Pedro pareció aliviado por su decisión. Y Juana se mostró encantada ante la idea de pasar una tarde lejos de su hermana. Se presentó con una cesta de picnic llena de comida.
—Pero si había planeado preparar algo de cena —dijo Paula al verla.
—Tú tienes que descansar, y no estar de pie delante del fogón. Además, no he traído casi nada.
Paula se echó a reír cuando empezó a sacar el contenido de la cesta. La idea de «casi nada» de su antigua vecina consistía en pollo frito, ensalada campera, ensalada de col y tarta de limón casera, su favorita.
—Bueno, ya veo que no se van a morir de hambre —dijo Pedro, mirando la comida con evidente envidia—. Quizá podría...
—Quedarte —lo invitó Juana—. Hay comida suficiente y yo tengo algunas preguntas que hacerte.
Él la miró desconcertado.
—¿Sobre qué?
—Sobre tus intenciones hacia esta señorita, por ejemplo.
Pedro le lanzó a Paula una mirada de pánico y retrocedió.
—Creo que esas preguntas ya me las hará mi madre.
Juana lo miró fijamente.
—Sí, pero ella seguro que deja que te escabullas, ¿Verdad?
—Espero que sí —contestó él.
—Bien, pues yo soy más dura, jovencito. Hoy puede que te escapes, pero te estaré esperando.
Paula se echó a reír ante la expresión horrorizada de Pedro.
—No lo dudo —dijo él—. Volveré a tiempo para llevarte a casa, Juana. Ni se te ocurra llamar a un taxi o tomar el autobús.
Ella sonrió.
—¿Bromeas? ¿Pudiendo hacerte todas esas preguntas embarazosas de camino a casa?
—Ahora que lo pienso, será mejor que llaméis a un taxi —respondió Pedro.
—Demasiado tarde —le dijo Paula mientras lo acompañaba hasta la puerta—. Que te diviertas con tu familia.
—Y tú con Juana. Volveré pronto.
Cuando desapareció, Paula se dió la vuelta y se encontró a Juana observándola.
—Te gusta, ¿Verdad? —le preguntó su amiga con preocupación.
—Solo un poco —admitió Paula.
—Ten cuidado —la advirtió Juana—. Ese tiene el diablo en los ojos.
—Pero también tiene el corazón de un ángel —replicó Paula—. Y los brazos de un héroe.
—Oh, pequeña —dijo Juana—. No mezcles el heroísmo con el amor.
—Yo no he dicho nada de amor —declaró Paula.
—No hace falta que lo digas. Lo llevas escrito en la cara.
Si eso era cierto, Paula solo podía rezar para que Pedro no fuera tan diestro leyendo la cara de la gente como lo era Juana.
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