—¿Y las otras? —preguntó Paula.
—Carolina es la siguiente. Tiene treinta y cinco años y está casada con un médico. Solo tienen un hijo por ahora, porque esperaron hasta que su marido tuvo consulta propia para formar una familia. Mi madre reza por ella todos los días. No será feliz hasta que tenga tantos nietos que pueda poner con ellos su propia escuela.
—¿Y tus otras hermanas cooperan? —preguntó Paula con curiosidad, imaginándose las ruidosas reuniones familiares.
—Daniela y Luciana son gemelas. Mi madre temía que no se casaran nunca, porque se lo pensaron mucho. Ninguna se casó antes de los treinta, hasta que tuvieron sus propias carreras. Daniela es agente de bolsa y Luciana es maestra. Daniela tiene dos hijas e insiste en que no quiere más. Luciana tiene un hijo y una hija, pero está esperando otra vez y el médico le ha dicho que son gemelos. No hace falta decir que mi madre está en éxtasis.
—Creo que me gustaría mucho tu madre — dijo Paula, pensativa—. Y tus hermanas. Yo quiero mucho a mis padres, pero ellos no querían tener hijos. Son profesores de universidad y les encanta la tranquila vida académica. Yo fui un imprevisto. No es que no me quisieran: me dieron todo lo que una niña podía desear, pero siempre supe que era un estorbo en su vida. Se horrorizarían si supieran que lo sé.
Pedro entrecerró los ojos.
—¿Saben que estás en el hospital?
—Sí, y antes de que los juzgues, te diré que se ofrecieron a venir. Pero estamos a principios de curso...
—¿Y qué?
—No podía pedirles que vinieran. Interrumpiría sus clases.
Pedro la miró con incredulidad.
—No puedes hablar en serio. ¿No han venido por eso?
—No han venido porque yo se lo dije — contestó Paula a la defensiva—. Habríamos acabado en un hotel, de todos modos. No tenía sentido.
—Acabas de pasar por un huracán —dijo él, indignado—. Tu casa está en ruinas. Y tú, en el hospital. Deberían haber tomado el primer avión, digas lo que digas.
Paula no quería admitir que, en el fondo, había esperado que lo hicieran. Pero, en lugar de eso, sus padres le habían hecho caso, porque les convenía. Eso no significaba que no la quisieran. Solo que eran prácticos. Y nunca habían sido especialmente cariñosos, excepto esas semanas después de que perdiera el oído. Era terrible pensar que había hecho falta algo así para llamar su atención.
—No pienso defender a mis padres delante de tí —dijo ella, tensa.
Él pareció a punto de decir algo más, pero guardó silencio, con expresión preocupada. Paula esperó y, luego, él la miró a los ojos.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.
—Quedarme aquí un día o dos, supongo. Luego la compañía de seguros sin duda insistirá en que el hospital se libre de mí sea como sea. O a lo mejor me mandan a una residencia para la rehabilitación, si es que mi seguro lo cubre.
—¿A una residencia? ¿A tu edad?
—No tengo muchas opciones —dijo Paula—. Además, no creo que lleguemos a eso. Me estoy recuperando muy rápidamente.
—Al entrar, te ví cojear. Seguramente ni siquiera deberías estar levantada, ¿Verdad?
Los médicos habían insistido en que guardara reposo unos días para curarse el tobillo y la rodilla, pero ella no podía permitirse el lujo de esperar. Tenía que probarse que podía arreglármelas sola.
—No es nada —insistió.
—Se lo puedo preguntar a tu médico —la desafió él—. ¿Crees que estará de acuerdo?
Ella frunció el ceño.
—De veras, no tienes que preocuparte por mí. Tú hiciste tu trabajo. Ya me las arreglaré.
—Paula...
—De veras —dijo ella, cortando su protesta—. Esto no es problema tuyo. La asistente social está buscando una solución.
—Ya me lo imagino —dijo él secamente.
Se levantó y se acercó a la ventana, como si fuera hubiera algo que lo fascinara. Paula utilizó ese tiempo para estudiarlo. Aunque no la hubiera rescatado de entre los escombros, su fuerza le habría resultado evidente. Era esbelto, pero bajo los vaqueros ceñidos y la camiseta se distinguían claramente los músculos de sus brazos, piernas y hombros.Ricky parecía estar luchando consigo mismo mentalmente. Paula no dudaba que tenía que ver con ella. Parecía tener una extraña sensación de responsabilidad hacia ella, que nada de lo que había dicho parecía haber aminorado. Finalmente, se volvió para mirarla y dijo con aplomo:
—Tengo la solución.
—¿Para qué?
—Para tu situación —dijo él con cierta impaciencia.
—¿Cuál es?
—Necesitas un sitio donde quedarte.
Ella le contestó lo mismo que le había dicho a Juana poco antes.
—Eso no es problema tuyo. Ya se me ocurrirá algo.
—Estoy seguro de que sí, pero ahora quieres salir de aquí, ¿No?
Ella no podía negarlo.
—Sí, claro.
—De acuerdo. Entonces puedes venir a mi casa.
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