Paula odiaba los hospitales. Solo el olor a desinfectante bastaba para devolverla a otro tiempo y otro lugar, cuando su vida había cambiado para siempre. Ya era una adulta y sus heridas no hacían peligrar su vida ni le dejarían secuelas permanentes, pero aun así los médicos no querían dejarla marchar hasta que tuviera un lugar adonde ir y alguien que la cuidara.Por desgracia, no tenía a nadie. Solo conocía a algunos vecinos, cuyos hogares estaban tan en ruinas como el de Paula. Sus padres se habían ofrecido a tomar el primer avión y a quedarse con ella, pero ella pensaba que era una estupidez pagar los gastos de un hotel para tres. Además, sabía que revolotearían a su alrededor como habían hecho años atrás. Y no quería que lo hicieran. Necesitaba volver a su rutina diaria en cuanto su estado físico se lo permitiera. Había prometido avisarlos si no encontraba otra solución. Y tenía que haber alguna. Solo que no se le ocurría cuál.
—¿Qué me dices de esa chica encantadora de la clínica? —le preguntó Juana.
Había ido a visitarla la noche anterior y había vuelto otra vez aquella tarde, tomando un autobús desde casa de su hermana, donde estaba alojada tras la tormenta.
—Delfina tiene un bebé recién nacido y un departamento de dos habitaciones. No puedo imponerles mi presencia a ella y a su marido —dijo Paula, aunque su jefa ya le había hecho el ofrecimiento.
—Yo insistiría en que te vinieras con Rosa y conmigo, pero ella no está bien de salud y, para serte completamente sincera, es un auténtico estorbo —dijo Juana.
Paula sofocó la risa. Había oído con frecuencia la opinión de Juana sobre su hermana desde que se había mudado a la casa contigua a la de la anciana. Las hermanas apenas se hablaban, porque Juana pensaba que Rosaa se pasaba la vida concentrada en sus propios problemas y casi no pensaba en los demás.
—Es una vieja prematura —decía de ella a menudo—. A los cincuenta era ya una vieja achacosa. Y se vestía como tal. El otro día intenté convencerla de que se pusiera un par de bonitas zapatillas rojas, y parecía que le había dicho que se pusiera un escote hasta tú sabes dónde.
En ese instante, Juana suspiró.
—En cuanto cobre el cheque del seguro, me mudaré a un departamento —dijo—. Así no tendré que oír sus lamentos todo el santo día.
—Pero te ha abierto las puertas de su casa —le recordó Paula—. Y se presentó en cuanto se enteró de lo que había ocurrido.
— Sí, claro —admitió Juana—. Naturalmente, dijo que era su deber. No lo habría hecho, te lo garantizo, si no la preocupara lo que pensaría su pastor si se enterara de que había dejado en la calle a su única hermana. Pero basta ya de hablar de mi hermana. Tenemos que decidir qué vamos a hacer contigo. Si pudiéramos encontrar un departamento a tiempo, podrías mudarte conmigo hasta que reconstruyan tu casa, pero es imposible encontrar uno tan pronto.
—Eres muy amable, pero esto no es problema tuyo —le dijo Paula—. Ya se me ocurrirá algo.
Juana pareció dispuesta a discutir, pero al final lo dejó estar.
—Está bien —dijo con evidente mala gana—, pero volveré mañana. A la misma hora. Tienes el número de teléfono de mi hermana. Si ocurre algo y me necesitas, llámame, ¿Me oyes? De día o de noche —su anciana vecina se inclinó y la besó ligeramente en la mejilla—. Ya sabes que para mí eres como la nieta que no he tenido. Espero que, acabemos donde acabemos, no perdamos nunca el contacto.
—No lo perderemos —le prometió Paula, estrechándole la mano.
Observó a Juana mientras se alejaba, admirando su paso, todavía enérgico, con sus zapatillas rosas preferidas. Esa tarde llevaba una falda naranja y una camisa floreada. Sobre el pelo cano, lucía una gorra de béisbol naranja brillante.Su vecina era un encanto y se interesaba por todo y por todos. Paula la vió pararse en el pasillo y observó su expresión mientras mantenía una animada conversación con una enfermera con la que había trabado amistad en su primera visita. Jane tenía a todos los médicos y enfermeras danzando a su son. No dudaba de que ella era la razón de que le dedicaran tantas atenciones especiales, le llevaran chucherías de la cafetería y se pararan a conversar con ella para compensar el hecho de que tuviera tan pocas visitas.Cuando su vecina se hubo marchado, intentó ponerse en pie, decidida a dar un paseo por la habitación para empezar a recuperar fuerzas. Cerró la puerta para que nadie pudiera ver su paso vacilante e inseguro.Todavía andaba cojeando por aquel espacio reducido, llena de frustración,cuando la puerta se abrió y unos ojos del color del chocolate fundido se posaron sobre ella. Una sonrisa se extendió por la cara del visitante al verla de pie, junto a la ventana.
—Ah, estás levantada. Me habían dicho que no te molestara si estabas durmiendo.
—Entra —dijo ella, encantada de ver de nuevo a su salvador para poder agradecerle apropiadamente que le hubiera salvado la vida—. Acabo de darme cuenta de que ni siquiera sé cómo te llamas.
—Pedro Alfonso—dijo él—. Con Pepe, basta.
—Gracias, Pedro Alfonso.
Él pareció casi avergonzado.
—Solo hacía mi trabajo.
—¿Así que te pasas la vida escarbando y salvando a la gente?
— Si tengo suerte, sí —dijo él.
Ella se estremeció ligeramente.
—Bueno, parece que yo la he tenido.Él se movió cautelosamente por la habitación, mirando a todas partes excepto a ella. Parecía tan inquieto que Paula no pudo evitar preguntarse a qué había ido. Se detuvo para mirar por la ventana y al cabo de un momento ella le dió un golpecito en el hombro para que la mirara de frente.
—¿Por qué has venido? —le preguntó por fin.
—Si te digo la verdad, no estoy muy seguro.
—¿De modo que esto no forma parte de tu trabajo? —dijo ella, con ligera sorna.
Él desvió la mirada. Paula veía sus labios moverse, pero no podía leerlos debido al ángulo de su cabeza. Le tocó en la mejilla, haciendo que volviera la cara hacia ella.
—Oh, perdona —se disculpó él—. Se me olvidaba. Solo he venido para asegurarme de que estabas bien. ¿Alguna herida grave?
—No. Puedes contarme entre tus historias con final felíz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario