Paula las tomó, pero al ver la primera, con la cara de una niña con una lágrima en la mejilla, se le puso tal nudo en la garganta que prefirió dejarlas a un lado para mirarlas más tarde, cuando estuviera a solas.
—Te quieren mucho —dijo Jimena con signos—. Todo estamos deseando que vuelvas.
—Podría volver mañana mismo —se apresuró a decir Paula.
Jimena levantó las manos.
—Nada de eso. Ya me ha advertido tu amigo que no puedes volver hasta el lunes. Y no se hable más.
—Pedro Alfonso no controla mi vida.
— Pero se preocupa por tí de corazón. Hazle caso —sonrió—. Además, si a mí un hombre tan guapo me ofreciera quedarme en su casa, te aseguro que no me lo pensaría dos veces.
—Eso lo dices porque tienes elección — se quejó Paula—. Pero yo no tengo ninguna.
—Solo serán unos pocos días más —le recordó Jimena —. Todo esto ha sido horrible. No solo por las heridas físicas, sino también por el daño emocional. ¿Has vuelto a ir a tu casa?
Paula negó con la cabeza. Aun a riesgo de que algún saqueador se llevara lo poco que pudiera salvarse, todavía no se sentía capaz de hacerlo.
—Pues debes ir —le dijo Jimena—. Tienes que superarlo. Tú sabes mejor que nadie la importancia de seguir adelante.
Aquella alusión a las semanas que había pasado lamentándose por su sordera, en lugar de afrontarla, le hizo pensar en todo el horror de ese tiempo perdido.
—Sé que tienes razón, pero temo que el recuerdo del huracán sea superior a mis fuerzas. Fue espantoso.
—¿Has pensado en hablar con un psicólogo?
— No. Me las arreglaré. Me encontraré mejor con el tiempo.
—¿Y si no?
—Entonces veré a alguien. Te lo prometo.
Jimena se quedó un rato más, contándole cotilleos sobre el personal y hablándole de los progresos de sus pacientes.
—Tenemos que hablar de Karen Foley — dijo, refiriéndose a uno de los casos más problemáticos de Paula—. No está progresando como esperábamos, pero ya lo discutiremos cuando vuelvas el lunes —luego sacó de la cartera unos cuantos artículos e informes y se los entregó—. Material de lectura —dijo—. Y un poco de papeleo. Pero haz solo lo que te apetezca.
—Gracias — dijo Paula sinceramente.
Tal vez no se sentiría tan inútil si por lo menos podía solucionar un poco del interminable papeleo que conllevaba su trabajo. Acompañó a Jimena hasta la puerta, le dio un abrazo y luego la miró alejarse, sin poder ocultar la añoranza que sentía.Notó que Pedro se acercaba. Él le pasó un brazo por los hombros y, cuando Paula levantó la vista, dijo:
—Solo unos pocos días más.
Ella suspiró.
—Lo sé.
Pero parecía sentirse atrapada en el limbo para siempre.
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