—Jimena, no sabía que ibas a venir —dijo, acompañándose de signos.
Jimena era sorda de nacimiento, pero nunca lo había considerado un obstáculo para lograr sus sueños. En el instituto había sido una alumna brillante; se había licenciado como la primera de su promoción en la universidad y, más tarde, había montado su propia clínica en su Miami natal.
—Tu amigo me llamó ayer por la tarde y me dijo que estabas preocupada —dijo, señalando a Pedro—. Dice que el único modo de que te quedes en casa es ponerte al día sobre tus alumnos. Y he decidido venir en persona.
—La dejo para que charlen tranquilamente —dijo Pedro, tras observar la escena con evidente satisfacción.
Paula lo miró, todavía enfurruñada.
—Gracias.
—No hay de qué. Que se diviertan. Jimena, ¿Te apetece un café antes de que me marche?
Jimena respondió con signos y Pedro pareció sorprendido.
—Jimena no habla —dijo Paula—, salvo con signos. Dice que ella misma se servirá el café, si le dices dónde está.
—Pero hablé con ella por teléfono —dijo él.
Jimena sonrió y respondió con las manos. Paula hizo la traducción.
—Dice que en realidad hablaste con su ayudante, que le hace de intérprete.
—¿Así que las palabras eran suyas, pero la voz era la de su ayudante?
Paula asintió.
—Exactamente.
—¿Pero puede leer en los labios?
Jimena le dió un golpecito en el brazo, sonriendo, y asintió. Pedro le dirigió una de sus devastadoras sonrisas.
—Bueno, pues el café está allí. Y esta mañana compré unos dulces de guayaba.
Jimena puso una expresión extasiada mientras decía con signos:
—¡Qué maravilla!
Pedro sonrió.
—Creo que lo he entendido. Si necesitan algo, me lo dicen.
En cuanto se fue, Jimena miró a Paula con evidente fascinación.
—Chica, ¿Dónde lo has encontrado? Es un verdadero bombón. ¿Y fue él quien te rescató? ¿Cómo has acabado viviendo en su casa? No me extraña que no quisieras quedarte en mi casa, teniendo a un hombre como ese esperándote con los brazos abiertos —sus manos volaban, lanzándole a Paula aquella batería de preguntas.
—No está mal —respondió esta cautelosamente.
—¿Es que estás ciega, además de sorda? —preguntó la otra, poniéndose una mano sobre el corazón—. Todavía tengo el pulso acelerado.
—Eso es porque casi no sales —dijo Paula—. Trabajas demasiado.
—Igual que tú —respondió Jimena —. Si al final decides no quedártelo, dímelo.
Paula pensó en decirle que Pedro no era de su propiedad, pero se calló. Aunque no lo fuera, no quería cedérselo a otra mujer. Solo la idea de sorprenderlo con otra hacía que se le encogiera el estómago.Frunció el ceño.
—Tú estás casada y tienes un niño recién nacido.
—Pero tengo amigas —dijo la otra con fervor—. Y me estarían eternamente agradecidas si les presentara a un hombre como Pedro. El otro día, cuando me llamó, me impresionó mucho cómo se preocupaba por tí. Y cuando volvió a llamarme para concertar esta visita, pensé que tenía que verlo con mis propios ojos —aunque Paula no dijo nada, Jimena pareció comprenderla de pronto —. ¿Nada de bromas con eso, eh? Bueno. Pero si encuentras a otro como él, dímelo.
— Lo haré —prometió Paula—. Ahora cuéntame cómo van las cosas en la clínica.
—Tus pacientes te echan muchísimo de menos. Te han dibujado unas tarjetas y me han pedido que te las diera —dijo Jimena, sacando de su cartera un montón de cartulinas pintadas con colores brillantes.
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