lunes, 9 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 9

Paula odiaba   los   hospitales.   Solo   el   olor   a   desinfectante   bastaba   para   devolverla a otro tiempo y otro lugar, cuando su vida había cambiado para siempre. Ya era  una  adulta  y  sus  heridas  no  hacían  peligrar  su  vida  ni  le  dejarían  secuelas  permanentes, pero aun así los médicos no querían dejarla marchar hasta que tuviera un lugar adonde ir y alguien que la cuidara.Por  desgracia,  no  tenía  a  nadie.  Solo  conocía  a  algunos  vecinos,  cuyos  hogares  estaban  tan  en  ruinas  como  el  de  Paula.  Sus  padres  se  habían  ofrecido  a  tomar  el  primer avión y a quedarse con ella, pero ella pensaba que era una estupidez pagar los gastos  de  un  hotel  para  tres.  Además,  sabía  que  revolotearían  a  su  alrededor  como  habían  hecho  años  atrás.  Y  no  quería  que  lo  hicieran.  Necesitaba  volver  a  su  rutina  diaria  en  cuanto  su  estado  físico  se  lo  permitiera.  Había  prometido  avisarlos  si  no  encontraba otra solución. Y tenía que haber alguna. Solo que no se le ocurría cuál.

—¿Qué  me  dices  de  esa  chica  encantadora  de  la  clínica?  —le  preguntó  Juana. 

Había ido a visitarla la noche anterior y había vuelto otra vez aquella tarde, tomando un autobús desde casa de su hermana, donde estaba alojada tras la tormenta.

—Delfina tiene  un  bebé  recién  nacido  y  un  departamento  de  dos  habitaciones.  No  puedo  imponerles  mi  presencia  a  ella  y  a  su  marido  —dijo  Paula,  aunque  su  jefa  ya  le  había hecho el ofrecimiento.

—Yo  insistiría  en  que  te  vinieras  con  Rosa  y  conmigo,  pero  ella  no  está  bien  de  salud y, para serte completamente sincera, es un auténtico estorbo —dijo Juana.

Paula sofocó  la  risa.  Había  oído  con  frecuencia  la  opinión  de  Juana sobre  su  hermana desde que se había mudado a la casa contigua a la de la anciana. Las hermanas apenas  se  hablaban,  porque  Juana pensaba  que  Rosaa  se  pasaba  la  vida  concentrada  en  sus propios problemas y casi no pensaba en los demás.

—Es una vieja prematura —decía de ella a menudo—. A los cincuenta era ya una vieja achacosa. Y se vestía como tal. El otro día intenté convencerla de que se pusiera un  par  de  bonitas  zapatillas  rojas,  y  parecía  que  le  había  dicho  que  se  pusiera  un  escote hasta tú sabes dónde.

En ese instante, Juana suspiró.

—En  cuanto  cobre  el  cheque  del  seguro,  me  mudaré  a  un  departamento —dijo—. Así no tendré que oír sus lamentos todo el santo día.

—Pero te ha abierto las puertas de su casa —le recordó Paula—. Y se presentó en cuanto se enteró de lo que había ocurrido.

— Sí, claro —admitió Juana—. Naturalmente, dijo que era su deber. No lo habría hecho, te lo garantizo, si no la preocupara lo que pensaría su pastor si se enterara de que  había  dejado  en  la  calle  a  su  única  hermana.  Pero  basta  ya  de  hablar  de  mi  hermana. Tenemos que decidir qué vamos a hacer contigo. Si pudiéramos encontrar un departamento a tiempo, podrías mudarte conmigo hasta que reconstruyan tu casa, pero es imposible encontrar uno tan pronto.

—Eres muy amable, pero esto no es problema tuyo —le dijo Paula—. Ya se me ocurrirá algo.

Juana pareció dispuesta a discutir, pero al final lo dejó estar.

—Está  bien  —dijo  con  evidente  mala  gana—,  pero  volveré  mañana.  A  la  misma  hora. Tienes el número de teléfono de mi hermana. Si ocurre algo y me necesitas, llámame, ¿Me oyes? De día o de noche —su anciana vecina se inclinó y la besó ligeramente en la mejilla—. Ya sabes que para mí eres como la nieta que no he tenido. Espero que, acabemos donde acabemos, no perdamos nunca el contacto.

—No lo perderemos —le prometió Paula, estrechándole la mano.

Observó  a  Juana mientras  se  alejaba,  admirando  su  paso,  todavía  enérgico,  con  sus  zapatillas  rosas  preferidas.  Esa  tarde  llevaba  una  falda  naranja  y  una  camisa  floreada. Sobre el pelo cano, lucía una gorra de béisbol naranja brillante.Su  vecina  era  un  encanto  y  se  interesaba  por  todo  y  por  todos.  Paula la  vió  pararse en  el   pasillo y  observó   su   expresión   mientras   mantenía   una   animada   conversación con una enfermera con la que había trabado amistad en su primera visita. Jane  tenía  a  todos  los  médicos  y  enfermeras  danzando  a  su  son.  No  dudaba  de  que  ella  era  la  razón  de  que  le  dedicaran  tantas  atenciones  especiales,  le  llevaran  chucherías de la cafetería y se pararan a conversar con ella para compensar el hecho de que tuviera tan pocas visitas.Cuando su vecina se hubo marchado, intentó ponerse en pie, decidida a dar un paseo por la habitación para empezar a recuperar fuerzas. Cerró la puerta para que nadie pudiera ver su paso vacilante e inseguro.Todavía  andaba  cojeando  por  aquel  espacio  reducido,  llena  de  frustración,cuando la puerta se abrió y unos ojos del color del chocolate fundido se posaron sobre ella.  Una  sonrisa  se  extendió  por  la  cara  del  visitante  al  verla  de  pie,  junto  a  la  ventana.

—Ah,   estás   levantada.   Me   habían   dicho   que   no   te   molestara   si   estabas   durmiendo.

—Entra —dijo  ella,  encantada  de  ver  de  nuevo  a  su  salvador  para  poder  agradecerle apropiadamente que le hubiera salvado la vida—. Acabo de darme cuenta de que ni siquiera sé cómo te llamas.

—Pedro Alfonso—dijo él—. Con Pepe, basta.

—Gracias, Pedro Alfonso.

Él pareció casi avergonzado.

—Solo hacía mi trabajo.

—¿Así que te pasas la vida escarbando y salvando a la gente?

— Si tengo suerte, sí —dijo él.

Ella se estremeció ligeramente.

—Bueno, parece que yo la he tenido.Él se movió cautelosamente por la habitación, mirando a todas partes excepto a ella.  Parecía  tan  inquieto  que  Paula no  pudo  evitar  preguntarse  a  qué  había  ido.  Se  detuvo para mirar por la ventana y al cabo de un momento ella le dió un golpecito en el hombro para que la mirara de frente.

—¿Por qué has venido? —le preguntó por fin.

—Si te digo la verdad, no estoy muy seguro.

—¿De modo que esto no forma parte de tu trabajo? —dijo ella, con ligera sorna.

Él desvió la mirada. Paula veía sus labios moverse, pero no podía leerlos debido al ángulo de su cabeza. Le tocó en la mejilla, haciendo que volviera la cara hacia ella.

—Oh, perdona —se disculpó él—. Se me olvidaba. Solo he venido para asegurarme de que estabas bien. ¿Alguna herida grave?

—No. Puedes contarme entre tus historias con final felíz.

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