el bolso de Paula, un bote de bronceador y las gafas de sol de ambos.
—¿Vamos a la playa? —preguntó ella, apresurándose tras él.
—Ya lo verás.
De camino hacia cualquiera que fuese su destino, Pedro se paró ante una tienda de comestibles, entró corriendo y salió con una bolsa.
—La comida —dijo cuando ella lo miró con curiosidad.
Quince minutos después entraron en un embarcadero. Pedro la llevó a lo largo de un muelle hasta que llegaron ante una pequeña barca de pesca. Saltó dentro y le tendió la mano.
—Será tuya, me imagino —dijo ella mientras subía.
—Es de Sergio, pero tengo una llave. Hay cañas de pescar a bordo. Deja que guarde la comida en el frigorífico y zarparemos —en tornó los ojos—. No te marearás, ¿Verdad?
Paula sonrió.
—Ya es un poco tarde para preguntarlo, ¿No crees?
— Sería un poco tarde si estuviéramos en alta mar. Pero aquí todavía hay tenemos opciones.
—Que yo sepa, no me mareo.
—Que tú sepas —repitió él—. ¿Significa eso que nunca has montado en barco?
—Eso mismo —le confirmó ella.
—Bueno, por suerte hoy el mar está como un espejo. No creo que te marees. ¿Sabes nadar?
—En una piscina —dijo ella.
—Te traeré un salvavidas —dijo él resueltamente.
Al cabo de unos minutos, Pedro puso en marcha el motor, quitó las amarras y se alejó del muelle. Paula se quedó de pie junto a la barandilla y contempló cómo desaparecía el embarcadero mientras se adentraban en la bahía. La brisa olía a sal y tal vez a algas o mangles. El beso del aire contra su piel desnuda contrarrestaba el ardor del sol. Cuando estuvieron a aproximadamente una milla de la costa, Pedro apagó el motor. La barca osciló suavemente cuando se sentó junto a Paula.
—No hace falta que te quedes conmigo como si fuera una niña —le dijo.
Vió que sus labios se movían ligeramente, sin formar ninguna palabra, y lo interpretó como un asentimiento.
—¿Hmm?
— Quiero decir que no hace falta que te preocupes por mí, si te apetece salir.
Él abrió los ojos y la miró.
—¿Quién ha dicho que me apetezca salir?
—Debes de estar un poco aburrido —dijo ella.
—No especialmente.
—Bueno, pues yo sí.
Él se levantó tan rápidamente que Paula pensó que le tomaría la palabra para escapar.
— Tienes razón —dijo, y le tendió la mano—. Vámonos.
—¿Adonde?
— Vamos —dijo él, con un brillo retador en la mirada—. Confía en mí.
Paula se levantó de un salto, sin pensárselo dos veces. Se dijo que su buena disposición era natural. Estaba harta de estar sentada sin hacer nada. La noche anterior había terminado todo el papeleo que Jimena le había llevado. Cualquier cosa que Pedro le ofreciera sería preferible a aquella inactividad. Hizo caso omiso de la vocecilla que le decía que aquel hombre podía tentarla a hacer cosas que, de otra forma, nunca se le hubieran ocurrido. Antes de que pudiera hacerle una sola pregunta, él agarró el bolso de Paula, un bote de bronceador y las gafas de sol de ambos.
—¿Vamos a la playa? —preguntó ella, apresurándose tras él.
—Ya lo verás.
De camino hacia cualquiera que fuese su destino, Pedro se paró ante una tienda de comestibles, entró corriendo y salió con una bolsa.
—La comida —dijo cuando ella lo miró con curiosidad.
Quince minutos después entraron en un embarcadero. Pedro la llevó a lo largo de un muelle hasta que llegaron ante una pequeña barca de pesca. Saltó dentro y le tendió la mano.
—Será tuya, me imagino —dijo ella mientras subía.
—Es de Sergio, pero tengo una llave. Hay cañas de pescar a bordo. Deja que guarde la comida en el frigorífico y zarparemos —en tornó los ojos—. No te marearás, ¿Verdad?
Paula sonrió.
—Ya es un poco tarde para preguntarlo, ¿No crees?
— Sería un poco tarde si estuviéramos en alta mar. Pero aquí todavía hay tenemos opciones.
—Que yo sepa, no me mareo.
—Que tú sepas —repitió él—. ¿Significa eso que nunca has montado en barco?
—Eso mismo —le confirmó ella.
—Bueno, por suerte hoy el mar está como un espejo. No creo que te marees. ¿Sabes nadar?
—En una piscina —dijo ella.
—Te traeré un salvavidas —dijo él resueltamente.
Al cabo de unos minutos, Pedro puso en marcha el motor, quitó las amarras y se alejó del muelle. Paula se quedó de pie junto a la barandilla y contempló cómo desaparecía el embarcadero mientras se adentraban en la bahía. La brisa olía a sal y tal vez a algas o mangles. El beso del aire contra su piel desnuda contrarrestaba el ardor del sol. Cuando estuvieron a aproximadamente una milla de la costa, Pedro apagó el motor. La barca osciló suavemente cuando se sentó junto a Paula.
Mi Salvador: Capítulo 37
—Quédate conmigo un rato. Fuera hace un calor horroroso. Necesito quedarme unos minutos aquí, con el aire acondicionado.
Paula la miró con preocupación.
—¿Estás bien? ¿Quieres beber algo? He traído agua mineral fría.
—Eso estaría muy bien —dijo Juana.
Pedro aprovechó la oportunidad para deslizarse fuera del coche. Tenía pocas esperanzas de encontrar algo de valor entre los escombros, pero era preferible que Paula no viera rotas y cubiertas de barro las cosas que una vez había amado. Era una tarea ingrata. Pedro encontró un álbum de fotos, pero el agua había destruido casi por completo las fotografías de su interior. De todo modos lo recogió, por si acaso podían salvarse una o dos fotografías. Encontró también un joyero, pero incluso antes de abrirlo comprendió que los saqueadores lo habían vaciado. Dentro solo había una vieja insignia de la Escuela Dominical y un anillo del instituto.Entre las ruinas descubrió algún zapato desparejado, unos cuantos platos intactos, una cacerola de hierro y un juego de cubiertos de acero inoxidable. Encontró también una cortina relativamente intacta, pero las demás estaban hechas jirones. Los sofás, las sillas y la televisión estaban completamente destrozados. Acababa de recoger un osito de peluche manchado de barro y sin un ojo cuando Paula se le acercó y, agarrando el muñeco con manos temblorosas, lo abrazó mientras las lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas.
—Tendrá mejor aspecto cuando le des un baño —dijo Pedro con optimismo—. Y estoy seguro que Sonia podrá coserle un ojo. Los niños siempre están rompiendo sus peluches y luego no dejan de llorar hasta que se los arregla.
—Tengo este oso desde que estuve en el hospital, cuando perdí el oído —dijo ella, con voz trémula—. Brownie y yo hemos pasado juntos por muchas cosas.
—Y han sobrevivido —dijo Pedro.
—Aunque un poco maltrechos —dijo ella, acariciando suavemente el peluche lleno de barro. Sacudió la cabeza—. No sabía qué esperaba encontrar, pero no era esto.
—El otro día, cuando te sacamos, no estabas en condiciones de mirar a tu alrededor — dijo él—. Estabas conmocionada.
—Sí, supongo que sí —dijo Paula, intentando recobrarse—. ¿Has encontrado algo más?
—He recogido algunas cosas —dijo él, mostrándoselas.
Paula las miró con calma hasta que vió el álbum de fotos. Entonces, empezó de nuevo a sollozar.
—Es como perder todo mi pasado. Como si nunca hubiera existido.
—No seas tonta —dijo Juana de repente, apareciendo a su lado—. Solo eran fotografías. Los recuerdos se llevan en el corazón. Esos no los perderás nunca. Y supongo que muchas de esas fotografías fueron tomadas por personas que todavía tendrán los negativos. Llamaremos a tus padres y a tus antiguos amigos, y recompondremos el álbum.
Paula le dirigió una sonrisa desvaída.
—Gracias.
—¿Por qué? —dijo Juana—. No he hecho nada.
— Has venido hasta aquí. Sé que no ha sido por casualidad. Pedro te llamó, ¿Verdad?
—Tal vez mencionó que estabas pensando en venir —admitió Juana—. Pero deberías habérmelo dicho tú.
—Fue una decisión repentina.Y no muy sensata.
—Te equivocas —dijo Juana—. Ha sido una decisión muy valiente. Siempre es mejor afrontar las cosas que nos dan miedo, para poder seguir adelante.
—Amén —dijo Pedro—. Ahora, ¿Qué les parece si salimos de esta sauna y nos vamos a comer? ¿A un italiano, tal vez? —le guiñó un ojo a Juana.
—Estupendo —dijo esta.
Después de lanzar una última mirada atrás, Paula dejó escapar un hondo suspiro y se dirigió al coche, todavía aferrada a su osito. Pedro puso los demás objetos en el maletero y luego las llevó a un restaurante cercano.
Juana pidió pastrami sin mirar siquiera el menú y contempló horrorizada a Paula cuando esta pidió solo un consomé.
—Con eso no se alimenta ni un pajarito. Tienes que comer algo que te dé energía —le advirtió—. Debes recobrar fuerzas.Para sorpresa de Pedro, Paula hizo caso a su amiga.
—¿Qué me sugieres?
—Tortitas de patata con salsa de manzana y crema agria —dijo Juana con decisión, y luego sonrió—. Las compartiremos, y tú podrás comerte la mitad de mi pastrami.
—Hecho —dijo Paula.
Mientras comían, Pedro vió aliviado que el color retornaba a las mejillas de Paula y que sus ojos perdían su anterior languidez. Cuando se marcharon, volvía a sonreír otra vez. Al llegar a casa de Juana, le dió a la anciana un fuerte abrazo.
—Iré a verte este fin de semana —dijo Juana—, y empezaremos a hacer esas llamadas. Tú haz una lista con toda la gente con la que quieras contactar. ¡Y anímate!
—Yo me encargaré de eso —dijo Pedro.
Juana también lo abrazó.
—Cuento con ello, jovencito. Nuestra Paula te necesita.
Pedro sabía que era verdad, pero en el fondo no podía evitar preguntarse si esa necesidad sería solo temporal. ¿Qué ocurriría cuando Paula se recuperara del todo?¿Pero no era una estupidez tener miedo del momento en que ella estaría lista para marcharse y retomar nuevamente su vida?, se preguntó.Cuando esa noche volvió a casa después del tedioso concierto de Joaquín, se sentó en el patio trasero y se preguntó cómo era posible que Paula se le hubiera metido bajo la piel tan rápidamente. Los acontecimientos de ese día lo explicaban en parte. No creía haber conocido nunca a alguien tan valiente. Su fortaleza lo había cautivado.Pero esa misma fortaleza acabaría alejándola de él, y Pedro tendría que dejarla marchar porque sabía que Paula necesitaba más que nadie valerse por sí misma. Sin embargo,, tal vez, con el tiempo, si tenía suerte, ella le permitiría quedarse a su lado.
Paula la miró con preocupación.
—¿Estás bien? ¿Quieres beber algo? He traído agua mineral fría.
—Eso estaría muy bien —dijo Juana.
Pedro aprovechó la oportunidad para deslizarse fuera del coche. Tenía pocas esperanzas de encontrar algo de valor entre los escombros, pero era preferible que Paula no viera rotas y cubiertas de barro las cosas que una vez había amado. Era una tarea ingrata. Pedro encontró un álbum de fotos, pero el agua había destruido casi por completo las fotografías de su interior. De todo modos lo recogió, por si acaso podían salvarse una o dos fotografías. Encontró también un joyero, pero incluso antes de abrirlo comprendió que los saqueadores lo habían vaciado. Dentro solo había una vieja insignia de la Escuela Dominical y un anillo del instituto.Entre las ruinas descubrió algún zapato desparejado, unos cuantos platos intactos, una cacerola de hierro y un juego de cubiertos de acero inoxidable. Encontró también una cortina relativamente intacta, pero las demás estaban hechas jirones. Los sofás, las sillas y la televisión estaban completamente destrozados. Acababa de recoger un osito de peluche manchado de barro y sin un ojo cuando Paula se le acercó y, agarrando el muñeco con manos temblorosas, lo abrazó mientras las lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas.
—Tendrá mejor aspecto cuando le des un baño —dijo Pedro con optimismo—. Y estoy seguro que Sonia podrá coserle un ojo. Los niños siempre están rompiendo sus peluches y luego no dejan de llorar hasta que se los arregla.
—Tengo este oso desde que estuve en el hospital, cuando perdí el oído —dijo ella, con voz trémula—. Brownie y yo hemos pasado juntos por muchas cosas.
—Y han sobrevivido —dijo Pedro.
