lunes, 2 de abril de 2018

Inevitable: Capítulo 59

Pero Paula se había ido. Eliana seguía en North Carolina, así que nadie podía contratar a la siguiente de sus chicas. Y además, Pedro no podía soportar la idea de tener una nueva.¡Quería a la de antes!¡Quería a Paula!Pero  no  podía  tenerla.  Tenía  lo  que  se  merecía  por  intentar  tomarla:  un  labio  roto y conciencia de culpabilidad. Paula pertenecía a David. Él había hecho lo que tenía que hacer, apartarla de sí y empujarla a que volviera con David a Iowa; se había portado con nobleza. Su hermana Sonia  valoraba mucho la nobleza; suponía que estaría orgullosa de él.  Pero  sólo  después  de  decirle  lo  egoísta  y  bastardo  que  había  sido.  Se  hubiera  quedado alucinada si se enterara de que «se había aprovechado» de Paula. Porque  su  hermana  todavía  pensaba  en  esos  términos.  Una  vez,  cuando  él  le  había   dicho   que   en   la   actualidad   los   hombres   y   las   mujeres   se   utilizaban   mutuamente, ella había sacudido la cabeza y había dicho:

—No siempre es así, ¿Sabes?

Pedro lo sabía.Había  hecho  lo  posible  por  olvidarlo  aquellos  últimos  años  y  creía  haberlo  conseguido. Hasta ahora. Era  un  cobarde.  Una  rata.  Se  sentía  más  rastrero  que  un  felpudo.  Se  merecía  sentirse  mal  y  se  sentía  horrible.  El  problema  era  que  aún  así,  se  alegraba  por  los  recuerdos.Y no podía evitar seguir deseando a Paula. El  teléfono  sonó  en  ese  momento  y  lo  miró  fijamente.  No  había  respondido  a  muchas  llamadas  en  las  tres  semanas  desde  la  partida  de  Paula.  No  había  querido  hablar  con  nadie,  ni  quería  hablar  con  nadie  en  ese  momento.  Pero  al  cuarto  tono,  cuando se conectó el contestador, escuchó una airada voz de mujer:

—Pedro Alfonso,  será  mejor  que  contestes  el  teléfono  ahora  mismo  si  no  quieres quedarte sin representante.

Pedro lanzó  una  maldición.  Había  estado  evitando  a  Estefanía igual  que  a  todo  el  mundo. La había llamado una vez para decirle que se había roto una pierna y que no iba a trabajar y ella le había dicho que no disparaba la cámara con el tobillo sino con el dedo.Desde  entonces,  había  dejado  amontonarse  los  mensajes  en  su  teléfono.  Su  representante tenía razón, pero no podía trabajar. Todavía no.

—¡Contesta el teléfono ahora mismo! ¡Pedro! ¡Descuelga ese maldito teléfono!

Él obedeció.

—¿Qué?

—¡Ah! —exclamó ella con satisfacción—. Ahí estás. ¿Es que te impide la pierna contestar al teléfono también?

—Ya estoy hablando contigo, Estefanía. ¿Qué quieres?

—Quiero asegurarme de que estarás en el Guerrilla esta noche a las siete. ¡Para una fiesta!

Pedro cerró los ojos e intentó buscar una excusa.

—¿Pedro? Espero que ese silencio quiera decir que sí.

—Pero mi pierna...

—No tienes que bailar, cariño. Simplemente aparecer, sonreír y recibir simpatía. Los anuncios son asombrosos y las chicas están extraordinarias.

No tan asombrosos ni extraordinarios como la chica que acababa de dejarlo.

—Te veré allí.

Estefanía había colgado antes de que pudiera negarse. Al final fue. No sabía qué otra cosa podía hacer. Al fin y al cabo, quería seguir trabajando en aquella ciudad. Y no podía morder la mano que le daba de comer.Había  esperado  pasarse  por  la  fiesta,  decir  unas  cuanta  galanterías,  asegurarse  de  que  Marie  se  enterara  de  que había  acudido  y  volver  lo  antes  posible.  Pero  la  muleta  le  imposibilitaba  avanzar  con  rapidez,  y  una  docena  de  mujeres  semi  desnudas  lo  mimaron,  compadecieron  y  se  ofrecieron  a  cuidarlo.  Y  tres  de  ellas  le  dijeron que sabían cómo aliviarle el dolor. Pedro se negó las tres veces.Por fin sintió una mano en su brazo y una alegre voz femenina dijo:

—Dejen de molestarlo. Se encuentra bien —cuando se dió la vuelta, se encontró a  la  mujer  de  Franco MacCauley  echándolas  a  todas—.  Sólo  necesita  descansar  esa  pierna un rato, así que se viene con Fran y conmigo.

Aquello  debía  ser  una  señal  de  lo  desesperado  que  estaba,  porque  le  parecía  preferible irse con Franco e Isabel que quedarse allí a oír tonterías.

—Estás listo para irte, ¿Verdad?

Isabel esbozó una sonrisa. Pedro asintió.

Bien —le agarró el brazo con una mano y se dirigió hacia donde estaba Franco—. Entonces nos vamos.

—Bien.

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