Pero, por desgracia, los acontecimientos conspiraban en su contra. Su último paciente era Valentina Foley, de cuatro años de edad, y Paula comprendió enseguida por qué Jimena se había mostrado preocupada por ella. La niña no estaba aprovechando las lecciones de lenguaje para sordos como Paula esperaba.
—¿Estás enfadada conmigo? —le preguntó la pequeña con signos al final de la sesión, con cara preocupada.
—No —le contestó Paula, dándole un abrazo.
—Pero no lo hago bien.
—No te preocupes. Solo necesitas practicar un poco más.
Valentina puso cara triste.
—¿Cómo? En casa, nadie quiere aprender.
Paula reprimió una maldición. Jesica Foley era una buena madre, pero tenía que ocuparse de otros cuatro niños, además de Valentina. Afrontar la sordera de su hija era una carga demasiado pesada para ella. Llevarla a la clínica dos veces por semana era todo lo que estaba dispuesta a hacer. Había sido imposible convencerla de que ella también asistiera a clases. Se había negado en redondo.
—Aprenderé de Valentina—le había asegurado a Paula, pero la futilidad de su promesa era cada vez más evidente.
En cuanto a Damián Foley, tenía dos trabajos para intentar sacar adelante a su familia. Había ido a recoger a Valentina en varias ocasiones y, a pesar del cariño que demostraba por su hija, todavía parecía empeñado en negarse a aceptar que su discapacidad era permanente y que requería ciertos esfuerzos por su parte. Cuando le hablaba a la niña, subía la voz como si ello pudiera ayudarla a entenderlo.Los Foley no eran la primera familia a la que Paula había visto resistirse a asumir las necesidades de un hijo sordo, pero eso no dejaba de entristecerla. Como en su propio caso y en el de Valentina, las cosas parecían empeorar cuando la sordera se producía repentina e inesperadamente.
—Nos esforzaremos más, tú y yo —le dijo a Valentina—. Y hablaré otra vez con tu mamá sobre las clases. Si ella no puede venir, ¿Qué te parece que venga tu hermana mayor? Tiene diez años, ¿No?
El semblante de la niña se iluminó.
—Martina vendrá. Sé que vendrá.
—Veré si puedo arreglarlo —le prometió Paula.
—Te quiero —dijo Valentina con gestos.
— Yo también te quiero —contestó Paula—. Ahora, salgamos fuera, a ver si ha venido tu madre.
La señora Foley estaba sentada en su coche, con el motor en marcha. Paula acompañó a Valentina al coche, pero cuando trató de hablar con su madre, esta le hizo señas de que tenía prisa y arrancó antes de que pudiera decirle una palabra. Paula respiró hondo y volvió lentamente a la clínica. Al parecer, no estaba tan recuperada como pensaba. Se sentía exhausta, pero quería asistir a la reunión semanal del personal. Jimena la observó un momento y vetó su plan.
—Estás pálida. Tienes que irte a casa.
—Voy a quedarme —insistió Paula—. Dame cinco minutos para tomarme una taza de café, y los veré en la sala de reuniones.
Había pensado que Jimena se conformaría sin discutir, pero se equivocaba. La reunión acababa de empezar cuando la interrumpió la llegada de Pedro. Jimena le sonrió.
—Llegas justo a tiempo —dijo.
—¿Lo has llamado tú? —preguntó Paula, asombrada.
—Habíamos hecho un trato —dijo Jimena—. Yo lo llamaría si tú te negabas a seguir mis buenos consejos. Ahora vete a casa y descansa. Nos veremos por la mañana.
Paula estuvo tentada de quedarse allí plantada y negarse a marcharse, pero cambió de idea al ver la mirada decidida de Pedro. Podría haber expresado su disconformidad allí mismo, pero logró abandonar la habitación sin hacerlo. Al día siguiente, le diría a Jimena que era perfectamente capaz de decidir si podía aguantar una hora en una estúpida reunión de personal.
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