¡Mujeres! Pedro se sentó en la cubierta y se preguntó si alguna vez llegaría a entenderlas. Se dijo que era más bien improbable, incluso para un hombre que había crecido con cuatro ruidosas hermanas.A decir verdad, su incapacidad para entender las complejidades del sexo femenino le había tenido sin cuidado hasta la semana anterior, pero, por alguna estúpida razón, deseaba comprender lo que le pasaba a Paula. Creía saber lo que la había hecho enfadar: lo que él veía como un comportamiento honroso, al parecer la exasperaba terriblemente. Y él empezaba a preguntarse si estaba loco. La mujer a la que deseaba se le había ofrecido, y él la había rechazado. Quizá necesitara un psiquiatra.Hubiera dado cualquier cosa por beber algo fresco, pero no se atrevía a bajar al camarote y encontrarse con Paula. Esta parecía estar de un humor imprevisible, y él no era un santo. La siguiente vez que se le ofreciera, no se preocuparía de lo que era correcto y decente.Oyó sus pasos subiendo las escaleras y se obligó a seguir mirando el mar, con los ojos protegidos por las gafas de sol. Casi se cayó del asiento al sentir un chorro de agua helada sobre el pecho.
—Maldita sea, Paula—murmuró, y vió que a ella le brillaban los ojos de satisfacción.
—Pensé que tal vez te apetecería algo fresco —dijo ella dulcemente.
—Habría preferido bebérmelo, no que me lo derramaras por encima —refunfuñó él, pero aceptó la lata de tónica que ella le ofrecía—. Gracias.
—De nada. Si tienes hambre, puedo traer la comida.
La miró con incertidumbre. ¿Estaba intentando disculparse por su reacción anterior? ¿O querría envenenarlo de algún modo?
—Todavía no — dijo, quería un poco más de tiempo para saber de qué humor estaba ella. Señaló el asiento contiguo al suyo—. ¿Quieres sentarte?
—Prefiero estar de pie.
—Como quieras.
Por desgracia, su decisión de permanecer de pie dejaba sus piernas al nivel de los ojos de Pedro. Este parecía incapaz de apartar la mirada de sus muslos, desnudos y ligeramente bronceados, mientras se preguntaba qué haría para mantener aquel tono muscular, qué tacto tendría su piel y cómo sabría. Y otras muchas cosas en las que no tenía sentido pensar, se dijo secamente. Alzó la vista y vió que ella lo observaba con el ceño fruncido.
—¿Va todo bien? —le preguntó.
—Perfectamente —respondió él, irritado—. Todo va perfectamente.
— Sí, ¿Verdad? —murmuró ella con una sonrisa de satisfacción.
Luego se giró y se acercó a la proa de la barca, contoneando las caderas. Ese contoneo era deliberado, pensó Pedro, como todo lo demás. Al parecer su dulce, vulnerable y valiente Paula estaba decidida a vengarse. Pedro pensaba que el día no podía ponerse peor, pero se equivocaba. Cuando llegaron a casa justo después de las cinco, se la encontraron llena de gente. Su familia se había cansado de esperar una invitación para conocer a la misteriosa invitada y había decidido presentarse sin más. Paula se alarmó. Cuando vió a Sonia y a los niños, enseguida adivinó quiénes eran los demás, y miró a Pedro con espanto.
—¿No podemos escaparnos?
—Hoy ya lo hemos intentado una vez y no ha salido muy bien —dijo él—. No será tan horrible.
—Para tí es fácil decirlo. Es tu familia.
—Lo que significa que yo me llevaré la peor parte del interrogatorio —dijo él—. Contigo se portarán bien.
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