miércoles, 25 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 32

—Entonces tendrás que convencerla de lo contrario —dijo Pedro—. ¿Y conoces a alguien que tenga más labia que tú? Aparte de mí, claro.

Sergio pareció animarse.

—Pues no.

—Bueno, pues si quieres recuperarla, lucha por ella. ¿Quieres recuperarla?

El semblante de Sergio volvió a adquirir una expresión lastimera.

—No puedo convertirme en un ratón de oficina, ni siquiera por ella.

—Tal vez puedan llegar a un acuerdo.

—¿A qué acuerdo?

—No lo sé. Eso es cosa de ustedes.

—Pues  a  mí  no  se  me  ocurre  ninguno  —  dijo Sergio—.  Pero  hablemos  de  tí  y  de  la  bella Paula. ¿Dónde está?

 —Durmiendo.

— ¿Ella está en la cama y tú estás aquí? Estás perdiendo facultades.

—Piérdete —gruñó Pedro.

—¿Es esa la respuesta de un hombre maduro? — se mofó Sergio.

—No, es la respuesta de un hombre que no puede más. ¿Sabes qué? Me voy a dar una ducha y nos iremos a dar una vuelta por la ciudad. ¿Qué te parece?

—Por mí, bien. No tengo nada mejor que hacer.

—Bien. Entonces, está decidido.

Una noche en la ciudad le probaría que no estaba realmente enganchado a Paula. Seguramente,  antes  de  que  acabara  la  noche,  encontraría  a  una  docena  de  mujeres  más  guapas,  más  accesibles  y  menos  vulnerables.  Morenitas  de  largas  piernas  con  sonrisas  sofocantes.  Por  desgracia,  cuando  cruzó  la  puerta  trasera  de  la  casa  se  encontró  a  su  invitada  inclinada  frente  al  horno.  La  visión  era  demasiado  tentadora  como para no prestarle atención. Se quedó disfrutando de ella durante un largo minuto y de su mente se esfumó cualquier pensamiento sobre morenitas de largas piernas.  Paula se irguió finalmente y, al verlo, dió un respingo.

—Perdona —se disculpó él, con la voz ronca.

—No sabía que habías entrado.

—Todavía me cuesta acordarme de que no me oyes. ¿Qué hay en el horno?

—La cena. Encontré una pieza de carne en el congelador. He hecho un asado.

Él frunció el ceño.

—Pensaba que estabas durmiendo.

Ella también frunció el ceño.

—Lo estaba, pero ya no.

—Deberías habérmelo dicho. Sergio está aquí, íbamos a salir.

Paula no pareció molestarse.

—Bueno.

—Si hubiera sabido que   estabas  cocinando, te  lo habría dicho   —dijo él,   poniéndose ala defensiva.

—No hay  problema.  Yo  cenaré  un  poco  de  asado.  Tú  puedes  comerte  las  sobras  cuandote apetezca.

A Pedro  no le gustó que accediera a verlo marchar tan fácilmente, como si no le importara nada.

—Supongo  que  podríamos  cenar  y  luego  salir  —dijo,  irritado—.  ¿Hay  suficiente para Sergio?

—Hay suficiente para un ejército, pero no se queden por mí. Debería habértelo dicho antes.

—Nos  quedaremos  —dijo  él,  preguntándose  qué  diría  Sergio de  aquel  repentino  cambio de planes.

—Bueno. Pondré otro plato. ¿Salgo yo a decírselo o sales tú?

—Yo lo haré —dijo Pedro. Si su amigo iba a empezar a reírse, no quería que Paula se preguntara el porqué—. ¿Cuánto queda para la cena?

—Media hora.

—Perfecto. Se lo diré a Sergio y luego me daré una ducha y me cambiaré de ropa.

La reacción de su amigo no fue exactamente la que Pedro había temido.

—¿Asado? —repitió,  mirando  ávidamente  hacia  la  puerta  de  la  cocina—.  ¿Un  asado de verdad, no congelado?

—Uno de verdad.

—Maldita sea, chico, si no te casas tú con ella, lo haré yo.

Pedro frunció el ceño.

—Ni lo sueñes —dijo con fiereza.

Sergio fingió estar sorprendido.

—¿Me estás amenazando?

—¿Es que no ha quedado claro? —replicó Pedro—. Si no, debo de estar perdiendo facultades.

—Mensaje recibido —dijo Sergio con mirada maliciosa.

Pedro pensó  que  sería  mejor  que  se  diera  una  ducha  y  volviera  a  la  cocina  en  tiempo récord. Aunque no sabía si quería proteger a Paula... o sus propios intereses.

No hay comentarios:

Publicar un comentario