—Muy gracioso. Tú sabes que no fue así. Nunca me acerqué a otra mujer en esos tres años. Lo que a Nadia la sacaba de quicio era mi trabajo. Ella sabía cómo me ganabala vida cuando nos conocimos, pero por alguna razón, cuando nos casamos decidió que tenía que ponerme a trabajar con su padre —le dió un escalofrío—. Yo, detrás de un escritorio. ¿Te imaginas?
No más de lo que se imaginaba a sí mismo, admitió Pedro.
—Mi madre dice que todavía te quiere.
—No lo bastante para abandonar esa absurda idea —dijo Sergio, con un destello de algo parecido a la pena en los ojos. Pero el destello desapareció inmediatamente, reemplazado por un irreprimible brillo malicioso—. Ese divorcio fue lo mejor que me ha pasado. Las mujeres creen que, si me casé una vez, podría volver a hacerlo. No te imaginas lo que es capaz de hacer una mujer cuando piensa que eres un marido potencial. Deberías tenerlo en cuenta.
—¿El qué? ¿Casarme para poder divorciarme? No, gracias. Si alguna vez me decido, será para siempre. Entre mi madre y el cura, mi vida no valdría un céntimo si se me ocurriera siquiera pronunciar la palabra «divorcio».
—Por eso nunca te ves con una mujer más de dos sábados seguidos —concluyó Sergio. Su expresión se volvió pensativa—. Me pregunto si Paula Chaves podría hacerte cambiar de opinión.
—¿Pero qué dices? Casi no conozco a esa mujer, y tú no has cambiado ni dos palabras con ella.
—Pero la he visto —dijo Sergio—. Y uno no olvida fácilmente a una mujer que tiene ese aspecto después de haber estado enterrada bajo un edificio en ruinas. Además si, como dice su vecina, es un ángel, no debe de parecerse en nada a tus amiguitas. ¿No se te ha ocurrido nunca pensar que eliges siempre al mismo tipo de mujer precisamente porque sabes que no durará?
Pedro frunció el ceño ante aquel análisis de su vida amorosa, más acertado de lo que quería admitir.
—Nos quedan algunas cosas por revisar —dijo, alejándose sin contestar a Sergio.
La risa cómplice de su amigo lo siguió.¿Y qué si se protegía de un matrimonio efímero saliendo con mujeres con las que por nada del mundo pasaría el resto de su vida?¿Qué había de malo en ello? Él no las engañaba. Como decía Sergio, Pedro casi nunca salía con la misma mujer más que una o dos veces, y siempre ponía las cartas boca arriba y les explicaba que estaba demasiado entregado a su trabajo como para pensar en comprometerse seriamente. Tal vez era una táctica que había desarrollado para evitar el compromiso, pero ¿qué importaba? Era su vida. Y le gustaba vivirla solo. No quería tener que darle cuentas a nadie. Después de pasarse sus primeros dieciocho años de vida agobiado por una madre excesivamente protectora, un padre con un carácter de hierro y cuatro chicas que pensaban que la vida amorosa de su hermano era de su incumbencia, le gustaba disfrutar de su libertad. Sus sobrinos y sobrinas satisfacían su amor por los niños, al menos por el momento. Podía jugar y divertirse con ellos sin ninguna de las responsabilidades de ser padre. No había ni una sola mujer sobre la tierra que pudiera hacerle cambiar de opinión al respecto. Satisfecho de que Sergio estuviera completamente equivocado, se dispuso a olvidarse de Paula Chaves. Probablemente no volvería a verla nunca y no tendría que cumplir su promesa de llevarla a bailar. Ella ni siquiera podía esperar que la cumpliera.Todavía estaba intentando convencerse de ello al día siguiente, pero no parecía poder quitarse de la cabeza la imagen de la mirada azulada de Paula. Si lo que había visto en sus ojos hubiera sido esperanza, se habría olvidado de ella inmediatamente. Pero no había sido eso. Había sido gratitud y, bajo esta, un ligero destello de soledad.Intentó imaginarse siendo rescatado de entre los escombros de su casa, teniendo solo a una anciana vecina como apoyo, en lugar de la numerosa familia que tenía. Pero no pudo. Sabía que, si eso ocurría, su habitación del hospital se llenaría de gente que se preocuparía de si vivía o moría y que lo ayudaría a reconstruir su casa y su vida. ¿Pero quién se preocuparía de Paula? Pasó una hora diciéndose a sí mismo que seguramente una mujer a la que habían descrito como un ángel tendría docenas de amigos a su lado, pero no podía sacudirse la sensación de que ese no era el caso de Paula.
—Maldita sea —murmuró, dejando la taza de café en el fregadero y agarrando las llaves del coche.
Por el camino se dijo que, si iba al hospital y descubría que ella tenía todo el apoyo que necesitaba, daría media vuelta y se marcharía. Eso haría. Y fin de la historia. Ya no volvería verse perseguido por esos grandes ojos azules.Pero, por desgracia, algo en las entrañas le decía que no sería así.
No hay comentarios:
Publicar un comentario