lunes, 23 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 29

Sus  palabras  tuvieron  el  efecto  deseado.  Pedro volvió  la  cabeza  en  dirección  a  ella justo cuando Paula agarraba un par de braguitas y le preguntaba:
—¿Qué te parecen?

Un  rojo  encarnado  se  extendió  por  sus  mejillas,  pero  luego  sus  miradas  se  encontraron y fue como si él le hubiera leído el pensamiento. Paula percibió el instante preciso en que Pedro comprendió lo que estaba tramando.

—¿Por qué no te las pruebas y me las enseñas? —le sugirió él. Luego eligió unos cuantos  sujetadores  de  encaje  de  un  expositor  cercano  y  se  los  entregó—.  Y  estos  también.

«Jaque mate», pensó Paula con un suspiro. No era lo bastante atrevida como para seguirle el juego.

—Me  lo  llevo  todo  —le  dijo  a  la  dependienta,  dándole  las  dos  bragas  y  unas  cuantas  más  un  poco  menos  provocativas.

Luego  miró  la  selección  de  sujetadores  de  Pedro y eligió tres. Fingió no notar que había elegido perfectamente la talla. Se acercó al mostrador para pagar, pero un cosquilleo en la nuca le indicó que él la había seguido. Se volvió y vió sus ojos brillantes.

—Este  también  —le  dijo  él  a  la  dependienta  mientras  le  entregaba  un  juego  de  braguitas y sujetador de encaje negro—. Pero pagaré yo.

Paula tragó  saliva  al  ver  el  brillo  desafiante  de  sus  ojos,  pero  justo  cuando  se  disponía a protestar, él dijo dulcemente:

—Ahórrate la saliva, cariño.

 Mientras  lo  observaba,  desalentada,  él  miró  a  su  alrededor,  agarró  un  camisón  extremadamente escueto de color azul turquesa y lo añadió al montón. Sonrió a Paula.

—Estoy deseando ver cómo te sienta este color.

La dependienta parecía ajena a la creciente irritación de Paula. Estaba demasiado ocupada envolviendo las prendas.

—Gracias —alcanzó a decir cuando se marchaban—. Vuelvan otra vez.

—Ni en un millón de años —murmuró Paula.

Pedro sonrió.

—¿Pasa algo?

—Nada —dijo ella.

—Ya tienes lo que querías, ¿No?

«Y más», pensó ella sombríamente.

—¿No necesitarás comprar alguna otra cosa, ya que estamos aquí? —preguntó él alegremente.

—No, creo que ya he terminado.

—Bien,  porque  yo  estoy  hambriento.  Todas  esas  compras  me  han  abierto  el  apetito —la  miró  fijamente  a  los  ojos,  de  tal  modo  que  Paula sintió  como  si  le  saliera  vapor  de  la  piel—.  ¿Tú  tienes  hambre?  —le  preguntó,  dejando  claro  que  no  hablaba  precisamente de comida—. ¿O prefieres volver a casa y meterte en la cama?

Ella estuvo a punto de desmayarse.

—¿Cómo? —dijo cuando logró recuperar el aliento.

—Te  preguntaba  si  estás  demasiado  cansada  para  que  nos  paremos  a  comer  —contestó  él,  sin  tratar  siquiera  de  ocultar  la  sonrisa  irónica  que  se  extendía  lentamente por su cara.
—Me apetece comer —dijo ella.

Y  lo  primero  que  pediría  sería  un  vaso  enorme  de  té  con  hielo,  porque  tenía  la  garganta seca. O quizá debía pedir un cubo de agua helada y echárselo por la cabeza. Tal vez así se le enfriarían los pensamientos y las hormonas. Y aprendería a no jugar a juegos peligrosos con un hombre que conocía las reglas mucho mejor que ella. Pedro debería haberse sentido muy satisfecho de sí mismo, pero en lugar de ello se  sentía  acalorado  y  nervioso,  y  era  por  su  culpa.  Podía  haber  salido  vencedor  en  el  juego de la tienda de lencería, pero era evidente que Paula sería la última en reír. Se había sentado en el restaurante, con aire frío y tranquilo, mientras que él no dejaba  de  pensar  en  llevársela  a  casa  y  probarle  todas  aquellas  monadas  que  había  comprado.  Había  sido  una  mala  idea  por  su  parte,  porque  le  había  prometido  que  su  relación  sería  estrictamente  platónica.  Estaba  dispuesto  a  mantener  esa  promesa  o  morir en el intento, y esto último empezaba a parecerle lo más probable. Le tocó la mano para llamar su atención y luego señaló el menú.

—¿Qué vas a tomar?

—Me apetece algo picante —dijo ella lentamente, mirando su boca—. ¿Y a tí?

Pedro  pasó un mal rato intentando concentrarse.

—Creo que las quesadillas llevan jalapeños —dijo por fin, fingiendo que no había notado el tono sugerente de su voz—. ¿Quieres que compartamos una de aperitivo?

—Claro.

—¿Y qué más?

—Me  apetece  una  hamburguesa  de  queso,  pero  no  creo  que  pueda  comerme  una  entera —dijo ella.

—Pues la compartiremos también.

—¿Será suficiente para tí?

—Sí —dijo él—. Sobre todo, si tomamos algo de postre.

—Yo no quiero —dijo ella—. Con toda esta inactividad, no me atrevo.

A él se le ocurrió una forma de quemar unas cuantas calorías, pero se resistió a la tentación de decírselo, ni siquiera en broma. Se suponía que no debía pensar en esas cosas.  Pero  eso  era  como  decirle  a  un  jurado  que  olvidara  un  testimonio  incendiario  después  de  haberlo  oído.  Aunque  no  dejaba  de  repetirse  que  sus  pensamientos  hacia  Paula debían  ser  limpios  y  puros,  se  veía  perseguido  constantemente  por  imágenes  eróticas.Intentó concentrarse en la cuestión de la comida.

—Ya veremos si te apetece después de la hamburguesa —dijo, y luego llamó a la camarera.

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