miércoles, 11 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 12

Paula ignoraba a cuál de los dos lo sorprendió más la invitación. Él pareció querer retractarse al instante de las palabras que acababan de salir de su boca. Y ella, que no quería molestar a sus amigos, tampoco estaba dispuesta a molestar a un hombre cuyo deber hacia ella había acabado al salvarle la vida.

—Eso  es  muy amable  de  tu  parte,  pero...  —comenzó  a  decir,  intentando  tranquilizarlo.

—Yo no paso mucho tiempo en casa — añadió él rápidamente, cortando su protesta—. Pero sí lo suficiente para contentar a los médicos, y así tendrás un techo hasta que decidas qué vas a hacer —antes de que ella siguiera su primer impulso y declinara la oferta, él pareció tomar una decisión —. No aceptaré un «no» por respuesta —dijo, dirigiéndose a la puerta—. Hablaré con los médicos.

Paula saltó de la cama y se puso entre la puerta y él. El tobillo le dió una punzada de dolor por el esfuerzo.

—No  lo  harás  —declaró—.  No  voy  a  ser  una  carga  para  nadie,  y  menos  para  alguien a quien apenas conozco.

—No parece que tengas muchas opciones —dijo él, sin apartar la mirada.

—Claro que  las tengo   —insistió ella,   aunque  la  mayoría  de   ellas   eran   impracticables  o  insoportables  para  alguien  que  amaba  su  independencia  y  que  no  quería perderla ni siquiera temporalmente.

—Dime una.

—Me  iré  a  un  hotel  y  pagaré  a  una  enfermera — dijo,  aferrándose  a  la  primera  idea que se le ocurrió.

—¿Para  qué,  si  puedes  venirte  conmigo?  ¿Es  que  puedes  permitirte  tirar  el  dinero?

—Mi  seguro  de  hogar  pagará  el  hotel;  y  mi  cobertura  médica,  la  enfermera —dijo, triunfante, rezando para que fuera cierto.

—¿Y dónde encontrarás ese hotel? —preguntó él.

—En Miami hay cientos de ellos.

—Y  la  mayoría  están  repletos  de  turistas  dispuestos  a  pagar  doscientos  o  trescientos  dólares  por  noche,  o  de  agentes  de  seguros  y  contratistas  de  obras  que  han  venido  al  olor  del  negocio,  o  de  gente  desplazada  por  el  huracán  y  que  llegó  allí  antes que tú.

Paula suspiró. Probablemente, Pedro tenía razón.

—Entonces  me  iré  a  una  residencia.  ¿Qué  hay  de  malo  en  ello?  Solo  serán  unos  pocos días.

Pedro se encogió de hombros.

— Si eso es lo que quieres —dijo dulcemente—. Comida de pensión. Olor a desinfectante.  Una  dura  cama  de  hospital.  Si  prefieres  eso  a  mi  cómoda  habitación  de invitados y a las comidas caseras de mi madre, entonces adelante.

No  jugaba  limpio.  La  habitación  del  hospital  ya  se  le  estaba  cayendo  encima.  Dudaba que un cambio a otra institución sanitaria fuera una mejoría. Y ya estaba harta de  las  comidas  insípidas  del  hospital.  La  comida  cubana  era  su  favorita.  Se  le  hizo  la boca agua al pensar en las bananas fritas.Pero ¿podía mudarse a casa de un hombre que era prácticamente un extraño? Y, sobre   todo,   ¿De   un   hombre   que   revolucionaba   sus   hormonas   de   forma   tan   desconcertante? Como si Pedro supiera lo que estaba pensando, le lanzó una sonrisa irresistible.

—No intentaré seducirte, si eso es lo que piensas.

—  Claro  que  no  lo  pienso  —protestó  ella  con  excesiva  vehemencia,  mientras  un  rubor culpable se extendía por sus mejillas—. No seas ridículo.

La sonrisa de él se agrandó.

— Si tú lo dices, amiga mía...