—Aunque un poco maltrechos —dijo ella, acariciando suavemente el peluche lleno de barro. Sacudió la cabeza—. No sabía qué esperaba encontrar, pero no era esto.
—El otro día, cuando te sacamos, no estabas en condiciones de mirar a tu alrededor — dijo él—. Estabas conmocionada.
—Sí, supongo que sí —dijo Paula, intentando recobrarse—. ¿Has encontrado algo más?
—He recogido algunas cosas —dijo él, mostrándoselas.
Paula las miró con calma hasta que vió el álbum de fotos. Entonces, empezó de nuevo a sollozar.
—Es como perder todo mi pasado. Como si nunca hubiera existido.
—No seas tonta —dijo Juana de repente, apareciendo a su lado—. Solo eran fotografías. Los recuerdos se llevan en el corazón. Esos no los perderás nunca. Y supongo que muchas de esas fotografías fueron tomadas por personas que todavía tendrán los negativos. Llamaremos a tus padres y a tus antiguos amigos, y recompondremos el álbum.
Paula le dirigió una sonrisa desvaída.
—Gracias.
—¿Por qué? —dijo Juana—. No he hecho nada.
— Has venido hasta aquí. Sé que no ha sido por casualidad. Pedro te llamó, ¿Verdad?
—Tal vez mencionó que estabas pensando en venir —admitió Juana—. Pero deberías habérmelo dicho tú.
—Fue una decisión repentina.Y no muy sensata.
—Te equivocas —dijo Juana—. Ha sido una decisión muy valiente. Siempre es mejor afrontar las cosas que nos dan miedo, para poder seguir adelante.
—Amén —dijo Pedro—. Ahora, ¿Qué les parece si salimos de esta sauna y nos vamos a comer? ¿A un italiano, tal vez? —le guiñó un ojo a Juana.
—Estupendo —dijo esta.
Después de lanzar una última mirada atrás, Paula dejó escapar un hondo suspiro y se dirigió al coche, todavía aferrada a su osito. Pedro puso los demás objetos en el maletero y luego las llevó a un restaurante cercano.
Juana pidió pastrami sin mirar siquiera el menú y contempló horrorizada a Paula cuando esta pidió solo un consomé.
—Con eso no se alimenta ni un pajarito. Tienes que comer algo que te dé energía —le advirtió—. Debes recobrar fuerzas.Para sorpresa de Pedro, Paula hizo caso a su amiga.
—¿Qué me sugieres?
—Tortitas de patata con salsa de manzana y crema agria —dijo Juana con decisión, y luego sonrió—. Las compartiremos, y tú podrás comerte la mitad de mi pastrami.
—Hecho —dijo Paula.
Mientras comían, Pedro vió aliviado que el color retornaba a las mejillas de Paula y que sus ojos perdían su anterior languidez. Cuando se marcharon, volvía a sonreír otra vez. Al llegar a casa de Juana, le dió a la anciana un fuerte abrazo.
—Iré a verte este fin de semana —dijo Juana—, y empezaremos a hacer esas llamadas. Tú haz una lista con toda la gente con la que quieras contactar. ¡Y anímate!
—Yo me encargaré de eso —dijo Pedro.
Juana también lo abrazó.
—Cuento con ello, jovencito. Nuestra Paula te necesita.
Pedro sabía que era verdad, pero en el fondo no podía evitar preguntarse si esa necesidad sería solo temporal. ¿Qué ocurriría cuando Paula se recuperara del todo?¿Pero no era una estupidez tener miedo del momento en que ella estaría lista para marcharse y retomar nuevamente su vida?, se preguntó.Cuando esa noche volvió a casa después del tedioso concierto de Joaquín, se sentó en el patio trasero y se preguntó cómo era posible que Paula se le hubiera metido bajo la piel tan rápidamente. Los acontecimientos de ese día lo explicaban en parte. No creía haber conocido nunca a alguien tan valiente. Su fortaleza lo había cautivado.Pero esa misma fortaleza acabaría alejándola de él, y Pedro tendría que dejarla marchar porque sabía que Paula necesitaba más que nadie valerse por sí misma. Sin embargo,, tal vez, con el tiempo, si tenía suerte, ella le permitiría quedarse a su lado.
Mi Salvador: Capítulo 36
Tenía las manos tan apretadas sobre el regazo que los nudillos se le pusieron blancos, y había arrugas de crispación alrededor de su boca. Pedro giró por Dixie Highway y luego atravesó el estacionamiento de lo que antes había sido un pequeño centro comercial. La techumbre había desaparecido y las pocas ventanas que quedaban estaban tapadas con tablas decoradas con grafitis. Pedro puso una mano sobre la de Paula.
—¿Estás bien? No hace falta que continuemos.
— Sí, sí hace falta —dijo ella, crispada—. Ahora mismo. Vamos allá.
Cuanto más se internaban en la zona, mayor era la devastación que contemplaban. Al principio, solo había árboles y cristales rotos en el suelo, pero luego todas las casas, una tras otra, comenzaron a mostrar signos del destrozo causado por lo que se creía había sido un tornado provocado por el huracán.
—Oh, Dios —musitó Paula, con los ojos espantados—. Lo había olvidado. Donde tú vives es como si el temporal nunca hubiera tenido lugar, así que me decía a mí misma que no podía haber sido tan terrible como lo recordaba —lo miró a los ojos, abatida—. Pero sí lo fue. En realidad, esto es peor de lo que imaginaba. No ha quedado nada en pie.
—Vamos a dar la vuelta —dijo Pedro con decisión. No podía soportar el dolor de la mirada de Paula.
—No, por favor. Acabemos de una vez.
Él vaciló, pero la expresión de la joven no se alteró.
—De acuerdo —dijo Pedro, y dobló la esquina de la calle de Paula.El único modo de saber cuál era su casa era contar los montones de escombros a partir de la esquina. Cuando se detuvieron, Paula dejó escapar un gemido desconsolado al que rápidamente siguió un sollozo.
—Oh, nena —murmuró él, abrazándola y dejándola llorar. No se le ocurría qué más podía hacer para reconfortarla.La mantuvo abrazada hasta que oyó un golpecito en la ventanilla del coche. Miró hacia fuera y vió que Juana los observaba con preocupación. Su cara colorada lo alarmó. Le hizo señas de que se montara en el asiento trasero para evitar el calor. Paula se incorporó, sorprendida, al ver que Juana entraba en el coche. Esta vió su cara desconsolada e intentó inclinarse sobre el asiento para darle un abrazo.
—Lo peor es verlo la primera vez —le dijo—. Y luego empiezas a pensar en lo agradable que será tener una casa nuevecita en lugar de la vieja.
El semblante dolorido de Paula no se iluminó ante esa perspectiva.
—¿Por qué no se quedan las dos aquí, en el coche, con el aire acondicionado? —sugirió Pedro—. Yo daré una vuelta y veré si queda algo que merezca la pena rescatar.
—Yo también voy —dijo Paula rápidamente.
Juana intercambió una mirada con Pedro y luego apretó la mano de Paula.
—¿Estás bien? No hace falta que continuemos.
— Sí, sí hace falta —dijo ella, crispada—. Ahora mismo. Vamos allá.
Cuanto más se internaban en la zona, mayor era la devastación que contemplaban. Al principio, solo había árboles y cristales rotos en el suelo, pero luego todas las casas, una tras otra, comenzaron a mostrar signos del destrozo causado por lo que se creía había sido un tornado provocado por el huracán.
—Oh, Dios —musitó Paula, con los ojos espantados—. Lo había olvidado. Donde tú vives es como si el temporal nunca hubiera tenido lugar, así que me decía a mí misma que no podía haber sido tan terrible como lo recordaba —lo miró a los ojos, abatida—. Pero sí lo fue. En realidad, esto es peor de lo que imaginaba. No ha quedado nada en pie.
—Vamos a dar la vuelta —dijo Pedro con decisión. No podía soportar el dolor de la mirada de Paula.
—No, por favor. Acabemos de una vez.
Él vaciló, pero la expresión de la joven no se alteró.
—De acuerdo —dijo Pedro, y dobló la esquina de la calle de Paula.El único modo de saber cuál era su casa era contar los montones de escombros a partir de la esquina. Cuando se detuvieron, Paula dejó escapar un gemido desconsolado al que rápidamente siguió un sollozo.
—Oh, nena —murmuró él, abrazándola y dejándola llorar. No se le ocurría qué más podía hacer para reconfortarla.La mantuvo abrazada hasta que oyó un golpecito en la ventanilla del coche. Miró hacia fuera y vió que Juana los observaba con preocupación. Su cara colorada lo alarmó. Le hizo señas de que se montara en el asiento trasero para evitar el calor. Paula se incorporó, sorprendida, al ver que Juana entraba en el coche. Esta vió su cara desconsolada e intentó inclinarse sobre el asiento para darle un abrazo.
—Lo peor es verlo la primera vez —le dijo—. Y luego empiezas a pensar en lo agradable que será tener una casa nuevecita en lugar de la vieja.
El semblante dolorido de Paula no se iluminó ante esa perspectiva.
—¿Por qué no se quedan las dos aquí, en el coche, con el aire acondicionado? —sugirió Pedro—. Yo daré una vuelta y veré si queda algo que merezca la pena rescatar.
—Yo también voy —dijo Paula rápidamente.
Juana intercambió una mirada con Pedro y luego apretó la mano de Paula.
miércoles, 25 de abril de 2018
Mi Salvador: Capítulo 35
Al ver a Paula concentrada en sus papeles, en la mesa de la cocina, Pedro se felicitó por su brillante idea de llamar a Jimena. Después de lanzarle una última mirada, se quitó la camisa y salió fuera para podar los matorrales que amenazaban con ocultar el patio delantero. Estaba absorto en la tarea cuando sintió que no estaba solo. Paula se había sentado en los escalones de entrada, con los brazos alrededor de las piernas y la barbilla sobre las rodillas. Parecía de nuevo completamente abatida. Pedro dejó la podadora y se sentó a su lado.
—No quería distraerte —dijo ella.
—¿Y entonces qué querías? —se burló él—. ¿Contemplar un poco el panorama? — deliberadamente, miró su pecho sudoroso.
Paula reaccionó con el previsible embarazo.
—Claro que no. Solo estaba... —su voz se desvaneció.
—¿Inquieta otra vez? —preguntó él dulcemente.
— No exactamente —ella lo miró a los ojos—. He estado pensando...
—¿En qué? —dijo él al ver que no continuaba.
—Creo que debo ir a mi casa.
Él la miró con incredulidad.
—¿Qué? ¡De eso nada!
—Tengo que hacerlo. Tu hermana lo mencionó el otro día y Jimena me lo ha dicho hoy.
Él se levantó con frustración y dio unos pasos por el patio.
—Pues las dos son unas inconscientes — declaró—. ¿Cómo se les ocurre sugerirte una cosa así?
Paula lo agarró de las manos y lo hizo detenerse, con expresión frustrada.
—¿Qué dices? —le preguntó.
Él repitió lo que había dicho y luego añadió:
—No es una buena idea.
—Yo creo que sí —dijo ella alzando la barbilla con determinación—. Quizá pueda recuperar alguna cosa. Y, aunque no pueda, tengo que enfrentarme a lo que ocurrió. Tengo que superarlo y seguir adelante. ¿Me llevarás?
Él pareció debatirse entre la sensatez de lo que ella le decía y su propio miedo a que no estuviera preparada.
—No lo sé, Paula.
—Encontraré otro modo de ir, si no quieres llevarme.
Pedro comprendió que lo haría. Iría, con o sin él. Y no iba a permitir que pasara por aquello ella sola.
—Yo te llevaré —dijo finalmente—. ¿Cuándo?
—Ahora —dijo ella, y se puso en pie para enfatizar su resolución.
Pedro suspiró.
—De acuerdo. Dame solo un minuto para lavarme un poco y ponerme una camisa.
—No vamos a una fiesta —protestó ella—. Seguramente nos pondremos perdidos de polvo.
—Dame un minuto —insistió.
Ya en el interior de la casa, hizo una rápida y desesperada llamada a Juana.
—¿Tú crees que está preparada?
—Si ella lo dice, no hay más que hablar. Los veré allí —dijo la anciana con decisión.
—¿Quieres que vaya a recogerte? —le ofreció Pedro.
—No, porque entonces se enteraría de que me has llamado. Será mejor que aparezca sin más.
—Gracias, Juana. Eres un encanto.
—Luego puedes invitarnos a comer. Estoy deseando comerme un buen plato de pastrami con carne.
—Pues lo tendrás —le prometió Pedro—. Hasta luego.
Para dar tiempo a que Juana llegara a su antiguo vecindario en transporte público, Pedro decidió darse una ducha en vez de lavarse rápidamente, y se tomó su tiempo para secarse el pelo, vestirse y afeitarse. Cuando volvió a salir, Paula daba vueltas por el patio con impaciencia.
