—¿Cuándo te dan el alta?
—No tan pronto como yo quisiera —dijo ella.
—Yo pensaba que ahora echaban a la gente lo antes posible. Demasiado pronto, a veces.
—Esa es la norma general, sí, pero estas son circunstancias especiales. Parece que no tengo a donde ir, y no quieren que me quede sola.
—¿No puedes quedarte en casa de algún amigo?
—No quiero molestarlos. No llevo mucho tiempo en Miami. La mayoría de mis amigos son vecinos —se encogió de hombros.
Ambos sabían la situación en que se encontraban sus vecinos.
—Claro. ¿Cómo está la señora Baker, por cierto?
—Está en casa de su hermana y no para de quejarse —dijo Paula, riendo—. Juana es muy independiente. Dice que su hermana es una quejica. Si la hubieras oído, hace solo media hora...
Él puso otra vez aquella devastadora sonrisa.
—¿Ha estado aquí?
—Ayer y hoy. Dice que es para vigilarme, pero creo que en realidad lo hace para huir de su hermana.
—Conozco esa sensación —dijo Pedro.
—¿Tienes una hermana?
—Una no, cuatro.
Fascinada por la idea de una familia tan numerosa, Paula se sentó al borde de la cama y lo miró con curiosidad.
—Háblame de ellas.
Él pareció dudar.
—No creo que quieras que te hable de mis hermanas.
— Sí que quiero —le aseguró —. Yo soy hija única. Siempre me han dado envidia las familias numerosas. Háblame también de tus padres. ¿Tu madre es cubana?
—¿Cómo lo has adivinado?
—Tu aspecto y tu nombre son hispanos, pero te llamas Alfonso de apellido.
Él sonrió.
—Sí, mi madre es cubana. Conoció a mi padre en la escuela, cuando acababa de llegar a Estados Unidos. Ella jura que se enamoró locamente de él a primera vista.
—Y tu padre, ¿Qué dice?
—Dice que ni siquiera lo miró hasta que cumplieron veinte años y él se gastaba todo sus ahorros mandándole rosas.
Paula se echó a reír.
—Quizá la conquistaron las rosas.
—Eso influyó, claro, pero mi madre siempre ha comprendido las sutilezas del amor. Tal vez se enamoró perdidamente de mi padre, como dice, pero quiso probar su amor antes de aceptar casarse con él.
—¿Y las rosas lo probaban?
—No, pero sí su insistencia.
—Y ella habrá traspasado toda esa sabiduría a sus hijos, supongo, asegurándose de que tengan relaciones estables y seguras.
—Digamos que mis hermanas mortificaron a sus maridos antes de decirles que sí. A mí, los pobres me daban pena. No sabían dónde se estaban metiendo. Algunas veces yo trataba de advertirles, cuando iban a casa a buscarlas en su primera cita, pero ya era demasiado tarde. Mis hermanas son muy guapas, y para entonces estaban ya medio enamorados de ellas.
—¿Y a tí? ¿Te ha servido de algo la sabiduría materna? —le preguntó, sorprendida por el interés que sentía por saber si Pedro Alfonso estaba casado o soltero, y por cuánto deseaba que le respondiera esto último.
—No me ha servido de nada. Todavía no he conocido a ninguna mujer a la que quiera mortificar.
—Pero estoy segura que te sobran admiradoras —dijo ella, mofándose para esconder su alivio.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Por favor —sonrió ella—. Mírate al espejo.
Él sonrió.
—¿Tratas de decirme que te parezco guapo, Paula Chaves?
—Los hechos son los hechos —dijo ella, como si no hiciera falta decir nada más. No quería que él se diera cuenta de que le hacía bullir la sangre con solo mirarla—. Volvamos a tus hermanas. Háblame de ellas.
Él se sentó en la única silla que había en la habitación.
—Veamos. Sonia es la mayor. Tiene treinta y seis años y cuatro hijos, todos chicos, unos auténticos demonios. Los fascinan los lagartos, las serpientes y los camaleones. Para horror de mi hermana, siempre se llevan a casa sus hallazgos y los dejan sueltos. Yo le digo que es un castigo de Dios por todas las cosas que me hizo cuando éramos pequeños.
Paula se rió, compadeciéndose de ella.
—¿Y qué hace?
—Les da a su marido y a sus hijos cinco minutos para encontrar al bicho perdido y deshacerse de él.
—¿Y si no lo consiguen?
—Se va de tiendas. Puede comprarse un montón de perfumes y lencería en un espacio de tiempo increíblemente corto. Ella dice que su destreza con la tarjeta de crédito es una excelente motivación para su marido.
—No sé —dijo Paula, dudando—. Algunos maridos pensarían que un poco de lencería es una ventaja, más que un inconveniente.
Pedro sonrió.
—Sí. Pero no creo que a ella se le haya ocurrido todavía. O tal vez, sí. Sonia es una mujer muy misteriosa.
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