lunes, 9 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 10

—¿Cuándo te dan el alta?

—No tan pronto como yo quisiera —dijo ella.

—Yo pensaba que ahora echaban a la gente lo antes posible. Demasiado pronto, a veces.

—Esa  es  la  norma  general,  sí,  pero  estas  son  circunstancias  especiales.  Parece  que no tengo a donde ir, y no quieren que me quede sola.

—¿No puedes quedarte en casa de algún amigo?

—No  quiero  molestarlos.  No  llevo  mucho  tiempo  en  Miami.  La  mayoría  de  mis  amigos  son  vecinos  —se  encogió  de  hombros. 

Ambos  sabían  la  situación  en  que  se  encontraban sus vecinos.

—Claro. ¿Cómo está la señora Baker, por cierto?

—Está en casa de su hermana y no para de quejarse —dijo Paula, riendo—. Juana es  muy  independiente.  Dice  que  su  hermana  es  una  quejica.  Si  la  hubieras  oído,  hace  solo media hora...

Él puso otra vez aquella devastadora sonrisa.

—¿Ha estado aquí?

—Ayer y hoy. Dice que es para vigilarme, pero creo que en realidad lo hace para huir de su hermana.

—Conozco esa sensación —dijo Pedro.

—¿Tienes una hermana?

—Una no, cuatro.

Fascinada por la idea de una familia tan numerosa, Paula se sentó al borde de la cama y lo miró con curiosidad.

—Háblame de ellas.

 Él pareció dudar.

—No creo que quieras que te hable de mis hermanas.

— Sí que quiero —le aseguró —. Yo soy hija única. Siempre me han dado envidia las familias numerosas. Háblame también de tus padres. ¿Tu madre es cubana?

—¿Cómo lo has adivinado?

—Tu aspecto y tu nombre son hispanos, pero te llamas Alfonso de apellido.

Él sonrió.

—Sí,  mi  madre  es  cubana.  Conoció  a  mi  padre  en  la  escuela,  cuando  acababa  de  llegar a Estados Unidos. Ella jura que se enamoró locamente de él a primera vista.

—Y tu padre, ¿Qué dice?

—Dice  que  ni  siquiera  lo  miró  hasta  que  cumplieron  veinte  años  y  él  se  gastaba  todo sus ahorros mandándole rosas.

Paula se echó a reír.

—Quizá la conquistaron las rosas.

—Eso  influyó,  claro,  pero  mi  madre  siempre  ha  comprendido  las  sutilezas  del  amor. Tal vez se enamoró perdidamente de mi padre, como dice, pero quiso probar su amor antes de aceptar casarse con él.

—¿Y las rosas lo probaban?

—No, pero sí su insistencia.

—Y ella habrá traspasado toda esa sabiduría a sus hijos, supongo, asegurándose de que tengan relaciones estables y seguras.

—Digamos que mis hermanas mortificaron a sus maridos antes de decirles que sí. A mí, los pobres me daban pena. No sabían dónde se estaban metiendo. Algunas veces yo trataba de advertirles, cuando iban a casa a buscarlas en su primera cita, pero ya era demasiado tarde. Mis hermanas son muy guapas, y para entonces estaban ya medio enamorados de ellas.

—¿Y  a tí?   ¿Te ha servido de algo la sabiduría materna?   —le preguntó, sorprendida  por  el  interés  que  sentía  por  saber  si  Pedro Alfonso estaba  casado  o  soltero, y por cuánto deseaba que le respondiera esto último.

—No  me  ha  servido  de  nada.  Todavía  no  he  conocido  a  ninguna  mujer  a  la  que  quiera mortificar.

—Pero  estoy  segura  que  te  sobran  admiradoras —dijo  ella,  mofándose  para  esconder su alivio.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Por favor —sonrió ella—. Mírate al espejo.

Él sonrió.

—¿Tratas de decirme que te parezco guapo, Paula Chaves?

—Los hechos son los hechos —dijo ella, como si no hiciera falta decir nada más. No  quería  que  él  se  diera  cuenta  de  que  le  hacía  bullir  la  sangre  con  solo  mirarla—. Volvamos a tus hermanas. Háblame de ellas.

Él se sentó en la única silla que había en la habitación.

—Veamos.  Sonia es  la  mayor.  Tiene  treinta  y  seis  años  y  cuatro  hijos,  todos  chicos,  unos  auténticos  demonios.  Los  fascinan  los  lagartos,  las  serpientes  y  los  camaleones.  Para  horror  de  mi  hermana,  siempre  se  llevan  a  casa  sus  hallazgos  y  los  dejan  sueltos.  Yo  le  digo  que  es  un  castigo  de  Dios  por  todas  las  cosas  que  me  hizo  cuando éramos pequeños.

Paula se rió, compadeciéndose de ella.

—¿Y qué hace?

—Les da a su marido y a sus hijos cinco minutos para encontrar al bicho perdido y deshacerse de él.

—¿Y si no lo consiguen?

—Se  va  de  tiendas.  Puede  comprarse  un  montón  de  perfumes  y  lencería  en  un  espacio  de  tiempo  increíblemente  corto.  Ella  dice  que  su  destreza  con  la  tarjeta  de  crédito es una excelente motivación para su marido.

—No sé —dijo Paula,  dudando—.  Algunos  maridos  pensarían  que  un  poco  de  lencería es una ventaja, más que un inconveniente.

Pedro sonrió.

—Sí. Pero no creo que a ella se le haya ocurrido todavía. O tal vez, sí. Sonia  es una mujer muy misteriosa.

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