—Has tardado —gruñó.
—¿Así es como me agradeces que me ponga guapo? —se acercó a ella—. Mira, hasta huelo bien..
Ella sonrió de mala gana al oler su loción de afeitar.
—Huele muy bien. Pero me temo que los bichos que habrá correteando por losescombros no sabrán apreciarlo.
—Mientras tú si sepas... —dijo él.
Cuanto más se acercaban al antiguo vecindario de Paula, más crecía en ella la ansiedad.
—No quería distraerte —dijo ella.
—¿Y entonces qué querías? —se burló él—. ¿Contemplar un poco el panorama? — deliberadamente, miró su pecho sudoroso.
Paula reaccionó con el previsible embarazo.
—Claro que no. Solo estaba... —su voz se desvaneció.
—¿Inquieta otra vez? —preguntó él dulcemente.
— No exactamente —ella lo miró a los ojos—. He estado pensando...
—¿En qué? —dijo él al ver que no continuaba.
—Creo que debo ir a mi casa.
Él la miró con incredulidad.
—¿Qué? ¡De eso nada!
—Tengo que hacerlo. Tu hermana lo mencionó el otro día y Jimena me lo ha dicho hoy.
Él se levantó con frustración y dio unos pasos por el patio.
—Pues las dos son unas inconscientes — declaró—. ¿Cómo se les ocurre sugerirte una cosa así?
Paula lo agarró de las manos y lo hizo detenerse, con expresión frustrada.
—¿Qué dices? —le preguntó.
Él repitió lo que había dicho y luego añadió:
—No es una buena idea.
—Yo creo que sí —dijo ella alzando la barbilla con determinación—. Quizá pueda recuperar alguna cosa. Y, aunque no pueda, tengo que enfrentarme a lo que ocurrió. Tengo que superarlo y seguir adelante. ¿Me llevarás?
Él pareció debatirse entre la sensatez de lo que ella le decía y su propio miedo a que no estuviera preparada.
—No lo sé, Paula.
—Encontraré otro modo de ir, si no quieres llevarme.
Pedro comprendió que lo haría. Iría, con o sin él. Y no iba a permitir que pasara por aquello ella sola.
—Yo te llevaré —dijo finalmente—. ¿Cuándo?
—Ahora —dijo ella, y se puso en pie para enfatizar su resolución.
Pedro suspiró.
—De acuerdo. Dame solo un minuto para lavarme un poco y ponerme una camisa.
—No vamos a una fiesta —protestó ella—. Seguramente nos pondremos perdidos de polvo.
—Dame un minuto —insistió.
Ya en el interior de la casa, hizo una rápida y desesperada llamada a Juana.
—¿Tú crees que está preparada?
—Si ella lo dice, no hay más que hablar. Los veré allí —dijo la anciana con decisión.
—¿Quieres que vaya a recogerte? —le ofreció Pedro.
—No, porque entonces se enteraría de que me has llamado. Será mejor que aparezca sin más.
—Gracias, Juana. Eres un encanto.
—Luego puedes invitarnos a comer. Estoy deseando comerme un buen plato de pastrami con carne.
—Pues lo tendrás —le prometió Pedro—. Hasta luego.
Para dar tiempo a que Juana llegara a su antiguo vecindario en transporte público, Pedro decidió darse una ducha en vez de lavarse rápidamente, y se tomó su tiempo para secarse el pelo, vestirse y afeitarse. Cuando volvió a salir, Paula daba vueltas por el patio con impaciencia.
—Has tardado —gruñó.
—¿Así es como me agradeces que me ponga guapo? —se acercó a ella—. Mira, hasta huelo bien..
Ella sonrió de mala gana al oler su loción de afeitar.
—Huele muy bien. Pero me temo que los bichos que habrá correteando por losescombros no sabrán apreciarlo.
—Mientras tú si sepas... —dijo él.
Cuanto más se acercaban al antiguo vecindario de Paula, más crecía en ella la ansiedad.
Mi Salvador: Capítulo 34
Paula las tomó, pero al ver la primera, con la cara de una niña con una lágrima en la mejilla, se le puso tal nudo en la garganta que prefirió dejarlas a un lado para mirarlas más tarde, cuando estuviera a solas.
—Te quieren mucho —dijo Jimena con signos—. Todo estamos deseando que vuelvas.
—Podría volver mañana mismo —se apresuró a decir Paula.
Jimena levantó las manos.
—Nada de eso. Ya me ha advertido tu amigo que no puedes volver hasta el lunes. Y no se hable más.
—Pedro Alfonso no controla mi vida.
— Pero se preocupa por tí de corazón. Hazle caso —sonrió—. Además, si a mí un hombre tan guapo me ofreciera quedarme en su casa, te aseguro que no me lo pensaría dos veces.
—Eso lo dices porque tienes elección — se quejó Paula—. Pero yo no tengo ninguna.
—Solo serán unos pocos días más —le recordó Jimena —. Todo esto ha sido horrible. No solo por las heridas físicas, sino también por el daño emocional. ¿Has vuelto a ir a tu casa?
Paula negó con la cabeza. Aun a riesgo de que algún saqueador se llevara lo poco que pudiera salvarse, todavía no se sentía capaz de hacerlo.
—Pues debes ir —le dijo Jimena—. Tienes que superarlo. Tú sabes mejor que nadie la importancia de seguir adelante.
Aquella alusión a las semanas que había pasado lamentándose por su sordera, en lugar de afrontarla, le hizo pensar en todo el horror de ese tiempo perdido.
—Sé que tienes razón, pero temo que el recuerdo del huracán sea superior a mis fuerzas. Fue espantoso.
—¿Has pensado en hablar con un psicólogo?
— No. Me las arreglaré. Me encontraré mejor con el tiempo.
—¿Y si no?
—Entonces veré a alguien. Te lo prometo.
Jimena se quedó un rato más, contándole cotilleos sobre el personal y hablándole de los progresos de sus pacientes.
—Tenemos que hablar de Karen Foley — dijo, refiriéndose a uno de los casos más problemáticos de Paula—. No está progresando como esperábamos, pero ya lo discutiremos cuando vuelvas el lunes —luego sacó de la cartera unos cuantos artículos e informes y se los entregó—. Material de lectura —dijo—. Y un poco de papeleo. Pero haz solo lo que te apetezca.
—Gracias — dijo Paula sinceramente.
Tal vez no se sentiría tan inútil si por lo menos podía solucionar un poco del interminable papeleo que conllevaba su trabajo. Acompañó a Jimena hasta la puerta, le dio un abrazo y luego la miró alejarse, sin poder ocultar la añoranza que sentía.Notó que Pedro se acercaba. Él le pasó un brazo por los hombros y, cuando Paula levantó la vista, dijo:
—Solo unos pocos días más.
Ella suspiró.
—Lo sé.
Pero parecía sentirse atrapada en el limbo para siempre.
—Te quieren mucho —dijo Jimena con signos—. Todo estamos deseando que vuelvas.
—Podría volver mañana mismo —se apresuró a decir Paula.
Jimena levantó las manos.
—Nada de eso. Ya me ha advertido tu amigo que no puedes volver hasta el lunes. Y no se hable más.
—Pedro Alfonso no controla mi vida.
— Pero se preocupa por tí de corazón. Hazle caso —sonrió—. Además, si a mí un hombre tan guapo me ofreciera quedarme en su casa, te aseguro que no me lo pensaría dos veces.
—Eso lo dices porque tienes elección — se quejó Paula—. Pero yo no tengo ninguna.
—Solo serán unos pocos días más —le recordó Jimena —. Todo esto ha sido horrible. No solo por las heridas físicas, sino también por el daño emocional. ¿Has vuelto a ir a tu casa?
Paula negó con la cabeza. Aun a riesgo de que algún saqueador se llevara lo poco que pudiera salvarse, todavía no se sentía capaz de hacerlo.
—Pues debes ir —le dijo Jimena—. Tienes que superarlo. Tú sabes mejor que nadie la importancia de seguir adelante.
Aquella alusión a las semanas que había pasado lamentándose por su sordera, en lugar de afrontarla, le hizo pensar en todo el horror de ese tiempo perdido.
—Sé que tienes razón, pero temo que el recuerdo del huracán sea superior a mis fuerzas. Fue espantoso.
—¿Has pensado en hablar con un psicólogo?
— No. Me las arreglaré. Me encontraré mejor con el tiempo.
—¿Y si no?
—Entonces veré a alguien. Te lo prometo.
Jimena se quedó un rato más, contándole cotilleos sobre el personal y hablándole de los progresos de sus pacientes.
—Tenemos que hablar de Karen Foley — dijo, refiriéndose a uno de los casos más problemáticos de Paula—. No está progresando como esperábamos, pero ya lo discutiremos cuando vuelvas el lunes —luego sacó de la cartera unos cuantos artículos e informes y se los entregó—. Material de lectura —dijo—. Y un poco de papeleo. Pero haz solo lo que te apetezca.
—Gracias — dijo Paula sinceramente.
Tal vez no se sentiría tan inútil si por lo menos podía solucionar un poco del interminable papeleo que conllevaba su trabajo. Acompañó a Jimena hasta la puerta, le dio un abrazo y luego la miró alejarse, sin poder ocultar la añoranza que sentía.Notó que Pedro se acercaba. Él le pasó un brazo por los hombros y, cuando Paula levantó la vista, dijo:
—Solo unos pocos días más.
Ella suspiró.
—Lo sé.
Pero parecía sentirse atrapada en el limbo para siempre.
Mi Salvador: Capítulo 33
Aparte de la vigilancia de Pedro, lo único que impidió que Paula volviera al tra-bajo el jueves fue la visita inesperada de su jefa, a primera hora de la mañana. Pedro, con aire satisfecho, hizo pasar a Jimena Dayton a la cocina mientras Paula, enfurruñada, saboreaba su tercera taza de café y echaba un vistazo al periódico. Su humor pareció mejorar en cuanto vió a la enérgica mujer que dirigía la clínica de educación especial.
—Jimena, no sabía que ibas a venir —dijo, acompañándose de signos.
Jimena era sorda de nacimiento, pero nunca lo había considerado un obstáculo para lograr sus sueños. En el instituto había sido una alumna brillante; se había licenciado como la primera de su promoción en la universidad y, más tarde, había montado su propia clínica en su Miami natal.
—Tu amigo me llamó ayer por la tarde y me dijo que estabas preocupada —dijo, señalando a Pedro—. Dice que el único modo de que te quedes en casa es ponerte al día sobre tus alumnos. Y he decidido venir en persona.
—La dejo para que charlen tranquilamente —dijo Pedro, tras observar la escena con evidente satisfacción.
Paula lo miró, todavía enfurruñada.
—Gracias.
—No hay de qué. Que se diviertan. Jimena, ¿Te apetece un café antes de que me marche?
Jimena respondió con signos y Pedro pareció sorprendido.
—Jimena no habla —dijo Paula—, salvo con signos. Dice que ella misma se servirá el café, si le dices dónde está.
—Pero hablé con ella por teléfono —dijo él.
Jimena sonrió y respondió con las manos. Paula hizo la traducción.
—Dice que en realidad hablaste con su ayudante, que le hace de intérprete.
—¿Así que las palabras eran suyas, pero la voz era la de su ayudante?
Paula asintió.
—Exactamente.
—¿Pero puede leer en los labios?
Jimena le dió un golpecito en el brazo, sonriendo, y asintió. Pedro le dirigió una de sus devastadoras sonrisas.
—Bueno, pues el café está allí. Y esta mañana compré unos dulces de guayaba.
Jimena puso una expresión extasiada mientras decía con signos:
—¡Qué maravilla!
Pedro sonrió.
—Creo que lo he entendido. Si necesitan algo, me lo dicen.
En cuanto se fue, Jimena miró a Paula con evidente fascinación.
—Chica, ¿Dónde lo has encontrado? Es un verdadero bombón. ¿Y fue él quien te rescató? ¿Cómo has acabado viviendo en su casa? No me extraña que no quisieras quedarte en mi casa, teniendo a un hombre como ese esperándote con los brazos abiertos —sus manos volaban, lanzándole a Paula aquella batería de preguntas.
—No está mal —respondió esta cautelosamente.
—¿Es que estás ciega, además de sorda? —preguntó la otra, poniéndose una mano sobre el corazón—. Todavía tengo el pulso acelerado.
—Eso es porque casi no sales —dijo Paula—. Trabajas demasiado.
—Igual que tú —respondió Jimena —. Si al final decides no quedártelo, dímelo.
Paula pensó en decirle que Pedro no era de su propiedad, pero se calló. Aunque no lo fuera, no quería cedérselo a otra mujer. Solo la idea de sorprenderlo con otra hacía que se le encogiera el estómago.Frunció el ceño.
—Tú estás casada y tienes un niño recién nacido.
