Mientras Sergio iba en busca del equipo que necesitaban, Pedro observó la es tructura derrumbada a la luz del amanecer. Abrió la boca para gritar, pera la mano de la mujer sobre su hombro lo detuvo.
—Gritar no servirá de nada —dijo ella a toda prisa—. No podrá oírlo. Pau es sorda.
Por si las cosas no eran ya lo bastante complicadas, pensó Pedro, pero luego se dijo que debía plantearse el rescate como si estuviera en un país extranjero cuyo idioma desconociera. No importaba que no pudiera comunicarse con la tal Paula de la manera normal. En cualquier caso, tenía que encontrarla. Rodeó el montón informe de cascotes buscando algún signo de la mujer, algún atisbo de lo que podían haber sido los dormitorios. ¿Estaría en una habitación del piso de arriba o de abajo? Apolo, el perro especialmente entrenado que llevaba a su lado, se movía inquieto entre los escombros, husmeando. Pedro se quedó donde estaba, dejando que Apolo hiciera su trabajo. Aquella era siempre la peor parte de un rescate: quedarse atrás y dejar que el pastor alemán encontrara indicios de vida. Finalmente, el perro se quedó quieto, gimió y luego ladró.
—La has encontrado, ¿Eh, chico?
Apolo gimió, nervioso, pero no se movió, como si entendiera que el más leve movimiento podía resultar fatal.
—Vamos a sacarla de ahí —dijo Pedro. Se detuvo un instante para lanzarle una sonrisa de aliento a la vecina—. Parece que hemos localizado a su amiga. La sacaremos en un abrir y cerrar de ojos.
—Gracias a Dios —dijo ella—. Pau es una de esas personas especiales puestas en la tierra para enseñar a los demás el significado de la bondad. Es un ángel, créame.
Pedro no conocía a muchas mujeres que pudieran estar a la altura de semejante halago. Él tendía a gravitar en torno a mujeres que podían ser descritas como libres y de afectos fáciles; mujeres que no le pedían nada, que sabían que su trabajo era lo primero. Mujeres a las que, definitivamente, no podía llevar a casa para que conocieran a su madre, la cual se lamentaba casi todos los días de que siguiera soltero. Solo dejaba de hacerlo cuando llevaba a Sergio a comer su famoso asado de cerdo con judías pintas y arroz. En esas ocasiones, su madre servía consejos matrimoniales con la comida. Y a su amigo le gustaban demasiado sus guisos como para quejarse. Por supuesto, en ese momento nada importaba que Paula fuera una santa o una pecadora. Era alguien que necesitaba su ayuda, y eso era lo único que importaba.Estudió de nuevo con atención la casa derruida, buscando los mejores accesos y utilizando la presencia vigilante de Apolo como guía para localizar a Paula.
—¿No debería darse prisa? —preguntó la vecina, retorciéndose las manos ansiosamente.
—Es mejor hacerlo bien que precipitarse y causarle más daño de lo que ya haya podido sufrir —pensando en cómo se habría sentido su abuela en esas circunstancias, Pedro se tomó un momento para apretar las manos heladas de la mujer—. Todo va a salir bien.
No bien había pronunciado aquellas palabras cuando oyó un débil grito de ayuda procedente de las profundidades de los escombros. El sonido le encogió el corazón. Consciente de que no podía decir nada, de que sus palabras de aliento caerían en oídos literalmente sordos, intentó reconfortar a la anciana.
— ¿Lo ve? Está viva. La sacaremos enseguida —dijo con optimismo—. Mientras tanto, ¿Por qué no va a uno de los puestos de primeros auxilios para que le echen un vistazo a ese corte que tiene en la frente? Parece que también se ha torcido un tobillo.
— A mi edad, es natural cojear. En cuanto al corte, no es nada —dijo, mirándolo con determinación—. Quiero estar aquí cuando saquen a Pau. Debe de estar aterrorizada. Necesitará ver una cara conocida.
Pedro reconoció la determinación de aquella mujer y no discutió. Como su abuela, la anciana tenía sus propias ideas. Miró a su alrededor hasta que vió a Sergio, que había llevado el equipo necesario para el rescate y ya estaba preparado para empezar.
—¿Listo? —preguntó su compañero. La adrenalina sacudió a Pedro como siempre cuando el trabajo duro estaba a punto de comenzar.
— Vamos allá —dijo, con una ansiedad que siempre le parecía vagamente inapropiada.
Sin embargo, era precisamente esa ansiedad lo que lo había llevado a elegir un trabajo tan arriesgado. Cierto que a veces salvaba vidas, lo que resultaba increíblemente reconfortante, pero el burlar a las fuerzas de la naturaleza y a la muerte cercana también ponía a prueba su habilidad y su ingenio. Y una parte de él ansiaba ese elemento de riesgo. A menudo tenía que cruzar medio mundo para encontrarlo. Ese día, en cambio, estaba en su casa, por así decirlo. De alguna forma, eso hacía más interesante el desafío.Pensó en lo que la anciana había dicho sobre Paula y sonrió con ironía. Tenía que admitir que su ansiedad era ligeramente mayor ante la promesa de que, cuando concluyera el rescate, se encontraría por primera vez en su vida cara a cara con un ángel.
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