Sacudió la cabeza.
—¿Tú tuviste compañeros de cuarto en la universidad?
— Yo no estudié fuera. Me quedé aquí, en la ciudad. Pero luego compartí piso durante un año.
—¿Con un chico?
Él asintió.
—¿Y era lo mismo que esto?
—Qué va —dijo él, y luego suspiró—. Sí, ya sé lo que quieres decir.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó ella, decidida a discutir la cuestión racionalmente y a mantenerla bajo control. Ricky se quedó pensando.
—Tengo una idea.
—¿Cuál?
Él dió un paso hacia delante y Paula retrocedió instintivamente hacia la encimera. Pedro apoyó las manos a ambos lados de ella, sobre la encimera, atrapándola.
—Esta —dijo, inclinando la cabeza hasta que sus labios casi se tocaron.
Paula sintió el calor del cuerpo de Pedro y su aliento rozándole las mejillas. El deseo se agitó dentro de ella mientras esperaba, anhelante, que él recorriera la distancia infinitesimal que separaba sus bocas. Cuando por fin lo hizo y sus labios se tocaron, una sorprendente sensación de calma se apoderó de ella. El beso de Pedro era tan leve como la caricia de una mariposa, e increíblemente tierno para venir de un hombre que exudaba una masculinidad tan poderosa. Era tan deliberadamente suave que excitó aún más el deseo de Paula, haciéndole ansiar cosas que nunca había imaginado y que la llenaban de perplejidad. Se le aceleró el pulso. Su cuerpo se llenó de tibieza. Pero, por encima de todo, sintió el roce delicioso y persuasivo de aquella boca, pidiéndole más pero sin exigirle nada. Cuando él se retiró lentamente, ella, sin querer, dejó escapar un «no». Los labios de Pedro se curvaron en una sonrisa cuando volvieron a posarse sobre los suyos. Paula suspiró cuando la dejó de nuevo y luego evitó su mirada, hasta que él la tomó de la barbilla y suavemente la obligó a mirarlo.
—¿Mejor ahora? —preguntó.
Ella parpadeó, intentando comprender la pregunta.
—¿Mejor?
—Ahora que nos lo hemos quitado del medio —le explicó él—. Era algo que tenía que ocurrir tarde o temprano.
¿Lo era? Paula no sabía que lo fuera cuando había acordado instalarse en su casa temporalmente. Tal vez lo había deseado, pero ni por un momento había pensado que fuera inevitable.
—¿Es que no puedes pasar unas pocas horas con una mujer sin besarla? —le preguntó, burlona.
Él pareció vagamente dolido por la pregunta y se apartó de ella.
—No volverá a ocurrir —dijo, con expresión seria y decidida—. Nos aseguraremos de no coincidir en la cocina.
—¿Por qué? —preguntó ella, sin poder evitarlo.
—Porque no quiero que pienses que te he invitado para aprovecharme de tu situación — Pedro se pasó una mano por el pelo—. Pensé que el beso aliviaría la tensión. Pero seguramente ha sido un error.
Ella lo miró con curiosidad.
—¿Y lo ha hecho?
—¿Hacer qué?
—¿A tí te ha servido para aliviar la tensión?
A ella, desde luego, no. En realidad, estaba más nerviosa que nunca. Pedro pareció sorprendido por la pregunta.
—Maldita sea, Paula, no deberías preguntarme eso, ¿No crees? ¿Cómo quieres que te conteste sin que salgas huyendo?
—Quiero la verdad —dijo ella sencillamente.
Él sacudió la cabeza.
—No creo que estés preparada para oírla —dijo, deslizándose por la puerta del patio.
Ella se quedó con la mirada perdida. En las comisuras de su boca comenzó a formarse una sonrisa. De modo que él también lo sentía, pensó con un toque de satisfacción femenina. Sabiéndolo, le resultó más fácil servir el té en una jarra, añadir unos cubitos de hielo y salir fuera, donde tendría que volver a mirarlo a la cara. Él estaba concentrado en los filetes y tenía el ceño fruncido. Pero tuvo la sensación de que su expresión no tenía que ver con el estado de la carne. Pedro levantó la vista cuando ella le tendió un vaso de té con hielo.
—Gracias.
—De nada —Paula señaló hacia la barbacoa—. Esos filetes huelen maravillosamente.
—Ya casi están hechos.
—¿Puedo hacer algo?
— Sentarte —dijo él y luego añadió categóricamente—. Allí.
Paula reprimió una sonrisa. ¿Temía Pedro que se le acercara demasiado? Tal vez, pero no era tan descarada como para hacerlo. En lugar de eso, se sentó obedientemente en una silla al otro lado de la mesa de pino y empezó a beberse el té. Apolo se acercó y puso la cabeza en su regazo para que lo acariciara detrás de las orejas.
—¿Has hablado con tu hermana? —le preguntó a Pedro cuando este por fin se sentó a la mesa.
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