—Pero tengo amigas —dijo la otra con fervor—. Y me estarían eternamente agradecidas si les presentara a un hombre como Pedro. El otro día, cuando me llamó, me impresionó mucho cómo se preocupaba por tí. Y cuando volvió a llamarme para concertar esta visita, pensé que tenía que verlo con mis propios ojos —aunque Paula no dijo nada, Jimena pareció comprenderla de pronto —. ¿Nada de bromas con eso, eh? Bueno. Pero si encuentras a otro como él, dímelo.
— Lo haré —prometió Paula—. Ahora cuéntame cómo van las cosas en la clínica.
—Tus pacientes te echan muchísimo de menos. Te han dibujado unas tarjetas y me han pedido que te las diera —dijo Jimena, sacando de su cartera un montón de cartulinas pintadas con colores brillantes.
—Jimena, no sabía que ibas a venir —dijo, acompañándose de signos.
Jimena era sorda de nacimiento, pero nunca lo había considerado un obstáculo para lograr sus sueños. En el instituto había sido una alumna brillante; se había licenciado como la primera de su promoción en la universidad y, más tarde, había montado su propia clínica en su Miami natal.
—Tu amigo me llamó ayer por la tarde y me dijo que estabas preocupada —dijo, señalando a Pedro—. Dice que el único modo de que te quedes en casa es ponerte al día sobre tus alumnos. Y he decidido venir en persona.
—La dejo para que charlen tranquilamente —dijo Pedro, tras observar la escena con evidente satisfacción.
Paula lo miró, todavía enfurruñada.
—Gracias.
—No hay de qué. Que se diviertan. Jimena, ¿Te apetece un café antes de que me marche?
Jimena respondió con signos y Pedro pareció sorprendido.
—Jimena no habla —dijo Paula—, salvo con signos. Dice que ella misma se servirá el café, si le dices dónde está.
—Pero hablé con ella por teléfono —dijo él.
Jimena sonrió y respondió con las manos. Paula hizo la traducción.
—Dice que en realidad hablaste con su ayudante, que le hace de intérprete.
—¿Así que las palabras eran suyas, pero la voz era la de su ayudante?
Paula asintió.
—Exactamente.
—¿Pero puede leer en los labios?
Jimena le dió un golpecito en el brazo, sonriendo, y asintió. Pedro le dirigió una de sus devastadoras sonrisas.
—Bueno, pues el café está allí. Y esta mañana compré unos dulces de guayaba.
Jimena puso una expresión extasiada mientras decía con signos:
—¡Qué maravilla!
Pedro sonrió.
—Creo que lo he entendido. Si necesitan algo, me lo dicen.
En cuanto se fue, Jimena miró a Paula con evidente fascinación.
—Chica, ¿Dónde lo has encontrado? Es un verdadero bombón. ¿Y fue él quien te rescató? ¿Cómo has acabado viviendo en su casa? No me extraña que no quisieras quedarte en mi casa, teniendo a un hombre como ese esperándote con los brazos abiertos —sus manos volaban, lanzándole a Paula aquella batería de preguntas.
—No está mal —respondió esta cautelosamente.
—¿Es que estás ciega, además de sorda? —preguntó la otra, poniéndose una mano sobre el corazón—. Todavía tengo el pulso acelerado.
—Eso es porque casi no sales —dijo Paula—. Trabajas demasiado.
—Igual que tú —respondió Jimena —. Si al final decides no quedártelo, dímelo.
Paula pensó en decirle que Pedro no era de su propiedad, pero se calló. Aunque no lo fuera, no quería cedérselo a otra mujer. Solo la idea de sorprenderlo con otra hacía que se le encogiera el estómago.Frunció el ceño.
—Tú estás casada y tienes un niño recién nacido.
—Pero tengo amigas —dijo la otra con fervor—. Y me estarían eternamente agradecidas si les presentara a un hombre como Pedro. El otro día, cuando me llamó, me impresionó mucho cómo se preocupaba por tí. Y cuando volvió a llamarme para concertar esta visita, pensé que tenía que verlo con mis propios ojos —aunque Paula no dijo nada, Jimena pareció comprenderla de pronto —. ¿Nada de bromas con eso, eh? Bueno. Pero si encuentras a otro como él, dímelo.
— Lo haré —prometió Paula—. Ahora cuéntame cómo van las cosas en la clínica.
—Tus pacientes te echan muchísimo de menos. Te han dibujado unas tarjetas y me han pedido que te las diera —dijo Jimena, sacando de su cartera un montón de cartulinas pintadas con colores brillantes.
Mi Salvador: Capítulo 32
—Entonces tendrás que convencerla de lo contrario —dijo Pedro—. ¿Y conoces a alguien que tenga más labia que tú? Aparte de mí, claro.
Sergio pareció animarse.
—Pues no.
—Bueno, pues si quieres recuperarla, lucha por ella. ¿Quieres recuperarla?
El semblante de Sergio volvió a adquirir una expresión lastimera.
—No puedo convertirme en un ratón de oficina, ni siquiera por ella.
—Tal vez puedan llegar a un acuerdo.
—¿A qué acuerdo?
—No lo sé. Eso es cosa de ustedes.
—Pues a mí no se me ocurre ninguno — dijo Sergio—. Pero hablemos de tí y de la bella Paula. ¿Dónde está?
—Durmiendo.
— ¿Ella está en la cama y tú estás aquí? Estás perdiendo facultades.
—Piérdete —gruñó Pedro.
—¿Es esa la respuesta de un hombre maduro? — se mofó Sergio.
—No, es la respuesta de un hombre que no puede más. ¿Sabes qué? Me voy a dar una ducha y nos iremos a dar una vuelta por la ciudad. ¿Qué te parece?
—Por mí, bien. No tengo nada mejor que hacer.
—Bien. Entonces, está decidido.
Una noche en la ciudad le probaría que no estaba realmente enganchado a Paula. Seguramente, antes de que acabara la noche, encontraría a una docena de mujeres más guapas, más accesibles y menos vulnerables. Morenitas de largas piernas con sonrisas sofocantes. Por desgracia, cuando cruzó la puerta trasera de la casa se encontró a su invitada inclinada frente al horno. La visión era demasiado tentadora como para no prestarle atención. Se quedó disfrutando de ella durante un largo minuto y de su mente se esfumó cualquier pensamiento sobre morenitas de largas piernas. Paula se irguió finalmente y, al verlo, dió un respingo.
—Perdona —se disculpó él, con la voz ronca.
—No sabía que habías entrado.
—Todavía me cuesta acordarme de que no me oyes. ¿Qué hay en el horno?
—La cena. Encontré una pieza de carne en el congelador. He hecho un asado.
Él frunció el ceño.
—Pensaba que estabas durmiendo.
Ella también frunció el ceño.
—Lo estaba, pero ya no.
—Deberías habérmelo dicho. Sergio está aquí, íbamos a salir.
Paula no pareció molestarse.
—Bueno.
—Si hubiera sabido que estabas cocinando, te lo habría dicho —dijo él, poniéndose ala defensiva.
—No hay problema. Yo cenaré un poco de asado. Tú puedes comerte las sobras cuandote apetezca.
A Pedro no le gustó que accediera a verlo marchar tan fácilmente, como si no le importara nada.
—Supongo que podríamos cenar y luego salir —dijo, irritado—. ¿Hay suficiente para Sergio?
—Hay suficiente para un ejército, pero no se queden por mí. Debería habértelo dicho antes.
—Nos quedaremos —dijo él, preguntándose qué diría Sergio de aquel repentino cambio de planes.
—Bueno. Pondré otro plato. ¿Salgo yo a decírselo o sales tú?
—Yo lo haré —dijo Pedro. Si su amigo iba a empezar a reírse, no quería que Paula se preguntara el porqué—. ¿Cuánto queda para la cena?
—Media hora.
—Perfecto. Se lo diré a Sergio y luego me daré una ducha y me cambiaré de ropa.
La reacción de su amigo no fue exactamente la que Pedro había temido.
—¿Asado? —repitió, mirando ávidamente hacia la puerta de la cocina—. ¿Un asado de verdad, no congelado?
—Uno de verdad.
—Maldita sea, chico, si no te casas tú con ella, lo haré yo.
Pedro frunció el ceño.
—Ni lo sueñes —dijo con fiereza.
Sergio fingió estar sorprendido.
—¿Me estás amenazando?
—¿Es que no ha quedado claro? —replicó Pedro—. Si no, debo de estar perdiendo facultades.
—Mensaje recibido —dijo Sergio con mirada maliciosa.
Pedro pensó que sería mejor que se diera una ducha y volviera a la cocina en tiempo récord. Aunque no sabía si quería proteger a Paula... o sus propios intereses.
Sergio pareció animarse.
—Pues no.
—Bueno, pues si quieres recuperarla, lucha por ella. ¿Quieres recuperarla?
El semblante de Sergio volvió a adquirir una expresión lastimera.
—No puedo convertirme en un ratón de oficina, ni siquiera por ella.
—Tal vez puedan llegar a un acuerdo.
—¿A qué acuerdo?
—No lo sé. Eso es cosa de ustedes.
—Pues a mí no se me ocurre ninguno — dijo Sergio—. Pero hablemos de tí y de la bella Paula. ¿Dónde está?
—Durmiendo.
— ¿Ella está en la cama y tú estás aquí? Estás perdiendo facultades.
—Piérdete —gruñó Pedro.
—¿Es esa la respuesta de un hombre maduro? — se mofó Sergio.
—No, es la respuesta de un hombre que no puede más. ¿Sabes qué? Me voy a dar una ducha y nos iremos a dar una vuelta por la ciudad. ¿Qué te parece?
—Por mí, bien. No tengo nada mejor que hacer.
—Bien. Entonces, está decidido.
Una noche en la ciudad le probaría que no estaba realmente enganchado a Paula. Seguramente, antes de que acabara la noche, encontraría a una docena de mujeres más guapas, más accesibles y menos vulnerables. Morenitas de largas piernas con sonrisas sofocantes. Por desgracia, cuando cruzó la puerta trasera de la casa se encontró a su invitada inclinada frente al horno. La visión era demasiado tentadora como para no prestarle atención. Se quedó disfrutando de ella durante un largo minuto y de su mente se esfumó cualquier pensamiento sobre morenitas de largas piernas. Paula se irguió finalmente y, al verlo, dió un respingo.
—Perdona —se disculpó él, con la voz ronca.
—No sabía que habías entrado.
—Todavía me cuesta acordarme de que no me oyes. ¿Qué hay en el horno?
—La cena. Encontré una pieza de carne en el congelador. He hecho un asado.
Él frunció el ceño.
—Pensaba que estabas durmiendo.
Ella también frunció el ceño.
—Lo estaba, pero ya no.
—Deberías habérmelo dicho. Sergio está aquí, íbamos a salir.
Paula no pareció molestarse.
—Bueno.
—Si hubiera sabido que estabas cocinando, te lo habría dicho —dijo él, poniéndose ala defensiva.
—No hay problema. Yo cenaré un poco de asado. Tú puedes comerte las sobras cuandote apetezca.
A Pedro no le gustó que accediera a verlo marchar tan fácilmente, como si no le importara nada.
—Supongo que podríamos cenar y luego salir —dijo, irritado—. ¿Hay suficiente para Sergio?
—Hay suficiente para un ejército, pero no se queden por mí. Debería habértelo dicho antes.
—Nos quedaremos —dijo él, preguntándose qué diría Sergio de aquel repentino cambio de planes.
—Bueno. Pondré otro plato. ¿Salgo yo a decírselo o sales tú?
—Yo lo haré —dijo Pedro. Si su amigo iba a empezar a reírse, no quería que Paula se preguntara el porqué—. ¿Cuánto queda para la cena?
—Media hora.
—Perfecto. Se lo diré a Sergio y luego me daré una ducha y me cambiaré de ropa.
La reacción de su amigo no fue exactamente la que Pedro había temido.
—¿Asado? —repitió, mirando ávidamente hacia la puerta de la cocina—. ¿Un asado de verdad, no congelado?
—Uno de verdad.
—Maldita sea, chico, si no te casas tú con ella, lo haré yo.
Pedro frunció el ceño.
—Ni lo sueñes —dijo con fiereza.
Sergio fingió estar sorprendido.
—¿Me estás amenazando?
—¿Es que no ha quedado claro? —replicó Pedro—. Si no, debo de estar perdiendo facultades.
—Mensaje recibido —dijo Sergio con mirada maliciosa.
Pedro pensó que sería mejor que se diera una ducha y volviera a la cocina en tiempo récord. Aunque no sabía si quería proteger a Paula... o sus propios intereses.
Mi Salvador: Capítulo 31
—Ya lo pensaré —dijo.
Él sonrió.
—Dímelo si no se te ocurre nada, porque yo tengo unas cuantas ideas al respecto.
