viernes, 27 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 37

—Quédate  conmigo  un  rato.  Fuera  hace  un  calor  horroroso.  Necesito  quedarme  unos minutos aquí, con el aire acondicionado.

Paula la miró con preocupación.

—¿Estás bien? ¿Quieres beber algo? He traído agua mineral fría.

—Eso estaría muy bien —dijo Juana.

Pedro aprovechó  la  oportunidad  para  deslizarse  fuera  del  coche.  Tenía  pocas  esperanzas  de  encontrar  algo  de  valor  entre  los  escombros,  pero  era  preferible  que  Paula no viera rotas y cubiertas de barro las cosas que una vez había amado. Era  una  tarea  ingrata.  Pedro encontró  un  álbum  de  fotos,  pero  el  agua  había  destruido casi por completo las fotografías de su interior. De todo modos lo recogió, por si acaso podían salvarse una o dos fotografías. Encontró también un joyero, pero incluso antes de abrirlo comprendió que los saqueadores lo habían vaciado. Dentro solo había una vieja insignia de la Escuela Dominical y un anillo del instituto.Entre  las  ruinas  descubrió  algún  zapato  desparejado,  unos  cuantos  platos  intactos, una cacerola de hierro y un juego de cubiertos de acero inoxidable. Encontró también una cortina relativamente intacta, pero las demás estaban hechas jirones. Los sofás, las sillas y la televisión estaban completamente destrozados. Acababa de recoger un osito de peluche manchado de barro y sin un ojo cuando Paula se  le  acercó  y,  agarrando  el  muñeco  con  manos  temblorosas,  lo  abrazó  mientras  las lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas.

—Tendrá  mejor  aspecto  cuando  le  des  un  baño —dijo  Pedro con  optimismo—.  Y  estoy  seguro  que  Sonia podrá  coserle  un  ojo.  Los  niños  siempre  están  rompiendo  sus  peluches y luego no dejan de llorar hasta que se los arregla.

—Tengo  este  oso  desde  que  estuve  en  el  hospital,  cuando  perdí  el  oído  —dijo ella, con voz trémula—. Brownie y yo hemos pasado juntos por muchas cosas.

—Y han sobrevivido —dijo Pedro.

—Aunque un poco maltrechos —dijo ella, acariciando suavemente el peluche lleno de barro. Sacudió la cabeza—. No sabía qué esperaba encontrar, pero no era esto.

—El  otro  día,  cuando  te  sacamos,  no  estabas  en  condiciones  de  mirar  a  tu  alrededor — dijo él—. Estabas conmocionada.

—Sí, supongo que sí —dijo Paula, intentando recobrarse—. ¿Has encontrado algo más?

—He recogido algunas cosas —dijo él, mostrándoselas.

Paula las  miró  con  calma  hasta  que  vió  el  álbum  de  fotos.  Entonces,  empezó  de  nuevo a sollozar.

—Es como perder todo mi pasado. Como si nunca hubiera existido.

—No  seas  tonta  —dijo  Juana de  repente,  apareciendo  a  su  lado—.  Solo  eran  fotografías.  Los  recuerdos  se  llevan  en  el  corazón.  Esos  no  los  perderás  nunca.  Y  supongo  que  muchas  de  esas  fotografías  fueron  tomadas  por  personas  que  todavía  tendrán   los   negativos.   Llamaremos   a   tus   padres   y   a   tus   antiguos   amigos,   y   recompondremos el álbum.

Paula le dirigió una sonrisa desvaída.

—Gracias.

—¿Por qué? —dijo Juana—. No he hecho nada.

—  Has  venido  hasta  aquí.  Sé  que  no  ha  sido  por  casualidad.  Pedro te  llamó,  ¿Verdad?

—Tal  vez  mencionó  que  estabas  pensando  en  venir  —admitió  Juana—.  Pero  deberías habérmelo dicho tú.

—Fue una decisión repentina.Y no muy sensata.

—Te  equivocas  —dijo  Juana—.  Ha  sido  una  decisión  muy  valiente.  Siempre  es  mejor afrontar las cosas que nos dan miedo, para poder seguir adelante.

—Amén —dijo  Pedro—.  Ahora,  ¿Qué  les parece si  salimos  de  esta  sauna  y  nos  vamos a comer? ¿A un italiano, tal vez? —le guiñó un ojo a Juana.

—Estupendo —dijo esta.

Después de lanzar una última mirada atrás, Paula dejó escapar un hondo suspiro y se  dirigió  al  coche,  todavía  aferrada  a  su  osito.  Pedro puso  los  demás  objetos  en  el  maletero y luego las llevó a un restaurante cercano.

Juana pidió  pastrami  sin  mirar  siquiera  el  menú  y  contempló  horrorizada  a  Paula cuando esta pidió solo un consomé.

—Con eso no se alimenta ni un pajarito. Tienes que comer algo que te dé energía —le advirtió—. Debes recobrar fuerzas.Para sorpresa de Pedro, Paula hizo caso a su amiga.

—¿Qué me sugieres?

—Tortitas  de  patata  con  salsa  de  manzana  y  crema  agria  —dijo  Juana con  decisión,  y  luego  sonrió—.  Las  compartiremos,  y  tú  podrás  comerte  la  mitad  de  mi  pastrami.

—Hecho —dijo Paula.

Mientras comían, Pedro vió aliviado que el color retornaba a las mejillas de Paula y que sus ojos perdían su anterior languidez. Cuando se marcharon, volvía a sonreír otra vez. Al llegar a casa de Juana, le dió a la anciana un fuerte abrazo.

—Iré  a  verte  este  fin  de  semana  —dijo  Juana—,  y  empezaremos  a  hacer  esas  llamadas. Tú haz una lista con toda la gente con la que quieras contactar. ¡Y anímate!

—Yo me encargaré de eso —dijo Pedro.

Juana también lo abrazó.

—Cuento con ello, jovencito. Nuestra Paula te necesita.

Pedro sabía que era verdad, pero en el fondo no podía evitar preguntarse si esa necesidad sería solo temporal. ¿Qué ocurriría cuando Paula se recuperara del todo?¿Pero  no  era  una  estupidez  tener  miedo  del  momento  en  que  ella  estaría  lista  para marcharse y retomar nuevamente su vida?, se preguntó.Cuando esa noche volvió a casa después del tedioso concierto de Joaquín, se sentó en el patio trasero y se preguntó cómo era posible que Paula se le hubiera metido bajo la  piel  tan  rápidamente.  Los  acontecimientos  de  ese  día  lo  explicaban  en  parte.  No  creía haber conocido nunca a alguien tan valiente. Su fortaleza lo había cautivado.Pero esa misma fortaleza acabaría alejándola de él, y Pedro tendría que dejarla marchar porque sabía que Paula  necesitaba más que nadie valerse por sí misma. Sin embargo,, tal vez, con el tiempo, si tenía suerte, ella le permitiría quedarse a su lado.

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