lunes, 23 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 28

A mediados de semana, Paula estaba a punto de volverse loca. Deseaba desesperadamente  volver  al  trabajo,  pero  tanto  Pedro como  el  médico  se  oponían  tajantemente a que lo hiciera.

—Prometo  que  me  quedaré  sentada  —dijo  mientras  los  dos  hombres  la  miraban  con  escepticismo  al  final  de  su  revisión  del  miércoles.  Frunció  el  ceño  y  repitió—.  Lo  prometo.

—Eso no basta —dijo el doctor y luego miró a Pedro—. Cuide de que se quede en casa por lo menos este fin de semana. Después, supongo que no le hará daño regresar al trabajo —volvió a mirar a Paula—. Pero solo media jornada, ¿Está claro?

—Por el amor de Dios, enseño lenguaje para sordos, no aeróbic.

—Das clases a niños, ¿Verdad? —preguntó Pedro.

—Sí.

Él miró al médico.

—¿Ha visto alguna vez a un niño que se esté quieto?

—Los míos no, desde luego —admitió el doctor.

—Los que yo conozco, tampoco —dijo Pedro.

—Bueno, mis alumnos están muy bien educados —arguyó ella. Pero, a juzgar por la expresión de los dos hombres, estaba perdiendo el tiempo—. En fin, no importa.

Salió de la consulta sin decir una palabra más. Cuando llegaron al coche de Pedro, estaba que echaba chispas.

—Sabes que esto no es asunto tuyo, ¿No? —le dijo, entrando en el coche y dando un portazo.

Él no pareció muy impresionado por sus palabras.

—¿Quieres que vayamos a comer? —le preguntó mientras se sentaba al volante.

Al  parecer,  no  tenía  intención  de  entrar  en  la  discusión  que  ella  estaba  deseando  provocar.

—No, no quiero ir a comer. Quiero volver a mi trabajo. Mis alumnos me necesitan. No es conveniente que tengan que adaptarse a alguien nuevo.

—Lo siento. Ya has oído al médico.

—Eres un traidor. Sabes que estoy lo bastante bien como para ir a trabajar.

—Ah,  eso  no  me  toca  decidirlo  a  mí  —  dijo  él,  con  fingida  inocencia—.  Para  eso  son las revisiones: para que el médico decida si el paciente está bien.

—Yo podría haberlo convencido, si tú hubieras mantenido la boca cerrada.

—Lo dudo —dijo él—. Y, en cuánto a la comida...

—Olvídate de la comida —exclamó ella, casi gritando—. No podrás detenerme si mañana decido volver al trabajo.

—¿Y  cómo  llegarás?  Todavía  tienes  el  coche  en  el  taller.  Creo  que,  por  ahora,  estás a mi merced.

—Puedo  alquilar  un  coche  o  llamar  a  un  taxi,  si  es  necesario.  Y  tú  no  puedes  vigilarme  las  veinticuatro  horas  del  día.  Tarde  o  temprano,  tendrás  que  irte  a  trabajar.

Él sonrió.

—A  menos  que  haya  un  desastre  natural  en  alguna  parte,  tengo  el  resto  de  la  semana libre.

A  Paula aquello  no  le  hizo  ninguna  gracia.  Pedro  parecía  empeñado  en  impedirle  hacer cualquier cosa que fuera un poco fatigosa. Desde  que  el  sábado  había  llevado  a  Juana de  vuelta  a  casa,  no  había  dejado  de  atosigarla. Se comportaba peor que sus padres cuando perdió el oído. Quizá si en sus atenciones hubiera habido algo un poco seductor, Paula las habría aceptado  con  mejor  talante.  Pero  Pedro la  trataba  como  a  una  hermana.  En  realidad,  como a una hermana tonta. Lo miró fijamente y notó que tenía la mandíbula tensa. Bien, si era a eso a lo que quería jugar, se lo haría pagar caro.

—Ya que estamos aquí, quiero hacer una cosa —dijo inocentemente.

—¿Qué? —preguntó él, aliviado porque la cuestión del trabajo quedara apartada por el momento.

—Ir de tiendas. Tengo que comprar unas cuantas cosas.

—¿Ropa? ¿Maquillaje? ¿Qué?

 —De  todo —dijo  ella,  viendo,  divertida,  cómo  desaparecía  el  entusiasmo  de  su  expresión.

Cuando  acabara  con  él,  se  arrepentiría  de  haberle  impedido  volver  al  trabajo, la llevaría directamente a la clínica y la abandonaría allí.

—¿Y todo lo que te llevó Sonia?

—Sonia fue muy generosa, pero todavía necesito algunas cosas.

—Bien —dijo  él,  tenso—.  Iremos  al  centro  comercial,  pero  solo  una  hora,  Pau.  Nada más. No debes estar de pie mucho rato.

—Con una hora bastará —dijo ella, sonriendo.

Cuando   estacionaron y   entraron   en   el   centro   comercial,   Paula se   dirigió   directamente  a una tienda de lencería.  «Hagámosle   sudar   un   poco»,   pensó   triunfalmente  al  ver  el  semblante  afligido  de  Pedro.  Era  evidente  que  no  sabía  si  acompañarla a la tienda o buscar un sitio donde sentarse a una distancia prudencial.

—¿Vienes? —preguntó ella dulcemente, dejando claro el desafío.

—Claro —él echó a andar a su lado de mala gana.

Se  quedó  de  pie  en  medio  de  las  hileras  de  sujetadores  de  encaje  y  braguitas,  con  un  aspecto  tan  atemorizado  como  si  acabaran  de  dejarlo  solo  en  una  habitación  llena de bebés llorando a pleno pulmón. Paula sonrió  a  la  dependienta  de  veintitantos  años  que  no  dejaba  de  lanzar  subrepticias miradas a su atractivo acompañante. Finalmente, le volvió la espalda y le dijo a Paula con cierto retintín:

—¿Cómo  ha  conseguido que  entrara?  La  mayoría  de  los  hombres  ni  siquiera  se  acercan por aquí.

—Es mi guardaespaldas  —contestó  ella en tono confidencial—.   No puede apartarse de mi lado.

La joven abrió mucho los ojos.

—Vaya. No sé de qué la protegerá, pero a mí no me importaría que estuviera a mi lado día y noche.

Paula alzó la voz.

—Créeme, querida, no es tan divertido como piensas.

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