—Sí —murmuró ella—. Me lo imagino.
—Grandes ideas — enfatizó él, manteniendo la mirada firmemente clavada en su boca, aunque se decía a sí mismo que se estaba comportando como un idiota... otra vez.
Paula no se arredró y lo miró directamente a los ojos.
—¿Te importaría explicarte un poco mejor?
—Oh, creo que será mejor dejarlo a la imaginación.
—Algo me dice que la tuya es un poco calenturienta —dijo ella.
—Desde que nos conocimos —admitió él—. Desde que nos conocimos.
Cuando llegaron a casa y Paula se metió en su habitación para echar una siesta, Pedro estaba en tal estado de excitación que tuvo que cambiarse de ropa y salir a segar el césped, confiando en quedar exhausto antes de volver a verla a la hora de la cena.Estaba acalorado, sudoroso y cubierto de briznas de hierba cuando oyó el ruido de la puerta de un coche al cerrarse. Gruñó al considerar las posibilidades. Fuera quien fuera, no quería ver a nadie.
—Eh, Pedro, ¿Estás ahí? —gritó Sergio mientras doblaba la esquina de la casa con un paquete de seis cervezas en la mano.
Pedro agarró una antes de que su amigo acabara de acomodarse en una tumbona, a su lado.
—Estás hecho un asco —dijo Sergio después de mirarlo un momento—. ¿Cómo es-peras conquistar a la bella dama con ese aspecto?
—En realidad, espero tener un aspecto y un olor tan asquerosos que no le den ganas ni de mirarme —dijo él.
—¿Y eso?
—Porque es peligrosa —dijo Pedro sin pensarlo.
—¿Cómo que es peligrosa? ¿Es que anda dormida con un cuchillo de carnicero en la mano, o algo así?
—No.
—Entonces, ¿Qué?
—Existe, eso es todo —gruñó Pedro, dando un largo trago a la cerveza helada.
—Vaya —dijo Sergio con un silbido—. Lo tienes crudo, amigo mío.
—Qué va.
—Claro que sí. Estás pensando en mucho más que en llevártela a la cama, ¿Verdad?
Pedro frunció el ceño.
—No seas ridículo. Yo no creo en el «y fueron felices y comieron perdices». Ya lo sabes.
—Pues no es tan malo. Quizá deberías pensártelo.
Si Sergio le hubiera sugerido que se tirara por un puente, Pedro no se habría quedado más sorprendido.
—Y me lo dice un tipo que huyó del matrimonio antes de que la tinta de la licencia se secara...
—Yo no huí. Huyó ella. Y estamos hablando de tí, no de mí.
Pedro advirtió algo raro en la expresión de su amigo.
—¿Pasa algo con Nadia y contigo? ¿La has visto?
—Anoche —admitió Tom de mala gana.
—¿Intencionadamente o te la encontraste por ahí?
—No. Fui a verla.
—¿De veras? —Pedro no ocultó su sorpresa—. ¿Y?
— Y nada.
—¿No ocurrió nada? ¿Te echó? ¿Qué pasó?
—Hablamos durante cinco o diez minutos. Y luego apareció su novio.
—Uf, lo siento, amigo.
—El tipo llevaba un traje de rayas, por el amor de Dios —continuó Sergio—. Es contable, ya sabes, de uno de esos bufetes de abonos. Un verdadero chupatintas. Qué aburrimiento — intentó voluntariosamente poner cara de desdén, pero resultaba evidente que estaba dolido.
—Lo siento —dijo Pedro otra vez —. ¿Crees que va en serio?
—Es exactamente lo que ella siempre ha dicho que quería.
—¿Pero tú crees que va en serio? —insistió Pedro—. ¿Saltaban chispas y esas cosas?
—¿Y eso qué importa? Si a Nadia se le mete en la cabeza que ese tipo es lo que le conviene, encontrará algún modo de convencerse de que le gusta.
Él sonrió.
—Dímelo si no se te ocurre nada, porque yo tengo unas cuantas ideas al respecto.
—Sí —murmuró ella—. Me lo imagino.
—Grandes ideas — enfatizó él, manteniendo la mirada firmemente clavada en su boca, aunque se decía a sí mismo que se estaba comportando como un idiota... otra vez.
Paula no se arredró y lo miró directamente a los ojos.
—¿Te importaría explicarte un poco mejor?
—Oh, creo que será mejor dejarlo a la imaginación.
—Algo me dice que la tuya es un poco calenturienta —dijo ella.
—Desde que nos conocimos —admitió él—. Desde que nos conocimos.
Cuando llegaron a casa y Paula se metió en su habitación para echar una siesta, Pedro estaba en tal estado de excitación que tuvo que cambiarse de ropa y salir a segar el césped, confiando en quedar exhausto antes de volver a verla a la hora de la cena.Estaba acalorado, sudoroso y cubierto de briznas de hierba cuando oyó el ruido de la puerta de un coche al cerrarse. Gruñó al considerar las posibilidades. Fuera quien fuera, no quería ver a nadie.
—Eh, Pedro, ¿Estás ahí? —gritó Sergio mientras doblaba la esquina de la casa con un paquete de seis cervezas en la mano.
Pedro agarró una antes de que su amigo acabara de acomodarse en una tumbona, a su lado.
—Estás hecho un asco —dijo Sergio después de mirarlo un momento—. ¿Cómo es-peras conquistar a la bella dama con ese aspecto?
—En realidad, espero tener un aspecto y un olor tan asquerosos que no le den ganas ni de mirarme —dijo él.
—¿Y eso?
—Porque es peligrosa —dijo Pedro sin pensarlo.
—¿Cómo que es peligrosa? ¿Es que anda dormida con un cuchillo de carnicero en la mano, o algo así?
—No.
—Entonces, ¿Qué?
—Existe, eso es todo —gruñó Pedro, dando un largo trago a la cerveza helada.
—Vaya —dijo Sergio con un silbido—. Lo tienes crudo, amigo mío.
—Qué va.
—Claro que sí. Estás pensando en mucho más que en llevártela a la cama, ¿Verdad?
Pedro frunció el ceño.
—No seas ridículo. Yo no creo en el «y fueron felices y comieron perdices». Ya lo sabes.
—Pues no es tan malo. Quizá deberías pensártelo.
Si Sergio le hubiera sugerido que se tirara por un puente, Pedro no se habría quedado más sorprendido.
—Y me lo dice un tipo que huyó del matrimonio antes de que la tinta de la licencia se secara...
—Yo no huí. Huyó ella. Y estamos hablando de tí, no de mí.
Pedro advirtió algo raro en la expresión de su amigo.
—¿Pasa algo con Nadia y contigo? ¿La has visto?
—Anoche —admitió Tom de mala gana.
—¿Intencionadamente o te la encontraste por ahí?
—No. Fui a verla.
—¿De veras? —Pedro no ocultó su sorpresa—. ¿Y?
— Y nada.
—¿No ocurrió nada? ¿Te echó? ¿Qué pasó?
—Hablamos durante cinco o diez minutos. Y luego apareció su novio.
—Uf, lo siento, amigo.
—El tipo llevaba un traje de rayas, por el amor de Dios —continuó Sergio—. Es contable, ya sabes, de uno de esos bufetes de abonos. Un verdadero chupatintas. Qué aburrimiento — intentó voluntariosamente poner cara de desdén, pero resultaba evidente que estaba dolido.
—Lo siento —dijo Pedro otra vez —. ¿Crees que va en serio?
—Es exactamente lo que ella siempre ha dicho que quería.
—¿Pero tú crees que va en serio? —insistió Pedro—. ¿Saltaban chispas y esas cosas?
—¿Y eso qué importa? Si a Nadia se le mete en la cabeza que ese tipo es lo que le conviene, encontrará algún modo de convencerse de que le gusta.
lunes, 23 de abril de 2018
Mi Salvador: Capítulo 30
Cuando esta se hubo ido, Pedro se dió cuenta que Paula lo estaba observando.
—¿Qué? —preguntó.
—¿Puedo preguntarte algo? —él asintió, aunque la expresión de su cara lo alarmaba un poco—. No creerás en esa idea de que, por salvarle la vida a alguien, te conviertes en responsable de esa persona, ¿Verdad?
—Claro que no —dijo él sin vacilar.
—Entonces, ¿Por qué eres tan protector conmigo?
Él se encogió de hombros.
—Por costumbre, supongo. Siempre he intentado proteger a mis hermanas. Así me educaron. Mi padre me metió en la cabeza que un hombre debe cuidar de las mujeres de su vida: de su madre, de su esposa, de sus hermanas... de todas.
Ella lo miró con incredulidad.
—¿Eso es todo?
Pedro estaba tan poco convencido como ella de la sinceridad de su respuesta, pero no quería admitir que hubiera algo más. No se sentía capaz de decirle que nunca antes había sentido esa necesidad de cuidar a una mujer, de protegerla... hasta de él mismo. Lo que sentía por Paula estaba muy lejos de lo que sentía por las mujeres de su familia. Tal vez porque la necesidad de protegerla estaba mezclada con los celos y el deseo.
—Por supuesto —dijo él, mintiendo descaradamente—. ¿Qué más podría haber?
Ella se encogió de hombros.
—No tengo ni idea, pero es un alivio saberlo, porque así no me sabe tan mal decirte que lo encuentro extremadamente irritante.
—Ya lo he notado.
—¿De modo que no te importa que tu actitud me moleste?
—No, porque es necesaria —dijo él—. Vuelve a decírmelo dentro de una semana, cuando estés bien.
—Ya estoy bien.
—Solo hasta cierto punto —reconoció Pedro—. Pero si yo no te vigilara, te pondrías a hacer un montón de cosas. Volverías al trabajo y te pondrías a buscar un sitio donde vivir y a preocuparte por Juana y por tus otros vecinos.
—¿Cómo lo sabes, si apenas me conoces?
—Te conozco lo suficiente. Y lo que no he deducido yo solo, me lo ha contado Juana.
Los ojos de Paula brillaron de indignación.
—¿Están complotados? —le preguntó.
—Claro que sí. Y, antes de que me lo preguntes, también he hablado con tu jefa. Jimena me ha contado muchas cosas. Eres hiperactiva, Paula Chaves. Eso está muy bien en general, pero bajo estas circunstancias... —se encogió de hombros—. Digamos que he decidido protegerte de tí misma.
—No tienes derecho a fisgar a mis espaldas ni a meterte en mi vida.
—Pues lo he hecho.
Ella frunció el ceño.
—¿Cómo puedes decirme eso?
—Alguien tenía que hacerlo —le dió unos golpecitos en la mano para consolarla—. Podría haber sido peor.
—No sé cómo.
—Podría haber decidido utilizar la artillería pesada.
Ella lo miró, confundida.
—¿La artillería pesada? ¿Qué quieres decir con eso?
—Podría haberte dejado en manos de mi madre. Y ahora estarías inmovilizada en una cama, viendo telenovelas —ella dejó escapar una carcajada sin poder evitarlo. Pedro sonrió—. ¿Está claro? —le preguntó.
—Oh, sí.
—Pues estás en deuda conmigo —añadió.
—Eso parece.
Pedro se inclinó hacia ella.
—¿Y qué vas a darme a cambio de lo que he hecho por tí?
Paula pareció luchar consigo misma. Se humedeció los labios, empezó a inclinarse hacia delante y luego retrocedió y se recostó en la silla dando un hondo suspiro.
—¿Qué? —preguntó.
—¿Puedo preguntarte algo? —él asintió, aunque la expresión de su cara lo alarmaba un poco—. No creerás en esa idea de que, por salvarle la vida a alguien, te conviertes en responsable de esa persona, ¿Verdad?
—Claro que no —dijo él sin vacilar.
—Entonces, ¿Por qué eres tan protector conmigo?
Él se encogió de hombros.
—Por costumbre, supongo. Siempre he intentado proteger a mis hermanas. Así me educaron. Mi padre me metió en la cabeza que un hombre debe cuidar de las mujeres de su vida: de su madre, de su esposa, de sus hermanas... de todas.
Ella lo miró con incredulidad.
—¿Eso es todo?
Pedro estaba tan poco convencido como ella de la sinceridad de su respuesta, pero no quería admitir que hubiera algo más. No se sentía capaz de decirle que nunca antes había sentido esa necesidad de cuidar a una mujer, de protegerla... hasta de él mismo. Lo que sentía por Paula estaba muy lejos de lo que sentía por las mujeres de su familia. Tal vez porque la necesidad de protegerla estaba mezclada con los celos y el deseo.
—Por supuesto —dijo él, mintiendo descaradamente—. ¿Qué más podría haber?
Ella se encogió de hombros.
—No tengo ni idea, pero es un alivio saberlo, porque así no me sabe tan mal decirte que lo encuentro extremadamente irritante.
—Ya lo he notado.
