lunes, 16 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 20

Pedro nunca  había  sentido  tanto  alivio  al  recibir  una  llamada  de  emergencia  como al ver a Paula sentada frente a él, desafiándolo a besarla otra vez. Ella decía estar de acuerdo en que no se produjeran más episodios como el de la cocina.  Pero  en  sus  ojos  había  un  reto.  En  realidad,  estaba  seguro  que  ella  lo  retaría a romper su acuerdo antes incluso de concretarlo.Y  estaba  seguro  que  él  lo  rompería  porque  la  deseaba  más  que  nunca.  Durante  aproximadamente   diez   segundos   había   intentado   convencerse   de   que   eran  las  circunstancias y la proximidad las que despertaban en él aquel deseo, pero luego había comprendido que no era así. Era Paula, pura y simplemente. Así que, cuando sonó el busca, se marchó  a toda prisa. Se puso en camino hacia el parque de bomberos antes incluso de llamar por el teléfono para saber qué pasaba. En  realidad,  podía  haber  sido  Tom  que  quería  jugar  una  partida  de  póquer.  Pero  no  importaba lo que fuera, mientras lo alejase de la tentación.Resultó que el teniente los había llamado porque un huracán amenazaba la costa del  golfo  de  Luisiana.  Eso  significaba  otra  larga  noche  de  guardia.  Normalmente,  la  espera  lo  ponía  nervioso,  pero  esa  noche  su  impaciencia  se  agudizó  por  el  hecho  de  haber dejado a Paula sola en casa. Descolgó el teléfono, pero enseguida se dió cuenta de que no podía llamarla. Y no tenía otra forma de decirle cuándo volvería a casa.

—Maldita sea —murmuró, dejando el auricular en su sitio.

Trató de decirse que no le debía nada, pero se sentía incapaz de dejarla preguntándose qué había sido de él.

—¿Qué  te  pasa?  —preguntó  Sergio,  mirándolo  con  curiosidad—.  ¿Has  tenido  que  cancelar una cita?

—No, es por Paula—respondió él sin pensarlo.

Los ojos de Sergio brillaron.

—¿Paula?  ¿La  misma  Paula a  la  que  sacaste  de  los  escombros  el  otro  día?  ¿Qué  pasa con ella?

Pedro había  decidido  no  contarle  nada  de  todo  aquello  a  su  compañero.  Sergio armaría  un  escándalo,  y  a  él  lo  fastidiaba  pensar  en  las  interminables  bromas  que  circularían por el parque. Y, por alguna razón, no quería que el nombre de Paula fuera de boca en boca como si se tratara de otra de sus conquistas, de fin de semana.

—No importa. No es nada —dijo él—. Ya se me ocurrirá algo.

Sergio lo miró con fingida aflicción.

—¿Quién  mejor  que  yo  para  ayudarte,  yo  que  soy  tu  camarada,  tu  amigo,  el  hombre al que confías tu vida?

—No puedes ayudarme. Tú estás en el mismo barco que yo, aquí, esperando para zarpar, por así decirlo.

Sergio se sentó a horcajadas en un banco y miró fijamente a Pedro.

—Siéntate y cuéntamelo.

Pedro comprendió que no iba a dejarlo correr. Dando un suspiro, se sentó.

—Paula está en casa —empezó a decir.

—¿En tu casa? —preguntó Sergio, con los ojos como platos.

— Sí, en mi casa —respondió Pedro con impaciencia—. ¿En cuál si no?

—Pensaba que te referías a la de tu madre.

Y probablemente ese hubiera sido el mejor sitio para llevarla, pensó Pedro. Un  lugar  neutral.  Su  madre  lo  habría  bombardeado  con  preguntas,  pero  por  lo  menos  sus negativas de que Paula significara algo para él habrían resultado más convincentes si se hubiera alojado con su familia, y no con él. Además, allí hubiera sido mucho más fácil evitar aquellos besos que amenazaban con  llevarlos  a  un  terreno  peligroso.  Bajo  la  mirada  vigilante  de  su  madre,  habría  tenido suerte de darle a Paula un beso en la mejilla. En fin, pensó con un suspiro. Ya era demasiado tarde.Sergio lo miró con aprobación.

