lunes, 9 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 8

—Muy gracioso. Tú sabes que no fue así. Nunca me acerqué a otra mujer en esos tres años. Lo que a Nadia la sacaba de quicio era mi trabajo. Ella sabía cómo me ganabala  vida  cuando  nos  conocimos,  pero  por  alguna  razón,  cuando  nos  casamos  decidió  que  tenía  que  ponerme  a  trabajar  con  su  padre  —le  dió  un  escalofrío—.  Yo,  detrás  de  un  escritorio. ¿Te imaginas?

No más de lo que se imaginaba a sí mismo, admitió Pedro.

—Mi madre dice que todavía te quiere.

—No lo bastante para abandonar esa absurda idea —dijo Sergio, con un destello de algo parecido  a  la  pena  en  los  ojos.  Pero  el  destello  desapareció  inmediatamente,  reemplazado por un irreprimible brillo malicioso—. Ese divorcio fue lo mejor que me ha pasado. Las mujeres creen que, si me casé una vez, podría volver a hacerlo. No te imaginas lo que es capaz de hacer una mujer cuando piensa que eres un marido potencial. Deberías tenerlo en cuenta.

—¿El qué? ¿Casarme para poder divorciarme? No, gracias. Si alguna vez me decido, será para siempre. Entre mi madre y el cura, mi vida no valdría un céntimo si se me ocurriera siquiera pronunciar la palabra «divorcio».

—Por  eso  nunca  te  ves  con  una  mujer  más  de  dos  sábados  seguidos  —concluyó Sergio.  Su  expresión  se  volvió  pensativa—.  Me  pregunto  si  Paula Chaves podría  hacerte cambiar de opinión.

—¿Pero  qué  dices?  Casi  no  conozco  a  esa  mujer,  y  tú  no  has  cambiado  ni  dos  palabras con ella.

—Pero la he visto —dijo Sergio—. Y uno no olvida fácilmente a una mujer que tiene ese aspecto después de haber estado enterrada bajo un edificio en ruinas. Además si, como dice su vecina, es un ángel, no debe de parecerse en nada a tus amiguitas. ¿No se te ha ocurrido nunca pensar que eliges siempre al mismo tipo de mujer precisamente porque sabes que no durará?

Pedro frunció el ceño ante aquel análisis de su vida amorosa, más acertado de lo que quería admitir.

—Nos  quedan  algunas  cosas  por  revisar  —dijo,  alejándose  sin  contestar  a  Sergio.

 La risa cómplice de su amigo lo siguió.¿Y qué si se protegía de un matrimonio efímero saliendo con mujeres con las que por nada del mundo pasaría el resto de su vida?¿Qué había de malo en ello? Él no las engañaba.  Como  decía  Sergio,  Pedro casi  nunca  salía  con  la  misma  mujer  más  que  una  o  dos veces, y siempre ponía las cartas boca arriba y les explicaba que estaba demasiado entregado a su trabajo como para pensar en comprometerse seriamente. Tal  vez  era  una  táctica  que  había  desarrollado  para  evitar  el  compromiso,  pero  ¿qué  importaba?  Era  su  vida.  Y  le  gustaba  vivirla  solo.  No  quería  tener  que  darle  cuentas a nadie. Después de pasarse sus primeros dieciocho años de vida agobiado por una  madre  excesivamente  protectora,  un  padre  con  un  carácter  de  hierro  y  cuatro  chicas  que  pensaban  que  la  vida  amorosa  de  su  hermano  era  de  su  incumbencia,  le  gustaba disfrutar de su libertad. Sus sobrinos y sobrinas satisfacían su amor por los niños,  al  menos  por  el  momento.  Podía  jugar  y  divertirse  con  ellos  sin  ninguna  de  las  responsabilidades de ser padre. No había ni una sola mujer sobre la tierra que pudiera hacerle cambiar de opinión al respecto. Satisfecho  de  que  Sergio estuviera  completamente  equivocado,  se  dispuso  a  olvidarse de Paula Chaves. Probablemente no volvería a verla nunca y no tendría que cumplir su promesa de llevarla a bailar. Ella ni siquiera podía esperar que la cumpliera.Todavía  estaba  intentando  convencerse  de  ello  al  día  siguiente,  pero  no  parecía  poder  quitarse  de  la  cabeza  la  imagen  de  la  mirada  azulada  de  Paula.  Si  lo  que  había  visto  en  sus  ojos  hubiera  sido  esperanza,  se  habría  olvidado  de  ella  inmediatamente.  Pero no había sido eso.  Había sido gratitud y, bajo esta, un ligero destello de soledad.Intentó  imaginarse  siendo  rescatado  de  entre  los  escombros  de  su  casa,  teniendo  solo  a  una  anciana  vecina  como  apoyo,  en  lugar  de  la  numerosa  familia  que  tenía. Pero no pudo. Sabía que, si eso ocurría, su habitación del hospital se llenaría de gente que se preocuparía de si vivía o moría y que lo ayudaría a reconstruir su casa y su vida. ¿Pero quién se preocuparía de Paula? Pasó una hora diciéndose a sí mismo que seguramente una mujer a la que habían descrito como un ángel tendría docenas de amigos a su lado, pero no podía sacudirse la sensación de que ese no era el caso de Paula.

—Maldita  sea  —murmuró,  dejando  la  taza  de  café  en  el  fregadero  y  agarrando  las llaves del coche.

Por el  camino  se  dijo  que,  si  iba  al  hospital  y  descubría  que  ella  tenía  todo  el  apoyo  que  necesitaba,  daría  media  vuelta  y  se  marcharía.  Eso  haría.  Y  fin  de  la  historia. Ya no volvería verse perseguido por esos grandes ojos azules.Pero, por desgracia, algo en las entrañas le decía que no sería así.

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