Sus palabras tuvieron el efecto deseado. Pedro volvió la cabeza en dirección a ella justo cuando Paula agarraba un par de braguitas y le preguntaba:
—¿Qué te parecen?
Un rojo encarnado se extendió por sus mejillas, pero luego sus miradas se encontraron y fue como si él le hubiera leído el pensamiento. Paula percibió el instante preciso en que Pedro comprendió lo que estaba tramando.
—¿Por qué no te las pruebas y me las enseñas? —le sugirió él. Luego eligió unos cuantos sujetadores de encaje de un expositor cercano y se los entregó—. Y estos también.
«Jaque mate», pensó Paula con un suspiro. No era lo bastante atrevida como para seguirle el juego.
—Me lo llevo todo —le dijo a la dependienta, dándole las dos bragas y unas cuantas más un poco menos provocativas.
Luego miró la selección de sujetadores de Pedro y eligió tres. Fingió no notar que había elegido perfectamente la talla. Se acercó al mostrador para pagar, pero un cosquilleo en la nuca le indicó que él la había seguido. Se volvió y vió sus ojos brillantes.
—Este también —le dijo él a la dependienta mientras le entregaba un juego de braguitas y sujetador de encaje negro—. Pero pagaré yo.
Paula tragó saliva al ver el brillo desafiante de sus ojos, pero justo cuando se disponía a protestar, él dijo dulcemente:
—Ahórrate la saliva, cariño.
Mientras lo observaba, desalentada, él miró a su alrededor, agarró un camisón extremadamente escueto de color azul turquesa y lo añadió al montón. Sonrió a Paula.
—Estoy deseando ver cómo te sienta este color.
La dependienta parecía ajena a la creciente irritación de Paula. Estaba demasiado ocupada envolviendo las prendas.
—Gracias —alcanzó a decir cuando se marchaban—. Vuelvan otra vez.
—Ni en un millón de años —murmuró Paula.
Pedro sonrió.
—¿Pasa algo?
—Nada —dijo ella.
—Ya tienes lo que querías, ¿No?
«Y más», pensó ella sombríamente.
—¿No necesitarás comprar alguna otra cosa, ya que estamos aquí? —preguntó él alegremente.
—No, creo que ya he terminado.
—Bien, porque yo estoy hambriento. Todas esas compras me han abierto el apetito —la miró fijamente a los ojos, de tal modo que Paula sintió como si le saliera vapor de la piel—. ¿Tú tienes hambre? —le preguntó, dejando claro que no hablaba precisamente de comida—. ¿O prefieres volver a casa y meterte en la cama?
Ella estuvo a punto de desmayarse.
—¿Cómo? —dijo cuando logró recuperar el aliento.
—Te preguntaba si estás demasiado cansada para que nos paremos a comer —contestó él, sin tratar siquiera de ocultar la sonrisa irónica que se extendía lentamente por su cara.
—Me apetece comer —dijo ella.
Y lo primero que pediría sería un vaso enorme de té con hielo, porque tenía la garganta seca. O quizá debía pedir un cubo de agua helada y echárselo por la cabeza. Tal vez así se le enfriarían los pensamientos y las hormonas. Y aprendería a no jugar a juegos peligrosos con un hombre que conocía las reglas mucho mejor que ella. Pedro debería haberse sentido muy satisfecho de sí mismo, pero en lugar de ello se sentía acalorado y nervioso, y era por su culpa. Podía haber salido vencedor en el juego de la tienda de lencería, pero era evidente que Paula sería la última en reír. Se había sentado en el restaurante, con aire frío y tranquilo, mientras que él no dejaba de pensar en llevársela a casa y probarle todas aquellas monadas que había comprado. Había sido una mala idea por su parte, porque le había prometido que su relación sería estrictamente platónica. Estaba dispuesto a mantener esa promesa o morir en el intento, y esto último empezaba a parecerle lo más probable. Le tocó la mano para llamar su atención y luego señaló el menú.
—¿Qué vas a tomar?
—Me apetece algo picante —dijo ella lentamente, mirando su boca—. ¿Y a tí?
Pedro pasó un mal rato intentando concentrarse.
—Creo que las quesadillas llevan jalapeños —dijo por fin, fingiendo que no había notado el tono sugerente de su voz—. ¿Quieres que compartamos una de aperitivo?
—Claro.
—¿Y qué más?
—Me apetece una hamburguesa de queso, pero no creo que pueda comerme una entera —dijo ella.
—Pues la compartiremos también.
—¿Será suficiente para tí?
—Sí —dijo él—. Sobre todo, si tomamos algo de postre.
—Yo no quiero —dijo ella—. Con toda esta inactividad, no me atrevo.
A él se le ocurrió una forma de quemar unas cuantas calorías, pero se resistió a la tentación de decírselo, ni siquiera en broma. Se suponía que no debía pensar en esas cosas. Pero eso era como decirle a un jurado que olvidara un testimonio incendiario después de haberlo oído. Aunque no dejaba de repetirse que sus pensamientos hacia Paula debían ser limpios y puros, se veía perseguido constantemente por imágenes eróticas.Intentó concentrarse en la cuestión de la comida.
—Ya veremos si te apetece después de la hamburguesa —dijo, y luego llamó a la camarera.
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