—¿Qué? —preguntó.
—¿Puedo preguntarte algo? —él asintió, aunque la expresión de su cara lo alarmaba un poco—. No creerás en esa idea de que, por salvarle la vida a alguien, te conviertes en responsable de esa persona, ¿Verdad?
—Claro que no —dijo él sin vacilar.
—Entonces, ¿Por qué eres tan protector conmigo?
Él se encogió de hombros.
—Por costumbre, supongo. Siempre he intentado proteger a mis hermanas. Así me educaron. Mi padre me metió en la cabeza que un hombre debe cuidar de las mujeres de su vida: de su madre, de su esposa, de sus hermanas... de todas.
Ella lo miró con incredulidad.
—¿Eso es todo?
Pedro estaba tan poco convencido como ella de la sinceridad de su respuesta, pero no quería admitir que hubiera algo más. No se sentía capaz de decirle que nunca antes había sentido esa necesidad de cuidar a una mujer, de protegerla... hasta de él mismo. Lo que sentía por Paula estaba muy lejos de lo que sentía por las mujeres de su familia. Tal vez porque la necesidad de protegerla estaba mezclada con los celos y el deseo.
—Por supuesto —dijo él, mintiendo descaradamente—. ¿Qué más podría haber?
Ella se encogió de hombros.
—No tengo ni idea, pero es un alivio saberlo, porque así no me sabe tan mal decirte que lo encuentro extremadamente irritante.
—Ya lo he notado.
—¿De modo que no te importa que tu actitud me moleste?
—No, porque es necesaria —dijo él—. Vuelve a decírmelo dentro de una semana, cuando estés bien.
—Ya estoy bien.
—Solo hasta cierto punto —reconoció Pedro—. Pero si yo no te vigilara, te pondrías a hacer un montón de cosas. Volverías al trabajo y te pondrías a buscar un sitio donde vivir y a preocuparte por Juana y por tus otros vecinos.
—¿Cómo lo sabes, si apenas me conoces?
—Te conozco lo suficiente. Y lo que no he deducido yo solo, me lo ha contado Juana.
Los ojos de Paula brillaron de indignación.
—¿Están complotados? —le preguntó.
—Claro que sí. Y, antes de que me lo preguntes, también he hablado con tu jefa. Jimena me ha contado muchas cosas. Eres hiperactiva, Paula Chaves. Eso está muy bien en general, pero bajo estas circunstancias... —se encogió de hombros—. Digamos que he decidido protegerte de tí misma.
—No tienes derecho a fisgar a mis espaldas ni a meterte en mi vida.
—Pues lo he hecho.
Ella frunció el ceño.
—¿Cómo puedes decirme eso?
—Alguien tenía que hacerlo —le dió unos golpecitos en la mano para consolarla—. Podría haber sido peor.
—No sé cómo.
—Podría haber decidido utilizar la artillería pesada.
Ella lo miró, confundida.
—¿La artillería pesada? ¿Qué quieres decir con eso?
—Podría haberte dejado en manos de mi madre. Y ahora estarías inmovilizada en una cama, viendo telenovelas —ella dejó escapar una carcajada sin poder evitarlo. Pedro sonrió—. ¿Está claro? —le preguntó.
—Oh, sí.
—Pues estás en deuda conmigo —añadió.
—Eso parece.
Pedro se inclinó hacia ella.
—¿Y qué vas a darme a cambio de lo que he hecho por tí?
Paula pareció luchar consigo misma. Se humedeció los labios, empezó a inclinarse hacia delante y luego retrocedió y se recostó en la silla dando un hondo suspiro.
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