lunes, 30 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 43

—Mamá, ¿Sabes siquiera qué son los Dolphins? —preguntó Carolina.

—Claro  que  lo  sé  —dijo  su  madre,  indignada—.  Aunque  no  entiendo  cómo  a  la  gente puede gustarle más el béisbol que el fútbol.

Aquella era una   vieja   discusión   en   la   que   la   familia   entera   se   enzarzó   rápidamente.  Satisfecho  de  dejarlos  distraídos  por  el  momento,  Pedro se  escabulló  hacia la cocina justo a tiempo para oír que Paula preguntaba en tono afligido:

—¿Tú crees que hay algo malo en mí?

Sonia vió  que  su  hermano  estaba  en  el  umbral  y  frunció  el  ceño  antes  de  contestar:

—No hay nada de malo en tí. Mi hermano es un necio.

Pedro decidió  que  no  sería  bien  recibido  en  la  cocina.  Tenía  dos  opciones:  podía  en  trar y defenderse por segunda vez ese día, o volver al cuarto de estar y arriesgarse a  que  la  conversación  volviera  a  recaer  en  sus  planes  de  boda.  Optó  por  la  cocina,  a  pesar de todo.

—¿Necesitan  ayuda? —preguntó, uniéndose a Sonia y Paula.

—Todo está bajo control —dijo su hermana  —. Voy a poner la mesa en el comedor. Lo  haremos  al  estilo  buffet,  porque  en  la  mesa  no  cabemos  todos.  Los  niños  pueden  comer  en  el  patio  —deliberadamente,  dió  la  espalda  a  Paula  y  añadió—.  Aprovecha  la  ocasión para arreglar las cosas, hermanito. No sé lo que le has hecho, pero está claro que le ha dolido.

—No creo que pueda arreglarlo en unos minutos —dijo él.

—Inténtalo —le  ordenó  ella,  saliendo  por  la  puerta  de  la  cocina—.  Paula es  lo  mejor que te ha pasado nunca. No lo eches todo a perder.

Cuando estuvieron solos, Paula lo miró con nerviosismo.

—Me gusta tu familia —dijo.

—Siento que te hayan bombardeado a preguntas.

—No  importa  —ella  sonrió—.  De  todas  formas,  no  han  esperado  a  que  les  respondiera. Si te digo la verdad, casi no entendía lo que decían.

—No se han dado cuenta... —empezó a decir él, pero ella lo interrumpió.

—Ya  estoy  acostumbrada.  No  tienes  que  disculparte.  A  veces  me  gusta  que  la  gente se olvide de que soy sorda. Durante unos minutos, aunque me quede fuera de la conversación, me siento casi normal.

—Paula, tú eres normal —dijo él con firmeza, recordando la pregunta que ella le acababa de hacer a Sonia—. Que no puedas oír no significa que haya algo malo en tí.

Ella lo miró fijamente, sorprendida por su vehemencia.

—¿Lo dices de verdad?

—Claro que sí —dijo él enfáticamente—. Eres una mujer increíble. La mayoría de las  veces  me  olvido  de  que  no  oyes.  A  veces  tengo  que  recordarme  que,  en  ciertas  circunstancias, estás en desventaja —vió, desconcertado, que por las mejillas de Paula empezaban a rodas las lágrimas—. ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?

Ella le agarró una mano y le besó en la palma.

—Nada —murmuró—.  La  mayoría  de  la  gente  es  demasiado  solícita  conmigo. Nunca  olvidan  que  tengo  una  discapacidad  y  nunca  me  dejan  que  yo  lo  olvide.  Es  imposible ignorar que soy sorda, pero de vez en cuando es tan agradable poder fingir que no importa...

—A mí no me importa —dijo él—. Lo único que siento es que hayas perdido lo que tanto amabas: la música. Ni siquiera logro imaginar lo difícil que debió de ser para tí el aceptarlo.

—A veces, todavía oigo música dentro de mi cabeza —dijo ella, con el semblante lleno  de  melancolía.  Le  acarició  los  labios  con  un  dedo—.  ¿Sabes  qué  es  lo  que  de  verdad lamento? —él negó con la cabeza—. Que nunca podré oír el sonido de tu voz.

Pedro sintió el aguijón de las lágrimas quemándole los párpados.Tal vez, algún día, se atrevería a decirle lo que llevaba en el corazón.

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