Pero Paula se había ido. Eliana seguía en North Carolina, así que nadie podía contratar a la siguiente de sus chicas. Y además, Pedro no podía soportar la idea de tener una nueva.¡Quería a la de antes!¡Quería a Paula!Pero no podía tenerla. Tenía lo que se merecía por intentar tomarla: un labio roto y conciencia de culpabilidad. Paula pertenecía a David. Él había hecho lo que tenía que hacer, apartarla de sí y empujarla a que volviera con David a Iowa; se había portado con nobleza. Su hermana Sonia valoraba mucho la nobleza; suponía que estaría orgullosa de él. Pero sólo después de decirle lo egoísta y bastardo que había sido. Se hubiera quedado alucinada si se enterara de que «se había aprovechado» de Paula. Porque su hermana todavía pensaba en esos términos. Una vez, cuando él le había dicho que en la actualidad los hombres y las mujeres se utilizaban mutuamente, ella había sacudido la cabeza y había dicho:
—No siempre es así, ¿Sabes?
Pedro lo sabía.Había hecho lo posible por olvidarlo aquellos últimos años y creía haberlo conseguido. Hasta ahora. Era un cobarde. Una rata. Se sentía más rastrero que un felpudo. Se merecía sentirse mal y se sentía horrible. El problema era que aún así, se alegraba por los recuerdos.Y no podía evitar seguir deseando a Paula. El teléfono sonó en ese momento y lo miró fijamente. No había respondido a muchas llamadas en las tres semanas desde la partida de Paula. No había querido hablar con nadie, ni quería hablar con nadie en ese momento. Pero al cuarto tono, cuando se conectó el contestador, escuchó una airada voz de mujer:
—Pedro Alfonso, será mejor que contestes el teléfono ahora mismo si no quieres quedarte sin representante.
Pedro lanzó una maldición. Había estado evitando a Estefanía igual que a todo el mundo. La había llamado una vez para decirle que se había roto una pierna y que no iba a trabajar y ella le había dicho que no disparaba la cámara con el tobillo sino con el dedo.Desde entonces, había dejado amontonarse los mensajes en su teléfono. Su representante tenía razón, pero no podía trabajar. Todavía no.
—¡Contesta el teléfono ahora mismo! ¡Pedro! ¡Descuelga ese maldito teléfono!
Él obedeció.
—¿Qué?
—¡Ah! —exclamó ella con satisfacción—. Ahí estás. ¿Es que te impide la pierna contestar al teléfono también?
—Ya estoy hablando contigo, Estefanía. ¿Qué quieres?
—Quiero asegurarme de que estarás en el Guerrilla esta noche a las siete. ¡Para una fiesta!
Pedro cerró los ojos e intentó buscar una excusa.
—¿Pedro? Espero que ese silencio quiera decir que sí.
—Pero mi pierna...
—No tienes que bailar, cariño. Simplemente aparecer, sonreír y recibir simpatía. Los anuncios son asombrosos y las chicas están extraordinarias.
No tan asombrosos ni extraordinarios como la chica que acababa de dejarlo.
—Te veré allí.
Estefanía había colgado antes de que pudiera negarse. Al final fue. No sabía qué otra cosa podía hacer. Al fin y al cabo, quería seguir trabajando en aquella ciudad. Y no podía morder la mano que le daba de comer.Había esperado pasarse por la fiesta, decir unas cuanta galanterías, asegurarse de que Marie se enterara de que había acudido y volver lo antes posible. Pero la muleta le imposibilitaba avanzar con rapidez, y una docena de mujeres semi desnudas lo mimaron, compadecieron y se ofrecieron a cuidarlo. Y tres de ellas le dijeron que sabían cómo aliviarle el dolor. Pedro se negó las tres veces.Por fin sintió una mano en su brazo y una alegre voz femenina dijo:
—Dejen de molestarlo. Se encuentra bien —cuando se dió la vuelta, se encontró a la mujer de Franco MacCauley echándolas a todas—. Sólo necesita descansar esa pierna un rato, así que se viene con Fran y conmigo.
Aquello debía ser una señal de lo desesperado que estaba, porque le parecía preferible irse con Franco e Isabel que quedarse allí a oír tonterías.
—Estás listo para irte, ¿Verdad?
Isabel esbozó una sonrisa. Pedro asintió.
Bien —le agarró el brazo con una mano y se dirigió hacia donde estaba Franco—. Entonces nos vamos.
—Bien.
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