—¿De modo que no te importa que tu actitud me moleste?
—No, porque es necesaria —dijo él—. Vuelve a decírmelo dentro de una semana, cuando estés bien.
—Ya estoy bien.
—Solo hasta cierto punto —reconoció Pedro—. Pero si yo no te vigilara, te pondrías a hacer un montón de cosas. Volverías al trabajo y te pondrías a buscar un sitio donde vivir y a preocuparte por Juana y por tus otros vecinos.
—¿Cómo lo sabes, si apenas me conoces?
—Te conozco lo suficiente. Y lo que no he deducido yo solo, me lo ha contado Juana.
Los ojos de Paula brillaron de indignación.
—¿Están complotados? —le preguntó.
—Claro que sí. Y, antes de que me lo preguntes, también he hablado con tu jefa. Jimena me ha contado muchas cosas. Eres hiperactiva, Paula Chaves. Eso está muy bien en general, pero bajo estas circunstancias... —se encogió de hombros—. Digamos que he decidido protegerte de tí misma.
—No tienes derecho a fisgar a mis espaldas ni a meterte en mi vida.
—Pues lo he hecho.
Ella frunció el ceño.
—¿Cómo puedes decirme eso?
—Alguien tenía que hacerlo —le dió unos golpecitos en la mano para consolarla—. Podría haber sido peor.
—No sé cómo.
—Podría haber decidido utilizar la artillería pesada.
Ella lo miró, confundida.
—¿La artillería pesada? ¿Qué quieres decir con eso?
—Podría haberte dejado en manos de mi madre. Y ahora estarías inmovilizada en una cama, viendo telenovelas —ella dejó escapar una carcajada sin poder evitarlo. Pedro sonrió—. ¿Está claro? —le preguntó.
—Oh, sí.
—Pues estás en deuda conmigo —añadió.
—Eso parece.
Pedro se inclinó hacia ella.
—¿Y qué vas a darme a cambio de lo que he hecho por tí?
Paula pareció luchar consigo misma. Se humedeció los labios, empezó a inclinarse hacia delante y luego retrocedió y se recostó en la silla dando un hondo suspiro.
Mi Salvador: Capítulo 29
Sus palabras tuvieron el efecto deseado. Pedro volvió la cabeza en dirección a ella justo cuando Paula agarraba un par de braguitas y le preguntaba:
—¿Qué te parecen?
Un rojo encarnado se extendió por sus mejillas, pero luego sus miradas se encontraron y fue como si él le hubiera leído el pensamiento. Paula percibió el instante preciso en que Pedro comprendió lo que estaba tramando.
—¿Por qué no te las pruebas y me las enseñas? —le sugirió él. Luego eligió unos cuantos sujetadores de encaje de un expositor cercano y se los entregó—. Y estos también.
«Jaque mate», pensó Paula con un suspiro. No era lo bastante atrevida como para seguirle el juego.
—Me lo llevo todo —le dijo a la dependienta, dándole las dos bragas y unas cuantas más un poco menos provocativas.
Luego miró la selección de sujetadores de Pedro y eligió tres. Fingió no notar que había elegido perfectamente la talla. Se acercó al mostrador para pagar, pero un cosquilleo en la nuca le indicó que él la había seguido. Se volvió y vió sus ojos brillantes.
—Este también —le dijo él a la dependienta mientras le entregaba un juego de braguitas y sujetador de encaje negro—. Pero pagaré yo.
Paula tragó saliva al ver el brillo desafiante de sus ojos, pero justo cuando se disponía a protestar, él dijo dulcemente:
—Ahórrate la saliva, cariño.
Mientras lo observaba, desalentada, él miró a su alrededor, agarró un camisón extremadamente escueto de color azul turquesa y lo añadió al montón. Sonrió a Paula.
—Estoy deseando ver cómo te sienta este color.
La dependienta parecía ajena a la creciente irritación de Paula. Estaba demasiado ocupada envolviendo las prendas.
—Gracias —alcanzó a decir cuando se marchaban—. Vuelvan otra vez.
—Ni en un millón de años —murmuró Paula.
Pedro sonrió.
—¿Pasa algo?
—Nada —dijo ella.
—Ya tienes lo que querías, ¿No?
«Y más», pensó ella sombríamente.
—¿No necesitarás comprar alguna otra cosa, ya que estamos aquí? —preguntó él alegremente.
—No, creo que ya he terminado.
—Bien, porque yo estoy hambriento. Todas esas compras me han abierto el apetito —la miró fijamente a los ojos, de tal modo que Paula sintió como si le saliera vapor de la piel—. ¿Tú tienes hambre? —le preguntó, dejando claro que no hablaba precisamente de comida—. ¿O prefieres volver a casa y meterte en la cama?
Ella estuvo a punto de desmayarse.
—¿Cómo? —dijo cuando logró recuperar el aliento.
—Te preguntaba si estás demasiado cansada para que nos paremos a comer —contestó él, sin tratar siquiera de ocultar la sonrisa irónica que se extendía lentamente por su cara.
—Me apetece comer —dijo ella.
Y lo primero que pediría sería un vaso enorme de té con hielo, porque tenía la garganta seca. O quizá debía pedir un cubo de agua helada y echárselo por la cabeza. Tal vez así se le enfriarían los pensamientos y las hormonas. Y aprendería a no jugar a juegos peligrosos con un hombre que conocía las reglas mucho mejor que ella. Pedro debería haberse sentido muy satisfecho de sí mismo, pero en lugar de ello se sentía acalorado y nervioso, y era por su culpa. Podía haber salido vencedor en el juego de la tienda de lencería, pero era evidente que Paula sería la última en reír. Se había sentado en el restaurante, con aire frío y tranquilo, mientras que él no dejaba de pensar en llevársela a casa y probarle todas aquellas monadas que había comprado. Había sido una mala idea por su parte, porque le había prometido que su relación sería estrictamente platónica. Estaba dispuesto a mantener esa promesa o morir en el intento, y esto último empezaba a parecerle lo más probable. Le tocó la mano para llamar su atención y luego señaló el menú.
—¿Qué vas a tomar?
—Me apetece algo picante —dijo ella lentamente, mirando su boca—. ¿Y a tí?
Pedro pasó un mal rato intentando concentrarse.
—Creo que las quesadillas llevan jalapeños —dijo por fin, fingiendo que no había notado el tono sugerente de su voz—. ¿Quieres que compartamos una de aperitivo?
—Claro.
—¿Y qué más?
—Me apetece una hamburguesa de queso, pero no creo que pueda comerme una entera —dijo ella.
—Pues la compartiremos también.
—¿Será suficiente para tí?
—Sí —dijo él—. Sobre todo, si tomamos algo de postre.
—Yo no quiero —dijo ella—. Con toda esta inactividad, no me atrevo.
A él se le ocurrió una forma de quemar unas cuantas calorías, pero se resistió a la tentación de decírselo, ni siquiera en broma. Se suponía que no debía pensar en esas cosas. Pero eso era como decirle a un jurado que olvidara un testimonio incendiario después de haberlo oído. Aunque no dejaba de repetirse que sus pensamientos hacia Paula debían ser limpios y puros, se veía perseguido constantemente por imágenes eróticas.Intentó concentrarse en la cuestión de la comida.
—Ya veremos si te apetece después de la hamburguesa —dijo, y luego llamó a la camarera.
—¿Qué te parecen?
Un rojo encarnado se extendió por sus mejillas, pero luego sus miradas se encontraron y fue como si él le hubiera leído el pensamiento. Paula percibió el instante preciso en que Pedro comprendió lo que estaba tramando.
—¿Por qué no te las pruebas y me las enseñas? —le sugirió él. Luego eligió unos cuantos sujetadores de encaje de un expositor cercano y se los entregó—. Y estos también.
«Jaque mate», pensó Paula con un suspiro. No era lo bastante atrevida como para seguirle el juego.
—Me lo llevo todo —le dijo a la dependienta, dándole las dos bragas y unas cuantas más un poco menos provocativas.
Luego miró la selección de sujetadores de Pedro y eligió tres. Fingió no notar que había elegido perfectamente la talla. Se acercó al mostrador para pagar, pero un cosquilleo en la nuca le indicó que él la había seguido. Se volvió y vió sus ojos brillantes.
—Este también —le dijo él a la dependienta mientras le entregaba un juego de braguitas y sujetador de encaje negro—. Pero pagaré yo.
Paula tragó saliva al ver el brillo desafiante de sus ojos, pero justo cuando se disponía a protestar, él dijo dulcemente:
—Ahórrate la saliva, cariño.
Mientras lo observaba, desalentada, él miró a su alrededor, agarró un camisón extremadamente escueto de color azul turquesa y lo añadió al montón. Sonrió a Paula.
—Estoy deseando ver cómo te sienta este color.
La dependienta parecía ajena a la creciente irritación de Paula. Estaba demasiado ocupada envolviendo las prendas.
—Gracias —alcanzó a decir cuando se marchaban—. Vuelvan otra vez.
—Ni en un millón de años —murmuró Paula.
Pedro sonrió.
—¿Pasa algo?
—Nada —dijo ella.
—Ya tienes lo que querías, ¿No?
«Y más», pensó ella sombríamente.
—¿No necesitarás comprar alguna otra cosa, ya que estamos aquí? —preguntó él alegremente.
—No, creo que ya he terminado.
—Bien, porque yo estoy hambriento. Todas esas compras me han abierto el apetito —la miró fijamente a los ojos, de tal modo que Paula sintió como si le saliera vapor de la piel—. ¿Tú tienes hambre? —le preguntó, dejando claro que no hablaba precisamente de comida—. ¿O prefieres volver a casa y meterte en la cama?
Ella estuvo a punto de desmayarse.
—¿Cómo? —dijo cuando logró recuperar el aliento.
—Te preguntaba si estás demasiado cansada para que nos paremos a comer —contestó él, sin tratar siquiera de ocultar la sonrisa irónica que se extendía lentamente por su cara.
—Me apetece comer —dijo ella.
Y lo primero que pediría sería un vaso enorme de té con hielo, porque tenía la garganta seca. O quizá debía pedir un cubo de agua helada y echárselo por la cabeza. Tal vez así se le enfriarían los pensamientos y las hormonas. Y aprendería a no jugar a juegos peligrosos con un hombre que conocía las reglas mucho mejor que ella. Pedro debería haberse sentido muy satisfecho de sí mismo, pero en lugar de ello se sentía acalorado y nervioso, y era por su culpa. Podía haber salido vencedor en el juego de la tienda de lencería, pero era evidente que Paula sería la última en reír. Se había sentado en el restaurante, con aire frío y tranquilo, mientras que él no dejaba de pensar en llevársela a casa y probarle todas aquellas monadas que había comprado. Había sido una mala idea por su parte, porque le había prometido que su relación sería estrictamente platónica. Estaba dispuesto a mantener esa promesa o morir en el intento, y esto último empezaba a parecerle lo más probable. Le tocó la mano para llamar su atención y luego señaló el menú.
—¿Qué vas a tomar?
—Me apetece algo picante —dijo ella lentamente, mirando su boca—. ¿Y a tí?
Pedro pasó un mal rato intentando concentrarse.
—Creo que las quesadillas llevan jalapeños —dijo por fin, fingiendo que no había notado el tono sugerente de su voz—. ¿Quieres que compartamos una de aperitivo?
—Claro.
—¿Y qué más?
—Me apetece una hamburguesa de queso, pero no creo que pueda comerme una entera —dijo ella.
—Pues la compartiremos también.
—¿Será suficiente para tí?
—Sí —dijo él—. Sobre todo, si tomamos algo de postre.
—Yo no quiero —dijo ella—. Con toda esta inactividad, no me atrevo.
A él se le ocurrió una forma de quemar unas cuantas calorías, pero se resistió a la tentación de decírselo, ni siquiera en broma. Se suponía que no debía pensar en esas cosas. Pero eso era como decirle a un jurado que olvidara un testimonio incendiario después de haberlo oído. Aunque no dejaba de repetirse que sus pensamientos hacia Paula debían ser limpios y puros, se veía perseguido constantemente por imágenes eróticas.Intentó concentrarse en la cuestión de la comida.
—Ya veremos si te apetece después de la hamburguesa —dijo, y luego llamó a la camarera.
Mi Salvador: Capítulo 28
A mediados de semana, Paula estaba a punto de volverse loca. Deseaba desesperadamente volver al trabajo, pero tanto Pedro como el médico se oponían tajantemente a que lo hiciera.
—Prometo que me quedaré sentada —dijo mientras los dos hombres la miraban con escepticismo al final de su revisión del miércoles. Frunció el ceño y repitió—. Lo prometo.
—Eso no basta —dijo el doctor y luego miró a Pedro—. Cuide de que se quede en casa por lo menos este fin de semana. Después, supongo que no le hará daño regresar al trabajo —volvió a mirar a Paula—. Pero solo media jornada, ¿Está claro?
