lunes, 23 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 30

Cuando esta se hubo ido, Pedro se dió cuenta que Paula lo estaba observando.

—¿Qué? —preguntó.

—¿Puedo preguntarte  algo? —él  asintió,  aunque  la  expresión  de  su  cara  lo  alarmaba  un  poco—.  No  creerás  en  esa  idea  de  que,  por  salvarle  la  vida  a  alguien,  te  conviertes en responsable de esa persona, ¿Verdad?

—Claro que no —dijo él sin vacilar.

—Entonces, ¿Por qué eres tan protector conmigo?

Él se encogió de hombros.

—Por  costumbre,  supongo.  Siempre  he  intentado  proteger  a  mis  hermanas.  Así  me  educaron.  Mi  padre  me  metió  en  la  cabeza  que  un  hombre  debe  cuidar  de  las  mujeres de su vida: de su madre, de su esposa, de sus hermanas... de todas.

Ella lo miró con incredulidad.

—¿Eso es todo?

Pedro estaba  tan  poco  convencido  como ella  de  la  sinceridad  de  su  respuesta,  pero no quería admitir que hubiera algo más. No se sentía capaz de decirle que nunca antes había sentido esa necesidad de cuidar a una mujer, de protegerla... hasta de él mismo. Lo que sentía por Paula estaba muy lejos de lo que sentía por las mujeres de su familia. Tal vez porque la necesidad de protegerla estaba mezclada con los celos y el deseo.

—Por supuesto —dijo él, mintiendo descaradamente—. ¿Qué más podría haber?

Ella se encogió de hombros.

—No  tengo  ni  idea,  pero  es  un  alivio  saberlo,  porque  así  no  me  sabe  tan  mal  decirte que lo encuentro extremadamente irritante.

—Ya lo he notado.

—¿De modo que no te importa que tu actitud me moleste?

—No, porque es necesaria —dijo él—. Vuelve a decírmelo dentro de una semana, cuando estés bien.

—Ya estoy bien.

—Solo  hasta  cierto  punto  —reconoció  Pedro—.  Pero  si  yo  no  te  vigilara,  te  pondrías  a  hacer  un  montón  de  cosas.  Volverías  al  trabajo  y  te  pondrías  a  buscar  un  sitio donde vivir y a preocuparte por Juana y por tus otros vecinos.

—¿Cómo lo sabes, si apenas me conoces?

—Te  conozco  lo  suficiente.  Y  lo  que  no  he  deducido  yo  solo,  me  lo  ha  contado  Juana.

 Los ojos de Paula brillaron de indignación.

—¿Están complotados? —le preguntó.

—Claro que sí. Y, antes de que me lo preguntes, también he hablado con tu jefa. Jimena me ha contado muchas cosas. Eres hiperactiva, Paula Chaves. Eso está muy bien en  general,  pero  bajo  estas  circunstancias...  —se  encogió  de  hombros—.  Digamos  que  he decidido protegerte de tí misma.

—No tienes derecho a fisgar a mis espaldas ni a meterte en mi vida.

—Pues lo he hecho.

Ella frunció el ceño.

—¿Cómo puedes decirme eso?

—Alguien tenía que hacerlo —le dió unos golpecitos en la mano para consolarla—. Podría haber sido peor.

—No sé cómo.

—Podría haber decidido utilizar la artillería pesada.

Ella lo miró, confundida.

—¿La artillería pesada? ¿Qué quieres decir con eso?

—Podría haberte dejado en manos de mi madre. Y ahora estarías inmovilizada en una  cama,  viendo  telenovelas  —ella  dejó  escapar  una  carcajada  sin  poder  evitarlo.  Pedro sonrió—. ¿Está claro? —le preguntó.

—Oh, sí.

—Pues estás en deuda conmigo —añadió.

—Eso parece.

Pedro se inclinó hacia ella.

—¿Y qué vas a darme a cambio de lo que he hecho por tí?

Paula pareció luchar consigo misma. Se humedeció los labios, empezó a inclinarse hacia delante y luego retrocedió y se recostó en la silla dando un hondo suspiro.

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