Pedro nunca había sentido tanto alivio al recibir una llamada de emergencia como al ver a Paula sentada frente a él, desafiándolo a besarla otra vez. Ella decía estar de acuerdo en que no se produjeran más episodios como el de la cocina. Pero en sus ojos había un reto. En realidad, estaba seguro que ella lo retaría a romper su acuerdo antes incluso de concretarlo.Y estaba seguro que él lo rompería porque la deseaba más que nunca. Durante aproximadamente diez segundos había intentado convencerse de que eran las circunstancias y la proximidad las que despertaban en él aquel deseo, pero luego había comprendido que no era así. Era Paula, pura y simplemente. Así que, cuando sonó el busca, se marchó a toda prisa. Se puso en camino hacia el parque de bomberos antes incluso de llamar por el teléfono para saber qué pasaba. En realidad, podía haber sido Tom que quería jugar una partida de póquer. Pero no importaba lo que fuera, mientras lo alejase de la tentación.Resultó que el teniente los había llamado porque un huracán amenazaba la costa del golfo de Luisiana. Eso significaba otra larga noche de guardia. Normalmente, la espera lo ponía nervioso, pero esa noche su impaciencia se agudizó por el hecho de haber dejado a Paula sola en casa. Descolgó el teléfono, pero enseguida se dió cuenta de que no podía llamarla. Y no tenía otra forma de decirle cuándo volvería a casa.
—Maldita sea —murmuró, dejando el auricular en su sitio.
Trató de decirse que no le debía nada, pero se sentía incapaz de dejarla preguntándose qué había sido de él.
—¿Qué te pasa? —preguntó Sergio, mirándolo con curiosidad—. ¿Has tenido que cancelar una cita?
—No, es por Paula—respondió él sin pensarlo.
Los ojos de Sergio brillaron.
—¿Paula? ¿La misma Paula a la que sacaste de los escombros el otro día? ¿Qué pasa con ella?
Pedro había decidido no contarle nada de todo aquello a su compañero. Sergio armaría un escándalo, y a él lo fastidiaba pensar en las interminables bromas que circularían por el parque. Y, por alguna razón, no quería que el nombre de Paula fuera de boca en boca como si se tratara de otra de sus conquistas, de fin de semana.
—No importa. No es nada —dijo él—. Ya se me ocurrirá algo.
Sergio lo miró con fingida aflicción.
—¿Quién mejor que yo para ayudarte, yo que soy tu camarada, tu amigo, el hombre al que confías tu vida?
—No puedes ayudarme. Tú estás en el mismo barco que yo, aquí, esperando para zarpar, por así decirlo.
Sergio se sentó a horcajadas en un banco y miró fijamente a Pedro.
—Siéntate y cuéntamelo.
Pedro comprendió que no iba a dejarlo correr. Dando un suspiro, se sentó.
—Paula está en casa —empezó a decir.
—¿En tu casa? —preguntó Sergio, con los ojos como platos.
— Sí, en mi casa —respondió Pedro con impaciencia—. ¿En cuál si no?
—Pensaba que te referías a la de tu madre.
Y probablemente ese hubiera sido el mejor sitio para llevarla, pensó Pedro. Un lugar neutral. Su madre lo habría bombardeado con preguntas, pero por lo menos sus negativas de que Paula significara algo para él habrían resultado más convincentes si se hubiera alojado con su familia, y no con él. Además, allí hubiera sido mucho más fácil evitar aquellos besos que amenazaban con llevarlos a un terreno peligroso. Bajo la mirada vigilante de su madre, habría tenido suerte de darle a Paula un beso en la mejilla. En fin, pensó con un suspiro. Ya era demasiado tarde.Sergio lo miró con aprobación.
— Así que la hermosa Paula está en tu casa. Muy bien, Pedro. Has hecho un trabajo rápido.
—No tenía adonde ir —dijo él, a la defensiva—.Pero eso no importa ahora.
Su amigo sonrió. Evidentemente, disfrutaba de la incomodidad de Pedro.
—Pues explícame qué es lo que importa. Soy todo oídos.
—Cuando salí de casa no sabía que íbamos a quedarnos aquí indefinidamente. Y ahora no tengo forma de avisarla.
—¿No puedes...? —Sergio miró el teléfono y luego asintió, comprendiendo—. No, claro que no puedes.
A Pedro le parecía completamente inaceptable dejarla allí, sola, preguntándose dónde estaría. De modo que decidió que solo podía hacer una cosa.
—¿Puedes cubrirme? —le preguntó a Sergio—. Iré corriendo a casa, le explicaré lo que pasa y estaré de vuelta dentro de veinte minutos.
Por una vez, Sergio no respondió con una de sus bromas. Solo asintió.
—Anda, vete.
—Gracias. Te debo una. Estaré aquí dentro de veinte minutos, como mucho.
Estaba ya casi en la puerta cuando Sergio le gritó:
—No te entretengas haciendo manitas.
—Paula y yo no hacemos manitas —replicó. «Todavía no, por lo menos».
Llegó a casa en cinco minutos y lo sorprendió encontrarla prácticamente a oscuras, salvo por la lámpara encendida del cuarto de estar. Los restos de la cena habían desaparecido y los platos estaban lavados. Pedro se dirigió hacia el cuarto de invitados y maldijo al ver que la luz estaba apagada. Paula probablemente estaría dormida. Tendría que despertarla, y seguro que se llevaría un susto de muerte. «Déjale una nota», le susurró una vocecita en la cabeza. Sabía que eso era lo más sensato, pero siguió avanzando hacia la habitación. Abrió la puerta sigilosamente. En cuando la luz del pasillo inundó la habitación, ella se incorporó, asustada.
—¿Pedro?
Él encendió la luz y entró en la habitación para que ella pudiera verlo.
—Lo siento —dijo—. No sabía si despertarte o no. Voy a tener que quedarme en el parque unas horas y tal vez tenga que salir de la ciudad. No se me ocurría otra forma de avisarte.
Procuró no pensar en que Paula tenía los hombros desnudos, sobre los que le caía suavemente el pelo revuelto. Cielos, estaba desnuda bajo la sábana. Con la imaginación, sin poder evitarlo, Pedro retiró la sábana. Por suerte, ella lo estaba mirando fijamente a la cara, de modo que tal vez no se daría cuenta de la inconfundible evidencia de su erección bajo la cremallera de los vaqueros, que de pronto le resultaban incómodos.
—¿Un huracán? —preguntó ella—. ¿El que se dirigía hacia Luisiana?
—Exactamente.
—Lo he visto en las noticias. ¿Hay algo que pueda hacer por tí, si tienes que irte? ¿Apolo...?
—Apolo se viene conmigo. Solo échale un vistazo a las plantas —dijo él—. Siéntete como en casa. Y no olvides que Sonia vendrá por la mañana. Tiene una llave, así que no te sorprendas si la ves entrar. Sabe que no puedes oír el timbre.
Ella asintió.
—La estaré esperando.
Él apartó la mirada y dió un paso atrás.
—Será mejor que me vaya. Buenas noches, Paula.
—Buenas noches. Y ten cuidado.
Él apagó la luz y cerró la puerta muy despacio. Luego se apoyó contra la pared del pasillo y esperó a que se le calmara el pulso. Tenía un problema. Un gran problema.
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