—Por el amor de Dios, enseño lenguaje para sordos, no aeróbic.
—Das clases a niños, ¿Verdad? —preguntó Pedro.
—Sí.
Él miró al médico.
—¿Ha visto alguna vez a un niño que se esté quieto?
—Los míos no, desde luego —admitió el doctor.
—Los que yo conozco, tampoco —dijo Pedro.
—Bueno, mis alumnos están muy bien educados —arguyó ella. Pero, a juzgar por la expresión de los dos hombres, estaba perdiendo el tiempo—. En fin, no importa.
Salió de la consulta sin decir una palabra más. Cuando llegaron al coche de Pedro, estaba que echaba chispas.
—Sabes que esto no es asunto tuyo, ¿No? —le dijo, entrando en el coche y dando un portazo.
Él no pareció muy impresionado por sus palabras.
—¿Quieres que vayamos a comer? —le preguntó mientras se sentaba al volante.
Al parecer, no tenía intención de entrar en la discusión que ella estaba deseando provocar.
—No, no quiero ir a comer. Quiero volver a mi trabajo. Mis alumnos me necesitan. No es conveniente que tengan que adaptarse a alguien nuevo.
—Lo siento. Ya has oído al médico.
—Eres un traidor. Sabes que estoy lo bastante bien como para ir a trabajar.
—Ah, eso no me toca decidirlo a mí — dijo él, con fingida inocencia—. Para eso son las revisiones: para que el médico decida si el paciente está bien.
—Yo podría haberlo convencido, si tú hubieras mantenido la boca cerrada.
—Lo dudo —dijo él—. Y, en cuánto a la comida...
—Olvídate de la comida —exclamó ella, casi gritando—. No podrás detenerme si mañana decido volver al trabajo.
—¿Y cómo llegarás? Todavía tienes el coche en el taller. Creo que, por ahora, estás a mi merced.
—Puedo alquilar un coche o llamar a un taxi, si es necesario. Y tú no puedes vigilarme las veinticuatro horas del día. Tarde o temprano, tendrás que irte a trabajar.
Él sonrió.
—A menos que haya un desastre natural en alguna parte, tengo el resto de la semana libre.
A Paula aquello no le hizo ninguna gracia. Pedro parecía empeñado en impedirle hacer cualquier cosa que fuera un poco fatigosa. Desde que el sábado había llevado a Juana de vuelta a casa, no había dejado de atosigarla. Se comportaba peor que sus padres cuando perdió el oído. Quizá si en sus atenciones hubiera habido algo un poco seductor, Paula las habría aceptado con mejor talante. Pero Pedro la trataba como a una hermana. En realidad, como a una hermana tonta. Lo miró fijamente y notó que tenía la mandíbula tensa. Bien, si era a eso a lo que quería jugar, se lo haría pagar caro.
—Ya que estamos aquí, quiero hacer una cosa —dijo inocentemente.
—¿Qué? —preguntó él, aliviado porque la cuestión del trabajo quedara apartada por el momento.
—Ir de tiendas. Tengo que comprar unas cuantas cosas.
—¿Ropa? ¿Maquillaje? ¿Qué?
—De todo —dijo ella, viendo, divertida, cómo desaparecía el entusiasmo de su expresión.
Cuando acabara con él, se arrepentiría de haberle impedido volver al trabajo, la llevaría directamente a la clínica y la abandonaría allí.
—¿Y todo lo que te llevó Sonia?
—Sonia fue muy generosa, pero todavía necesito algunas cosas.
—Bien —dijo él, tenso—. Iremos al centro comercial, pero solo una hora, Pau. Nada más. No debes estar de pie mucho rato.
—Con una hora bastará —dijo ella, sonriendo.
Cuando estacionaron y entraron en el centro comercial, Paula se dirigió directamente a una tienda de lencería. «Hagámosle sudar un poco», pensó triunfalmente al ver el semblante afligido de Pedro. Era evidente que no sabía si acompañarla a la tienda o buscar un sitio donde sentarse a una distancia prudencial.
—¿Vienes? —preguntó ella dulcemente, dejando claro el desafío.
—Claro —él echó a andar a su lado de mala gana.
Se quedó de pie en medio de las hileras de sujetadores de encaje y braguitas, con un aspecto tan atemorizado como si acabaran de dejarlo solo en una habitación llena de bebés llorando a pleno pulmón. Paula sonrió a la dependienta de veintitantos años que no dejaba de lanzar subrepticias miradas a su atractivo acompañante. Finalmente, le volvió la espalda y le dijo a Paula con cierto retintín:
—¿Cómo ha conseguido que entrara? La mayoría de los hombres ni siquiera se acercan por aquí.
—Es mi guardaespaldas —contestó ella en tono confidencial—. No puede apartarse de mi lado.
La joven abrió mucho los ojos.
—Vaya. No sé de qué la protegerá, pero a mí no me importaría que estuviera a mi lado día y noche.
Paula alzó la voz.
—Créeme, querida, no es tan divertido como piensas.
—Prometo que me quedaré sentada —dijo mientras los dos hombres la miraban con escepticismo al final de su revisión del miércoles. Frunció el ceño y repitió—. Lo prometo.
—Eso no basta —dijo el doctor y luego miró a Pedro—. Cuide de que se quede en casa por lo menos este fin de semana. Después, supongo que no le hará daño regresar al trabajo —volvió a mirar a Paula—. Pero solo media jornada, ¿Está claro?
—Por el amor de Dios, enseño lenguaje para sordos, no aeróbic.
—Das clases a niños, ¿Verdad? —preguntó Pedro.
—Sí.
Él miró al médico.
—¿Ha visto alguna vez a un niño que se esté quieto?
—Los míos no, desde luego —admitió el doctor.
—Los que yo conozco, tampoco —dijo Pedro.
—Bueno, mis alumnos están muy bien educados —arguyó ella. Pero, a juzgar por la expresión de los dos hombres, estaba perdiendo el tiempo—. En fin, no importa.
Salió de la consulta sin decir una palabra más. Cuando llegaron al coche de Pedro, estaba que echaba chispas.
—Sabes que esto no es asunto tuyo, ¿No? —le dijo, entrando en el coche y dando un portazo.
Él no pareció muy impresionado por sus palabras.
—¿Quieres que vayamos a comer? —le preguntó mientras se sentaba al volante.
Al parecer, no tenía intención de entrar en la discusión que ella estaba deseando provocar.
—No, no quiero ir a comer. Quiero volver a mi trabajo. Mis alumnos me necesitan. No es conveniente que tengan que adaptarse a alguien nuevo.
—Lo siento. Ya has oído al médico.
—Eres un traidor. Sabes que estoy lo bastante bien como para ir a trabajar.
—Ah, eso no me toca decidirlo a mí — dijo él, con fingida inocencia—. Para eso son las revisiones: para que el médico decida si el paciente está bien.
—Yo podría haberlo convencido, si tú hubieras mantenido la boca cerrada.
—Lo dudo —dijo él—. Y, en cuánto a la comida...
—Olvídate de la comida —exclamó ella, casi gritando—. No podrás detenerme si mañana decido volver al trabajo.
—¿Y cómo llegarás? Todavía tienes el coche en el taller. Creo que, por ahora, estás a mi merced.
—Puedo alquilar un coche o llamar a un taxi, si es necesario. Y tú no puedes vigilarme las veinticuatro horas del día. Tarde o temprano, tendrás que irte a trabajar.
Él sonrió.
—A menos que haya un desastre natural en alguna parte, tengo el resto de la semana libre.
A Paula aquello no le hizo ninguna gracia. Pedro parecía empeñado en impedirle hacer cualquier cosa que fuera un poco fatigosa. Desde que el sábado había llevado a Juana de vuelta a casa, no había dejado de atosigarla. Se comportaba peor que sus padres cuando perdió el oído. Quizá si en sus atenciones hubiera habido algo un poco seductor, Paula las habría aceptado con mejor talante. Pero Pedro la trataba como a una hermana. En realidad, como a una hermana tonta. Lo miró fijamente y notó que tenía la mandíbula tensa. Bien, si era a eso a lo que quería jugar, se lo haría pagar caro.
—Ya que estamos aquí, quiero hacer una cosa —dijo inocentemente.
—¿Qué? —preguntó él, aliviado porque la cuestión del trabajo quedara apartada por el momento.
—Ir de tiendas. Tengo que comprar unas cuantas cosas.
—¿Ropa? ¿Maquillaje? ¿Qué?
—De todo —dijo ella, viendo, divertida, cómo desaparecía el entusiasmo de su expresión.
Cuando acabara con él, se arrepentiría de haberle impedido volver al trabajo, la llevaría directamente a la clínica y la abandonaría allí.
—¿Y todo lo que te llevó Sonia?
—Sonia fue muy generosa, pero todavía necesito algunas cosas.
—Bien —dijo él, tenso—. Iremos al centro comercial, pero solo una hora, Pau. Nada más. No debes estar de pie mucho rato.
—Con una hora bastará —dijo ella, sonriendo.
Cuando estacionaron y entraron en el centro comercial, Paula se dirigió directamente a una tienda de lencería. «Hagámosle sudar un poco», pensó triunfalmente al ver el semblante afligido de Pedro. Era evidente que no sabía si acompañarla a la tienda o buscar un sitio donde sentarse a una distancia prudencial.
—¿Vienes? —preguntó ella dulcemente, dejando claro el desafío.
—Claro —él echó a andar a su lado de mala gana.
Se quedó de pie en medio de las hileras de sujetadores de encaje y braguitas, con un aspecto tan atemorizado como si acabaran de dejarlo solo en una habitación llena de bebés llorando a pleno pulmón. Paula sonrió a la dependienta de veintitantos años que no dejaba de lanzar subrepticias miradas a su atractivo acompañante. Finalmente, le volvió la espalda y le dijo a Paula con cierto retintín:
—¿Cómo ha conseguido que entrara? La mayoría de los hombres ni siquiera se acercan por aquí.
—Es mi guardaespaldas —contestó ella en tono confidencial—. No puede apartarse de mi lado.
La joven abrió mucho los ojos.
—Vaya. No sé de qué la protegerá, pero a mí no me importaría que estuviera a mi lado día y noche.
Paula alzó la voz.
—Créeme, querida, no es tan divertido como piensas.
Mi Salvador: Capítulo 27
Pedro pareció aliviado por su decisión. Y Juana se mostró encantada ante la idea de pasar una tarde lejos de su hermana. Se presentó con una cesta de picnic llena de comida.
—Pero si había planeado preparar algo de cena —dijo Paula al verla.
—Tú tienes que descansar, y no estar de pie delante del fogón. Además, no he traído casi nada.
Paula se echó a reír cuando empezó a sacar el contenido de la cesta. La idea de «casi nada» de su antigua vecina consistía en pollo frito, ensalada campera, ensalada de col y tarta de limón casera, su favorita.
—Bueno, ya veo que no se van a morir de hambre —dijo Pedro, mirando la comida con evidente envidia—. Quizá podría...
—Quedarte —lo invitó Juana—. Hay comida suficiente y yo tengo algunas preguntas que hacerte.
Él la miró desconcertado.
—¿Sobre qué?
—Sobre tus intenciones hacia esta señorita, por ejemplo.
Pedro le lanzó a Paula una mirada de pánico y retrocedió.
—Creo que esas preguntas ya me las hará mi madre.
Juana lo miró fijamente.
—Sí, pero ella seguro que deja que te escabullas, ¿Verdad?
—Espero que sí —contestó él.
—Bien, pues yo soy más dura, jovencito. Hoy puede que te escapes, pero te estaré esperando.
Paula se echó a reír ante la expresión horrorizada de Pedro.
—No lo dudo —dijo él—. Volveré a tiempo para llevarte a casa, Juana. Ni se te ocurra llamar a un taxi o tomar el autobús.
Ella sonrió.
—¿Bromeas? ¿Pudiendo hacerte todas esas preguntas embarazosas de camino a casa?
—Ahora que lo pienso, será mejor que llaméis a un taxi —respondió Pedro.
—Demasiado tarde —le dijo Paula mientras lo acompañaba hasta la puerta—. Que te diviertas con tu familia.
—Y tú con Juana. Volveré pronto.
Cuando desapareció, Paula se dió la vuelta y se encontró a Juana observándola.
—Te gusta, ¿Verdad? —le preguntó su amiga con preocupación.
—Solo un poco —admitió Paula.
—Ten cuidado —la advirtió Juana—. Ese tiene el diablo en los ojos.
—Pero también tiene el corazón de un ángel —replicó Paula—. Y los brazos de un héroe.
—Oh, pequeña —dijo Juana—. No mezcles el heroísmo con el amor.
—Yo no he dicho nada de amor —declaró Paula.
