—Entonces tendrás que convencerla de lo contrario —dijo Pedro—. ¿Y conoces a alguien que tenga más labia que tú? Aparte de mí, claro.
Sergio pareció animarse.
—Pues no.
—Bueno, pues si quieres recuperarla, lucha por ella. ¿Quieres recuperarla?
El semblante de Sergio volvió a adquirir una expresión lastimera.
—No puedo convertirme en un ratón de oficina, ni siquiera por ella.
—Tal vez puedan llegar a un acuerdo.
—¿A qué acuerdo?
—No lo sé. Eso es cosa de ustedes.
—Pues a mí no se me ocurre ninguno — dijo Sergio—. Pero hablemos de tí y de la bella Paula. ¿Dónde está?
—Durmiendo.
— ¿Ella está en la cama y tú estás aquí? Estás perdiendo facultades.
—Piérdete —gruñó Pedro.
—¿Es esa la respuesta de un hombre maduro? — se mofó Sergio.
—No, es la respuesta de un hombre que no puede más. ¿Sabes qué? Me voy a dar una ducha y nos iremos a dar una vuelta por la ciudad. ¿Qué te parece?
—Por mí, bien. No tengo nada mejor que hacer.
—Bien. Entonces, está decidido.
Una noche en la ciudad le probaría que no estaba realmente enganchado a Paula. Seguramente, antes de que acabara la noche, encontraría a una docena de mujeres más guapas, más accesibles y menos vulnerables. Morenitas de largas piernas con sonrisas sofocantes. Por desgracia, cuando cruzó la puerta trasera de la casa se encontró a su invitada inclinada frente al horno. La visión era demasiado tentadora como para no prestarle atención. Se quedó disfrutando de ella durante un largo minuto y de su mente se esfumó cualquier pensamiento sobre morenitas de largas piernas. Paula se irguió finalmente y, al verlo, dió un respingo.
—Perdona —se disculpó él, con la voz ronca.
—No sabía que habías entrado.
—Todavía me cuesta acordarme de que no me oyes. ¿Qué hay en el horno?
—La cena. Encontré una pieza de carne en el congelador. He hecho un asado.
Él frunció el ceño.
—Pensaba que estabas durmiendo.
Ella también frunció el ceño.
—Lo estaba, pero ya no.
—Deberías habérmelo dicho. Sergio está aquí, íbamos a salir.
Paula no pareció molestarse.
—Bueno.
—Si hubiera sabido que estabas cocinando, te lo habría dicho —dijo él, poniéndose ala defensiva.
—No hay problema. Yo cenaré un poco de asado. Tú puedes comerte las sobras cuandote apetezca.
A Pedro no le gustó que accediera a verlo marchar tan fácilmente, como si no le importara nada.
—Supongo que podríamos cenar y luego salir —dijo, irritado—. ¿Hay suficiente para Sergio?
—Hay suficiente para un ejército, pero no se queden por mí. Debería habértelo dicho antes.
—Nos quedaremos —dijo él, preguntándose qué diría Sergio de aquel repentino cambio de planes.
—Bueno. Pondré otro plato. ¿Salgo yo a decírselo o sales tú?
—Yo lo haré —dijo Pedro. Si su amigo iba a empezar a reírse, no quería que Paula se preguntara el porqué—. ¿Cuánto queda para la cena?
—Media hora.
—Perfecto. Se lo diré a Sergio y luego me daré una ducha y me cambiaré de ropa.
La reacción de su amigo no fue exactamente la que Pedro había temido.
—¿Asado? —repitió, mirando ávidamente hacia la puerta de la cocina—. ¿Un asado de verdad, no congelado?
—Uno de verdad.
—Maldita sea, chico, si no te casas tú con ella, lo haré yo.
Pedro frunció el ceño.
—Ni lo sueñes —dijo con fiereza.
Sergio fingió estar sorprendido.
—¿Me estás amenazando?
—¿Es que no ha quedado claro? —replicó Pedro—. Si no, debo de estar perdiendo facultades.
—Mensaje recibido —dijo Sergio con mirada maliciosa.
Pedro pensó que sería mejor que se diera una ducha y volviera a la cocina en tiempo récord. Aunque no sabía si quería proteger a Paula... o sus propios intereses.
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