miércoles, 25 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 33

Aparte de  la  vigilancia  de  Pedro,  lo  único  que  impidió  que  Paula volviera  al  tra-bajo el jueves fue la visita inesperada de su jefa, a primera hora de la mañana. Pedro,  con  aire  satisfecho,  hizo  pasar  a  Jimena Dayton  a  la  cocina  mientras  Paula,  enfurruñada, saboreaba su tercera taza de café y echaba un vistazo al periódico. Su humor  pareció  mejorar  en  cuanto  vió  a  la  enérgica  mujer  que  dirigía  la  clínica  de  educación especial.

—Jimena, no sabía que ibas a venir —dijo, acompañándose de signos.

Jimena era sorda de nacimiento, pero nunca lo había considerado un obstáculo para lograr  sus  sueños.  En  el  instituto  había  sido  una  alumna  brillante;  se  había  licenciado  como  la  primera  de  su  promoción  en  la  universidad  y,  más  tarde,  había  montado  su  propia clínica en su Miami natal.

—Tu amigo me llamó ayer por la tarde y me dijo que estabas preocupada —dijo, señalando a Pedro—. Dice que el único modo de que te quedes en casa es ponerte al día sobre tus alumnos. Y he decidido venir en persona.

—La dejo para que charlen tranquilamente —dijo Pedro, tras observar la escena con evidente satisfacción.

Paula lo miró, todavía enfurruñada.

—Gracias.

—No  hay  de  qué.  Que  se diviertan.  Jimena,  ¿Te  apetece  un  café  antes  de  que  me  marche?

Jimena respondió con signos y Pedro pareció sorprendido.

—Jimena no habla —dijo Paula—, salvo con signos. Dice que ella misma se servirá el café, si le dices dónde está.

—Pero hablé con ella por teléfono —dijo él.

Jimena sonrió y respondió con las manos. Paula hizo la traducción.

—Dice que en realidad hablaste con su ayudante, que le hace de intérprete.

—¿Así que las palabras eran suyas, pero la voz era la de su ayudante?

Paula asintió.

—Exactamente.

—¿Pero puede leer en los labios?

Jimena le dió un golpecito en el brazo, sonriendo, y asintió. Pedro le dirigió una de sus devastadoras sonrisas.

—Bueno, pues el café está allí. Y esta mañana compré unos dulces de guayaba.

Jimena puso una expresión extasiada mientras decía con signos:

—¡Qué maravilla!

Pedro sonrió.

—Creo que lo he entendido. Si necesitan algo, me lo dicen.

En cuanto se fue, Jimena miró a Paula con evidente fascinación.

—Chica, ¿Dónde lo has encontrado? Es un verdadero bombón. ¿Y fue él quien te rescató?  ¿Cómo  has  acabado  viviendo  en  su  casa?  No  me  extraña  que  no  quisieras  quedarte  en  mi  casa,  teniendo  a  un  hombre  como  ese  esperándote  con  los  brazos  abiertos —sus manos volaban, lanzándole a Paula aquella batería de preguntas.

—No está mal —respondió esta cautelosamente.

—¿Es que estás ciega, además de sorda? —preguntó la otra, poniéndose una mano sobre el corazón—. Todavía tengo el pulso acelerado.

—Eso es porque casi no sales —dijo Paula—. Trabajas demasiado.

—Igual que tú —respondió Jimena —. Si al final decides no quedártelo, dímelo.

Paula pensó en decirle que Pedro no era de su propiedad, pero se calló. Aunque no lo fuera, no quería cedérselo a otra mujer. Solo la idea de sorprenderlo con otra hacía que se le encogiera el estómago.Frunció el ceño.

—Tú estás casada y tienes un niño recién nacido.

—Pero  tengo  amigas  —dijo  la  otra  con  fervor—.  Y  me  estarían  eternamente  agradecidas  si  les  presentara  a  un  hombre  como  Pedro.  El  otro  día,  cuando  me  llamó,  me  impresionó  mucho  cómo  se  preocupaba  por  tí.  Y  cuando  volvió  a  llamarme  para  concertar esta visita, pensé que tenía que verlo con mis propios ojos —aunque Paula no dijo  nada,  Jimena pareció  comprenderla  de  pronto  —.  ¿Nada  de  bromas  con  eso,  eh?  Bueno. Pero si encuentras a otro como él, dímelo.

— Lo haré —prometió Paula—. Ahora cuéntame cómo van las cosas en la clínica.

—Tus pacientes te echan muchísimo de menos. Te han dibujado unas tarjetas y me  han  pedido  que  te  las  diera —dijo  Jimena,  sacando  de  su  cartera  un  montón  de  cartulinas pintadas con colores brillantes.

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