—No hace falta que lo digas. Lo llevas escrito en la cara.
Si eso era cierto, Paula solo podía rezar para que Pedro no fuera tan diestro leyendo la cara de la gente como lo era Juana.
—Pero si había planeado preparar algo de cena —dijo Paula al verla.
—Tú tienes que descansar, y no estar de pie delante del fogón. Además, no he traído casi nada.
Paula se echó a reír cuando empezó a sacar el contenido de la cesta. La idea de «casi nada» de su antigua vecina consistía en pollo frito, ensalada campera, ensalada de col y tarta de limón casera, su favorita.
—Bueno, ya veo que no se van a morir de hambre —dijo Pedro, mirando la comida con evidente envidia—. Quizá podría...
—Quedarte —lo invitó Juana—. Hay comida suficiente y yo tengo algunas preguntas que hacerte.
Él la miró desconcertado.
—¿Sobre qué?
—Sobre tus intenciones hacia esta señorita, por ejemplo.
Pedro le lanzó a Paula una mirada de pánico y retrocedió.
—Creo que esas preguntas ya me las hará mi madre.
Juana lo miró fijamente.
—Sí, pero ella seguro que deja que te escabullas, ¿Verdad?
—Espero que sí —contestó él.
—Bien, pues yo soy más dura, jovencito. Hoy puede que te escapes, pero te estaré esperando.
Paula se echó a reír ante la expresión horrorizada de Pedro.
—No lo dudo —dijo él—. Volveré a tiempo para llevarte a casa, Juana. Ni se te ocurra llamar a un taxi o tomar el autobús.
Ella sonrió.
—¿Bromeas? ¿Pudiendo hacerte todas esas preguntas embarazosas de camino a casa?
—Ahora que lo pienso, será mejor que llaméis a un taxi —respondió Pedro.
—Demasiado tarde —le dijo Paula mientras lo acompañaba hasta la puerta—. Que te diviertas con tu familia.
—Y tú con Juana. Volveré pronto.
Cuando desapareció, Paula se dió la vuelta y se encontró a Juana observándola.
—Te gusta, ¿Verdad? —le preguntó su amiga con preocupación.
—Solo un poco —admitió Paula.
—Ten cuidado —la advirtió Juana—. Ese tiene el diablo en los ojos.
—Pero también tiene el corazón de un ángel —replicó Paula—. Y los brazos de un héroe.
—Oh, pequeña —dijo Juana—. No mezcles el heroísmo con el amor.
—Yo no he dicho nada de amor —declaró Paula.
—No hace falta que lo digas. Lo llevas escrito en la cara.
Si eso era cierto, Paula solo podía rezar para que Pedro no fuera tan diestro leyendo la cara de la gente como lo era Juana.
Mi Salvador: Capítulo 26
Pedro se quedó pensativo y luego pareció llegar a una conclusión.
—Yo creo que sería muy divertido.
—Pues no —declaró su tío.
—Pero tú la rescataste, ¿Verdad? Eres un héroe. Todos mis amigos lo dicen. Tengo muchas ganas de que vengas a mi concierto el jueves, para que te vean.
—Basta ya —dijo Pedro, avergonzado de hablar de sus heroicidades.
—No te preocupes —le dijo Paula, y sonrió a Joaquín—. Me imagino que debe de parecerte muy divertido, pero no lo fue, créeme. Yo estaba muy asustada hasta que tu tío vino a salvarme. Es realmente un héroe.
—¡Lo sabía! —gritó Joaquín, exultante, y salió corriendo, sin duda para repetir la historia.
Mateo y Ramiro se marcharon corriendo tras él.
—Parece que has hecho una conquista — dijo Pedro—. ¿Por qué no me habías contado lo de la música?
—Porque no ha salido la conversación — dijo ella, encogiéndose de hombros—. Además, procuro no pensar mucho en ello.
—Lo siento. Renunciar a algo a lo que querías dedicar tu vida debe de ser muy duro.
—Lo fue —dijo ella en un tono que indicaba que deseaba zanjar la cuestión.
Pedro captó la indirecta y la condujo hacia las gradas. Paula notó que gran cantidad de miradas especulativas se posaban sobre ellos mientras subían hacia donde se encontraba Sonia. Pedro trató de colocarla junto a su hermana, pero esta sacudió la cabeza.
—Ah, no, Pedro. Tú te sientas aquí, a mi lado, para que pueda taparte la bocaza, por si se te olvida —dirigió a Paula una mirada de disculpa—. No es que no quiera sentarme contigo.
—Lo comprendo —dijo Paula con una sonrisa—. Perfectamente.
—Entonces ya te habrá puesto al corriente de su abominable comportamiento.
—Jura que se ha reformado —dijo Paula en tono confidencial.
—¡Ja! Eso lo creeré cuando lo vea.
—Vale. Cuando acaben de burlarse de mí, me gustaría concentrarme en el partido — dijo Pedro.
Sonia chasqueó la lengua con desaprobación.
—Ese es el problema: la concentración. Estamos aquí para divertirnos. Nada más.
—No hay nada malo en querer ganar — dijo él, poniéndose a la defensiva.
—Sí, si quieres ganar a toda costa. Ahora pórtate bien. Le estás dando una mala impresión a Paula.
Él frunció el ceño.
—¿Y a tí qué te importa si...?
—Me importa porque ella me gusta —dijo su hermana, guiñándole un ojo a la joven.
Pedro abrazó a Paula por el hombro.
—A mí también me gusta —dijo, mirándola a los ojos.
La cálida aceptación de Sonia y el destello de deseo de la mirada de Pedro se combinaron para hacer que Paula se sintiera aturdida. Aquello era lo que siempre había anhelado: cariño y sentimiento de pertenencia. Si el huracán había sido una pesadilla, aquello... aquello era un sueño.Suspiró y al instante Pedro la tomó de la barbilla y observó su cara.
—¿Estás bien? ¿Tienes calor? ¿Estás cansada? ¿Quieres que te traiga algo de beber? ¿Una tónica?
Aquella lluvia de solícitas preguntas la hizo sonreír.
—Estoy bien. Deja de preocuparte. Ya te lo diré, si necesito algo o quiero irme a casa. Te lo prometo.
Paula observó la sonrisa de satisfacción de Sonia y sintió ganas de devolvérsela.
—Bueno, Pedro—empezó a decir su hermana, con expresión inocente—, ¿Irán mañana a cenar a casa de mamá?
Paula contuvo el aliento mientras esperaba que Pedro contestara. ¿Estaría listo para someterse al escrutinio del resto de su familia? ¿Y ella, lo estaba?
—¿Qué dices tú, Pau? —preguntó él, con expresión neutra.
—Lo que tú decidas. Es tu familia. Tal vez podríamos hablarlo cuando lleguemos a casa.
La cara de él se iluminó.
—Buena idea.
—En fin, espero que vayas, Pau—dijo Sonia—. Todo el mundo está deseando conocerte.
—Ya me lo imagino —murmuró Pedro en voz demasiado baja para que su hermana lo oyera.
Pero Paula le leyó los labios y le sonrió.
—Sonia no te ha oído —dijo—. Pero yo sí.
—¿Es que no es ya bastante malo tener una madre con ojos en el cogote? ¿También tengo que conocer a una mujer que puede leerme el pensamiento?
—No te he leído el pensamiento —dijo ella—, sino los labios.
—Me da igual —dijo él con fastidio—. Estoy condenado.
Sonia se volvió hacia él con mirada maliciosa.
—Sí, hermanito, es posible que realmente lo estés.
Al final, Paula decidió no ir a la cena de los Alfonso. Empezaba a pensar que Pedro estaba asustado por lo rápido que estaban sucediendo las cosas entre ellos. Lo cierto era que ella no estaba menos confundida, y decidió que un día separados les iría bien a los dos.
—Pero estarás sola —protestó él.
—No, si llamas a Juana y la traes aquí.
—Yo creo que sería muy divertido.
—Pues no —declaró su tío.
—Pero tú la rescataste, ¿Verdad? Eres un héroe. Todos mis amigos lo dicen. Tengo muchas ganas de que vengas a mi concierto el jueves, para que te vean.
—Basta ya —dijo Pedro, avergonzado de hablar de sus heroicidades.
—No te preocupes —le dijo Paula, y sonrió a Joaquín—. Me imagino que debe de parecerte muy divertido, pero no lo fue, créeme. Yo estaba muy asustada hasta que tu tío vino a salvarme. Es realmente un héroe.
—¡Lo sabía! —gritó Joaquín, exultante, y salió corriendo, sin duda para repetir la historia.
Mateo y Ramiro se marcharon corriendo tras él.
—Parece que has hecho una conquista — dijo Pedro—. ¿Por qué no me habías contado lo de la música?
—Porque no ha salido la conversación — dijo ella, encogiéndose de hombros—. Además, procuro no pensar mucho en ello.
—Lo siento. Renunciar a algo a lo que querías dedicar tu vida debe de ser muy duro.
—Lo fue —dijo ella en un tono que indicaba que deseaba zanjar la cuestión.
Pedro captó la indirecta y la condujo hacia las gradas. Paula notó que gran cantidad de miradas especulativas se posaban sobre ellos mientras subían hacia donde se encontraba Sonia. Pedro trató de colocarla junto a su hermana, pero esta sacudió la cabeza.
—Ah, no, Pedro. Tú te sientas aquí, a mi lado, para que pueda taparte la bocaza, por si se te olvida —dirigió a Paula una mirada de disculpa—. No es que no quiera sentarme contigo.
—Lo comprendo —dijo Paula con una sonrisa—. Perfectamente.
—Entonces ya te habrá puesto al corriente de su abominable comportamiento.
—Jura que se ha reformado —dijo Paula en tono confidencial.
—¡Ja! Eso lo creeré cuando lo vea.
—Vale. Cuando acaben de burlarse de mí, me gustaría concentrarme en el partido — dijo Pedro.
Sonia chasqueó la lengua con desaprobación.
—Ese es el problema: la concentración. Estamos aquí para divertirnos. Nada más.
—No hay nada malo en querer ganar — dijo él, poniéndose a la defensiva.
—Sí, si quieres ganar a toda costa. Ahora pórtate bien. Le estás dando una mala impresión a Paula.
Él frunció el ceño.
—¿Y a tí qué te importa si...?
—Me importa porque ella me gusta —dijo su hermana, guiñándole un ojo a la joven.
Pedro abrazó a Paula por el hombro.
—A mí también me gusta —dijo, mirándola a los ojos.
La cálida aceptación de Sonia y el destello de deseo de la mirada de Pedro se combinaron para hacer que Paula se sintiera aturdida. Aquello era lo que siempre había anhelado: cariño y sentimiento de pertenencia. Si el huracán había sido una pesadilla, aquello... aquello era un sueño.Suspiró y al instante Pedro la tomó de la barbilla y observó su cara.
—¿Estás bien? ¿Tienes calor? ¿Estás cansada? ¿Quieres que te traiga algo de beber? ¿Una tónica?
Aquella lluvia de solícitas preguntas la hizo sonreír.
—Estoy bien. Deja de preocuparte. Ya te lo diré, si necesito algo o quiero irme a casa. Te lo prometo.
Paula observó la sonrisa de satisfacción de Sonia y sintió ganas de devolvérsela.
—Bueno, Pedro—empezó a decir su hermana, con expresión inocente—, ¿Irán mañana a cenar a casa de mamá?
Paula contuvo el aliento mientras esperaba que Pedro contestara. ¿Estaría listo para someterse al escrutinio del resto de su familia? ¿Y ella, lo estaba?
—¿Qué dices tú, Pau? —preguntó él, con expresión neutra.
—Lo que tú decidas. Es tu familia. Tal vez podríamos hablarlo cuando lleguemos a casa.
La cara de él se iluminó.
—Buena idea.
—En fin, espero que vayas, Pau—dijo Sonia—. Todo el mundo está deseando conocerte.
—Ya me lo imagino —murmuró Pedro en voz demasiado baja para que su hermana lo oyera.
Pero Paula le leyó los labios y le sonrió.
—Sonia no te ha oído —dijo—. Pero yo sí.
—¿Es que no es ya bastante malo tener una madre con ojos en el cogote? ¿También tengo que conocer a una mujer que puede leerme el pensamiento?
—No te he leído el pensamiento —dijo ella—, sino los labios.
—Me da igual —dijo él con fastidio—. Estoy condenado.
Sonia se volvió hacia él con mirada maliciosa.
—Sí, hermanito, es posible que realmente lo estés.
Al final, Paula decidió no ir a la cena de los Alfonso. Empezaba a pensar que Pedro estaba asustado por lo rápido que estaban sucediendo las cosas entre ellos. Lo cierto era que ella no estaba menos confundida, y decidió que un día separados les iría bien a los dos.
—Pero estarás sola —protestó él.
—No, si llamas a Juana y la traes aquí.
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