A mediados de semana, Paula estaba a punto de volverse loca. Deseaba desesperadamente volver al trabajo, pero tanto Pedro como el médico se oponían tajantemente a que lo hiciera.
—Prometo que me quedaré sentada —dijo mientras los dos hombres la miraban con escepticismo al final de su revisión del miércoles. Frunció el ceño y repitió—. Lo prometo.
—Eso no basta —dijo el doctor y luego miró a Pedro—. Cuide de que se quede en casa por lo menos este fin de semana. Después, supongo que no le hará daño regresar al trabajo —volvió a mirar a Paula—. Pero solo media jornada, ¿Está claro?
—Por el amor de Dios, enseño lenguaje para sordos, no aeróbic.
—Das clases a niños, ¿Verdad? —preguntó Pedro.
—Sí.
Él miró al médico.
—¿Ha visto alguna vez a un niño que se esté quieto?
—Los míos no, desde luego —admitió el doctor.
—Los que yo conozco, tampoco —dijo Pedro.
—Bueno, mis alumnos están muy bien educados —arguyó ella. Pero, a juzgar por la expresión de los dos hombres, estaba perdiendo el tiempo—. En fin, no importa.
Salió de la consulta sin decir una palabra más. Cuando llegaron al coche de Pedro, estaba que echaba chispas.
—Sabes que esto no es asunto tuyo, ¿No? —le dijo, entrando en el coche y dando un portazo.
Él no pareció muy impresionado por sus palabras.
—¿Quieres que vayamos a comer? —le preguntó mientras se sentaba al volante.
Al parecer, no tenía intención de entrar en la discusión que ella estaba deseando provocar.
—No, no quiero ir a comer. Quiero volver a mi trabajo. Mis alumnos me necesitan. No es conveniente que tengan que adaptarse a alguien nuevo.
—Lo siento. Ya has oído al médico.
—Eres un traidor. Sabes que estoy lo bastante bien como para ir a trabajar.
—Ah, eso no me toca decidirlo a mí — dijo él, con fingida inocencia—. Para eso son las revisiones: para que el médico decida si el paciente está bien.
—Yo podría haberlo convencido, si tú hubieras mantenido la boca cerrada.
—Lo dudo —dijo él—. Y, en cuánto a la comida...
—Olvídate de la comida —exclamó ella, casi gritando—. No podrás detenerme si mañana decido volver al trabajo.
—¿Y cómo llegarás? Todavía tienes el coche en el taller. Creo que, por ahora, estás a mi merced.
—Puedo alquilar un coche o llamar a un taxi, si es necesario. Y tú no puedes vigilarme las veinticuatro horas del día. Tarde o temprano, tendrás que irte a trabajar.
Él sonrió.
—A menos que haya un desastre natural en alguna parte, tengo el resto de la semana libre.
A Paula aquello no le hizo ninguna gracia. Pedro parecía empeñado en impedirle hacer cualquier cosa que fuera un poco fatigosa. Desde que el sábado había llevado a Juana de vuelta a casa, no había dejado de atosigarla. Se comportaba peor que sus padres cuando perdió el oído. Quizá si en sus atenciones hubiera habido algo un poco seductor, Paula las habría aceptado con mejor talante. Pero Pedro la trataba como a una hermana. En realidad, como a una hermana tonta. Lo miró fijamente y notó que tenía la mandíbula tensa. Bien, si era a eso a lo que quería jugar, se lo haría pagar caro.
—Ya que estamos aquí, quiero hacer una cosa —dijo inocentemente.
—¿Qué? —preguntó él, aliviado porque la cuestión del trabajo quedara apartada por el momento.
—Ir de tiendas. Tengo que comprar unas cuantas cosas.
—¿Ropa? ¿Maquillaje? ¿Qué?
—De todo —dijo ella, viendo, divertida, cómo desaparecía el entusiasmo de su expresión.
Cuando acabara con él, se arrepentiría de haberle impedido volver al trabajo, la llevaría directamente a la clínica y la abandonaría allí.
—¿Y todo lo que te llevó Sonia?
—Sonia fue muy generosa, pero todavía necesito algunas cosas.
—Bien —dijo él, tenso—. Iremos al centro comercial, pero solo una hora, Pau. Nada más. No debes estar de pie mucho rato.
—Con una hora bastará —dijo ella, sonriendo.
Cuando estacionaron y entraron en el centro comercial, Paula se dirigió directamente a una tienda de lencería. «Hagámosle sudar un poco», pensó triunfalmente al ver el semblante afligido de Pedro. Era evidente que no sabía si acompañarla a la tienda o buscar un sitio donde sentarse a una distancia prudencial.
—¿Vienes? —preguntó ella dulcemente, dejando claro el desafío.
—Claro —él echó a andar a su lado de mala gana.
Se quedó de pie en medio de las hileras de sujetadores de encaje y braguitas, con un aspecto tan atemorizado como si acabaran de dejarlo solo en una habitación llena de bebés llorando a pleno pulmón. Paula sonrió a la dependienta de veintitantos años que no dejaba de lanzar subrepticias miradas a su atractivo acompañante. Finalmente, le volvió la espalda y le dijo a Paula con cierto retintín:
—¿Cómo ha conseguido que entrara? La mayoría de los hombres ni siquiera se acercan por aquí.
—Es mi guardaespaldas —contestó ella en tono confidencial—. No puede apartarse de mi lado.
La joven abrió mucho los ojos.
—Vaya. No sé de qué la protegerá, pero a mí no me importaría que estuviera a mi lado día y noche.
Paula alzó la voz.
—Créeme, querida, no es tan divertido como piensas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario