—Mamá, ¿Sabes siquiera qué son los Dolphins? —preguntó Carolina.
—Claro que lo sé —dijo su madre, indignada—. Aunque no entiendo cómo a la gente puede gustarle más el béisbol que el fútbol.
Aquella era una vieja discusión en la que la familia entera se enzarzó rápidamente. Satisfecho de dejarlos distraídos por el momento, Pedro se escabulló hacia la cocina justo a tiempo para oír que Paula preguntaba en tono afligido:
—¿Tú crees que hay algo malo en mí?
Sonia vió que su hermano estaba en el umbral y frunció el ceño antes de contestar:
—No hay nada de malo en tí. Mi hermano es un necio.
Pedro decidió que no sería bien recibido en la cocina. Tenía dos opciones: podía en trar y defenderse por segunda vez ese día, o volver al cuarto de estar y arriesgarse a que la conversación volviera a recaer en sus planes de boda. Optó por la cocina, a pesar de todo.
—¿Necesitan ayuda? —preguntó, uniéndose a Sonia y Paula.
—Todo está bajo control —dijo su hermana —. Voy a poner la mesa en el comedor. Lo haremos al estilo buffet, porque en la mesa no cabemos todos. Los niños pueden comer en el patio —deliberadamente, dió la espalda a Paula y añadió—. Aprovecha la ocasión para arreglar las cosas, hermanito. No sé lo que le has hecho, pero está claro que le ha dolido.
—No creo que pueda arreglarlo en unos minutos —dijo él.
—Inténtalo —le ordenó ella, saliendo por la puerta de la cocina—. Paula es lo mejor que te ha pasado nunca. No lo eches todo a perder.
Cuando estuvieron solos, Paula lo miró con nerviosismo.
—Me gusta tu familia —dijo.
—Siento que te hayan bombardeado a preguntas.
—No importa —ella sonrió—. De todas formas, no han esperado a que les respondiera. Si te digo la verdad, casi no entendía lo que decían.
—No se han dado cuenta... —empezó a decir él, pero ella lo interrumpió.
—Ya estoy acostumbrada. No tienes que disculparte. A veces me gusta que la gente se olvide de que soy sorda. Durante unos minutos, aunque me quede fuera de la conversación, me siento casi normal.
—Paula, tú eres normal —dijo él con firmeza, recordando la pregunta que ella le acababa de hacer a Sonia—. Que no puedas oír no significa que haya algo malo en tí.
Ella lo miró fijamente, sorprendida por su vehemencia.
—¿Lo dices de verdad?
—Claro que sí —dijo él enfáticamente—. Eres una mujer increíble. La mayoría de las veces me olvido de que no oyes. A veces tengo que recordarme que, en ciertas circunstancias, estás en desventaja —vió, desconcertado, que por las mejillas de Paula empezaban a rodas las lágrimas—. ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
Ella le agarró una mano y le besó en la palma.
—Nada —murmuró—. La mayoría de la gente es demasiado solícita conmigo. Nunca olvidan que tengo una discapacidad y nunca me dejan que yo lo olvide. Es imposible ignorar que soy sorda, pero de vez en cuando es tan agradable poder fingir que no importa...
—A mí no me importa —dijo él—. Lo único que siento es que hayas perdido lo que tanto amabas: la música. Ni siquiera logro imaginar lo difícil que debió de ser para tí el aceptarlo.
—A veces, todavía oigo música dentro de mi cabeza —dijo ella, con el semblante lleno de melancolía. Le acarició los labios con un dedo—. ¿Sabes qué es lo que de verdad lamento? —él negó con la cabeza—. Que nunca podré oír el sonido de tu voz.
Pedro sintió el aguijón de las lágrimas quemándole los párpados.Tal vez, algún día, se atrevería a decirle lo que llevaba en el corazón.
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