¿Amiga? ¿Eso era para él? Para haberse conocido cuarenta y ocho horas antes ya era bastante, pero, por razones que no se atrevía a explorar más de cerca, a Paula le pareció vagamente insultante.Como si contradijera sus propias palabras, él alzó la mano y le acarició la mejilla, dejando que su pulgar rozara, ligera pero sensualmente, sus labios.

—Vamos,  Paula.  Solo  unos  días.  Es  una  forma  de  salir  de  aquí.  Eso  es  lo  que  quieres, ¿No?

Ella  tragó  saliva.  Más  que  nada  en  el  mundo,  pensó.  Más  que  nada  en  el  mundo,  quería salir del hospital e ir a la casa de Pedro Alfonso. Pero ese poderoso deseo la asustaba.Ni una sola vez en los últimos años se había dejado llevar por sus propios deseos. Se  había  vuelto  cauta,  práctica  y  reservada.  Casi  sin  darse  cuenta,  se  había  vuelto  como sus padres.Y hacía dos noches había estado a punto de morir. Quizá era hora de que volviera a vivir cada minuto de cada día.

-Si  estás  completamente  seguro  de  que  no  seré  un  estorbo  —dijo por  fin,  procurando  no  prestar  atención  a  la  oleada  de  calor  que  le  producía  aquella  sencilla  caricia en la mejilla—. Y solo unos días.

Él la miró a los ojos.

—Solo unos días —repitió suavemente.

 Inclinó la cabeza y su boca quedó a unos pocos centímetros de la de ella. Paula deseó  con  todas  sus  fuerzas  que  se  acercara  más,  pero  él  se  retiró,  con  expresión repentinamente preocupada.

—Lo siento —dijo bruscamente—. Iré a buscar al médico.Y se fue.

«Lo siente», pensó Paula, sentándose en el borde de la cama. Sentía haber estado a punto de besarla. Ella temblaba de deseo... ¿Y él lo sentía? Si  hubiera  podido  desdecirse  de  su  trato  en  ese  preciso  momento,  lo  habría  hecho, pero él le preguntaría la razón. Y decírsela sería demasiado humillante. Pero  podría  mantener  bajo  control  aquel  loco  deseo  durante  unos  días,  sobre  todo  si  él  pasaba  la  mayor  parte  del  tiempo  fuera  de  casa,  como  había  dicho.  Era probable  que  aquello  fuera  solo  una  reacción  hormonal  ante  la  proximidad  de  la  muerte. Probablemente no tenía nada que ver con Pedro Alfonso.Entonces  él  volvió  a  entrar  en  la  habitación  y  Paula sintió  que  el  pulso  se  le  aceleraba al verlo. De acuerdo, pensó, desalentada: sí que tenía que ver con él.Pero podría controlarlo. Tenía que hacerlo.

—Ya está todo arreglado —anunció él—. Vámonos a casa.

La  mención  de  esa  palabra  la  conmovió.  En  los  últimos  dos  días  el  corazón  se  le  había  llenado  de  emociones.  Al  pensar  en  su  propia  casa,  ya  irreconocible,  tuvo  que  luchar contra el aguijón de las lágrimas. Pedro la miró, alarmado.

—¿Qué  ocurre?  —preguntó—.  ¿Qué  he  dicho?  —antes  de  que  Paula pudiera  responder,  dió  un  suspiro  y  se  arrodilló  frente  a  ella,  tomándola  de  la  mano—. ¿«Casa»? Ha sido eso, ¿Verdad? Lo siento. Reconstruirás la tuya, Paula, ya lo verás.

—Claro —dijo ella con entereza—. Solo me ha sorprendido un instante pensar que ya no tengo un hogar.

— Bueno, por ahora tienes el mío —le aseguró él.

Aquella oferta la reconfortó. Solo sería una solución temporal, pero bastaba por el  momento.  Por  primera  vez  desde  que  comenzara  toda  aquella  dura  prueba,  no  se  sintió atemorizada y sola.

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