viernes, 6 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 4

Mientras  Sergio iba  en  busca  del  equipo  que  necesitaban,  Pedro observó  la  es  tructura derrumbada a la luz del amanecer. Abrió la boca para gritar, pera la mano de la mujer sobre su hombro lo detuvo.

—Gritar  no  servirá  de  nada  —dijo  ella  a  toda  prisa—.  No  podrá  oírlo.  Pau es  sorda.

Por  si  las  cosas  no  eran  ya  lo  bastante  complicadas,  pensó  Pedro,  pero  luego  se  dijo  que  debía  plantearse  el  rescate  como  si  estuviera  en  un  país  extranjero  cuyo  idioma  desconociera.  No  importaba  que  no  pudiera  comunicarse  con  la  tal  Paula de  la  manera normal. En cualquier caso, tenía que encontrarla. Rodeó el montón informe de cascotes buscando algún signo de la mujer, algún atisbo de lo que podían haber sido los dormitorios. ¿Estaría en una habitación del piso de arriba o de abajo? Apolo,  el  perro  especialmente  entrenado  que  llevaba  a  su  lado,  se  movía inquieto  entre  los  escombros,  husmeando.  Pedro se  quedó  donde  estaba,  dejando  que  Apolo hiciera su trabajo. Aquella era siempre la peor parte de un rescate: quedarse atrás y dejar que el pastor alemán encontrara indicios de vida. Finalmente, el perro se quedó quieto, gimió y luego ladró.

—La has encontrado, ¿Eh, chico?

Apolo gimió, nervioso, pero no se movió, como si entendiera que el más leve movimiento podía resultar fatal.

—Vamos  a  sacarla  de  ahí  —dijo  Pedro.  Se  detuvo  un  instante  para  lanzarle  una  sonrisa de aliento a la vecina—. Parece que hemos localizado a su amiga. La sacaremos en un abrir y cerrar de ojos.

—Gracias a Dios —dijo ella—. Pau es una de esas personas especiales puestas en la tierra para enseñar a los demás el significado de la bondad. Es un ángel, créame.

Pedro no conocía a muchas mujeres que pudieran estar a la altura de semejante halago. Él tendía a gravitar en torno a mujeres que podían ser descritas como libres y de  afectos  fáciles;  mujeres  que  no  le  pedían  nada,  que  sabían  que  su  trabajo  era  lo  primero. Mujeres a las que, definitivamente, no podía llevar a casa para que conocieran a  su  madre,  la  cual  se  lamentaba  casi  todos  los  días  de  que  siguiera  soltero.  Solo  dejaba de hacerlo cuando llevaba a Sergio a comer su famoso asado de cerdo con judías pintas y arroz. En esas ocasiones, su madre servía consejos matrimoniales con la comida. Y a su amigo le gustaban demasiado sus guisos como para quejarse. Por  supuesto,  en  ese  momento  nada  importaba  que  Paula fuera  una  santa  o  una  pecadora. Era alguien que necesitaba su ayuda, y eso era lo único que importaba.Estudió de nuevo con atención la casa derruida, buscando los mejores accesos y utilizando la presencia vigilante de Apolo como guía para localizar a Paula.

—¿No  debería  darse  prisa?  —preguntó  la  vecina,  retorciéndose  las  manos  ansiosamente.

—Es mejor hacerlo bien que precipitarse y causarle más daño de lo que ya haya podido sufrir —pensando en cómo se habría sentido su abuela en esas circunstancias, Pedro se  tomó  un  momento  para  apretar  las  manos  heladas  de  la  mujer—.  Todo  va  a  salir bien.

No bien había pronunciado aquellas palabras cuando oyó un débil grito de ayuda procedente  de  las  profundidades  de  los  escombros.  El  sonido  le  encogió  el  corazón.  Consciente de que no podía decir nada, de que sus palabras de aliento caerían en oídos literalmente sordos, intentó reconfortar a la anciana.

—  ¿Lo  ve?  Está  viva.  La  sacaremos  enseguida —dijo  con  optimismo—.  Mientras  tanto,  ¿Por  qué  no  va  a  uno  de  los  puestos  de  primeros  auxilios  para  que  le  echen  un  vistazo  a  ese  corte  que  tiene  en  la  frente?  Parece  que  también  se  ha  torcido  un  tobillo.

— A mi edad, es natural cojear. En cuanto al corte, no es nada —dijo, mirándolo con  determinación—.  Quiero  estar  aquí  cuando  saquen  a  Pau.  Debe  de  estar  aterrorizada. Necesitará ver una cara conocida.

Pedro reconoció la determinación de aquella mujer y no discutió. Como su abuela, la anciana tenía sus propias ideas. Miró  a  su  alrededor  hasta  que  vió  a  Sergio,  que  había  llevado  el  equipo  necesario para el rescate y ya estaba preparado para empezar.

—¿Listo? —preguntó su compañero. La  adrenalina  sacudió  a  Pedro como  siempre  cuando  el  trabajo  duro  estaba  a  punto de comenzar.

—  Vamos  allá  —dijo,  con  una  ansiedad  que  siempre  le  parecía  vagamente inapropiada. 

Sin  embargo,  era  precisamente  esa  ansiedad  lo  que  lo  había  llevado  a  elegir  un  trabajo  tan  arriesgado.  Cierto  que  a  veces  salvaba  vidas,  lo  que  resultaba  increíblemente  reconfortante,  pero  el  burlar  a  las  fuerzas  de  la  naturaleza  y  a  la muerte  cercana  también  ponía  a  prueba  su  habilidad  y  su  ingenio.  Y  una  parte  de  él  ansiaba ese elemento de riesgo. A  menudo  tenía  que  cruzar  medio  mundo  para  encontrarlo.  Ese  día,  en  cambio,  estaba  en  su  casa,  por  así  decirlo.  De  alguna  forma,  eso  hacía  más  interesante  el  desafío.Pensó en lo que la anciana había dicho sobre Paula y sonrió con ironía. Tenía que admitir  que  su  ansiedad  era  ligeramente  mayor  ante  la  promesa  de  que,  cuando  concluyera  el  rescate,  se  encontraría  por  primera  vez  en  su  vida  cara  a  cara  con  un  ángel.

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