— Así que la hermosa Paula está en tu casa. Muy bien, Pedro. Has hecho un trabajo rápido.

—No tenía adonde ir —dijo él, a la defensiva—.Pero eso no importa ahora.

Su amigo sonrió. Evidentemente, disfrutaba de la incomodidad de Pedro.

—Pues explícame qué es lo que importa. Soy todo oídos.

—Cuando  salí  de  casa  no  sabía  que  íbamos  a  quedarnos  aquí  indefinidamente.  Y  ahora no tengo forma de avisarla.

—¿No  puedes...?  —Sergio miró  el  teléfono  y  luego  asintió,  comprendiendo—.  No,  claro que no puedes.

A  Pedro le  parecía  completamente  inaceptable  dejarla  allí,  sola,  preguntándose  dónde estaría. De modo que decidió que solo podía hacer una cosa.

—¿Puedes cubrirme? —le preguntó a Sergio—. Iré corriendo a casa, le explicaré lo que pasa y estaré de vuelta dentro de veinte minutos.

Por una vez, Sergio no respondió con una de sus bromas. Solo asintió.

—Anda, vete.

—Gracias. Te debo una. Estaré aquí dentro de veinte minutos, como mucho.

Estaba ya casi en la puerta cuando Sergio le gritó:

—No te entretengas haciendo manitas.

—Paula y yo no hacemos manitas —replicó. «Todavía no, por lo menos».

Llegó  a  casa  en  cinco  minutos  y  lo  sorprendió  encontrarla  prácticamente  a  oscuras,  salvo  por  la  lámpara  encendida  del  cuarto  de  estar.  Los  restos  de  la  cena  habían  desaparecido  y  los  platos  estaban  lavados.  Pedro se  dirigió  hacia  el  cuarto  de  invitados  y  maldijo  al  ver  que  la  luz  estaba  apagada. Paula probablemente  estaría dormida. Tendría que despertarla, y seguro que se llevaría un susto de muerte. «Déjale una nota», le susurró una vocecita en la cabeza. Sabía que eso era lo más sensato, pero siguió avanzando hacia la habitación. Abrió  la  puerta  sigilosamente.  En  cuando  la  luz  del  pasillo  inundó  la  habitación,  ella se incorporó, asustada.

—¿Pedro?

Él encendió la luz y entró en la habitación para que ella pudiera verlo.

—Lo siento —dijo—. No sabía si despertarte o no. Voy a tener que quedarme en el  parque  unas  horas  y  tal  vez  tenga  que  salir  de  la  ciudad.  No  se  me  ocurría  otra  forma de avisarte.

Procuró no pensar en que Paula tenía los hombros desnudos, sobre los que le caía suavemente el pelo revuelto. Cielos,  estaba  desnuda  bajo  la  sábana.  Con  la  imaginación,  sin  poder  evitarlo,  Pedro retiró la sábana. Por suerte, ella lo estaba mirando fijamente a la cara, de modo que  tal  vez  no  se  daría  cuenta  de  la  inconfundible  evidencia  de  su  erección  bajo  la  cremallera de los vaqueros, que de pronto le resultaban incómodos.

—¿Un huracán? —preguntó ella—. ¿El que se dirigía hacia Luisiana?

—Exactamente.

—Lo he visto en las noticias. ¿Hay algo que pueda hacer por tí, si tienes que irte? ¿Apolo...?

—Apolo se  viene  conmigo.  Solo  échale  un  vistazo  a  las  plantas  —dijo  él—. Siéntete como en casa. Y no olvides que Sonia vendrá por la mañana. Tiene una llave, así que no te sorprendas si la ves entrar. Sabe que no puedes oír el timbre.

Ella asintió.

—La estaré esperando.

Él apartó la mirada y dió un paso atrás.

—Será mejor que me vaya. Buenas noches, Paula.

—Buenas  noches.  Y  ten  cuidado. 

Él  apagó  la  luz  y  cerró  la  puerta  muy  despacio. Luego se apoyó contra la pared del pasillo y esperó a que se le calmara el pulso. Tenía un problema. Un gran problema.

No hay comentarios:

Publicar un comentario