Satisfecho por haber hecho cuanto podía por evitar que Paula sufriera una reunión de las Alfonso al completo, Pedro colgó y se concentró en la cena. Tenía filetes en el congelador y bastantes ingredientes para hacer una ensalada. No sería una cena de gala, pero sí alimenticia. Paula necesitaba recuperar fuerzas, y él iba a necesitar todas las suyas para mantener alejadas a su madre y sus hermanas. Mientras ella descansaba, puso el carbón en la barbacoa, descongeló los filetes en el microondas e hizo la ensalada. Puso la mesa en el patio y se aseguró de dejar los filetes en la cocina, fuera del alcance de Apolo. Ya había aprendido la lección. El perro demostraba un ingenio sorprendente cuando había un jugoso filete de por medio.
—Fuera —le ordenó. Apolo se quedó al otro lado de la puerta mosquitera, mirándolo con expresión de reproche—. No vas a conseguir que me sienta culpable.
—¿Culpable de qué? —preguntó Paula.
Había entrado en la cocina sin que Pedro se diera cuenta.
—Pensaba que estabas durmiendo —dijo él—. ¿No es cómoda la cama?
—La cama está bien. Y he dormido una hora.
—¿Tienes hambre?
—Un hambre canina. Todo lo que se dice sobre la comida de los hospitales es cierto. No tiene sabor. ¿No crees que en un sitio donde los médicos no paran de decirte que comas para recobrar fuerzas tendrían que servir algo mínimamente apetecible?
—Desde luego —dijo él—. ¿Te gustan los filetes? También he hecho una ensalada.
—Perfecto. ¿Puedo ayudarte en algo?
— Eso depende de lo que quieras beber. ¿Té helado? ¿Café? ¿Agua? ¿Cerveza?
—Un té helado estará bien. ¿Lo preparo?
Era evidente que necesitaba contribuir en algo, así que Pedro le señaló el lugar donde guardaba la tetera y las bolsitas de té. Pero el tamaño de la cocina hacía que chocaran continuamente al moverse. Cada vez que se rozaban, él sentía que la sangre le chisporroteaba. Era tan consciente de la presencia de Paula y sentía tantas ganas de detenerla y besarla que, finalmente, agarró los filetes y salió al patio.
—Estaré fuera —dijo—, cocinando.
Ella pareció tan aliviada como él.
—¿Vamos a cenar en el patio?
— Sí. La mesa ya está puesta.
—De acuerdo, yo saldré con el té dentro de unos minutos.
Pedro se acercó a la barbacoa, cerró los ojos y respiró hondo. Pero eso no sirvió para calmarle los nervios. Ignoraba qué le pasaba. Las mujeres no solían ponerlo nervioso. En realidad, le encantaban. Todas ellas. Podía coquetear con la mujer más impresionante de la tierra sin inmutarse siquiera. Podía bailar lenta, sensualmente con la mujer más sexy del mundo y no sentir más que la previsible tensión del deseo. ¿Por qué con Paula Chaves se comportaba como un adolescente enamorado? ¿Por qué su cuerpo respondía como si hiciera meses que no practicara el sexo? Fuera cual fuera la respuesta, estaba seguro de que no le gustaría.
Después de que Pedro saliera, Paula se quedó perfectamente quieta y se obligó a respirar hondo para calmarse. Ningún hombre la había turbado así desde hacía muchos años. Su único consuelo era saber que él parecía tan nervioso como ella.
—Es por la situación —murmuró—. Los dos estamos un poco incómodos. Al parecer, no está acostumbrado a tener una mujer alrededor, y yo desde luego no estoy acostumbrada a encontrarme con un... hombre cada vez que me doy la vuelta.
Pero lo que sentía no era exactamente incomodidad, sino una aguda necesidad, un ansia de algo más que el roce fugaz de la pierna de Pedro contra la suya.Había perdido la virginidad hacía años, con un hombre del que había creído estar enamorada. Quizá lo hubiera olvidado con el tiempo, pero no conseguía recordar que aquel hombre le hubiera provocado esa dulce sensación de anhelo, esa indecible ansiedad.Tenía diecinueve años cuando conoció a Marcos Yardley en una de sus clases de música. Unos meses después hicieron el amor por primera vez. Paula recordaba haberse sentido mayor y vagamente asustada cuando se decidió a dar el paso. Pero del acto mismo no recordaba gran cosa. Por lo menos de aquella primera vez, que había sido apresurada e incómoda. Ni tampoco de las otras veces, si lo pensaba bien.La relación se rompió después de que ella perdiera el oído y dejara la universidad, y desde entonces no había habido nadie más en su vida. Como esa había sido su única experiencia amorosa, había asumido que así era el sexo y no entendía por qué se le daba tanta importancia. Pero, de pronto, empezaba a sospechar que debía de haberse equivocado. Si Pedro la hacía estremecerse con tan solo una caricia fortuita, no quería ni pensar en lo que podría provocar en ella si se esforzara un poco. Estaba tan distraída que se olvidó de mirar la tetera. Se sobresaltó cuando él entró y se acercó al fogón para apagar el fuego.
—Estaba pitando —le explicó cuando ella lo miró interrogativamente.
—Lo siento. No estaba prestando atención. Normalmente, miro el vapor.
—No te preocupes.
—Puedes volver al patio, si quieres. Yo serviré el té.
—¿Tratas de librarte de mí, Paula?
Ella tragó saliva al ver el brillo burlón de sus ojos.
—Claro que no. ¿Por qué iba a querer librarme de tí?
—Tenía la impresión de que te pongo nerviosa. ¿No es cierto?
—No es por tí —dijo ella—. Es por la situación. Nunca he vivido con un hombre.
—¿Nunca has compartido piso?
— Sí, en la universidad.
—Pues esto es lo mismo.
Ella trató de comparar el hecho de vivir con Pedro con el de compartir espacio con las dos adolescentes bobaliconas con las que había vivido en la universidad.
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